17

Anton Breland estaba en la guía. Lo busqué en una cabina de teléfonos en la parte trasera de una tienda Thrifty. Eran alrededor de las dos de la tarde de un lunes. No podía haber prueba mejor de que yo me estaba desviando del buen camino. Sentado allí, mientras buscaba el nombre en las páginas blancas, intenté convencerme a mí mismo de que había cumplido mi deber con John y que ya era hora de volver al trabajo. No había razón alguna para que fuera siguiendo a revolucionarios y asesinos. Bonnie estaría en casa al cabo de treinta y seis horas. Mi vida podría volver a ser agradable.

Pero entonces me di cuenta de que en los días anteriores mis horas de vigilia no habían estado teñidas por el remordimiento por la muerte de mi amigo. Sólo mis sueños revelaban aquellos sentimientos. Mientras iba avanzando e intentando encontrar el rastro de Brawly Brown, me encontraba en una especie de zona de seguridad, donde la culpa no podría tocarme.

Encendí un cigarrillo y arranqué la página.

Anton vivía en Shenandoah, una pequeña calle lateral perpendicular a Slauson, en una casa que parecía un búnker de ladrillo. El césped estaba limpio, pero muerto. La hierba, que medía diez centímetros de alto, era del color de la paja. Supuse que Anton había dejado de ocuparse del césped unos catorce o quince meses antes, pero éste continuó creciendo porque nos encontrábamos en plena estación lluviosa. Al llegar el verano la hierba había muerto, dejando lo que parecía un campo de trigo pigmeo.

La entrada estaba vacía, no había ningún Caddy verde por ninguna parte, de modo que decidí esperar un rato en el coche.

La casa situada en medio de aquel campo de hierba muerta se parecía a otras muchas estructuras abandonadas que yo había visto a las afueras de Berlín, después de la guerra. No era lo suficientemente importante para ser bombardeada o quemada, pero resultaba demasiado peligrosa para vivir en ella.

Encendí otro cigarrillo y esperé.

Era invierno en Los Ángeles, la única época del año en la que se levanta un poco la contaminación. Llegan entonces los vientos del desierto y limpian el cielo. Ese mismo viento convierte las nubes en un panorama de esculturas siempre cambiantes, suspendidas ante un fondo de un azul intenso. En un momento dado había un león con un solo ojo, rondando las montañas, y luego se transformaba en un oso hormiguero acorazado, erguido sobre los cuartos traseros y mostrando las extremidades con sus garras.

Esos gigantes móviles me hicieron sonreír. Yo era demasiado pequeño para que me vieran, sólo un puntito negro por debajo de sus dominios. Y aquello me daba sensación de seguridad.

Cuando llegó el Cadillac verde de Anton/Conrad y lo vi salir a él de su interior tan tranquilo, me di cuenta de que toda sensación de seguridad es una ilusión.

Conrad entró en el patio como si perteneciera a la realeza y estuviera viviendo todo lo bien que se podía esperar entre los pobres. Mientras caminaba hacia la puerta principal, pensé cuál podía ser mi siguiente movimiento. Conrad tenía un arma y era muy imprudente con ella. Tomaba decisiones sin tener en cuenta la seguridad de sus amigos, de los transeúntes o incluso la suya. No podía llamar al timbre sin más; quizá me disparase a través de la puerta. Por otra parte, abordarle de repente también podía causar problemas. Era lo bastante idiota para sacar un arma a plena luz del día. Quizá yo fuese capaz de desarmarle, pero sus vecinos podían ver nuestra pelea e intervenir.

Mientras me preguntaba qué podía hacer a continuación, salió un hombre blanco de un Ford nuevecito aparcado a media manzana. Yo ya había visto el coche, pero no me había fijado en el hombre. Era obvio que también esperaba a Conrad. El hombre llevaba un traje verde que parecía de tebeo y se movía furtivamente al principio, y luego muy deprisa.

Conrad acababa de abrir la puerta cuando notó o quizá oyó al hombre blanco moviéndose tras él. Antes de que pudiera volverse del todo, el blanco golpeó a Conrad en la sien y el arrogante joven cayó dentro de su propia casa. La puerta se cerró rápidamente tras ellos, y yo tuve que reconsiderar la nueva situación.

Mi primera idea fue irme en el coche, doblar la esquina, llamar a la policía desde alguna cabina y alejarme. Ni siquiera en los días en que yo formaba parte del lado más sombrío de Watts se me hubiese ocurrido meterme en los asuntos de la calle.

Y aquél era, desde luego, un asunto de la calle. El hombre blanco del traje verde no era poli, ni revolucionario, ni miembro del Klan, ni un marido celoso. Estaba allí para llevar a cabo algún asunto de contabilidad criminal, usando la cuerda en lugar del libro contable y las nudilleras de metal en lugar de la calculadora.

Yo podría haberme ido, pero tenía unos asuntillos pendientes. Estaba mi amigo John y sus necesidades. Estaba la fiebre que abrasaba mi mente como una pira funeraria por la muerte del Ratón.

Esperé quince segundos o así y luego fui a la casa que estaba junto a la de Anton. Llamé a la puerta pero nadie respondió. Llamé con los nudillos bien fuerte, por si acaso.

Aquella casa era un edificio de madera tipo rancho. Recién pintado, con un hermoso y delicado césped a su alrededor. El patio trasero tenía muchas plantas, pero casi todas muertas. Sólo una robusta tomatera seguía manteniendo la mitad de sus hojas verdes, y un fruto rojo oscuro, de tamaño mediano, colgaba pesadamente de una rama superior. Una sensación de hambre nerviosa me mordisqueaba las tripas, de modo que cogí el tomate. En los supermercados de California nunca vendían tomates de sabor tan dulce. Siempre se cultivaban en invernaderos, sin beneficiarse de la naturaleza.

Masticando todavía la dulce carne, cogí una maceta de barro del porche trasero de la casa-rancho y salté por encima de la verja de alambre de media altura que la separaba del patio de Conrad. Silenciosamente, me dirigí hacia su puerta trasera y apoyé en ella la oreja.

– ¡Por favor! -gritaba un hombre-. Lo tendré el domingo. El domingo por la mañana, lo juro.

Sonó el ruido de un golpe, luego un quejido, y luego el sonido mucho más pesado de un cuerpo que caía al suelo.

– El señor London no quiere saber nada de tus rollos de negro, Anton -dijo otra voz.

Conrad volvió a gemir, haciéndome sospechar que había recibido una patada en las costillas.

– El domingo, hombre. El domingo, lo juro -lloriqueó Conrad-. Ya está todo arreglado.

Otro golpe. Otro gemido.

– Yo sé que vas a pagar, negro -dijo el hombre blanco-. Lo sé porque después de que te queme el culo, nunca más te olvidarás de pagar a nadie.

Quizá si el matón se hubiese limitado a su trabajo normal, es decir, una buena paliza por retrasos en los pagos, yo me habría quedado allí hasta que el tipo hubiese acabado. Lo mejor era esperar a que ablandase bien a Anton y luego, cuando se fuera, entrar y hacerle unas cuantas preguntas sobre Brawly. Pero todo lo que tuviera que ver con cuerdas o con fuego, por lo que respecta a las relaciones entre blancos y negros, me daba muchísima dentera.

El porche trasero de Conrad estaba a una puerta y dos escalones de cemento de distancia. Rompí el tiesto en los escalones y apoyé la espalda en la pared de ladrillos. El primer efecto que se produjo fue un silencio total, y luego unos pasos rápidos vinieron hacia la puerta. Cuando el hombre salió a la carrera, yo le di en un lado de la mandíbula con un golpe de derecha que albergaba en sí todas las malas intenciones de Archie Moore. A continuación le aticé otro de izquierda, y luego dos ganchos más de derecha. El golpe final lo fallé porque el hombre del traje ridículo estaba ya en el suelo. Tenía los ojos abiertos, pero dudo que viese gran cosa.

Lo levanté por las chillonas solapas y lo alcé lo suficiente para propinarle un potente golpe de derecha. Luego le di un par de patadas cuando estaba en el suelo. No le di las patadas por venganza, ni por rabia; al menos no eran esas las razones principales. Era un hombre peligroso que sabía hacer daño, y probablemente también matar. El impacto de aquellos golpes le haría bajar el ritmo, aunque recuperase la conciencia.

Le quité la pistola del cinto, lo arrastré al interior de la casa y cerré la puerta.

Conrad se había levantado apoyándose en la mano izquierda. Tenía una pistola agarrada precariamente en la derecha. La cogí y me la metí en el bolsillo, junto con el arma del gángster.

Notar el peso de las tres pistolas en el bolsillo me hizo sonreír. Me recordó una juventud bien gastada y a la vez desperdiciada en Houston. Muchas noches yo llevaba las armas de mis amigos cuando era probable que a ellos los arrestaran o registraran.

Diversos aromas flotaban en el ambiente. Un cubo de basura que tendría que haberse vaciado hacía tres días, una cisterna de lavabo que tendría que haberse vaciado aquella mañana…

Conrad se retorcía en el suelo, luchando contra la gravedad y el equilibrio, pero era una batalla perdida. El gángster estaba ausente de este mundo, pero respiraba.

Me arrodillé y pellizqué muy fuerte a Conrad en la mejilla. Él recuperó la conciencia plenamente con un sobresalto de dolor.

– ¿Qué?

– De no ser por mí -le dije- ahora estarías muerto.

– ¿Qué?

– Tu amiguito ese de ahí.

Conrad volvió la cabeza y echó un vistazo a su atacante, que estaba en el suelo junto a él, y luego se derrumbó de nuevo.

– Mierda -dijo.

En el rincón había una puerta que conducía al apestoso lavabo. Registré al gángster inconsciente buscando alguna arma más, y luego le arrastré hacia el baño y cerré la puerta. La ventana del lavabo era del tamaño de una cabeza de vaca, demasiado pequeña para que un hombre adulto saliera por ella, de modo que coloqué una silla de metal sujetando el picaporte para asegurarme de que no nos interrumpían.

Conrad se había incorporado un poco y tenía la espalda apoyada contra la pared. Estábamos en una habitación oscura que en el pasado había sido una cocina. «Oscura» porque su única iluminación eran una ventana pequeña y una bombilla de cuarenta vatios, y «en el pasado» porque el fogón había desaparecido, la nevera estaba abierta y desenchufada y todo el espacio que había en los estantes y sobre el fregadero estaba lleno de libros y revistas, latas de pintura y herramientas diversas. En la mesa de madera sin barnizar había una silla metálica (la que yo había usado para aprisionar al matón), una máquina de escribir y varias hojas de papel.

Conrad me miró.

– Yo le conozco -dijo.

– Supongo que eso significa que no te ha dejado tonto.

– ¿Qué está haciendo aquí? -me preguntó-. O sea, ¿cómo me ha encontrado?

– ¿Qué ocurre el sábado? -le pregunté yo a mi vez.

El intento de Conrad de adoptar un aire inocente me hizo reír.

– Ya sabes -le dije-. Le has dicho a ese hombre que te pegaba que pagarías tu deuda el domingo, después de hacer no sé qué el sábado.

– Yo… yo… era hablar por hablar, hermano. Intentaba salvar el culo, que no me pegara más. -Conrad apartó la vista de mis ojos, intentando ocultar la mentira de los suyos.

– Ah -dije yo-. Pensaba que tenía que ver con esas armas robadas que Brawly y tú llevasteis a casa de Bobbi Anne.

Sin hacer ningún intento de levantarse, Conrad levantó la vista hasta mis ojos. No parpadeaba.

– ¿Estáis planeando una especie de guerra Xavier y tú? -le pregunté, sólo para mantener el simulacro de que aquello era una conversación.

– No. No. Sólo iba a vender las armas, nada más. Venderlas, y luego repartirme el dinero con Brawly. El sábado.

Se me ocurrió preguntarle:

– ¿Y qué me dices de Aldridge Brown?

Sus ojos se apartaron de nuevo.

– ¿Le mataste tú o lo hizo Brawly?

– No sé de qué cojones está hablando. No he oído hablar en mi vida de ningún Alvin Brown.

– ¿Dónde está Brawly? -le pregunté.

– No lo sé.

– ¿No tiene una habitación o algo?

– Sólo le veo en las reuniones.

– ¿Y recoges armas en las reuniones?

– No tengo por qué contarle nada -dijo, furioso. Estaba frenético, deseoso de hacer algo.

– La poli cree que estás a punto de volar el ayuntamiento, Anton.

– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó él-. ¿Es usted policía?

Saqué el arma del gángster. Era una veintidós de cañón largo, calibre de asesino. Amartillé y los bonitos rasgos caucásicos de Conrad se pusieron blancos como el papel.

– Levántate -dije, y él saltó de inmediato.

– Quítate los zapatos y los calcetines.

Él obedeció también aquella orden.

– Vuelve los bolsillos. Y pon todo lo que lleves en la mesa.

Por entonces se empezó a oír movimiento en el lavabo. Conrad echó una mirada a la puerta, temeroso.

– Vale, vámonos -dije.

– ¿Adónde?

– Afuera, a mi coche.

Salimos de la casa y fuimos hasta mi coche. Yo me pegué a Conrad, con el arma siempre tocando su costado. Hice que se sentara en el asiento del conductor y fui pitando hasta el asiento del pasajero.

– Esta pistola no hace mucho más ruido que una de juguete -le dije, apretando firmemente el cañón contra su costado-. Pero te saca bien las tripas.

Mientras arrancábamos, le repetí las mismas preguntas. Me volvió a decir que Brawly estaba en el negocio de las armas, que las iban a descargar el sábado para poder pagar su deuda de juego a Ángel London, un corredor de apuestas de Redondo Beach.

Yo tenía un problema espinoso. Había un asesino semiinconsciente en el baño de Conrad. El asesino ahora me odiaba más que a Conrad. No podía dejar que me viera o que preguntara a Conrad por mi identidad. Por otra parte, si dejaba a Conrad en su casa, él podía disparar al gángster a través de la puerta o la ventana. De una forma, yo sería el blanco de un asesino, y de otra, cómplice de asesinato.

Así que decidí llevar a Conrad a Griffith Park. Estaba sudando, y supongo que esperaba que le matase. De modo que lanzó un suspiro de alivio cuando le di una patada y le dejé en una colina. Ni siquiera se quejó de que le dejara allí sin cartera y sin zapatos.

– La próxima vez, me llevas de vuelta a mi coche cuando te lo pida -le dije, antes de alejarme.

Dudaba de que Conrad volviese a su casa, y estaba seguro de que el gángster ya andaba por la calle intentando averiguar mi nombre.

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