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Lasiguiente parada que hice fue en casa de Clarissa. El correo de al menos dos días se acumulaba en su buzón, y no respondió a mi llamada.

– El problema de la guerra fría no es cuando está fría, sino cuando se pone caliente…

Sam Houston estaba haciendo los honores a algún pobre desgraciado que sólo quería llevarse el almuerzo a su casa en una bolsa de papel marrón. El hombre llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros roja de manga larga. Su escaso cabello era gris y rizado, y tenía la piel negra bajo una capa de fino polvillo blanco.

El restaurador de los ojos saltones estaba a punto de pronunciar alguna otra frase lapidaria cuando me vio.

– Perdón -dijo al silencioso trabajador.

Sam se quitó el delantal y levantó la trampilla del mostrador que daba a la cocina. Y entonces salió y se reunió conmigo en medio del local.

Nunca había visto a Sam salir de detrás del mostrador, de modo que me preparé para pelear.

Me sacaba cinco centímetros de alto, y su esbelto cuerpo podía ser mucho más fuerte de lo que aparentaba. Años atrás, cuando conocí a un hombre llamado Fearless Jones, aprendí que algunos hombres delgados pueden ser mucho más fuertes que los culturistas.

– Sabes que no está bien ir a algunos sitios y escabullirse a espaldas de alguien -dijo Sam, tocándome el pecho con un dedo largo y acusador.

Los hombres sentados a mi derecha abandonaron su conversación para contemplar el encuentro.

Yo no quería mirones, así que dije:

– ¿Por qué no salimos fuera, Sam?

Eso le cogió desprevenido. Estaba furioso conmigo, pero no tenía motivos para pensar que yo pudiera volverme contra él. Por mi parte, no sabía cómo cerrar su enorme boca sin llevarle fuera. Y no sabía cómo llevarle fuera sin decírselo.

Sam se encaminó hacia la puerta muy ofendido mientras los clientes empezaban a cotorrear. Yo eché a andar dos pasos por detrás de él, dirigiendo una mirada de reojo hacia la cocina mientras salía. Clarissa no estaba a la vista.

Una vez fuera, Sam se volvió rápidamente y yo di un paso a la derecha. Él dio un saltito y me lanzó un gancho de derecha a la cabeza que falló por unos centímetros. Yo también lancé el puño y empujé ligeramente su hombro. La fuerza del empuje, unida al impulso de su oscilación, levantó a Sam del suelo y le hizo caer en la acera.

Cuando metió la mano derecha debajo del delantal, yo levanté ambas manos y dije:

– No estoy aquí para pelearme contigo, tío.

Él respiraba fuerte.

– Entonces, ¿por qué hemos salido a la calle? -Dejó de trastear.

Le ofrecí mi mano y él la tomó.

– No quería que nadie oyese lo que iba a decirte -le dije, ayudándole a ponerse de pie.

– ¿Por qué no?

– ¿Te gusta Clarissa?

– Pues claro que sí, demonios -dijo. Se sacudió un polvo imaginario de los brazos y el pecho-. Por eso me he enfadado tanto al saber que tú ibas por ahí rondando y hablando de otras cosas, pero acechando a mi chica.

– ¿Es tu novia? -le pregunté.

– No. Clarissa es mi prima. Todo el mundo que trabaja para mí es de mi familia, ya lo sabes.

– Escucha, Sam -dije-. Yo no sé qué es lo que te habrán dicho, pero yo no te he mentido. Buscaba a Brawly y le encontré… con ella.

– ¿Qué quieres decir con eso de «con ella»?

– Es su novio. ¿No lo sabías?

Eso cerró la boca de Sam durante cinco segundos más o menos. Era la mejor conversación que había tenido nunca con él. Aunque yo estaba metido en una situación a vida o muerte, me quedé un momento callado, saboreando su confusión.

– Eso no es verdad -dijo, al fin-. Ella dice que tú la seguiste y que intentaste acosarla en su apartamento. Dice que no se atreve a venir a trabajar porque tiene miedo de que estés ahí esperándola.

– Fui a su casa, pero siguiendo a Brawly, no a ella. -La mentira no era tan mala. En realidad la había visto con Brawly en la reunión del Partido Urbano. Cuando la seguí fue sólo para acercarme a él.

– ¿Me estás mintiendo, Easy Rawlins?

– Vamos, Sam, tú sabes que no.

– No, en lo que toca a las chicas, no sé nada -dijo-. Los negros trabajan ocho horas al día, seis días a la semana, y rezan a Dios el domingo, pero cuando pasa una chavala, se les va la cabeza.

Como ya he dicho, lo peor de Sam Houston es que casi siempre daba en el blanco. Tenía un buen cerebro, con el único problema de que no sabía a qué aplicarlo.

– Yo no voy detrás de Clarissa -dije-. Al menos, no de la forma que tú insinúas. Dame una mujer y no tengo que ir por ahí rondando a ninguna niñata.

Mis palabras sonaban a verdad. Sam abrió mucho los ojos, que quedaron de un tamaño ligeramente inferior a los de un caballo.

– ¿Y por qué me miente ella, entonces? -preguntó.

– Pues tú sabrás, Sam. ¿Te habrías preocupado mucho si hubieras sabido que iba con Brawly? ¿Habrías hecho algo al respecto?

– No. Quiero decir que a lo mejor la habría regañado. A lo mejor le habría dicho un par de cosas.

– Pero -dije-, si sabías que estaba con él, y yo venía a decirte que el chico tenía problemas, a lo mejor me habrías dado alguna información sobre ella.

– ¿Qué estás diciendo, Easy?

– Digo que desde que hablé contigo por última vez, dos hombres han sido asesinados y Brawly está metido en todo eso, de algún modo. No sé en qué exactamente, pero sé que es algo malo.

– ¿Asesinato?

– Sí. Dos hombres. Muertos y bien muertos.

– ¿Quién?

– Henry Strong, el mentor de los Primeros Hombres. -Sam escupió al oír mencionar la organización radical- y Aldridge Brown -continué-. El padre de Brawly.

– ¿Y quién los mató? -preguntó Sam.

– Es difícil decirlo. La policía cree que fueron los Primeros Hombres. Los Primeros Hombres creen que fue la policía. La prima de Brawly le acusa a él al menos de uno de los asesinatos. Todo está en el aire. Me limito a buscar un sitio donde resguardarme antes de que todo se venga abajo otra vez.

Sam se tiró del cuello de su camiseta gris y movió la barbilla como si no fuera capaz de aspirar suficiente aire. No estaba acostumbrado a encontrarse en el lado más silencioso de la conversación.

– Entonces, ¿qué quieres?

– Brawly Brown -dije por centésima vez, o al menos eso me pareció.

Sam se puso la mano izquierda en la cabeza y la mano derecha en la barbilla.

– Pero ella no es más que una niña -dijo-. Y él también.

– Sí, todos son niños, Sam. Todos ellos. Pero ya sabes que en la Edad de Piedra la mayoría de la gente sólo vivía hasta los veinte años. Eran viejos y viejas a los veinticinco.

Sabía que la explicación científica del problema con el que nos enfrentábamos animaría a Sam.

Éste sonrió y dijo:

– Sí, Easy. Tienes razón en eso. Seguro que sí.

Eran unas palabras que jamás había imaginado oír saliendo de la boca de Sam.

– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? -me preguntó.

– Tengo que encontrar otra vez a Brawly. Y creo que la mejor oportunidad de hacerlo es a través de Clarissa. He ido a su casa, pero no está. ¿No sabrás tú dónde está ahora?

– Me ha dicho que te tenía miedo, Easy. Se ha escondido.

– Ya te he dicho por qué la buscaba.

La cara de Sam se retorció de tal modo que parecía un fruto marrón muy arrugado a punto de caer del árbol. Al principio pensé que le iba a dar un ataque al corazón, pero me di cuenta de que ésa era la forma que debía de adoptar su cara cuando estaba pensando. Su boca se torció, llena de asco, y sus hombros se alzaron, de modo que parecía un ave carroñera bastante cómica. Finalmente se estremeció un poco como si fuera un cuervo enorme que se sacudiera el polvo de su corpachón emplumado.

– Sí -dijo-. Sí. Ya lo entiendo todo. Brawly siempre ahí sentado en la cocina, o yendo al baño que está en la parte de atrás. Y Clarissa siempre remoloneando por allí cerca. Ya. Ya. Ella se quedaba cada noche hasta tarde, hablando con su prima Doris y ayudándola a limpiar, aunque no tenía por qué hacerlo. Pero en cuanto Brawly empezó a aparecer por aquí, siempre se iba a su hora. Sí. Tienes razón, Easy. Clarissa lleva por lo menos tres meses saliendo con ese chico avinagrado.

– ¿Y sabes dónde está ella ahora? -le pregunté.

– No. Pero hay alguien que sí lo sabe. Doris. Ella ha sido cómplice de Clarissa para ocultarme todo esto, desde el principio.

Me di cuenta de que Sam estaba furioso porque su empleada le había engañado, y mientras él se daba aires de superioridad, con sus conocimientos, sus lecturas y su capacidad razonadora, ellas guardaban un secreto delante de sus narices, a plena vista.

– Espera aquí, Easy -dijo, y volvió al restaurante.

Yo encendí un cigarrillo y recordé de nuevo lo bueno que resulta fumar cuando se te ha negado. Y luego me acordé de mí mismo corriendo con los pulmones doloridos, y de Henry Strong, que había recibido una bala en la cabeza. La silueta del asesino era de alguien pesado. Podría haber sido Brawly, pero no estaba seguro.

Pensé en el Ratón. Habría compartido conmigo toda aquella aventura, riéndose sin parar.

«-¿Qué haces perdiendo el tiempo con ese chico, Easy? Sólo está echando una canita al aire.

»-Pero tiene problemas, Raymond -le habría contestado yo.

»-Todos tenemos problemas, Easy -habría sido su respuesta-. Mierda. Si no hubiese problemas, la vida no sería divertida…»

Apagué el ascua de mi cigarrillo y lo devolví al paquete. Unos minutos después volvió a salir Sam.

– Ya sé dónde está -me dijo.

– ¿Dónde?

– Espera un momento, Easy. Te creo y creo todo lo que me has dicho, pero no puedes ir a ver a Clarissa si no voy yo contigo.

– Tienes trabajo en el restaurante, Sam -dije-. Están matando a gente por ahí fuera.

– Clarissa es de mi familia -replicó Sam-. Y Doris también. Cuando le he preguntado a Doris cómo podía ver a Clarissa, le he dicho que no se preocupase porque era yo quien iba a verla.

– Vale -asentí-. Allá tú.

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