3.

Samara

Se llamaba Samara Moss, y era una cazadora de fortunas. Al menos, ése había sido el consenso general en la prensa sensacionalista, desde que ella le hubiera echado las garras a Barrington Tannenbaum. Eso había ocurrido nueve años antes, cuando Tannenbaum tenía sesenta y un años. El hombre había amasado una gran fortuna con la compraventa de arrendamientos para la búsqueda y explotación de yacimientos de petróleo y gas en terrenos, y después la había multiplicado varias veces en el negocio de los transportes. Entre las cosas que transportaba había municiones, chalecos y petos salvavidas y aviones de guerra. Tenía una lista de clientes corta, pero la mayoría de ellos usaba títulos como «Sultán» o «Su Excelencia» antes del nombre. La fortuna de Tannenbaum se estimaba entre los diez y veinte mil millones de dólares.

Cuando se casó con él, la fortuna de Samara Moss se estimaba entre diez y veinte dólares.

Ella se había criado en un camping de Indiana, en una caravana, donde le habían dedicado la expresión «basura blanca» tantas veces que se había acostumbrado a oírla y ya no la consideraba un insulto. Su madre era una mujer soltera que trabajaba de camarera y de bailarina de striptease, y que durante su jornada laboral dejaba a Sam al cuidado de sus innumerables novios. Algunos de esos novios hacían caso omiso de Samara; otros la enseñaban a beber cerveza, a decir palabrotas y a tomar drogas. Cuando cumplió los diez años, Sam sabía liar un porro perfecto. A los doce, estaba fumando los porros que liaba. Por lo que contaba Sam, algunos de esos novios abusaron de ella en alguna ocasión, aunque ni siquiera hoy se sepa el alcance de esos abusos ni tampoco exista la certidumbre total. Sin embargo, hay dos cosas claras: era lo suficientemente guapa como para entrar a formar parte del equipo de animadoras a los doce años, y lo suficientemente indisciplinada como para que la expulsaran dos meses después.

Se escapó de casa el día después de cumplir catorce años, y primero fue a parar a Ely, Nevada, después a Reno y finalmente a Las Vegas, persiguiendo su sueño de convertirse en estrella de Hollywood. En vez de eso, se convirtió en camarera y en prostituta ocasional, aunque ella habría negado lo último rápidamente diciendo que sólo se acostaba con hombres agradables que la atrajeran, y que no tenía la culpa de que algunos de ellos decidieran expresar su admiración en forma de regalos, incluyendo ciertas cantidades de dinero.

Barrington Tannenbaum la vio por primera vez en Las Vegas, en el bar del Caesars Palace, a las tres de la madrugada de un domingo. Barry acababa de divorciarse, y aquél era su tercer fracaso en el amor. Aunque era absurdamente rico, también estaba solo y aburrido, y necesitaba un proyecto tanto como Samara necesitaba un amante rico y viejo. Y había algo sobre Barry Tannenbaum que reconocían tanto sus socios de negocios como sus rivales más acérrimos: una vez que se implicaba en algo, nunca lo hacía a medias. Desde el momento en que conoció a Samara, decidió salvarla, de la misma manera que ella decidió atraparlo a él. Si aquello no era un emparejamiento fabricado en el cielo, al menos sí tenía cierta cualidad sobrenatural.

Se ha dicho que todos estamos destinados a repetir nuestros errores, y la historia reciente ha demostrado con creces que Barry Tannenbaum era de los que se casaban. La verdad era que, además de un nuevo rico, era un tipo chapado a la antigua. Había crecido en un tiempo en el que, si uno quería a una chica, se casaba con ella, tenía hijos y vivía feliz para siempre. No fue raro, por lo tanto, que pese a sus anteriores fracasos sentimentales, Barry se sintiera obligado a hacer una mujer honesta de Sam en el sentido más anticuado de la expresión. Ocho meses después de haberla conocido, se casó con ella. En aquel momento, él tenía sesenta y dos años.

Samara acababa de cumplir diecinueve.


Los periódicos sensacionalistas no fueron los únicos que se mofaron de los cuarenta y dos años y los quince mil millones de dólares que separaban a la pareja. Parece que los oportunistas nos producen a todos sentimientos contradictorios. La prostituta convertida en heroína que interpretó Julia Roberts en Pretty Woman se gana nuestros aplausos cuando consigue al personaje millonario de Richard Gere, pero sólo porque el guión se encarga de dejar claro que ella no lo había pretendido desde el principio.

En el caso de Anna Nicole Smith, la Playmate del Año que se casó, a los veintiséis años, con un multimillonario de Texas de ochenta y nueve años, tuvo mucho menos apoyo público. Sin embargo, hubo un sentimiento generalizado y evidente de simpatía por ella cuando se supo que el hijastro de Anna Nicole, que tenía edad suficiente como para ser su abuelo, quizá intentara manipular la situación con demasiado énfasis para excluirla del testamento de su padre. En una encuesta que se realizó mientras el caso se llevaba al Tribunal Supremo, casi el cuarenta por ciento de los norteamericanos que tenían una opinión sobre el asunto respondieron que Smith se merecía todo o casi todo de los cuatrocientos setenta y cuatro millones de dólares que demandó cuando su esposo murió, un año después de haberse casado con ella.

Lo más probable era que Samara no hubiera tenido tan buen resultado en el tribunal de la opinión pública. Para empezar, estaba el detalle de que ella sólo vivió con Tannenbaum durante el primero de sus ocho años de matrimonio; ella había convencido a Barry para que le comprara una casa junto a Park Avenue diciéndole que nunca había tenido un hogar propio, y rápidamente fijó allí su residencia. Aquella casa costó cuatro millones y medio de dólares. Poca cosa, seguro. Pero un poquitín indecoroso, quizá.

Para continuar, estaba el detalle de las aventuras que tuvo Samara, algunas con discreción, pero otras con una franqueza que bordeaba en el exhibicionismo. A los quioscos no llegaba ni un solo número de la National Enquirer sin un artículo sobre El último lío de Sam, a menudo acompañado por una fotografía de la pareja adúltera entrando o saliendo de una discoteca, con una gran abundancia de escote o de pantorrilla a la vista.

Y, finalmente, estaba el detalle de que Samara había tomado un cuchillo de cortar carne y se lo había hundido a su marido en el pecho, «atravesándole el ventrículo izquierdo del corazón y causándole la muerte», tal y como había explicado el Fiscal del Distrito del Condado de Nueva York; explicación que fue seguida rápidamente por una acusación de asesinato, dictada por el jurado de acusación que examinó las pruebas contra Samara.

Momento en el cual hizo su aparición Jaywalker.

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