13

Clarissa salió de Hambones a las once y media más o menos. Era domingo por la noche, y Hambones ya no era el club de moda que había sido en el pasado. Ella giró hacia la izquierda y echó a andar por la calle. Esperé a que hubiese recorrido una manzana o dos antes de poner en marcha el coche. Recorrí una manzana por delante de ella y luego aparqué junto a la acera en el otro lado de la calle.

Cuando ella volvió a pasar a mi lado, apagué el contacto, esperé a que nos separase una manzana de distancia y salí del coche. Ella caminaba deprisa, haciendo resonar sus tacones de madera. Yo llevaba zapatos con suelas de goma, de modo que podía seguirla sin que me oyera.

No es que ella estuviera nerviosa, pero como cualquier mujer un poco sensata, de vez en cuando echaba una mirada hacia atrás. Evité que me viera manteniéndome oculto en las sombras del otro lado de la calle. Así fuimos andando seis o siete manzanas. Luego, Clarissa giró por Byron. Anduvo una manzana y media más hasta llegar a un edificio achaparrado de tres pisos que parecía un horno enorme. Estaba enyesado y pintado de color mandarina, y parecía combarse debido a su propio peso. Clarissa entró por una puerta de la planta baja. Se encendió una luz en una diminuta ventanita.

Yo me acerqué a su puerta y escuché atentamente. El edificio era tan barato que se podían oír sus pasos dentro. Ella abrió una puerta y dejó algo de metal, probablemente una olla. Crujió algo como una silla o un sofá, y luego se puso en marcha una radio en mitad de la canciónThe Duke of Earl.

Ella estaba cocinando, o quizá preparándose un té y escuchando música. Pensé quedarme rondando por allí hasta que se fuera a la cama.

El edificio de Clarissa tenía una estructura gemela al otro lado de la calle. Por el lado norte había una entrada pequeña donde se almacenaban los cubos de basura hasta el día que tocaba la recogida. Me metí detrás de los cubos de tapa metálica, encendí un Chesterfield y solté el aire por la boca.

La solitaria quietud de las noches del sur de California siempre me producía un gran placer. En el sur, en torno a Texas y Louisiana, siempre había bichos gordos y pájaros nocturnos, el viento soplaba en los árboles y sonaban ruidos menos identificables procedentes del pantano y sus habitantes. Pero en Los Ángeles la noche estaba envuelta en el silencio, como si siempre se encontrara cerca un depredador, esperando para saltar sobre alguna víctima silenciosa.

Aquella noche supongo que el depredador era yo.

Durante la hora siguiente no ocurrió prácticamente nada. Una familia de arañas había establecido una batería de telas por encima de mi cabeza, de modo que ni las ocasionales mariposas de la luz duraban mucho rato por allí.

La entrada del apartamento de Clarissa estaba iluminada por una lámpara de cemento incrustada en el césped, enfrente de su puerta. La luz de su ventana estaba encendida aún, de modo que yo seguía con mi vigilancia.

Mi reloj Gruen con esfera de cobre marcaba las 12:48 cuando un Cadillac color verde lima se acercó y se detuvo frente al edificio de Clarissa. Observé los daños producidos por la valla de madera que había golpeado de lleno la noche anterior. El guapo Conrad seguía en el asiento del conductor.

Aún estaba tenso y miraba a su alrededor nerviosamente. Incluso miró en mi dirección, pero yo estaba demasiado sumergido en las sombras para que pudiera verme.

Brawly saltó del asiento del pasajero y dijo algo hacia la ventanilla de atrás. Conrad salió disparado por la calle como si la policía todavía le estuviera persiguiendo. Quizá fuera así.

Brawly llamó a la puerta de Clarissa. Ella respondió con un beso y un abrazo. Brawly era un chico muy robusto, pero aun así Clarissa consiguió rodearle el cuerpo con los brazos. Le susurró algo al oído, apretándole con fuerza.

Se metieron en la casa, y yo entonces me pregunté cuál podría ser mi siguiente movimiento.

No me costó mucho decidirlo. Crucé la calle y me dirigí hacia la puerta. Estaban discutiendo por algo.

– ¡No has contestado a mi pregunta! -decía Clarissa, con voz fuerte.

Di unos golpes en la puerta, mucho más fuertes de lo que era necesario. Siguió un silencio repentino. Volví a llamar.

– ¿Quién es? -dijo la voz que había dado la alarma en el cuartel general revolucionario la noche anterior.

– Easy Rawlins -dije, alto también-. Abrid.

– ¿Quién es?

– Abrid, Brawly y Clarissa.

Eso funcionó. Brawly abrió la puerta de par en par para ver claramente al hombre que sabía su nombre.

Al ver que se abría la puerta sentí la embriaguez de la victoria. Pero cuando vi de cerca lo grandote que era, y el nudo de ira que agarrotaba su frente, temí que mi triunfo se convirtiera en derrota.

– ¿Quién cojones eres tú? -preguntó.

– Un hombre que ha estado ante la puerta de Isolda -respondí.

Aquellas palabras no parecieron causarle ninguna incomodidad ni temor.

– ¿Qué tiene que ver ella contigo? -preguntó.

– Déjame entrar, Brawly. No deberíamos estar aquí hablando de crímenes donde todo el mundo puede oírnos.

– Déjale entrar, cariño -intervino Clarissa. Estaba de pie a su lado.

Él retrocedió y yo entré en el piso.

Era más pequeño aún que el de John y Alva, más una casa de muñecas que una vivienda para adultos. Si me hubiese echado en el suelo y estirado los brazos, habría tocado una pared con las plantas de los pies y la opuesta con la punta de los dedos.

– ¿Quién es? -preguntó Brawly a su novia.

– Es un amigo de Sam -dijo Clarissa-. Easy Rawlins, como ha dicho.

– Me envía tu madre -dije.

Había una silla grande y amarilla en un rincón de la diminuta y triste habitación. Llevaba una hora entera de pie, de modo que aproveché la oportunidad para sentarme.

Brawly se quedó de pie y Clarissa se mantuvo a su lado, temiendo que pudiera perder el control, supuse.

– ¿Qué haces golpeando la puerta de la casa de mi novia a media noche?

– Buscarte -respondí.

Era un buen momento para encender un cigarrillo. Así me sentiría más confiado y calmaría mis nervios en presencia del gigantón a quien John me pidió que no hiciera daño.

– No me jodas, negro -dijo. Pero las palabras no parecían sinceras. Era muy grandote, pero parecía estar fingiendo, como si todavía no fuese un hombre por derecho propio.

– ¿Fuiste tú quien mató a Aldridge Brown? -le pregunté.

– ¿Quééé…?

– Aldridge Brown -repetí-. ¿Le mataste tú?

Brawly me cogió por los brazos y me levantó de la silla. Me levantó tan alto que el techo quedó a menos de dos centímetros de mi cabeza.

La sensación de ingravidez me recordó la época en que yo era un niño indefenso a quien cogía algún adulto rudo, ansiando el contacto del suelo bajo mis pies.

– ¿De qué coño estás hablando? -dijo, con la voz una octava más alta que antes.

– Bájame -dije, sin titubear en una sola sílaba.

– ¡Bájalo, cariño! -chilló Clarissa.

– Le mataron en casa de Isolda -dije yo-. Le dieron una paliza de muerte delante de la puerta de su casa, ayer por la mañana. ¿Es que no leéis los periódicos?

Brawly me dejó caer con bastante suavidad, pero cuando se derrumbó en el sofá forrado de algodón marrón pareció que el suelo se hundía. Toda la casa tembló. Los vecinos debieron de saltar de sus camas, preocupados, pensando que otro de los terremotos típicos de Los Ángeles sacudía el edificio.

– ¿Una paliza de muerte?

– Sí -afirmé-. Y cuando yo fui a hablar con Isolda, lo único que me contó fue que Aldridge y tú os habíais peleado, y que tú dijiste que le matarías si volvía a mencionar el nombre de tu madre.

– Esa perra -siseó Clarissa.

– Eso no es verdad -dijo Brawly-. Yo estaba con… ni siquiera estaba en la ciudad ayer por la mañana.

Echó una mirada culpable a Clarissa, pero ella estaba demasiado preocupada para darse cuenta.

– ¿No viste a Aldridge en casa de Clarissa?

– Ayer no.

– ¿Te emborrachaste y discutiste con él un par de semanas antes, en su casa? -pregunté.

– Sí, hace un par de meses. Tomamos un par de copas. La conversación se puso algo caliente, pero no nos pelearnos. Si lo hubiésemos hecho, él… -Brawly no tuvo que acabar la frase-. Yo no le he matado, tío. Lo juro.

– Pues alguien lo hizo -dije yo.

Brawly se echó hacia atrás, más parecido que nunca al niño cuya foto me dio su madre.

– ¿Está muerto? -preguntó otra vez-. ¿Muerto?

– Eso es.

– ¿Mi padre? -dijo, sin preguntarlo a nadie en particular.

Clarissa se sentó en el brazo del sofá. Pasó el brazo en torno al cuello de él.

– Mi papá, mi papá…

Fue una actuación conmovedora. Es posible que fuera por puro remordimiento, el caso es que yo ya había visto a algunas personas llorar a los seres queridos a los que habían matado ellos mismos unas horas antes. El sentimiento de dolor seguía existiendo, fuese o no su mano la que había asestado el golpe final.

Encendí otro cigarrillo.

– ¿No sabes nada de eso? -pregunté, cuando las lágrimas se acabaron-. ¿No lo has leído, ni has oído las noticias?

– Brawly ha estado ocupado -me dijo Clarissa.

– Tú cierra la boca -le advirtió Brawly.

Me habría parecido muy normal que él siguiera su propio consejo.

– ¿Ocupado haciendo qué?

– Pero ¿tú quién eres, tío? -me preguntó Brawly.

– Un amigo de Alva Torres que le hace un favor a su hijo.

– Yo no tengo nada que ver con ella -me dijo Brawly.

– Es tu madre, cariño -intervino Clarissa-. Es la sangre.

– Hasta la última gota -añadí yo-. Está preocupada por ti. Cuando me pidió que te encontrara, le dije que probablemente no tenía de qué preocuparse. Pero ahora que he visto el lío en el que te has metido, comprendo por qué quiere que vuelvas a casa.

– Yo no tengo casa. Me echaron.

– Eso no me lo creo, hijo. Tu madre te quiere, aunque tú no te preocupes por ti mismo.

– Tiene razón, cariño -dijo Clarissa.

– Tú no sabes una mierda, Clarissa. Así que no digas nada.

– La poli te mirará bastante mal si descubre que te peleaste con él -dije.

– Pero eso fue hace casi dos meses. Desde entonces nos reconciliamos.

– ¿Dónde estabas el sábado por la mañana? -le pregunté.

– En el norte -repuso Brawly-. Salí el viernes por la noche.

– ¿Y puedes probarlo?

Una mirada culpable relampagueó en la cara del chico. Pareció contenerse para no mirar a Clarissa.

– Hay gente que me vio -dijo, evasivamente.

– ¿Quién?

– ¿Y por qué tengo que decírtelo a ti? ¿Quién demonios eres tú para venir aquí en mitad de la noche a hacerme preguntas? -dijo Brawly.

Cuando se levantó del sofá, mi corazón latió con fuerza para almacenar la sangre suficiente en caso de que tuviera que pelear.

– No tengo por qué hablar contigo.

– Sólo intento ayudarte, chico -dije.

Cometí el error de ponerle la mano en el hombro.

Brawly me empujó con las dos manos y yo caí hacia atrás. Mis pies se levantaron del suelo. Noté cómo la pared golpeaba mi cabeza y mi tobillo izquierdo se retorcía cuando el pie tocó de nuevo el suelo.

Clarissa dijo:

– Cariño…

Se abrió la puerta delantera.

Cuando levanté la vista vi a Brawly que salía como loco hacia la calle, dejando a su novia con un desconocido en medio de la noche.

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