– Buenos días, señora Plates -dije algo más tarde.
Jorge Peña, Garland Burns, Troy Sanders y Willard Clark habían entrado ya, habían tomado café y habían vuelto a salir de nuevo.
– Llega unos minutos tarde, ¿no? -la reprendí, aunque en realidad me daba igual.
Helen Plates era negra y rubia natural, también del Medio Oeste. Se quejaba de todo, desde la política hasta el agua para beber, desde los negros pobres a los blancos ricos. Nunca conseguía llegar a tiempo al trabajo, pero era la mejor trabajadora que tenía junto con Garland, y a Helen nunca le importaba si le pedía que se quedase un poco más. Creo que le gustaba quedarse hasta tarde, porque su marido estaba inválido y para cuidarlo debía trabajar mucho más duro que en el Truth.
– Lo siento, señor Rawlins -dijo-. Como sabe, tengo que procurar que Edgar se tome las pastillas antes de irme. Su prima, Opal, se queda a vigilarlo y le da la sopa, pero no sabe darle las pastillas. Ya sabe: tiene que tomar las pastillas azules cada tres horas; las rosas, de dos en dos, cada cinco, y luego están las cuadradas que se toma cada hora, y las redondas y blancas que se toma tres veces al día. La primera vez que dejé a Edgar con Opal, se las dio todas a la vez a las diez y media. Llamé al doctor Harrell y le hicieron un lavado de estómago en urgencias, en el hospital.
– Pero si no confía en Opal, ¿qué hace durante todo el resto del día? -le pregunté.
– Tengo que llamar cada vez que él se tiene que tomar una pastilla.
Mi siguiente pregunta podía haber sido: «Y si lo único que tiene que hacer es llamar, ¿por qué ha tenido que quedarse hasta tarde esta mañana?». Pero le pregunté:
– ¿Tiene la dirección de Mercury?
El amable parloteo de la señora Plates se apagó entonces. Se echó hacia atrás en la silla y apartó la cara, como si de repente yo estuviera desnudo y tuviera que avergonzarme de mí mismo.
– Eso es algo personal, señor Rawlins. No sé si Mercury quiere que vaya dando sus datos por ahí.
– No pareció importarle que usted me dijera que tenía problemas por aquel robo que había cometido, cuando eso le ayudaba -dije.
– Sssh, vamos. Mercury ya no es así. Está trabajando en la construcción en Compton, y no sabemos quién puede estar escuchando detrás de la puerta.
– Escríbame su dirección, ¿quiere, señora Plates?
– Pero ¿por qué? -Veía en su cara que ella no quería decirme la verdad.
– Voy a hacer un trabajo para John… ya sabe, el hombre para el que trabajan Mercury y Chapman. Quiere que localice a uno de sus empleados, y se me ha ocurrido que a lo mejor Merc sabe algo de él.
– ¿Tiene problemas ese empleado de John?
– Ni siquiera sabe su nombre, Helen. ¿Por qué se preocupa por él? Mercury no tiene problemas… eso es lo único que tiene que saber usted.
Pasé la mañana dando vueltas por el instituto, comprobando las quejas que algunos profesores y empleados habían escrito en unos papelitos rosas indicando los problemas que había en los edificios. En el techo de la ducha de las chicas la pintura se había descascarillado, y en la sala de profesores había una bombilla suelta. Nada grave. Podía solucionarlo todo con los ojos cerrados. Era un buen día.
A mediodía me dirigí al edificio de mantenimiento y saqué la tarjeta sucia y arrugada que me había entregado el detective Knorr. En ella sólo había un número de teléfono con un prefijo de Axminister.
Marqué el número.
– Brigada D -respondió una voz de mujer.
– El detective Knorr, por favor -dije con la voz severa, apenas cortés de un hombre blanco.
– Ahora no está -contestó la mujer-. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
– Soy Grimes -dije-. Tengo un cheque de gastos especiales para el detective y me lo han devuelto tres veces. ¿Puede darme la dirección correcta?
– ¿Qué dirección está poniendo usted?
Le di la dirección de la comisaría de la calle Setenta y Siete.
– Sus archivos no están actualizados, desde luego -exclamó ella. Mi tono le había hecho mella. Me dio la dirección de la oficina de Vincent Knorr con malévolo placer.
Salí del trabajo a la una. Habían pasado siete horas y había trabajado duramente. No me preocupaba que Newgate estuviera cabreado conmigo. Ninguno de mis conserjes (ni los profesores) le dirían dónde estaba yo. Si preguntaba por mí, la respuesta habitual era: «Le he visto hace unos minutos. Se dirigía al otro campus».
La dirección que me había dado la airada telefonista me llevó a un edificio junto a Hope, en la manzana siguiente al ayuntamiento. Era de piedra y al entrar accedí a una habitación enorme, que tenía el techo abovedado y una diminuta abertura con una vidriera de colores en la parte superior. Una mujer se encontraba sentada detrás del mostrador de recepción que conducía a la gran sala circular. En una plaquita se leía su nombre: SEÑORITA PFENNIG.
El color cobre del pelo de la señorita Pfennig era de bote, y probablemente ya era fea de niña, cosa que había sucedido hacía más de cuarenta años. Su enorme nariz se había torcido como un árbol joven que crece bajo una espesa sombra y se retuerce hacia aquí y hacia allá en busca de la luz. Tenía los ojos de un color gris translúcido. Su piel era gris también, sin brillo y apagada.
Yo llegaba desde el sol radiante, de modo que me costó unos momentos ajustar la visión al interior oscuro como una tumba. Ni siquiera el tragaluz podía iluminar aquella habitación oscura y ovalada. Sin ventanas y con el techo al menos a diez metros de distancia, había pocas posibilidades de lograr alguna vez apenas más que un resplandor apagado.
– ¿Qué desea? -me preguntó Pfennig.
Ignoré su rudeza y miré las puertas que se encontraban a los lados de la sala perfectamente circular. El suelo podía tener unos quince metros de diámetro. Me sorprendió el enorme desperdicio de espacio. Pensé en la habitación contrahecha de Jackson Blue. Al menos él usaba el espacio que tenía para colocar libros y estudiar, y para pensar, aunque fuese de forma equivocada. Se me ocurrió que a lo mejor Jackson no era tan desatinado como yo pensaba. Después de todo, allí estaba yo, en el bastión medieval de la brigada policial especial asignada a la persecución y destrucción del grupo político negro. ¿Cómo se podía justificar ser un ciudadano respetuoso con la ley después de ver algo como aquello?
– He venido a ver al detective Knorr -dije.
– ¿Quién?
– El detective Knorr.
– Debe de estar equivocado -dijo la señorita Pfennig-. Aquí no hay nadie con ese nombre.
– No -dije-, yo no estoy equivocado, usted sí. Usted me está tomando por un radical negro que ha venido a hacer saltar por los aires este edificio por la conspiración que se está llevando a cabo entre estas paredes. Usted me toma por un negro rabioso y militante, cansado de mentiras y de sus intentos de hacer que su afirmación de nuestra inferioridad parezca cierta.
Sonreí y el miedo floreció en el feo rostro de la mujer.
Apareció un hombre entre las sombras. Era alto y bien esculpido, rubio y blanco, con un traje color tostado y zapatos negros. No cabía duda: era el típico policía de paisano.
– ¿Hay algún problema, señorita Pfennig?
– Este hombre amenaza con hacer saltar el edificio -dijo ella.
– No -repuse yo-. He dicho que era usted la que pensaba eso, cuando yo lo único que quiero es hablar con el detective Knorr.
– ¿Qué quiere usted de Vincent? -El detective rubio nunca tendría éxito en su trabajo.
Le tendí la tarjeta que me había dado Vincent Knorr.
– Quería que pasara por aquí si tenía alguna información.
El policía bien moldeado estudió la tarjeta, y la volvió dos o tres veces. Buscaba alguna trampa.
– No hay nombre en esta tarjeta.
– No. Supongo que sus chicos van por ahí de incógnito. Vincent pensaba que yo era el tipo de soplón adecuado para sus propósitos.
– Venga conmigo -me ordenó aquel sueño ario.
– Hal… -dijo la señorita Pfennig. Era una sola palabra, pero en ella quedaban implícitas muchas más cosas.
Hal la ignoró y repitió:
– Por aquí.
Caminamos en línea recta hasta una puerta situada a unos sesenta y dos grados respecto al mostrador de Pfennig. Hal llamó a la puerta y abrió sin esperar respuesta. La habitación en la que entramos tenía una luz normal. También había allí un escritorio de caoba y una fornida secretaria. Ésta llevaba el pelo largo, aunque le habría quedado mejor corto, y un vestido rosa que le habría quedado mejor de ser gris. Tenía los ojos redondos, pero poco acogedores.
– ¿Sí, sargento Gellman? -Si yo hubiera sido un hombre joven y hubiese oído aquella voz profunda y sensual por teléfono, habría llamado unas cuantas veces más con la esperanza de conseguir algo.
– Este hombre tiene una tarjeta que dice que le dio el detective Knorr. Está aquí buscándole -dijo Hal.
– ¿Y le ha traído usted aquí?
La boca de Hal se abrió como si se propusiera hablar, pero no salió de ella palabra alguna.
– ¿No podría haberle dejado en el mostrador de recepción?
– Se había puesto un poco chulo con Doris.
– ¿Le ha cacheado?
De nuevo Hal Gellman buscó unas palabras que no existían.
Mirando al uno y al otro, empecé a tener la ilusión de que a lo largo de mi vida podría ver cambios. Mis enemigos eran ciegos y cerrados, vanos e incapaces de imaginar cómo era yo, aunque me tuvieran delante de sus mismísimas narices.
La secretaria sin nombre apretó un botón en una caja de nogal que tenía en su escritorio.
Una voz masculina dijo:
– ¿Sí, Mona?
– Ezekiel Porterhouse Rawlins ha entrado por la puerta principal, y el sargento Gellman le ha traído aquí. ¿Qué debo hacer?
Podían ser cerrados, pero cumplían con su deber.
A la pregunta de Mona siguió un silencio. Hal miraba a la pared por encima de la cabeza de ella.
Su mirada y su situación me recordaron a mi padre.
Mi padre desapareció cuarenta y dos días después de mi octavo cumpleaños. Fue a trabajar a un campamento de leñadores y no volvió jamás. Tengo pocos recuerdos suyos, pero lo poco que recuerdo está forjado en bronce.
Una vez me dijo que todo lo que le ocurriese a un hombre antes de los sesenta años era buena cosa.
– No todo -dije yo, intentando oponer mi propio conocimiento infantil en la materia.
– Sí -insistió él-. Todo.
– No, si te cortan el brazo, no.
– Aunque seas diestro y te corten el brazo derecho -dijo él-. Incluso eso puede ser buena cosa, si tú eres un hombre de verdad.
– Pero ¿cómo?
– Porque un hombre de verdad sabe que tiene que superar todo lo que se le ponga en el camino para cuidar de su familia. Un hombre de verdad estudiará el brazo que le queda. Lo ejercitará para hacerlo más fuerte, aprenderá a usar las herramientas con él. Se asegurará de ser un hombre mejor con un brazo que otros hombres con dos. Y lo conseguirá, no importa lo difícil que le resulte conseguirlo. A un hombre de verdad sólo lo puedes derrotar si lo matas. Y con su último aliento, intentará vencer a la mismísima muerte, si puede.
Allí, de pie entre aquellos policías que discutían, pensé en mi padre y en Raymond Alexander, que nunca temió a la muerte ni a sus emisarios. A Hal Gellman se le iba a dar una oportunidad, aunque él probablemente no se diera cuenta. Mona, la de la voz profunda, le estaba ayudando a comprender algo. El silencio de su jefe le estaba diciendo algo.
Sin embargo, no vi asomar la comprensión en su mirada enojada. Y ésa fue mi lección.
La puerta de haya que había detrás de Mona se abrió y entró en la habitación un hombre alto, más o menos de mi edad. Llevaba un traje oscuro y barato con una camisa blanca y sin corbata. Sus hombros eran estrechos, y su mirada, detrás de las gafas con montura de alambre, intensa.
– ¿Rawlins? -dijo.
Asentí.
Me miró de arriba abajo, decidió por algún cálculo desconocido que yo no representaba ninguna amenaza y dijo:
– Coronel Lakeland. Venga conmigo.
Se volvió y entró de nuevo por la puerta de color claro.
Mientras le seguía, experimenté una conocida sensación de euforia. Es una reacción que a menudo tienen las personas negras cuando se encuentran en los dominios del amo de los esclavos. Allí, imaginamos, es el lugar donde reside la libertad. Y si tenemos la oportunidad a lo mejor podremos coger un poquito de ese bien tan preciado cuando el hombre esté ocupado en otra cosa.
Sonreí por mi estúpida alegría.
Mona confundió mi sonrisa y pensó que era para ella. Adoptó un aire despectivo y yo, con una sacudida, volví de nuevo a la realidad.