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La casa que había alquilado Christina Montes a Jaguar Realty estaba en el centro de la manzana de una calle residencial. No había ningún rincón en las proximidades donde se pudiera esconder un espía para vigilarles.

Había un callejón al final de la manzana. Retrocedí hasta allí y me escondí detrás de un seto de arbustos que habían puesto los de la última casa para ocultar el callejón a la vista. Observé la casa de dos pisos blanca y azul mientras fumaba.

Llevaba más o menos una hora en mi puesto cuando Conrad apareció en su Cadillac. Brawly iba con él y también Bobbi Anne. También salió del coche otro hombre, a quien no reconocí.

Intenté imaginar lo que pasaba dentro. No las diabluras que estuvieran tramando, sino el entorno en el cual planeaban llevarlas a cabo. No había indicación alguna, en el recibo de alquiler, de que la casa estuviese amueblada. De modo que debían de encontrarse en una habitación vacía, sentados en el suelo, rodeados de comida preparada y botellas. Quizá las armas estuviesen apiladas en un rincón. Su plan, probablemente, estaba clavado con chinchetas en la pared, de modo que todos pudieran verlo mientras ensayaban la operación, fuese la que fuese, una y otra vez.

Como las habitaciones estarían vacías, sus voces seguramente formarían algo de eco, debido al fervor de sus convicciones. No habría teléfono ni televisión, pero probablemente sí una radio. ¿Escucharían música acaso? Lo dudaba. El dial estaría fijo en una emisora de noticias. Les preocupaba que les encontraran, y también debían de preguntarse dónde andaba Tina. ¿Sabrían que iba a llevarme a ellos, del mismo modo que Strong me llevó a la obra en construcción en Compton? ¿Estaría implicada ella en el asesinato de Strong? No. En su voz había amor por él. Ella amaba a los líderes, tanto los mayores como los jóvenes.

– Oiga, ¿qué está haciendo ahí? -exclamó una voz que venía de atrás.

No me preocupé. Si era uno de los revolucionarios, pronto estaría muerto o inconsciente.

El hombre que hablaba era bajito y llevaba unos pantalones y una camisa a juego de color ocre. Tenía el vientre abultado y las manos pequeñas, con los dedos gruesos. Sólo su voz sonaba algo amenazadora.

– Hola -dije yo, tendiendo la mano-. Me llamo Troy. ¿Es ésa su casa?

– Sí, así es -replicó el hombrecito. Cogió mi mano por puro reflejo, pero la soltó antes de que pudiera completar el saludo reglamentario.

– Debe usted de preguntarse qué estoy haciendo aquí fuera -dije.

– Pues sí -afirmó el hombrecillo.

– Es por mi chica… Royetta.

– No conozco a ninguna Royetta.

– Pues es mi novia -afirmé-. Al menos, eso es lo que ella me dice. Pero me ha dicho Lucas que se ve con un hombre en este edificio. Sí, todos los días, me ha dicho Lucas, viene en coche hasta este edificio a ver a un tío. No sabía la dirección, de modo que he decidido venir y esconderme detrás de estos arbustos tan bonitos que tienen para que no me vea ni vea mi coche cuando venga a ver a su amigo.

Me sentía bien mintiendo de nuevo. Era como si desapareciese detrás de una nube de tinta negra, como el calamar o la sepia.

El hombre con el que hablaba era de un marrón terroso, con la cara muy arrugada. La cabeza se iba ensanchando a medida que se acercaba al cuello. Con todas aquellas arrugas, la cabeza y la cara parecían una vela marrón que se fuese fundiendo lentamente hacia abajo, hacia los hombros.

– No quiero problemas -dijo el hombre-. Ésta es mi propiedad.

El callejón era público, no era de su propiedad, pero no se lo dije.

– Yo tampoco busco problemas -dije-. Pero es que Royetta tiene una hermana que se llama Cindy, y Cindy y yo hemos estado tonteando también un poco. Pero si puedo probar a Royetta que sé lo del tipo este, cuando la deje y me vaya con Cindy ella no se pondrá como una fiera.

– Pues que su amigo, ese tal…

– Lucas -dije yo.

Por el rabillo del ojo vi un Ford Galaxy color oro que pasaba. Me volví hacia la derecha para ver adónde se dirigía el coche.

– ¿No puede decir Lucas que la ha visto con ese hombre, y ya está? -decía el hombrecillo.

Pero yo estaba observando a Mercury Hall que salía de su coche y echaba a andar hacia la casa de los revolucionarios.

– No -exclamé, volviendo a mi ficción-. Lucas no quiere meterse entre nosotros porque dice que no le concierne. No. Tengo que verlo por mí mismo.

– Bueno -dijo el hombrecillo-. Pues no quiero que se quede aquí.

– Le diré lo que vamos a hacer. ¿Cómo se llama usted?

– Foreman.

– Le diré lo que vamos a hacer, Foreman… -me metí la mano en el bolsillo y saqué un billete de veinte dólares-. Le daré este billete a cambio del derecho de quedarme aquí, en este callejón que es público, y esperar a ver pasar a mi novia.

Si me lo hubiese rechazado habría dado la vuelta hasta el otro extremo de la manzana, pero el dinero de Henry Strong era goloso. Foreman cogió el billete y se lo metió en el bolsillo.

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí? -me preguntó.

– Dos horas como máximo.

Hablamos un poco más y luego él se retiró con su recompensa.

Estuve allí más de tres horas, hasta que la tribu volvió a asomar de nuevo. Mercury llevó a Bobbi Anne en su Ford mientras Conrad se subía al Cadillac con Brawly y el hombre al que no conocía. Pasaron a mi lado y se dirigieron hacia Central.

Cuando se fueron, tendría que haber llamado a John. Tendría que haber llamado a la policía. O haberme ido a casa y empezar las lecciones con Jesus, e irme a dormir temprano, para llegar al día siguiente puntual al trabajo.

Pero fui directamente hacia el escondite. Pasé por el camino de entrada y me dirigí hacia el patio de atrás. La parte trasera de la casa tenía un porche grande con paredes y puerta. Esa puerta estaba abierta. El porche contenía una lavadora y una secadora, lujos muy modernos en el gueto. También sonaba fuerte una radio, demasiado fuerte, de modo que el ruido que hice al forzar la cerradura no se oiría en caso de que dentro hubiese alguien susceptible de oírlo.

La entrada trasera de la casa era un vestíbulo alargado que también ejercía las funciones de cocina, con un fogón pequeño a un lado y el fregadero en el otro.

Había adivinado las circunstancias de los revolucionarios. El gran salón estaba vacío y sólo se veían envases de cartón blanco de comida y bandejas de papel usadas como ceniceros. En la pared, sujeta con chinchetas, se encontraba una hoja arrancada de una libreta, con pautas azules. Dibujado a lápiz se veía un cuadrado que simbolizaba un edificio, un camión que se acercaba y un coche aparcado al otro lado de la calle, frente a la puerta. Aquí y allá habían dibujado también unas X en posición dominante con respecto a los guardias.

Era un documento aterrador, sobre todo porque parecían las anotaciones de un escolar jugando a policías y ladrones sobre el papel.

En el armario que había junto a la entrada había unas bolsas del ejército. En el baño, cepillos de dientes y toallas. Y una pila de revistas guarras escondidas debajo del fregadero.

Una de las bolsas de lona pertenecía a Brawly. Dentro tenía un par de zapatillas de tenis blancas y negras y una navaja, dos camisas, el libroEl lobo estepario, de Hesse, y una libreta pequeña de espiral. Hojeando sus páginas, supe más de Brawly de lo que al parecer sabía cualquier otra persona.

Estrictamente hablando no se trataba de un diario, pero de vez en cuando contenía una anotación con fecha en la parte superior de la página. La primera anotación, que aparecía en la tercera página de aquella libreta de doscientas hojas llevaba la fecha del 19 de junio de 1958… más de seis años antes.

Escribía acerca de Bobbi Anne y que sólo podía verla en el instituto porque él tenía que volver a Sunrise House, el centro de reinserción social, a las cuatro de la tarde. También escribió: «Echo de menos a la tía Isolda, pero sé que es mejor que no la vea. Se pone furiosa cuando le digo lo que siento…,».

Las primeras treinta páginas estaban escritas con una tinta de un azul muy oscuro, con el mismo bolígrafo. Las siguientes cuarenta páginas, más o menos, estaban escritas en negro. Después volvió al bolígrafo azul. Me sorprendía mucho que el muchacho sintiese tanto apego por aquella libreta, con las páginas cubiertas por su escritura diminuta.

Junto con las esporádicas anotaciones del diario había hecho dibujos de edificios, notas sobre deberes escolares, listas de propósitos para convertirse en un hombre mejor (algunas de ellas hablaban de ser «amigo» de Isolda), y a veces simplemente eran notas para recordar dónde ir, qué comprar o qué decir.

Menos de seis meses antes, había escrito una anotación distinta, en la mitad inferior de la página. La parte superior era una lista de requisitos para alistarse en los paracaidistas. Indicaba un peso ideal, el número de flexiones que debía ser capaz de hacer, y el nivel de lectura que se exigía a los nuevos reclutas. La parte inferior parecía ser una comparación entre superhéroes. En el lado izquierdo había colocado a Superman, Plastic Man y Batman. En el lado derecho a Thor, Míster Fantástico y Spiderman.

Tres meses después, escribía sobre la revolución negra en Estados Unidos. Henry Strong le había dado lecciones privadas, diciéndole que su fuerza e inteligencia habían colocado una enorme responsabilidad sobre sus hombros.

«Depende de nosotros, los jóvenes -escribía Brawly-, dirigir a los demás hacia la libertad. Debemos ser fuertes y estar dispuestos a morir por lo que es justo.»

Un poco más tarde, había recibido órdenes de «establecer contacto con amigos que pudieran ayudar a obtener fondos revolucionarios y al mantenimiento de refugios de emergencia.»

Brawly era de una generación muy distinta de la mía. Era inteligente y ambicioso, mientras yo había sido sólo astuto, y feliz si conseguía arreglármelas aquel día. Nunca me cuestioné la autoridad del hombre blanco… era un hecho.

Pero lo que nos separaba realmente era la necesidad de amor y su confianza en la gente. Él creía que había un lugar para él en este mundo, y que podía ser suyo. Yo sabía, al leer sus palabras, que la única forma de salvarle de verdad era destrozar sus creencias.

En una de las habitaciones había un catre de lona con sábanas y una almohada. Imaginé a Conrad y Bobbi Anne escabullándose de vez en cuando para mantener relaciones sexuales en aquel catre. No sé por qué aquello me recordó a Isolda y las fotos de su dormitorio. Y fue en ese momento cuando comprendí dónde se habían tomado aquellas fotos.

Salí por la puerta trasera y crucé la calle hacia mi coche.

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