30.

Después

Mientras se lavaba las manos en el servicio de caballeros, Jaywalker miró hacia arriba y vio su cara reflejada en el espejo. Ni la grieta que recorría el cristal de arriba abajo ni la acumulación de suciedad pudieron ocultar la sonrisa de sus labios. Cerró los ojos, respiró profundamente y, en silencio, dio gracias a Dios, aunque sabía que no existía, pero sólo por si acaso. El alivio era lo mismo que llegar a las ocho de la tarde sin una condena. El alivio era lo mismo que conseguir llegar al servicio de caballeros sin una catástrofe.

Cuando Jaywalker abrió los ojos todavía estaba sonriendo. Y seguía sonriendo cuando salió al pasillo y se encontró cara a cara con Samara.

– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? -le preguntó ella.

– Nada -respondió él-. Todo. Estamos vivos. Vamos a volver mañana. Hay alguien en ese jurado que todavía cree en ti.

– ¿Y tú? -le preguntó ella, mirándolo fijamente a los ojos, sin dejarle escapatoria-. ¿Todavía crees en mí?

– Sí -dijo él-. Todavía creo en ti.

– ¿Lo dices en serio?

– Por supuesto que sí.

– Entonces, ven conmigo a casa.

Por cómo lo dijo, no era una orden, pero tampoco era una pregunta. Era una mezcla de ambas cosas. Le estaba pidiendo que se fueran de allí, y sólo podía haber una respuesta.

– Sí -dijo Jaywalker-. Iré a casa contigo.


Estaba lloviendo en Centre Street. Caía una lluvia helada que se convirtió en aguanieve mientras estaban esperando un taxi allí parados.

– Vamos -le dijo Jaywalker a Samara, y comenzaron a caminar encorvados hacia el norte, tomados del brazo. En Canal Street, una viejecita coreana, resguardada en un portal, estaba agitando un montón de paraguas.

– Cuatro dólares, cuatro dólares.

Jaywalker se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar cuatro dólares. Era algo que había que hacer en Nueva York: llevar dinero suelto. Se acercó a la viejecita y le preguntó:

– ¿Hay alguna posibilidad de que éste dure algo más que el que me vendió hace dos semanas?

– Tres dólares.

– De acuerdo.

El aguanieve estaba empezando a caer con más fuerza, y para entonces, el pavimento estaba resbaladizo. Aunque se encorvaron y se acurrucaron bajo su paraguas especial de tres dólares, se estaban empapando. Y no había ningún taxi a la vista. Otra cosa típica de Nueva York.

Así pues, los dos se metieron en una boca de metro, la millonaria a punto de ser condenada y su abogado a punto de ser suspendido.


Cuando llegaron a la Sesenta y ocho, el aguanieve había cambiado otra vez, esta vez a nieve. Era una nieve pesada, húmeda, copos que a la luz de las farolas parecían palomitas; pero era mejor que lo anterior. Jaywalker le pasó un brazo por los hombros a Samara, y con la otra mano llevó el maletín y el paraguas, cosa que hubiera sido más fácil si hubiera podido usar las dos manos.

Pensó en aquella situación durante un momento. El juicio estaba casi acabado, y ya sólo le quedaba un día de trabajo, así que no utilizaría más aquel maletín. Claro que la vida podía ser muy rara, y uno no podía estar seguro de nada. Así pues, en la siguiente esquina tiró el paraguas en una papelera.

– Eh -dijo Samara-, has pagado tres dólares por eso. Podía haberlo llevado yo.

– No es necesario -respondió él-. Cuando se mojan, ya no sirven más. Ésa es la idea. ¿Esa ancianita de Canal Street? Es la vicepresidenta de su empresa, y está a cargo de la investigación de mercado. En dos años tendrá suficiente dinero como para comprar Manhattan, desmontarlo y enviarlo por barco a casa.

Samara se rió al pensar en aquello. Fue una carcajada desbordante, genuina. Como las lágrimas que se le habían derramado en el estrado y su uso frecuente de lenguaje de vestuario masculino, y como todo el resto de ella. Los periodistas que la habían retratado como a una cazadora de fortunas calculadora se habían equivocado. La verdad era que, si había alguien que funcionara sin un plan premeditado, era Samara. Si le parecía divertida alguna cosa, se reía como una niña. Si había algo que le parecía triste, lloraba. Y si le parecía absurdo, saltaba al instante y lo decía, sin medir las palabras ni preocuparse por suavizarlas.

Su risa era contagiosa, y pese a todo lo que estaba ocurriendo, o quizá por lo que habían tenido que soportar durante las dos últimas horas, Jaywalker se dio cuenta de que quería dejarse llevar. Se rieron de su comentario tonto y de lo empapados que tenían la ropa y el pelo. Se rieron porque estaban juntos. A aquella hora, al día siguiente, Samara estaría en la cárcel y él ya no sería abogado, pero en aquel momento iban a casa de Samara a pasar la noche juntos, y eso era suficiente.

O, como habría dicho Samara con elocuencia, a la mierda mañana.


Cuando llegaron a casa de Samara, Jaywalker se dio cuenta de que había un coche gris, un Ford Crown Victoria, al otro lado de la calle. Dentro estaban sentados dos tipos un poco gordos, de raza blanca, y el parabrisas del vehículo tenía vaho en el sitio donde estaban posados dos vasos de café, sobre el salpicadero. Era evidente que Tom Burke se había tomado en serio la recomendación del juez Sobel y había enviado a dos detectives para que hicieran guardia frente a la casa de Samara. Si Samara los vio, no hizo ningún comentario al respecto. Hacía falta ser policía para notar que había otro policía; Jaywalker lo sabía de sus días en la Agencia Antidroga. Aunque, por otro lado, Samara había tenido bastantes encontronazos con la ley, y no había muchas cosas que se le pasaran por alto. Quizá también los había visto y no le importaba su presencia.

Él la soltó sólo lo suficiente como para que ella abriera la puerta de su casa. Cuando estuvieron dentro, se miraron a la luz y comenzaron a reírse de nuevo. Estaban cubiertos de nieve. Tenían nieve en la ropa, en el pelo, en las cejas, en las pestañas.

– Vas a estar estupenda cuando seas vieja y tengas el pelo gris -le dijo Jaywalker. Siempre le había encantado el contraste de una cara joven, de hombre o de mujer, y de un pelo gris.

Sin embargo, aquello le ganó un codazo en las costillas por parte de Samara. Él le agarró una muñeca y encontró también la otra. Eran diminutas, tan diminutas, que Jaywalker pudo formar un círculo con los dedos a su alrededor. La atrajo hacia su pecho y la abrazó. Lo único que quería era inmovilizarla, agarrarle las manos para impedirle que le infligiera más daño. O quizá no. Pero, si esperaba que ella se resistiera, tuvo que llevarse una sorpresa. Notó que Samara se relajaba, y él reaccionó mirando hacia abajo en el preciso instante en el que ella miraba hacia arriba. Sus miradas quedaron atrapadas, y Jaywalker experimentó lo mismo que había sentido la primera vez que la vio. Sólo que, en aquella ocasión, no estaban sentados frente a frente en su oficina, sino que ella estaba entre sus brazos.

Se quitaron el uno al otro la ropa llena de nieve y la dejaron en un montón, en el vestíbulo. Samara se detuvo cuando llegó a sus calzoncillos, y Jaywalker cuando llegó a su sostén, su tanga de hilo dental y su brazalete electrónico. En realidad, no sabía que era un tanga hasta que ella se dio la vuelta y le hizo un gesto para que lo siguiera escaleras arriba. «Dios», pensó Jaywalker. «Quienquiera que inventara estas cosas se merece un premio Nobel». Y, por primera vez en su vida, estuvo dispuesto a perdonar a Bill Clinton por rendirse ante Monica.

Terminaron en una sala de estar, o quizá fuera un despacho; Jaywalker no lo recordaba bien. Era una habitación de tamaño modesto, pero tenía una enorme chimenea que estaba rodeada por un sofá en forma de U, igualmente grande. Había troncos en el hogar, y él miró a su alrededor en busca de cerillas. Sin embargo, ella tomó algo que parecía un mando de control remoto, apuntó y apretó, y el fuego se encendió. Quizá no fuera la fórmula preferida de Jaywalker, pero cumplió su cometido.

– Bueno -dijo entonces, Samara-. ¿Ya es después?

– Lo suficientemente cerca -respondió Jaywalker.


Incluso en lo que se refiere a los juegos preliminares, siete años y medio es un tiempo demasiado largo. Con una acumulación semejante, habría sido comprensible, inevitable, que la realidad no estuviera a la altura de la impaciencia.

Sin embargo, no fue así.

Acostarse por fin con Samara resultó más de lo que Jaywalker hubiera imaginado, esperado y soñado en sus más apasionadas fantasías. Si su trasero y su tanga le habían vuelto loco, también el resto de su cuerpo. Pero había más.

No sólo era físicamente exquisita, sino que tenía talento. Tanto, de hecho, que en una o dos ocasiones Jaywalker se dio cuenta de que estaba recordando cuál era su pasado.

Sin embargo, sus dudas fueron pasajeras y se evaporaron. Y, aunque Samara no intentó hacer que se sintiera como si fuera su primer amante, algo bastante difícil, sí consiguió hacer que se sintiera como su mejor amante, borrando todas las dudas que él pudiera tener sobre sí mismo con un interminable aluvión de besos, caricias, gemidos y todo tipo de cosas que al final lo dejaban suplicándole, con la respiración entrecortada. Había olvidado sus preocupaciones sobre la frescura de su aliento, el tamaño de su dotación personal y las necesidades de Samara; aquellas tres cosas funcionaban muy bien, gracias. Suficiente con decir que la experiencia fue de todo menos el anticlímax. De hecho, hubo un momento en el que Samara susurró:

– Hasta ahora has perdido tres meses de vida.

– ¿Yo? -preguntó él con un jadeo-. Entonces tú has perdido años.

– No es lo mismo, tonto. ¿Es que no entiendes nada?

Y aquello, de labios de una mujer veinte años más joven que él, que estaba sentada a horcajadas y completamente desnuda sobre su cuerpo. Ya estaba ocupada intentando arrebatarle otro mes de vida más.


En algún momento, cuando habían tenido que parar para tomar un respiro, Samara vio a Jaywalker pellizcándose el puente de la nariz.

– ¿Te duele la cabeza? -le preguntó.

Él asintió.

– Estoy segura de que Barry se dejó aspirinas por ahí. O ibuprofeno. Era una farmacia andante.

– No puedo tomar nada de eso -respondió Jaywalker, que había desarrollado alergia a aquellos medicamentos-. Se me hincha la cabeza y parezco un manatí.

– Entonces, ¿qué podemos hacer por ti?

– Has hecho más de lo que puedes imaginar.

– En serio.

– ¿En serio? Supongo que me vendría bien comer algo -dijo-. Hace un día y medio que no como.

– Y seguro que no te refieres a comer helado.

Al pensar en algo frío, tuvo que volver a pellizcarse el puente de la nariz.

– Probablemente no.

– ¿Pizza?

– ¿Tienes pizza?

– No -respondió Samara-, pero tengo teléfono. Estamos en Nueva York, ¿o no te acuerdas?

Él insistió en que pidieran dos pizzas grandes en vez de una. Cuando llegaron, media hora después, se quedaron la de queso para ellos, y enviaron la de carne, pepperoni y extra de queso al coche que había aparcado frente a la casa.


– ¿Y qué es un manatí? -preguntó Samara.

Estaban sentados en la alfombra, frente al fuego, comiendo pizza. Entre los dos tan sólo llevaban puesto un brazalete electrónico.

– Un manatí es una vaca marina. Y, confía en mí, no te gustaría verme así.

– Confío en ti -dijo ella-. Y siento no haber confiado lo suficiente en ti antes como para contarte lo de que apuñalé a ese tipo, y que me llamaba Samantha Musgrove. Supongo que pensé que, si no se lo contaba a nadie, sería como una pesadilla que no había ocurrido en realidad.

– ¿Por qué elegiste el nombre de Samara? Quiero decir, entiendo lo de Moss. Es corto y bonito, y fácil de recordar. Pero, ¿Samara?

– ¿Sabes lo que es una samara?

– No.

– La samara es la semilla del arce. Tiene un par de alitas diminutas. Cuando se desprenden del árbol, el viento las hace volar y las aleja para que puedan empezar una vida nueva por sí mismas.

– Bonito -dijo Jaywalker-. ¿Y sólo tenías catorce años cuando te diste cuenta de que eso eras tú?

– Era una niña de catorce años muy vieja.

– Es verdad. Samara -repitió él, sólo para oír el sonido-. Bonito nombre, Samara Moss.

– La parte de Moss, que significa musgo, era porque esperaba tener un aterrizaje suave. De todos modos me gustaba más que Musgrove.

Jaywalker asintió solemnemente, o tan solemnemente como podía asentir un hombre que estaba comiendo pizza desnudo. No estaba seguro, pero tenía la sensación de que el dolor de cabeza ya estaba remitiendo. Quizá fuera buena idea acordarse de comer algo todos los días, pensó.

– Es curioso -continuó Samara-. En todos estos años, es la segunda vez que cuento esto.

– ¿El qué?

– Lo de Samara Musgrove.

– Me siento muy honrado -dijo Jaywalker-. ¿Cuándo fue la primera?

– Hace ocho años. Cuando creía en el amor verdadero, en compartir tus pensamientos más íntimos, en toda la porquería de «hasta que la muerte os separe».

Jaywalker acababa de dar otro mordisco, y al quedarse boquiabierto, el pedazo de pizza se le cayó, algo poco aconsejable cuando se estaba sentado y desnudo. Lo cierto era que sus oídos habían captado lo que acababa de decir Samara, pero su cerebro todavía estaba intentando encontrarle sentido.

– ¿Se lo contaste a…?

Ella asintió.

– ¿Barry?

– Íbamos a casarnos -explicó Samara, encogiéndose de hombros-. Yo creía que lo quería. Pensé que tenía derecho a saberlo.

– ¿Se lo contaste todo?

Otro asentimiento.

– ¿La violación, el acuchillamiento, incluso que tu nombre era…?

– Todo.

– ¿Samantha Musgrove?

– Sí.

– Musgrove, Musgrove -repitió Jaywalker-. ¿Dónde he oído yo ese apellido?

– En el juicio. Era mi apellido cuando vivía en Indiana. De eso hemos estado hablando todo este tiempo.

– Lo sé, lo sé. Pero, ¿en qué otro sitio lo he visto?

– En la etiqueta del Seconal. Es el apellido del médico que extendió la receta. El que no existía. Samuel Musgrove. Por eso, en cuanto descubrí el Seconal, supe que tenía que ser parte de una trampa, pero no podía decírtelo, porque habría tenido que contarte todo el pasado…

– Vaya.

– ¿Vaya, qué?

– ¿Quién más, aparte de Barry, conocía el apellido Musgrove?

Ella se quedó pensativa un momento.

– Nadie.

– ¿Estás segura?

– Claro. Hasta el viernes, cuando me dijiste que el señor Burke lo había averiguado todo, Barry era la única persona a la que yo se lo había contado.

Jaywalker se puso en pie rápidamente y comenzó a pasearse de un lado a otro, completamente ajeno a su desnudez. El dolor de cabeza había regresado con intensidad, y le retumbaba entre los ojos y en las sienes. Samara lo estaba mirando como si él y su mente se hubieran disociado. Sin embargo, cuando ella abrió la boca para decir algo, él alzó la mano para indicarle que se callara.

Barry sabía lo del viejo acuchillamiento, y lo del nombre de Samantha Moss. Nadie más lo sabía. ¿Habría pedido Barry el Seconal, usando el nombre de Samuel Musgrove, para que pareciera que lo había asesinado Samara? Por otra parte, si Barry se había dejado aspirinas o ibuprofeno en casa de Samara, como ella había dicho, eso significaba que pasaba tiempo allí. Si quería, podía haber llevado el Seconal en una de sus visitas. Y también podía haberle robado uno de sus cuchillos a Samara.

– Dime, ¿tenía Barry llave de esta casa?

– Sí, una vez la tuvo, así que supongo que sí. ¿Por qué?

– ¿Qué hora es?

Samara se levantó, fue a otra habitación y dijo:

– Las dos y cuarto.

– Un teléfono -dijo Jaywalker-. Necesito un teléfono.

Cuando ella volvió, llevaba puesto su albornoz. Parecía que quería tener algo encima si a él le daba un ataque y tenía que llevarlo a urgencias. Sin embargo, llevaba un teléfono inalámbrico en la mano.

Jaywalker lo tomó y marcó un número.

– Información de suscriptores que no figuran en la guía telefónica -dijo una voz femenina.

– Soy el detective Anthony Bonfiglio -dijo Jaywalker-. De la vigésimo primera División de Homicidios, número de placa dos dos cero cinco. Necesito el número de Thomas Francis Burke.

Mientras hablaba, le hizo una señal a Samara para que le diera papel y lápiz. Ella lo hizo.

– En el ordenador aparecen cinco Thomas Burke sin segundo nombre ni inicial, y tres T. Burke.

– Démelos todos.

La telefonista leyó todos los resultados.

– Necesitaré la confirmación escrita hoy, antes de las cinco de la tarde -le dijo después, y le dio un número de fax.

– Muy bien -respondió Jaywalker, sin molestarse en apuntarlo.

Habló brevemente con dos Tom Burke y con tres mujeres sin nombre. Ninguno de ellos se mostró entusiasmado por el hecho de que lo hubieran despertado a las tres de la mañana. Sin embargo, al sexto intento, Jaywalker oyó una voz familiar, aunque somnolienta.

– Tom, despierta. Soy Jaywalker.

– Dios, ¿qué hora es?

– No lo sé -mintió Jaywalker-. Un poco después de medianoche.

– ¿Cómo has conseguido mi número?

– Uno tiene sus recursos.

– ¿Qué quieres?

– Necesito que te levantes y te vistas.

– ¿Estás loco?

– Probablemente sí -dijo Jaywalker-, pero creo que acabo de entender este caso.

– Por lo que sé, el jurado también.

– El jurado no tiene ni idea. Y tú y yo tampoco la hemos tenido durante todo este tiempo. Pero cuando te reúnas conmigo, voy a explicártelo todo.

– Estoy seguro de que así será -dijo Burke-. En el juzgado, a las nueve y media.

– ¿Tom?

Hubo un silencio al otro lado de la línea, y durante un momento, Jaywalker temió que Tom había colgado. Sin embargo, oyó un «¿Qué?» que sonó entre la exasperación y la resignación.

– Tom, sabes que no te tomaría el pelo, ¿verdad?

– ¿Qué hora es de verdad?

– Cerca de las tres menos cuarto de la mañana.

– Tú, el que nunca me tomaría el pelo.

– Necesito que confíes en mí, Tom. Quiero que te reúnas conmigo en casa de Barry cuanto antes. ¿Y, Tom?

– ¿Sí?

– Lleva tu placa.

– ¿Mi placa?

– Ya sabes -dijo Jaywalker-, la placa de latón que os da el viejo a los fiscales. Por si acaso te paran por exceso de velocidad.


Burke apareció con una cazadora, unos vaqueros y una gorra de los Yankees. Al menos, él estaba seco. Jaywalker había tenido que sacar su ropa calada del montón que Samara y él habían dejado en el vestíbulo aquella noche. El abrigo estaba tan mojado que ella le había obligado a que se llevara uno de Barry, aunque las mangas le quedaban por debajo de los codos y eran tan estrechas que parecía que iban a cortarle la circulación. Aquel tipo debía de ser como una gamba, pensó Jaywalker.

Burke no había ido solo. Había conseguido dar con el detective Bonfiglio y lo había citado allí también, quizá para que hiciera las veces de guardaespaldas, o quizá para que actuara como testigo.

– Buenas noches, abogado -dijo el detective.

– Buenas noches, Tony. A propósito, le debes un fax antes de las cinco a la telefonista de los números que no aparecen en la guía.

– ¿Cómo dices?

– No importa.

– Dejadlo, chicos -atajó Burke. Después le dijo a Jaywalker-: Más te vale que esto sea bueno.

– Es mejor que bueno. Es absolutamente increíble.

– Eso es exactamente lo que más miedo me da.


Resultó que José Lugo estaba de servicio aquella noche, así que no necesitaron las placas, después de todo. Mejor, porque Jaywalker había comprado la suya en una tienda de bromas de Times Square. Lugo los acompañó hasta el ático, donde le entregó la llave maestra a Anthony Mazzini que, después de romper el precinto policial, abrió la puerta. Los tres pasaron al apartamento.

Una vez dentro, tardaron unos instantes en encender los plomos y dar la luz. Era evidente que la cinta y el precinto habían cumplido su función. No parecía que nadie hubiera tocado nada desde la última vez que Jaywalker había estado allí.

– Bien -le dijo Burke-. Explícanos qué es lo que has descubierto.

– Claro -respondió Jaywalker-. Ahora sé quién fue el tipo que mató a Barry, pero estoy intentando averiguar cómo lo llevó a cabo.

– ¿El tipo? -preguntó Bonfiglio-. ¿Es que quiere decirnos que su novia es travesti?

– Sé bueno, Tony -le advirtió Jaywalker-. Puedes salir de todo esto convertido en un héroe, o en el genio que encerró a una mujer inocente. Tú eliges.

– Yo sí tengo una elección para ti, gilipollas.

– Eh -intervino Burke-. He dicho que lo dejéis.

Jaywalker los llevó hasta la cocina. La silueta del cuerpo de Barry todavía estaba dibujada en el suelo. Había pasado un año y medio, pero parecía que había muerto el día anterior.

– Bueno -dijo Jaywalker-. ¿Veis el abrigo que llevo puesto?

Con dificultad, alzó los brazos para demostrar lo cortas que le quedaban las mangas.

– Sí -dijo Bonfiglio-. Es una preciosidad.

– Era de Barry -dijo Jaywalker-. Lo tenía en casa de Samara, junto a otras cosas. Ropa, medicamentos, efectos personales. En otras palabras, se quedaba allí de vez en cuando. Tenía llave. Tenía acceso.

Ni Burke ni Bonfiglio se sentían demasiado impresionados.

– Barry se estaba muriendo de cáncer -prosiguió Jaywalker-. Tenía un tumor maligno inoperable que iba a terminar con él en cuestión de meses. Samara pensaba que era un hipocondríaco y se tragó su explicación de la gripe. Sin embargo, Barry sí lo sabía. Y lo cierto era que odiaba a Samara. Odiaba cómo lo había humillado paseándose por ahí con otros hombres, y le volvía loco pensar que, cuando él muriera, ella iba a heredar la mitad de su patrimonio. Incluso intentó que Alain Manheim la sacara del testamento, pero como le explicó Manheim, no serviría de nada, porque por ley Samara seguiría recibiendo la mitad de todo.

– ¿Estás seguro de que la ley dice eso? -preguntó Bonfiglio.

– La ley dice eso -corroboró Burke.

– ¿Y qué hace Barry? -preguntó Jaywalker retóricamente-. Planea una manera de desheredar a Samara. Se hace un seguro de vida. Le dice a Samara que firme el formulario, y ella lo hace sin mirarlo. Una semana más tarde, cuando Bill Smythe recibe la factura y le pregunta por ella a Barry, Barry le dice que pague con dinero de la cuenta conjunta. Smythe obedece.

Jaywalker estaba caminando de un lado a otro mientras encajaba las piezas del rompecabezas.

– ¿Recordáis por qué vino Samara a casa de Barry la noche del asesinato?

– ¿Para matarlo? -sugirió Bonfiglio.

– Él se lo pidió -dijo Burke.

– Exacto. ¿Y qué ocurrió?

– Comieron comida china -dijo Bonfiglio.

– Olvida lo que comieron. ¿Qué pasó después?

– Se pelearon -dijo Bonfiglio.

– Tuvieron una discusión a gritos -dijo Burke.

– Eso es. Por alguna idiotez. Samara ni siquiera se acuerda del motivo, sólo recuerda que fue Barry quien empezó. Eso es importante. Recuerda -dijo Jaywalker-, que él sabía cómo enfurecerla. Y cuando están discutiendo, Barry se asegura de que sus voces se oigan bien.

Burke asintió, pero sólo ligeramente.

– Samara se marcha furiosa, como dijo en el estrado.

– Y justo entonces -dijo Bonfiglio-, aparece Spiderman, entra por la ventana y se carga a Barry.

Jaywalker ignoró aquel comentario. Así era mejor; el detective estaba expresando de forma irónica todas las dudas, mientras Burke se había situado como una tercera persona imparcial.

– Y aquí se pone interesante -prosiguió-. Barry se toma una copa con un par de píldoras de Seconal. Quizá ya lo había hecho antes, o quizá se disculpa un momento y lo hace ahora. No importa. Toma un cuchillo que había sacado a escondidas de casa de Samara algún tiempo antes.

– Tonterías -dijo Bonfiglio.

Jaywalker no respondió. Se acercó a unos cajones y rebuscó en ellos hasta que dio con un cuchillo de punta redondeada. No iba a dejarle a Bonfiglio nada más afilado. Se lo entregó al detective y le dijo:

– Enséñanos todas las maneras en que podrías apuñalarme en el corazón. Ya sabes, por delante, por detrás, de costado, etc.

– Y un cuerno.

– Hazlo -dijo Burke.

Bonfiglio frunció el ceño, pero hizo lo que le habían indicado. Comenzó a fingir que acuchillaba a Jaywalker por delante, primero alzando el cuchillo con la mano derecha, después con la izquierda, después con ambas manos. Repitió el proceso desde abajo. Después se colocó detrás de Jaywalker, lo agarró por el cuello con innecesaria rudeza y lo apuñaló. Intentó otro par de variaciones, además.

– ¿Cuántas van? -preguntó Jaywalker.

– Diez, doce -dijo Burke.

– ¿Y qué es lo que tienen todas en común?

Burke se encogió de hombros. Bonfiglio frunció el ceño.

– Cada vez que has intentado matarme -dijo Jaywalker-, lo has hecho de manera que la hoja entraba inclinada hacia abajo o hacia arriba. Cualquiera lo habría hecho así. Así es como se acuchilla a alguien. Sin embargo, si ella lo hubiera hecho así, el cuchillo habría entrado perpendicularmente a las costillas de Barry, y sin duda, se hubiera topado con una o dos de ellas. Pero eso no ocurrió. ¿Cómo lo sabemos?

– Por Hirsch.

– Exacto. Hirsch explicó con claridad ese punto. La hoja entró horizontalmente, y por eso no chocó con ninguna costilla. Difícil de conseguir, a menos que…

– ¿A menos qué? -preguntó Bonfiglio.

– A menos que estuvieras palpándote las costillas con los dedos de una mano para localizar el punto blando, de modo que pudieras hundir la hoja lateralmente, entre los huesos.

Hubo un silencio extraño en la cocina. Burke se acercó a la silueta de tiza que había en el suelo y la miró.

– Interesante -admitió-. Sin embargo, no explica cómo se las arregló para llevar el cuchillo a casa de Samara después, esconderlo detrás de la cisterna, volver aquí, desplomarse y morir.

– No -dijo Jaywalker-, pero ésa es la parte más fácil. Recuerda la palabra «acceso». Barry había escondido aquellas cosas días antes, quizá semanas antes. Se sacó algo de sangre, o se cortó en un dedo. Recuerda que la cantidad total que había en la toalla, el cuchillo y la blusa no era excesiva. Y la sangre estaba seca. Pudo poner esas cosas ahí en cualquier momento, y la sangre se quedaría seca e intacta.

Burke todavía no estaba convencido.

– Entonces, ¿admites que el cuchillo era de Samara?

– Por supuesto -respondió Jaywalker.

– Pero dices que no es el arma homicida. O, como quieres que creamos, el arma del suicidio.

– Exacto.

En aquel momento, Jaywalker metió la mano en uno de los bolsillos del abrigo de Barry y, con considerable dificultad, sacó los seis cuchillos que había tomado de casa de Samara.

– ¡Voilà! -dijo.

Burke prestó toda su atención, mientras Bonfiglio intentaba no hacerlo. Pero incluso él estaba mirando.

– Estos son los cuchillos de carne de Samara -dijo Jaywalker-. Vienen en paquetes de seis o de ocho, nunca en números impares, ¿recuerdas? Uno de ellos terminó detrás de la cisterna de Samara. Eso nos deja siete; y eso deja uno para que el número vuelva a ser par. Ése es el que usó Barry para suicidarse.

– ¿Y después se lo comió? -quiso saber Bonfiglio.

– No -respondió Jaywalker-. Si se lo hubiera comido, Hirsch lo habría encontrado durante la autopsia.

– Entonces, ¿dónde está? -preguntó Burke.

– Eso no lo sé.

– Bien -dijo Bonfiglio-. Lo tienes todo, salvo lo más importante.

Burke asintió.

– Si resuelves eso, quizá tengamos algo de lo que hablar. Pero sin ello, me temo que…

– Lo sé -dijo Jaywalker-, y de veras que no puedo imaginar cómo se deshizo Barry del cuchillo. Sólo sé esto: con el alcohol y el Seconal en el cuerpo, habría podido soportar el dolor, incluso habría podido sacarse el cuchillo. Me imagino que a Barry le quedaba un minuto en aquel punto antes de desplomarse. Así que el cuchillo tiene que estar por aquí.

– Nosotros registramos concienzudamente este lugar -dijo Bonfiglio-, y también lo hicieron los de la policía científica. Si hubiera un cuchillo, lo habríamos encontrado.

– ¿Como encontrasteis el Seconal que había en el armario de la cocina de Samara?

– ¿Qué Seconal? -inquirió Burke.

– Alguien llamó para dar una receta falsa a una farmacia, una semana antes de la muerte de Barry. Se suponía que era para Samara, pero ella no sabía nada al respecto. Encontró el frasco entre las especias y me llamó para que fuera a verlo. Piénsalo. Si fuera suyo, y si lo hubiera usado para drogar a Barry antes de apuñalarlo, ¿por qué iba a enseñármelo? ¿Por qué no lo tiró sin más? El médico que lo recetó, por otra parte, no existe. Iba a preguntarle por esto en el juicio, pero como un idiota, deseché la idea. Temía que el nombre del doctor fantasma se pareciese demasiado a Samara Moss, su nombre de soltera. Y ahora, escuchad esto -continuó Jaywalker-: cuando Samara se fugó de Indiana, dejó la violación y el acuchillamiento detrás. Durante los catorce años siguientes, nunca le ha contado a nadie lo que ocurrió, ni que su nombre verdadero es Samantha Musgrove. Ni siquiera yo lo sabía. Nadie lo sabía. Salvo una persona.

– Barry -dijeron al unísono Burke y Bonfiglio.

– Eso es. Y ahora, a ver si adivináis el nombre que hay en la etiqueta del frasco de Seconal.

Como no hubo intentos, Jaywalker se sacó el frasco del otro bolsillo del abrigo y se lo entregó a Burke.

– Samuel Musgrove, M. D. -leyó Burke.

– Bingo -dijo Jaywalker.

– De acuerdo -contestó Burke-. Así que Barry pudo ser quien pusiera allí el Seconal. Eso te lo concedo, sí. Pero, ¿qué pasa con el octavo cuchillo? ¿Quieres decirnos dónde está?

– Yo creo que tiene que estar por aquí, en la cocina.

Entonces, dividió la cocina en tres zonas y asignó cada parte a uno de ellos. Jaywalker se quedó con la que contenía la nevera, el congelador y el microondas. Le dio a Burke la mayoría de los armarios. Bonfiglio terminó con el fregadero, el cubo de la basura y el lavaplatos, gruñendo que ya habían hecho todo aquello y el resultado había sido negativo.

Registraron en silencio durante quince minutos.

Jaywalker no encontró nada.

Burke tampoco.

Sin embargo, Bonfiglio abrió el lavaplatos y lo encontró cerrado, como si estuviera preparado para empezar un lavado, pero, cuando lo abrió, se vio claramente que no era el caso.

Bonfiglio miró con sumo cuidado. Vio que estaba cargado de platos, todos limpios. Y allí, en la parte de abajo, en la cesta de los cubiertos, entre las cucharas, tenedores y cuchillos de mesa, estaba el octavo cuchillo de carne. Barry Tannenbaum había hecho exactamente lo que Jaywalker había pensado: anestesiado con el Seconal y el alcohol, había encontrado un punto blando entre sus costillas, se había hundido el cuchillo en el pecho y se lo había sacado. Después lo había puesto en el lavaplatos, que estaba preparado para comenzar un lavado y lleno de jabón. Lo único que tenía que hacer en aquel momento era cerrarlo y apretar el botón de puesta en marcha. Después, cayó al suelo y se desangró.

– Buen trabajo, detective -dijo Jaywalker, con cuidado de no utilizar un tono irónico ni sarcástico. Sabía que, al final, necesitaría que Bonfiglio estuviera de su lado.

– Gracias -respondió el detective, con el primer esbozo de una sonrisa de héroe en los labios.

– Es absolutamente increíble -dijo Burke.

– No digas que no te lo advertí -respondió Jaywalker.

Lo mejor había sido, por supuesto, dejar que fuera Bonfiglio quien encontrara el cuchillo. Después de llevar casos durante dos décadas, Jaywalker había aprendido una lección muy valiosa. Algunas veces, lo más inteligente que podía hacerse era dejar que los miembros del jurado encajaran por sí mismos la última pieza del rompecabezas. Así que, una vez que Jaywalker lo hubo resuelto, con una pequeña ayuda de su mujer, que había vuelto a visitarlo en sueños y le había regañado por no sacar las cosas del lavaplatos, se lo había guardado todo y le había dejado el momento de triunfo al detective.

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