4.

Un ligero error de cálculo

En realidad, Jaywalker no era un perfecto extraño para Samara Moss. Se habían conocido seis años antes, cuando ella había aparecido en su oficina, a la cual la había trasladado su chófer. O, para ser exactos, el chófer de Barry Tannenbaum. Lo cierto era que Samara no conducía en aquellos días. Dos semanas antes había tomado prestado uno de los juguetes preferidos de Barry, un Lamborghini de cuatrocientos mil dólares. Había encontrado las llaves una noche, había bajado al garaje, que albergaba doce coches y estaba situado bajo la mansión de Scarsdale de Barry, y se había puesto en camino hacia Manhattan. Había recorrido todo Park Avenue y la Sesenta y seis, cuando se dio cuenta de que había bajado demasiado e intentó hacer un cambio de sentido. Normalmente, uno ejecutaría esa maniobra entre las isletas elevadas que separan los carriles dirección sur de los carriles dirección norte. Sin embargo, Samara había intentado hacerlo a través de la parte central de una de las isletas, cometiendo un pequeño error de cálculo. El resultado había sido un accidente de un solo coche de cuatrocientos mil dólares, y un arresto por conducción temeraria en estado de embriaguez, por negarse a realizar la prueba de alcoholemia y por una violación del Código Administrativo poco conocida y rara vez utilizada, el «fallo al esquivar un objeto inmóvil».

Por decirlo de una manera suave, Barry se había puesto furioso. Había pagado la fianza de Samara y después le había encargado al chófer la tarea de encontrarle un abogado defensor que fuera lo suficientemente bueno como para librarla de la pena de muerte, pero no tan bueno como para que ella saliera de rositas. El chófer había pasado un par de días investigando, y parecía que había oído varias veces el nombre de Jaywalker.

Durante la hora y media que había durado la entrevista, Jaywalker no había sido capaz de apartar los ojos de Samara. Él ya había enviudado para entonces, y durante el transcurso de su vida había salido con una docena de mujeres más guapas que ella. Sin embargo, aquella muchacha tenía algo cautivador, algo, decidiría Jaywalker más tarde, que resultaba deslumbrante. Era menuda, no sólo de estatura y de complexión, sino que también tenía unos rasgos faciales delicados. Tenía el pelo oscuro y liso. Su labio inferior era demasiado grande para el resto de la cara, y le confería un gesto de mohín perpetuo. Sin embargo, eran sus ojos lo que más atrapaba a Jaywalker. Eran tan oscuros que habría que llamarlos negros, y tenían una mirada ligeramente vidriosa, como si hubiera llevado las lentillas durante demasiado tiempo o como si estuviera a punto de llorar. Y eran impenetrables, lo asimilaban todo sin dejar entrever absolutamente nada.

Las cosas que ella dijo tenían muy poco sentido, o ninguno. Había tomado el coche porque le apetecía. Se había bebido un buen vaso de whisky antes de conducir porque estaba nerviosa al tener que manejar las marchas del Lamborghini, que era algo nuevo y misterioso para ella. No, no tenía carné de conducir. Quería haber terminado en la Setenta y dos, pero había seguido por equivocación. Después, estaba intentando dar la vuelta hacia la izquierda cuando de repente había aparecido una isleta frente a ella y se había chocado. Lamentaba el accidente, pero no tanto.

– Barry tiene muchos coches -explicó.

Jaywalker le dijo que, dada la falta de antecedentes penales, estaba seguro de que podría evitarle la cárcel. Lo que no le dijo era que ningún juez con ojos en la cara iba a enviarla a Rikers Island. Sin embargo, sí le dijo que le impondrían algunas multas bastante elevadas. No importaba, dijo ella.

– Barry también tiene mucho dinero. Entonces, ¿acepta mi caso?

– Sí -dijo él.

Ella se puso en pie para marcharse. No podía medir más de un metro sesenta centímetros, pero llevaba unos tacones muy altos.

– Tenemos que hablar de mis honorarios -dijo Jaywalker.

– Hable con Robert -respondió ella, señalando vagamente hacia la sala de espera-. Yo no tengo permitido tratar de asuntos de dinero.

Llamaron a Robert. El chófer llevaba un uniforme con gorra incluida. Sacó un cheque de un bolsillo interior de la chaqueta y se sentó frente a Jaywalker, en el asiento que Samara había dejado libre. Jaywalker vio que el cheque estaba firmado, pero que estaba en blanco. Robert tomó un bolígrafo del escritorio, dado que había una docena esparcidos por toda la superficie, y miró a Jaywalker de forma expectante.

– Necesitaré una provisión de fondos para comenzar a trabajar…

Robert alzó una mano.

– Si le parece bien -dijo-, el señor Tannenbaum prefiere pagar la cantidad total por adelantado.

Jaywalker se encogió de hombros. En su trabajo, que consistía en tratar con delincuentes, uno intentaba conseguir la mitad o un tercio de los honorarios al principio, sabiendo que el hecho de cobrar el resto sería un proceso similar a la extracción de una muela. Con suerte, al final se cobraba el veinte por ciento. El que un cliente pagara la cantidad total por adelantado era algo que no sucedía.

Jaywalker se acarició la barbilla como si estuviera muy concentrado. De hecho, estaba intentando recuperarse de la impresión y dar con una cifra justa.

– Si no hay juicio… -comenzó a decir, en un intento de ganar tiempo.

– Sin condiciones -dijo Robert-. Dígame el total.

– Bien -dijo Jaywalker, antes de seguir acariciándose la barbilla.

Sus honorarios normales por un caso de conducción bajo los efectos del alcohol serían de dos mil quinientos dólares, más otros dos mil quinientos si el caso no se resolvía con una declaración de culpabilidad y había que ir a juicio. Jaywalker había cobrado más una o dos veces, pero sólo porque había un factor que complicaba las cosas, como por ejemplo una condena anterior por conducir en estado de ebriedad o si el caso era fuera de la ciudad y tenía que viajar.

Sin embargo, estaban el detalle del Lamborghini, el chófer, y el comentario que aún le resonaba en los oídos: «Barry tiene mucho dinero».

«Demonios, ¿por qué no intentarlo?».

– Los honorarios completos -dijo, con la voz más firme que pudo-, serán de diez mil dólares.

– De ningún modo -dijo Robert.

– ¿Disculpe? -preguntó Jaywalker, fingiendo sorpresa. Sin embargo, supo al instante que lo había estropeado todo. La avaricia siempre rompía el saco.

– El señor Tannenbaum nunca lo aceptará -dijo Robert-. Cualquier cosa por debajo de treinta y cinco mil dólares le hará pensar que va a recibir un servicio de segunda.

Entonces, procedió a rellenar el cheque con aquella cantidad.

Dos horas después de que se hubieran marchado, Jaywalker todavía se estaba sacando el cheque del bolsillo cada quince minutos para mirarlo y contar los ceros un por uno, para asegurarse de que decía lo que él pensaba que decía.

Treinta y cinco mil dólares.

Había ganado menos por casos de asesinato.

Mucho menos.

El asunto se había resuelto con lo que Jaywalker consideraba resultados mixtos. Samara terminó declarándose culpable de conducir en estado de ebriedad y de conducir un vehículo de motor sin el permiso pertinente. Se declaró culpable en la tercera audiencia ante el tribunal, porque Jaywalker había conseguido dos aplazamientos porque temía que le retiraran de por vida la licencia para ejercer la abogacía por haber cobrado unos honorarios que podían equipararse a un robo.

Samara pagó, o más bien, Robert pagó en su nombre, una multa de trescientos cincuenta dólares, más otros cien dólares en concepto de costas del tribunal. También se le impuso la obligación de tomar un cursillo de un día sobre conducción segura, y a asistir a una clase de tres horas sobre el abuso de sustancias estupefacientes; y finalmente, le fue prohibido examinarse para obtener el carné de conducir durante un periodo de dieciocho meses.

Ésas eran las buenas noticias.

Las malas, al menos en lo que a Jaywalker concernía, fueron que su encaprichamiento con Samara no pasó del punto inicial. Robert siempre estaba presente, y la verdad era que, aunque no hubiera estado presente, Jaywalker debía admitir que las cosas no habrían sido distintas. Samara no indicó ni una sola vez que pudiera estar interesada en él, aparte de su representación legal. Cuando el caso terminó y él fue a abrazarla, algo que había hecho con hombres y mujeres, con asesinos y delincuentes, se dijo, ella apartó la cara en el último segundo, de modo que el beso aterrizó secamente en su mejilla.

– No te metas en problemas -le dijo él.

– No lo haré -prometió ella.

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