12.

Veinticinco millones

En cuanto a la preparación de un juicio, la diferencia entre tener a un cliente en la cárcel y tenerlo en libertad bajo fianza es una enorme diferencia. De repente, las conversaciones que se mantendrían en susurros a través de barrotes o de una rejilla, o por un teléfono muy antiguo, se pueden mantener cara a cara y en un tono normal; los documentos que habrían sido fotocopiados y enviados por correo electrónico, o pasados a través de una rendija de seguridad, se pueden estudiar codo con codo. Y se puede establecer contacto con los testigos amistosos como un equipo, en vez de ser un extraño el que les lleve una carta de presentación dudosa escrita en un pedazo de papel higiénico de la prisión.

Por el mero hecho de sacar a un cliente de la cárcel, el abogado también suele ganarse la confianza del cliente. Sobre todo cuando la acusación es de asesinato y las posibilidades de obtener la libertad bajo fianza parecían tan remotas como las posibilidades de que no fuera la sangre de Barry la que estaba en el cuchillo, en la blusa y en la toalla encontrados en casa de Samara.

Aquélla era la esperanza de Jaywalker; tenía la esperanza de poder aprovechar aquella confianza recién conseguida para convencer a Samara de que se sincerara con él y le contara la verdad sobre la muerte de Barry. Aunque las condiciones de su puesta en libertad la mantenían confinada en casa la mayor parte del tiempo, sí le permitían ir y venir de los juzgados, del despacho de su abogado y de una corta lista de tiendas, siempre y cuando avisara con antelación de sus intenciones y recibiera el permiso para salir. La menor infracción la enviaría de nuevo a Rikers Island, tal y como le había asegurado el juez Sobel. Y si intentaba quitarse el brazalete localizador del tobillo, el mecanismo emitiría instantáneamente una señal hacia el departamento de penitenciaría, que la arrestaría en menos de media hora. Sin embargo, Samara había conseguido una gran cuota de libertad en comparación con las condiciones en las que había vivido durante el último mes.

Había otra razón por la que Jaywalker tenía la esperanza de que Samara le confesara la verdad. Ellos dos se habían convertido en cómplices. Cada uno de ellos había tenido un papel en el plan para obtener la libertad bajo fianza con un engaño. Como era típico de sus trucos, Jaywalker no había violado la ley, exactamente, pero se había acercado mucho al límite. Nada de lo que le había dicho al juez Sobel era mentira literalmente. Samara se había convertido de verdad en un objetivo de las otras internas de Rikers Island. La habían provocado, la habían insultado, escupido, empujado y abofeteado. Incluso el asunto de que había sufrido un abuso sexual era cierto, aunque se había tratado de un manoseo en uno de los corredores de la prisión. Además, Samara había llamado a los de la comisión penitenciaria. Sin embargo, lo había hecho sólo porque Jaywalker le había indicado que lo hiciera, sabiendo perfectamente que la aparición de la comisión de investigación tendría repercusiones negativas para ella.

Por su parte, Samara había acentuado su declive físico sin dormir y sin comer. Sus visitas diarias al juzgado le impedían tomar alguna de las dos duchas que tenía permitidas a la semana; aunque hacía una concesión con el desodorante, la falta de champú le había pasado factura a su pelo. En cuanto al ojo morado, el corte de la frente y la venda de la mano, Jaywalker no sabía nada ni quería saberlo, pero la rapidez con la que Samara se estaba recuperando de las heridas le sugería que habían sido exageradas e infligidas por sí misma.

Así que estaban juntos en eso, el abogado a punto de ser suspendido y su clienta perversa y asesina. Y Jaywalker albergaba esperanzas de que, igual que había honestidad entre los ladrones, también habría franqueza entre los conspiradores.

Hizo el primer intento en su oficina, cinco días después de salir de los juzgados acompañado de Samara. Ella estaba medio sentada, medio reclinada en el sofá de segunda mano de su despacho, y él se había sentado al otro extremo de la habitación, tras su escritorio. No era a Samara a quien temía en aquel momento; no se fiaba de sí mismo.

– Escucha, Samara -dijo.

– Estoy escuchando.

– Necesito que hables conmigo.

– Érase una vez…

– Basta -dijo él-. Sé que estás contenta de haber salido de la cárcel, y me alegro por ti. Pero esto es grave. Quiero decir que necesito que hables conmigo acerca del caso.

– ¿Y qué pasa con el caso?

– Bueno, para empezar, eras la única que estabas en casa de Barry aquella noche. Vosotros dos tuvisteis una discusión, lo suficientemente ruidosa como para que os oyeran a través de la pared de un edificio levantado antes de la guerra. Después de que te marcharas, el apartamento quedó silencioso. Al día siguiente encuentran el cuerpo sin vida de Barry, con una herida mortal en el corazón. Después encuentran un cuchillo, una blusa y una toalla en tu casa, manchados con la sangre de Barry. Nadie, salvo tú, ha estado allí desde su muerte. Cuando te interrogó la policía, mentiste diciendo que no habías estado en casa de tu marido, y mentiste diciendo que no habíais discutido.

– Tiene mala pinta, ¿eh?

– Sí, tiene mala pinta. Puedes contarme la verdad.

Samara se irguió lentamente en el sofá, y durante un momento, Jaywalker se preparó para oír cómo entonaba el mea culpa.

– ¿Sabes qué? -le preguntó Samara.

– ¿Qué?

– Vete a la mierda, eso -dijo ella. Después lo repitió, se puso en pie, tomó su chaqueta y añadió-: ¿Puedo usar tu teléfono? Tengo que decirles que me voy a casa.

– Siéntate, Samara.

La firmeza de su propia voz tomó a Jaywalker por sorpresa. Aparentemente, también impresionó a Samara; no llegó a sentarse, pero lo miró, al menos.

– No me importa la mala pinta que tengan las cosas -dijo con ira-. Tú no puedes saber que yo maté a Barry. No puedes saberlo porque no lo hice, así que vete a la mierda por hacer que parezca que lo hice. No tienes derecho.

– Lo siento -dijo él-, pero no sólo tengo derecho, sino que tengo la obligación. Es mi trabajo. Para eso me estás pagando. Mira, Samara, quizá no te guste mirar las pruebas y darte cuenta de lo sólidas que son, pero más tarde o más temprano, eso es exactamente lo que tendrá que hacer un jurado. Así que tenemos que elegir: o escondemos la cabeza en la tierra y hacemos caso omiso del problema, o podemos hablar de lo que van a ver los miembros del jurado cuando miren. Además de lo cual, si no mataste a Barry, y tienes razón, yo no puedo saber si lo hiciste o no, sólo examinando las pruebas podremos dar con la manera de ganar esto.

Aquello fue de ayuda. Al menos, ella se sentó.

Sin embargo, hay victorias y hay victorias. Aunque hablaron durante una hora más, Samara no estuvo cerca de admitir que había matado a su marido ni una sola vez. Evidentemente, era una de aquellas personas para las cuales lo más difícil era dejar de negar lo evidente.

En la calle estaba empezando a oscurecer, y Jaywalker decidió que era hora de terminar con la reunión. Samara llamó al departamento penitenciario para decirles que iba a casa, bastante antes de su toque de queda, que era a las ocho de la tarde. Jaywalker compartió un taxi con ella hacia la zona norte de la ciudad. El vehículo se detuvo justo frente a casa de Samara. Cuando ella se bajó del taxi, se volvió hacia él y le preguntó:

– ¿Quieres entrar?

– Yo, eh, no creo que eso sea… eh… lo mejor… ¿Me entiendes?

Sonriendo ante su azoramiento, Samara cerró la puerta y se alejó. Él la observó hasta que ella entró en su edificio y le dio su dirección al taxista. El hombre, que parecía de Oriente Medio y que, según la placa del taxi se llamaba Ali Bey Ali, respondió con un murmullo. Aunque Jaywalker no lo entendió, se imaginó que debía de haber repetido algo de su dirección, así que le dijo: «Sí, a Nueva York».

Se dio cuenta veinte manzanas más adelante.

El hombre le había dicho «Será tonto».


Con Samara negándose a admitir la verdad, Jaywalker supo que aquel caso iba a ser muy largo, y eso significaba que tenía que preparar peticiones escritas. Hacía mucho tiempo que había diseñado una plantilla en el ordenador para ese propósito, y al día siguiente la abrió en su monitor. Sus peticiones, al contrario que las de muchos de sus colegas de profesión, eran concisas, rara vez contenían citas de jurisprudencia y, en vez de usar un lenguaje lleno de florituras legales, estaban redactadas con frases breves, enérgicas. Él había intentando predicar aquel estilo entre aquéllos que estuvieran dispuestos a escucharlo, pero había conseguido pocos conversos. Parecía que, cuantas más páginas tuviera el documento, más horas podía facturar su creador sintiéndose justificado. Al final, otros abogados conseguían más dinero, mientras que Jaywalker conseguía mejores resultados.

Tal y como requería la ley, Jaywalker hizo una petición para que se desestimara la acusación hacia Samara. Sin embargo, sabiendo que le sería denegada, no perdió mucho el tiempo con ella, al igual que en lo referente a las averiguaciones. Tom Burke ya le había dado a la defensa mucho más de lo que se exigía siguiendo el calendario de la ley, y Jaywalker sabía que iba a continuar haciéndolo. Cuando llegó al tema del rechazo de las pruebas, sin embargo, Jaywalker se detuvo. Aquello sí era importante, y él lo sabía.

Tanto la constitución de los Estados Unidos como la del Estado de Nueva York prohíben, entre otras cosas, llevar a cabo registros irracionales y obligar a una persona a testificar contra sí misma. Durante muchos años, si un oficial de policía violaba cualquiera de las dos disposiciones, por ejemplo, registrando la vivienda de un individuo sin motivo o golpeando a un sospechoso para obtener su confesión, el oficial podía ser acusado, sancionado administrativamente e incluso demandado por daños y perjuicios. Sin embargo, esas cosas ocurrían tan a menudo como los avistamientos marcianos.

A principios de los años cincuenta, el Tribunal Supremo (el de verdad, no el de los pisos superiores de 100 Centre Street), por fin asumió que, si querían que esos preceptos se cumplieran en la práctica, los jueces tendrían que dar con una fórmula efectiva para prevenir el mal comportamiento policial. Y lo que implementaron fue la regla de exclusión de pruebas ilícitas.

La regla, sorprendentemente, consiste en aquello que indica su nombre. Para acabar con las palizas y los registros irracionales, las pruebas que se obtengan por esos medios serán excluidas del juicio, o suprimidas. En una serie de casos de referencia, entre ellos Mapp contra Ohio (registro e incautación) y Miranda contra Arizona (confesiones), el tribunal de Warren le proporcionó más dientes a la regla de exclusión definiendo los términos «irracional» e «involuntario» con amplitud. Más recientemente, la corte de Rehnquist intentó sacarle esos dientes a la ley, con desigual resultado.

Los escritos de petición son el medio por el cual los abogados defensores intentan conseguir la celebración de una vista probatoria, en la que declaran testigos, para decidir si alguna cosa debe ser excluida. Si esa cosa resulta ser una prueba física, el abogado debe examinar los hechos para demostrar tres cosas. Primero, debe demostrar la ilicitud: que en efecto se llevó a cabo un registro irracional y que, como consecuencia, se obtuvieron las pruebas. Segundo, que hubo una actuación estatal, que fue algún cuerpo de las fuerzas de seguridad del estado, o federal, o estatal o municipal, quien llevó a cabo el registro irracional. Tercero, que el acusado está en la posición requerida para quejarse de la ilegalidad, al ser la persona damnificada por la violación de su intimidad.

El cuchillo, la blusa y la toalla encajaban bien en aquel esquema. Se había producido un registro, y si la declaración que acompañaba a la orden de registro contenía una causa poco probable para creer que Samara había cometido un delito, entonces la incautación de esas pruebas era ilegal. Los detectives pertenecían al Departamento de Policía de Nueva York, así que cumplían el requisito de la acción estatal. Y Samara era, ciertamente, la persona damnificada por la posible ilegalidad, puesto que era su casa la que había sido registrada.

Los requisitos eran parecidos, pero también ligeramente distintos, en lo referente a las confesiones o admisiones, que son confesiones parciales, de los acusados. En ese caso, el quid de la cuestión es saber si la declaración fue voluntaria o no, no si el registro fue irracional. Primero, debe haber una declaración; los acusados que no hacen una declaración no llegan a ningún sitio aduciendo que no les leyeron sus derechos Miranda. Segundo, también tiene que haber una acción estatal; la declaración debe haberse hecho en respuesta a un interrogatorio del personal de los cuerpos de seguridad. Una frase espontánea, por lo tanto, no cumple el requisito, como tampoco lo cumple una confesión hecha a una persona privada. Tercero, el interrogatorio debe haber tenido lugar en un entorno de privación de libertad, en un momento en el que el acusado estaba detenido, o al menos, con la impresión de que no era libre de marcharse. Finalmente, debe haber existido negligencia por parte del interrogador a la hora de informar al individuo de su derecho a no responder, y a la hora de conseguir de él una renuncia consciente e inteligente de ese derecho.

Las declaraciones exculpatorias falsas de Samara, en las que primero decía que no había estado en el apartamento de Barry aquella noche, y después que su marido y ella no habían discutido, podían considerarse admisiones. Samara hizo aquellas admisiones ante dos detectives, que eran personal de un cuerpo de seguridad del estado de Nueva York. Y aquellos detectives no le leyeron los derechos Miranda, ni tampoco se preocuparon de obtener una renuncia por su parte. Cuando ella pidió un abogado, ya no tenía sentido que lo hicieran, porque el interrogatorio terminó en ese momento. No obstante, Jaywalker sabía que el escollo sería el asunto de la privación de libertad. Los detectives habían tenido buen cuidado de interrogar a Samara antes de detenerla. Él tendría que argumentar que la presencia de los policías en casa de Samara, junto a su actitud autoritaria, hizo que Samara creyera, con toda lógica, que no podía marcharse ni echarlos de su casa.

Sería una batalla ardua, como mínimo.

Cuando terminó, Jaywalker había escrito una petición de diez páginas, más larga que en la mayoría de sus casos. Aquel hecho no le complacía, pero se recordó que era un caso de asesinato. Y se consoló pensando que había visto a abogados que llevaban sus peticiones a la secretaría del tribunal en carritos de la compra.


Aquella tarde, Jaywalker recibió una llamada de Nicolo LeGrosso.

– ¿Cómo te va? -le preguntó LeGrosso.

– Bien -respondió Jaywalker-. ¿Qué tienes para mí?

– Tengo los registros que solicitaste de las llamadas telefónicas de tu novia.

– No es mi novia.

– Sí, claro. He visto su fotografía. Te doy un mes antes de que estés en la cama con ella.

Jaywalker pensó en protestar, pero dejó pasar el comentario. Sabía que no se podía ganar una discusión con Nicky. Además, había adoptado la política de no apostar jamás contra sí mismo.

– ¿Hay algo interesante en esos registros?

– No. Un par de llamadas aquella noche, pero ninguna a Barry.

– ¿Y cómo va lo de averiguar si Barry tenía algún enemigo? -le preguntó Jaywalker-. ¿Ha habido suerte por ahí?

– Claro -dijo Nicky-. Tenía muchos, en realidad. Dame un par de días y tendré un informe de cada cual para ti.

– Bien.

Quizá resultara que uno de ellos tenía un buen motivo para matar a Barry. Y aunque Jaywalker no pudiera demostrar que algún enemigo del millonario había podido entrar en el apartamento aquella noche para hacerlo, al menos sería un comienzo. Porque, hasta aquel momento, todo continuaba apuntando hacia Samara con una coherencia implacable. Tenía que ocurrir algo, y tenía que ocurrir ya.


Y ocurrió.

Pero cuando ocurrió, no era nada parecido a lo que esperaba Jaywalker.

Tom Burke le telefoneó y anunció que Jaywalker le debía veinte dólares.

– ¿Cómo? -preguntó Jaywalker. Se le había olvidado que tenía una apuesta de doble o nada con él.

– Tengo el móvil -dijo Burke.

Jaywalker, que estaba de pie cuando respondió la llamada, se desplomó sobre su silla.

– A ver qué te parece esto -prosiguió Burke, con una alegría casi irreprimible-. Un mes antes del asesinato, treinta y tres días para ser precisos, si acaso quieres ponerte técnico, tu defendida le hizo un seguro de vida a su marido. Le costó veintisiete mil dólares. ¿Quieres saber el valor de la póliza?

– Un trillón de dólares -respondió Jaywalker. Siempre mencionaba una cifra ridícula en aquellas conversaciones. De ese modo, podía fingir que no le había afectado oír la cantidad real.

– Casi -dijo Burke-. Veinticinco millones de dólares.

– Mierda -dijo Jaywalker, verdaderamente afectado.

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