John y yo no intercambiamos ni diez palabras en el trayecto de vuelta a la obra. Él era un hombre reposado habitualmente, pero aquel silencio resultaba hosco y pesado. Tenía algo más en la cabeza. Pero fuera lo que fuese, no quería compartirlo conmigo.
Cuando ya me iba, le oí gritar órdenes a los antiguos ladrones.
Yo seguía ardiendo de fiebre. Por primera vez se me ocurrió que quizá tenía gripe o algo parecido. Bajé las tres manzanas de la calle de tierra hasta la primera calle asfaltada. Allí aparqué junto a la acera para recuperar el aliento. El aire de febrero era gélido, y el cielo seguía azul todavía. Yo estaba como un niño, tan emocionado que me resultaba difícil concentrarme en algo que no fueran mis propias sensaciones.
Tenía que tranquilizarme. Debía pensar. John me había llamado porque sabía que yo llevaba toda la vida entre gente desesperada. Era capaz de ver muy bien por dónde venían los golpes. Pero no vería nada si no conseguía relajarme.
Encendí un cigarrillo y di una calada. El humo enroscándose en torno al salpicadero del coche trajo consigo la fría resolución de la serpiente cuya figura simulaba.
El panfleto estaba ciclostilado con tinta de imprenta, doblado y grapado a mano. El Partido Revolucionario Urbano era un grupo cultural, decía, que pretendía la restitución y el reconocimiento de los constructores de nuestro mundo: los hombres y mujeres africanos. No creían en las «leyes de esclavos», es decir, leyes impuestas a los negros por hombres blancos, al igual que tampoco aceptaban el servicio militar obligatorio o el liderazgo político de los blancos. Rechazaban la idea de historia del hombre blanco, incluso la historia de Europa. Pero sobre todo parecían muy afectados por los impuestos aplicados a las necesidades y servicios sociales. «La distribución de la riqueza -explicaban las palabras emborronadas en tinta morada- tal como se aplica a nuestro trabajo, y los sueños que apenas nos atrevemos a imaginar, son deplorablemente inadecuados.»
Ya había leído antes ideas parecidas. Leí mucho, en mis tiempos. La mayor parte de lo que leía eran las ficciones y la historia del hombre blanco. Tenía debilidad por la historia.
Pasó un coche y aparcó mientras yo recordaba lo que había leído de la plebe en la antigua Roma. Dos portezuelas de coche se cerraron de golpe, una tras otra, pero yo estaba muy ocupado preguntándome si aquel pueblo antiguo y oprimido tendría algún tipo de panfleto o sería todo de viva voz…
Pero cuando oí «Sal del coche», me vi arrastrado súbitamente al presente.
Los policías se habían colocado junto a mi Pontiac. Uno de ellos tenía la mano en la cartuchera, y el otro había sacado totalmente la pistola. Mis manos se levantaron rápidamente como las alas de un ave no voladora cuando se asusta por un ruido súbito.
– Tranquilos, agentes -dije.
– Abra la puerta con la mano izquierda -ordenó el policía que tenía más cerca. Era joven… los dos lo eran, chicos pálidos con armas entre hombres que se mantenían con una dieta a base de panfletos y pobreza.
Hice lo que me ordenaban y salí del coche cuidadosamente, muy despacio. Mantuve las manos al nivel de los hombros.
La diferencia entre los policías era que uno de los dos tenía el pelo castaño y el otro negro. Ambos medían lo mismo que yo, algo más de metro ochenta. El policía del pelo negro miró la portezuela que había abierto mientras el otro trataba de hacerme dar la vuelta y empujarme hacia el coche. Y digo «trataba» porque aunque yo había cumplido ya los cuarenta y cuatro años, todavía era muy robusto.
Pero de todos modos me volví y puse las manos encima del techo. Él enfundó su pistola y se me acercó por detrás, metiendo las manos en mis bolsillos delanteros. Después de palpar mis muslos un momento, dio unos golpecitos a los bolsillos traseros. Me sentía como una mujer a la que meten mano. No era nada agradable. Pero lo peor era su aliento. Era tan rancio que sentí náuseas. Intenté respirar por la boca, pero aun así notaba la podredumbre que surgía de sus pulmones.
Cuando retrocedió, casi le di las gracias.
– Abra el maletero -dijo.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo?
– Escuche, hombre. -La fiebre me asaltaba de nuevo-. Estaba ahí sentado sin hacer nada, leyendo el periódico. Había aparcado bien. ¿Por qué me tocan las pelotas?
Su única respuesta fue sacar la porra.
Una voz en el interior de mi cabeza me dijo «mátale» y sentí mucho frío en mi interior.
– La llave está en el contacto -expliqué.
El policía del pelo castaño entró y cogió la llave. Se movía con torpeza porque él también había sacado su porra.
Me hicieron mirar mientras abrían el maletero. Lo único que encontraron fue un neumático deshinchado que quería reparar y una caja llena de herramientas.
El policía del pelo negro cerró el maletero de golpe.
Su compañero dijo:
– Ha habido algunos robos y vandalismo en las obras que hay por aquí. Sólo estábamos vigilando.
Tomé nota mentalmente de preguntarle a Jewelle qué estaba pasando en realidad.
Cuando llegué a la casa de Isolda Moore, aparqué muy lejos del edificio a causa de aquellos policías. Estaba molesto conmigo mismo por no haber prestado suficiente atención. Si iba a volver a las calles, debía prepararme mucho mejor.
La prima de Alva vivía en la avenida Harcourt, cerca de Rimpau. Era uno de esos fantasiosos edificios de L.A. para gente trabajadora. De color azul claro y redondeado. En todo el edificio apenas si había una sola línea recta. Los aleros del tejado tenían forma de olas. Incluso los marcos de las ventanas eran irregulares y carecían de líneas rectas. La puerta delantera estaba enmarcada por una torrecilla de estuco blanco hasta la altura de la cintura.
Cuando abrí la puerta blanca, me pregunté si Isolda sería tan guapa como su prima. Quizá Brawly estuviera sentado a la mesa de su cocina, comiendo costillas y calentándole la cabeza con alguna pelea que hubiese tenido con Alva o con John.
Pero lo que me encontré fue un cadáver en la puerta de entrada al apartamento, con la mitad del cuerpo fuera y la otra mitad dentro.
Era un hombre grandote, especialmente en la cintura. Negro, con pantalones de trabajo azules y camisa azul que se le había arremangado hasta mitad de la espalda. Tenía la cabeza aplastada por detrás, y había profundas marcas sangrientas en su espalda, también de porra.
Parecía el cadáver de un león marino arrojado a la costa por la marea.
Docenas de filas de diminutas hormigas negras iban y volvían del cuerpo. Si hubiesen tenido tiempo suficiente, lo habrían consumido todo.
El correo del día sobresalía debajo de su barriga.
La compañía de muertos no me molesta demasiado después de haber estado en primera línea en la Segunda Guerra Mundial. He visto la muerte de todos los colores y sexos, de lodos los tamaños y en todos los estados de descomposición. Por eso pude pasar por encima de aquella vida malograda y entrar en el oceánico hogar azul claro de Isolda.
Por los muebles volcados y las huellas sangrientas de pies y manos en paredes y suelo, era evidente que se había producido una pelea. Era una casa sobria, con suelos de pino y no demasiados muebles. Las paredes eran blancas, y en los muebles predominaba un horrible color violeta. La silla tapizada y el sofá estaban en su sitio. En la soleada cocina, un armarito había sido arrancado de la pared, y toda la cerámica y el cristal estaban hechos añicos en el suelo. Una buena dosis de sangre coagulada, como una salpicadura, manchaba el escurridero y caía hacia el fregadero.
Fui reconstruyendo la pelea desde su inicio en la cocina, luego a través del salón y desde la puerta de atrás hacia la delantera, donde el gordo había perdido al fin su carrera contra la muerte.
En la esquina del pequeño patio delantero vi el arma. Era un mazo para ablandar la carne. Un martillo de acero inoxidable cuya cabeza estaba formada por un cubo de diez centímetros de lado con unos dientes picudos para romper las fibras duras de la carne. El mazo estaba cubierto de sangre oscura.
Volví a la casa, al dormitorio de la mujer. Allí los colores eran blanco y rosa. La cama pulcramente hecha estaba cubierta con una colcha de raso y en la cabecera se amontonaban unas pequeñas almohadas acolchadas. La habitación parecía tan inocente que, comparada con el desorden que reinaba en las demás partes de la casa, casi adoptaba un aire siniestro.
Había cuatro fotos pegadas con cinta adhesiva al espejo del tocador de Isolda. Una era la de un hombre robusto, quizá el cadáver, no podía estar seguro sin darle la vuelta. Las dos siguientes eran de Brawly con diez o doce años, y también ya de mayor. La última foto era de una mujer muy guapa de treinta y tantos años con bañador y riéndose con Brawly, que se quitaba el agua de los ojos. Esa foto se había tomado cerca del embarcadero de Santa Mónica.
En el cajón encontré un sobre rojo y negro lleno de fotos. La mayoría de ellas eran de la mujer que posaba con traje de baño de dos piezas. Parecía muy seductora. Lo raro era que las fotos se habían tomado en el interior, en una habitación que yo no había visto en aquella casa. En una foto estaba echada en una cama con las piernas separadas y la espalda arqueada. Ostentaba una sonrisa que podría haber convertido en un semental a un hombre de ochenta años.
Mientras miraba aquellas fotos oí cómo se cerraba la portezuela de un coche en algún lugar. Al principio fue sólo un sonido lejano, que carecía de significado para mí. Luego, por algún motivo, pensé en las fotografías en blanco y negro que había visto en alguna ocasión en un libro sobre la antigua Roma. Me pregunté por qué habría pensado en aquel momento en el Coliseo. Luego me volvieron a la mente los policías. Corrí hacia la puerta delantera y atisbé desde detrás de las cortinas violeta.
La visión de los cuatro policías me abatió durante un segundo. Si habían enviado dos coches patrulla significaba que alguien había visto el cuerpo y había llamado. Tenía esa sensación inevitable de rendición incondicional que me asalta a veces.
Pero pasó enseguida.
Huir era una verdadera locura, pero me dispuse a hacerlo con gran vigor. Me metí las fotos en el bolsillo y corrí hacia la puerta trasera de la cocina. Valiéndome del faldón de la camisa, abrí el picaporte. Al salir ya oía la voz de un hombre que decía: «Cuidado, Drake. Un hombre muerto».
Me agaché en el desnudo patio trasero y me dirigí hacia la verja. Después de saltar el obstáculo, me encaminé hacia la calle siguiente por el camino trasero del vecino. La mayoría de la gente de aquel barrio, hombres y mujeres, pasaba el día trabajando, de modo que no me preocupaba demasiado ser visto. Tiré las fotos a un cubo de la basura preparado para la recogida semanal por si los policías me detenían.
El único problema que tenía ahora era acercarme a mi coche sin ser visto. En otra ciudad habría sido fácil, pero no en Los Ángeles.
Di un gran rodeo y subí dos manzanas hacia Henry. Cuando llegué al edificio de Isolda, había cuatro coches de policía aparcados delante. Un coche patrulla que se aproximaba pasó a mi lado. Aminoraron la marcha y me observaron. Yo me volví y les miré y seguí andando.
Supongo que el reclamo de la acción les atraía. Un hombre muerto en la puerta de una casa entonces todavía era noticia.
Metí la llave en el contacto al cuarto intento, y, dentro de los límites de velocidad, pasé junto al ensueño color azul claro. Los policías, con sus oscuros uniformes, me recordaron a las hormigas que se ajetreaban en el cadáver que tenían a sus pies.