7.

Día 180.80

El lunes era el día «Ciento ochenta punto ochenta» para Samara, una referencia a la sección de la Ley de Procedimiento Penal que concedía a un acusado el derecho a ser liberado a menos que la fiscalía hubiera obtenido una acusación o estuviera lista para comparecer en una audiencia preliminar. Y muchos acusados salen libres: desaparecen testigos, los policías lo estropean todo o los fiscales se encuentran desbordados de trabajo y tienen que elegir entre sus casos los que son prioritarios y los que pueden dejar aparte. Algunos acusados tienen la suerte de deslizarse entre las grietas inevitables de un sistema que procesa muchos miles de casos al año.

Como Barry Tannenbaum había desaparecido en el sentido literal de la palabra, el demandante en el caso de Samara iba a ser el Pueblo de Nueva York, y la gente de Nueva York no iba a irse a ninguna parte. Que Jaywalker supiera, ningún policía había estropeado las cosas, y seguramente, Tom Burke iba a tomarse aquel caso como una prioridad, porque podía significar un gran éxito en su carrera. Teniendo en cuenta todo aquello, las posibilidades de que el caso de Samara se deslizara por una grieta y pudiera salir de la cárcel eran nulas.

Jaywalker le explicó todo aquello antes de que entraran a ver a la juez, durante una conversación de cinco minutos que mantuvo con ella en la habitación contigua a la sala del tribunal.

– Después de esta comparecencia -le dijo a Samara-, hablaremos todo lo que sea necesario, ¿de acuerdo?

Ella asintió.

Después, Jaywalker le explicó lo que iba a ocurrir cuando se presentaran ante la juez: en una palabra, nada. Cuando se comunicaba una acusación, sólo quedaba fijar una fecha para la siguiente audiencia.

– ¿Y no puedes hacer una solicitud de fianza? -preguntó Samara.

Parecía que le habían dado consejos en la cárcel, algo que nunca faltaba en Rikers Island. Los internos devoraban cada palabra de aquellos consejos, pero nunca se paraban a pensar que quienes se los daban tenían algo en común con ellos: todos seguían en prisión.

– Puedo -dijo él-, pero será denegada. Vas a tener que esperar a que lleguemos al Tribunal Supremo.

– Dicen que se tardan años.

– Otro Tribunal Supremo -respondió Jaywalker.

Algunos inteligentes se habían reunido y habían decido denominar «supremo» a la más baja instancia penal de la ciudad. Sin embargo, Jaywalker le ahorró la explicación a Samara. Lo que sí le dijo era que solicitar una fianza no sólo resultaba inútil, sino que podía perjudicarles posteriormente. Casi nunca se concedía la libertad bajo fianza a un acusado de asesinato, y en las pocas ocasiones en que sucedía, la cantidad era prohibitiva. Además, la cuenta de Samara estaba bloqueada y no tenía más bienes a su nombre, así que aunque la fianza hubiera sido modesta, no habría podido pagarla. Así pues, si había algún momento en el que tuviera sentido solicitarla, no era aquél.

Finalmente, Jaywalker le advirtió a Samara que habría periodistas en la sala. Los padres fundadores les negaron un trono a los norteamericanos, así que la gente de a pie tenía que conformarse con las celebridades y los ricos en lugar de la realeza. De otro modo, ¿cómo podrían explicarse héroes tan curiosos como Bill Gates, Jack Welch o Paris Hilton? Barry Tannenbaum no había sido tan rico como Bill Gates, pero sí como Donald Trump. Se había casado con una antigua prostituta cuarenta y dos años menor que él, y ella había terminado clavándole un cuchillo en el corazón.

Decididamente, la prensa estaría en la sala.


Como era de esperar, Tom Burke anunció que había conseguido una acusación contra Samara, y la juez fijó una fecha para una audiencia en el Tribunal Supremo. Eso fue todo.

Cuando terminó la sesión, Jaywalker subió al piso duodécimo del edificio, a la zona donde los abogados se reunían con sus representados. Era una sala con cierta privacidad a la que se accedía después de pasar, escoltado por un guarda, a través de una puerta de barrotes que comunicaba con el área de los abogados. Consistía en una fila de sillas atornilladas al suelo que tenían delante una pequeña superficie para escribir, con unos paneles de madera a cada lado. Sobre las superficies de escritura había una ventanilla con una rejilla de metal. Si uno entrecerraba los ojos, podía ver que al otro lado de la rejilla había otra superficie de escritura, y tras ella, otra silla atornillada al suelo enfrentada a la suya.

Los prisioneros eran conducidos a la sala a través de otras puertas, separados por sexos. De ese modo se mantenía una segregación en tres grupos: abogados, presos y presas. Aparentemente, alguien había pensado que no era peligroso que se mezclaran los abogados con las abogadas.

Aquella organización era imperfecta, porque a menos que el letrado hablara en susurros con su representado o usando el lenguaje de signos, la conversación podía ser escuchada por los abogados que ocuparan las sillas contiguas a cada lado, o por los presos que estaban sentados junto a su cliente. Sin embargo, era mejor que hablar a través de un teléfono o de un agujero en un cristal de seguridad, así que Jaywalker no iba a quejarse.

Pasó los primeros veinte minutos esperando a que los guardas llevaran a Samara, y mientras, repasó el expediente de su caso, que ya tenía cinco centímetros de espesor.

Cuando por fin llegó ella y se sentó frente a él, Jaywalker se quedó asombrado por lo diminuta y vulnerable que parecía. Había estado a su lado en la sala del juicio media hora antes, pero entonces su atención estaba en otras cosas, en el juez, en el fiscal, en el relator, incluso en los periodistas. En aquel momento sólo estaba frente a Samara, y lo que vio fue a una chica joven que estaba a punto de llorar. Se preguntó si se le había pasado por alto aquel detalle en la sala, donde sólo le preocupaba el trabajo.

– ¿Estás bien?

– No, no estoy bien -dijo ella, y se secó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento -respondió Jaywalker.

Lo decía en serio; lamentaba la evidente consternación de Samara y el hecho de que su estúpida pregunta la hubiera hecho llorar de verdad.

Ella respiró profundamente y se esforzó por recuperar la compostura.

– Escucha -le dijo-, tienes que sacarme de aquí.

– Haré todo lo que pueda -le prometió Jaywalker.

Sólo era una mentira a medias. Él haría todo lo que pudiera, eso era cierto. La mentira era que ni siquiera haciendo todo lo que pudiera conseguiría sacarla de la cárcel. Sin embargo, Jaywalker sabía que ella no estaba lista para oír aquello. Todavía no.

– Tenemos que hablar del caso -le dijo-, para poder averiguar cuál es nuestra mejor oportunidad para sacarte de aquí.

– ¿Qué es lo que quieres saber? -preguntó Samara.

– Todo.

– ¿Desde el principio?

– Desde el principio.

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