18.

Dos viajes

Cuando había empezado a llevar casos, más de veinte años antes, Jaywalker había aprendido el Método de Ayuda Legal. En la Sociedad le habían enseñado que nunca se limitara a una sola estrategia de defensa y que mantuviera abiertas sus opciones. Que adoptara una actitud de esperar y ver. Que evitara los riesgos innecesarios.

Según ellos, la primera regla para poner en funcionamiento aquellos principios era abstenerse de hacer la declaración de apertura. O, si uno se empeñaba en hacerla, debía ser breve, general y evasiva, quizá hablando sobre la necesidad de mantener una actitud abierta y esperar a conocer todas las pruebas antes de llegar a una conclusión.

Aquello, para Jaywalker, no tenía sentido. Sin embargo, lo había intentado. Y lo que había conseguido eran condenas. No siempre, pero la mitad de las veces sí. «¿Un cincuenta por ciento de absoluciones?», le había preguntado su supervisor. «¡Eso es fabuloso!».

Para un perfeccionista como Jaywalker, no lo era.

Así pues, con el paso del tiempo había abandonado el Método de la Ayuda Legal y había adoptado el Método Jaywalker. Cuando se estableció en solitario, dos años más tarde, ya había comenzado a ceñirse a una estrategia particular para cada juicio, incluso antes de que comenzara la selección del jurado. Sabía con exactitud cuál iba a ser su defensa, si su cliente iba a testificar o no, lo que iba a decir él y cómo iba a decirlo. Y se lo contaba al jurado en la primera ocasión.

Descubrió que la declaración de apertura proporcionaba la oportunidad perfecta de darle forma al curso de todo lo que ocurriera después. Y casi inmediatamente, su tasa de absoluciones creció del cincuenta al setenta por ciento. Mientras continuaba perfeccionando el resto de sus habilidades en los juicios, hasta que ese número ascendió al noventa por ciento, nunca perdió la oportunidad de hacer la declaración de apertura.

El caso de Samara no iba a ser distinto.

Dicho eso, habían pasado meses durante los cuales Jaywalker no tenía idea de cuál iba a ser esa declaración en el juicio de Samara. Así pues, había desarrollado una teoría. Y pronto iba a compartirla con el jurado, de modo que, incluso cuando el fiscal mostrara todas las pruebas y amenazara con hundir la mesa de la defensa con su peso abrumador, al menos los miembros tendrían una visión alternativa con la que considerar esas pruebas.

Había otra cosa que a Jaywalker le gustaba hacer, y era conceder cosas. Si estaba llevando un caso de posesión de objetos robados, por ejemplo, concedería rápidamente que el objeto había sido robado, que su acusado estaba en posesión de él y que valía todos los dólares que alegaba el experto citado por la fiscalía. Sin embargo, Jaywalker argumentaría que su acusado no sabía que el objeto era robado, y sin ese conocimiento esencial, no era culpable. Hacer concesiones no sólo estrechaba la perspectiva del juicio hacia algo debatible, sino que proporcionaba el beneficio añadido de que tanto la credibilidad de Jaywalker como la de su defendido se veían fortalecidas ante el jurado, de modo que cuando llegara el momento de hablar sobre si el acusado conocía el robo o no, los miembros del jurado estarían abiertos a la posibilidad de que no lo conociera. Después de todo, había sido honesto a la hora de admitir todo lo demás, por lo tanto, ¿no merecía consideración aquella única negativa?

Semanas antes, cuando Jaywalker se había permitido admitir por fin que existía una remota posibilidad de que Samara no fuera culpable, se había visto obligado a dar con una teoría para la defensa. La ausencia de llamadas de teléfono a Barry, o de Barry, después de que ella hubiera llegado a su casa la habían dejado sin coartada. La defensa propia no serviría, porque Samara seguía insistiendo en que ella no había apuñalado a Barry, ni siquiera para protegerse de un ataque o un maltrato. Y como Samara tenía aspecto de ser completamente normal y no tenía un historial médico de enfermedades mentales, la locura estaba fuera de toda cuestión.

Había sido el descubrimiento del Seconal, además del hecho de que Samara insistía en que no sabía absolutamente nada del barbitúrico, lo que le había proporcionado a Jaywalker la teoría: alguien le había tendido una trampa a Samara para que fuera acusada del crimen. Alguien había asesinado a Barry y después se había tomado grandes molestias para borrar su rastro y para dejar pruebas que indicaran que Samara había cometido el asesinato. Había sido lo suficientemente listo como para saber que, a la hora de resolver un homicidio sin el componente del robo, la policía sospechaba invariablemente del esposo o la esposa, novio o novia de la víctima. ¿y no habían hecho exactamente eso en el caso de Samara?

Por supuesto, era un intento descabellado. Sin embargo, cuando uno sólo tenía un camino que seguir, lo seguía y esperaba que todo saliera bien.

Había llegado el momento de decírselo al jurado.


Por primera vez desde que habían sido seleccionados, los jurados ocuparon su lugar permanente, que les había sido asignado en el orden en que habían sido elegidos. Prestaron juramento una vez más, en aquella ocasión como grupo. El juez les habló durante veinte minutos, explicándoles cuál era su función y la de él, y describiendo cómo iba a ser el proceso. Entonces llegó el turno de Burke. Su declaración de apertura duró quince minutos, y siguió las pautas que siempre siguen los fiscales. Primero leyó la acusación, subrayando la palabra «asesinato». Después detalló lo que tenía intención de demostrar con ayuda de los testigos y de las pruebas. Seguidamente les presentó los hechos y el móvil, la póliza de seguros por valor de veinticinco millones de dólares con la firma de Samara. Jaywalker vio que un par de miembros del jurado miraban al techo con resignación a medida que la lista crecía y crecía. Finalmente, Burke hizo lo que hacían todos los fiscales.

– Al final de todas las pruebas -les dijo-, la ley me da otra oportunidad para hablarles. Y en ese momento les pediré que declaren a la acusada culpable de los cargos que se le imputan, del asesinato de su marido, Barry Tannenbaum.

Después les dio las gracias y se sentó.

Las leyes de Nueva York obligan a los fiscales a hacer una declaración de apertura; sin embargo, los abogados defensores pueden elegir si hacerlo o no. Parece una injusticia, pero no lo es. Es una extensión lógica de la regla que dice que la fiscalía soporta la carga de demostrar la culpabilidad del acusado, mientras que la defensa no tiene ninguna carga.

– Señor Jaywalker -le dijo el juez-, ¿desea hacer una declaración de apertura en nombre de la acusada?

Dieciocho pares de ojos se fijaron en él desde la tribuna del jurado. Finalmente, él dijo:

– Sí, señoría.

Tomó sus notas, decidió no usarlas después de todo, se levantó de la silla y caminó directamente hacia la tribuna.

– Es agosto -les dice, comenzando en un tono tan suave que los miembros del jurado de la segunda fila tienen que inclinarse hacia delante para poder oírlo.

Sin presentaciones, sin «señor portavoz, señoras y señores», ni «Con la venia». Sólo «Es agosto».

– No este agosto pasado, sino el agosto de hace dos años. Samara Tannenbaum está invitada a cenar en el apartamento de su marido. Si esto les resulta raro, y les aseguro que a mí sí, las pruebas les darán a entender que, aunque la pareja compartía una casa en Scarsdale, tanto Barry como Samara tenían sus casas separadas en la ciudad. El suyo no era un matrimonio perfecto, de ningún modo.

Un par de miembros del jurado sonríen, e incluso se oye una risita. Jaywalker eleva poco a poco la voz, y ya no necesitan permanecer inclinados hacia delante para oírlo. Sin embargo, ninguno ha vuelto a acomodarse del todo en el asiento. A los treinta segundos de comenzar la declaración de apertura, ya los tiene en su poder.

– Cenan comida china que han pedido por teléfono. Discuten por alguna tontería, como casi siempre. Comienzan a gritar, se insultan. Alrededor de las ocho, Samara, que ya ha tenido suficiente, se levanta, le da las buenas noches y se va. No ha habido lucha, forcejeos ni contacto físico. No se ha cometido ningún tipo de delito. Samara para un taxi y se va a casa. Cansada, se acuesta antes de las diez. Sin ducharse ni bañarse, sin lavarse las manos ni la cara, de hecho.

Uno de los miembros del jurado de la primera fila capta el significado de ese detalle y asiente ligeramente.

– Al día siguiente aparecen dos detectives en su casa. Samara, a quien nunca le han caído muy bien los policías, los deja pasar de todos modos. Cuando empiezan a hacerle preguntas sobre su marido, pero se niegan a contarle el motivo de la entrevista, ella piensa que nada de aquello es asunto suyo y no coopera. Miente, les dice que no estuvo en casa de Barry la noche anterior. En cuanto le dicen que saben la verdad, ella lo admite. Después le preguntan si Barry y ella se pelearon, y ella les dice que no. Pasan varios minutos estableciendo la diferencia entre una pelea y una discusión. Y entonces, sólo entonces, sacan las esposas y la arrestan por el asesinato de su marido.

«Ojalá fuera tan sencillo», piensa Jaywalker, «ojalá esto fuera todo». Sin embargo, hay más, mucho más, y le guste o no, tiene que enfrentarse a los hechos. Así que ha llegado la hora de la teoría.

– Miembros del jurado, están a punto de emprender un viaje que sólo se hace una vez en la vida. Nada de lo que hayan vivido antes les habrá preparado para ello. Y nada de lo que experimenten durante el resto de su vida se le acercará. Agárrense a los brazos de su silla con tanta fuerza como puedan. Y háganlo con ambas manos. Porque éste no va a ser sólo un viaje, sino dos.

Unos cuantos, pocos, hacen lo que les ha indicado y se agarran a los brazos del asiento.

– El señor Burke ha explicado el primero de ellos con habilidad y de manera convincente. El suyo es un viaje que va a llevarlos de una prueba a la siguiente, y después a otra más. Y cada una de esas pruebas va a señalar de manera abrumadora hacia Samara Tannenbaum. Exacto. Me han oído bien. Si deciden hacer ese viaje, y sólo ese viaje, terminarán convencidos de que Samara es culpable, porque todas las pruebas les serán servidas en bandeja de plata: las declaraciones falsas de la acusada a la policía, el cuchillo manchado de sangre que se encontró en su casa, la póliza de seguro de vida de Barry por veinticinco millones de dólares… un móvil perfecto donde los haya. Ustedes, miembros del jurado, pueden limitarse a ese viaje. Sin embargo, hay otro camino que pueden tomar también, si están dispuestos a hacerlo. Si se atreven. Un segundo viaje por las mismas pruebas descritas por el señor Burke. Un segundo viaje que yo les pido que consideren, les imploro que consideren. Este viaje comienza con una proposición; y la proposición se origina en la ley que les exige que presuman la inocencia de Samara. Esta proposición puede explicar por qué las pruebas parecen tan perfectas, tan convincentes, tan fuertes. Esta proposición es la siguiente: a Samara Tannenbaum le han tendido una trampa para incriminarla.

El jadeo colectivo fue tan audible que Jaywalker temió haberse pasado de la raya y haberlos perdido. Sin embargo, ya no podía volverse atrás. Lo único que podía hacer era repetirlo y esperar que al menos uno o dos de ellos se quedaran con él.

– Exacto -dijo-. Incriminada. Mientras les presenten las pruebas, miembros del jurado, intenten no dejarse deslumbrar por ellas. Protejan sus ojos de la luz cegadora, protéjanse de los fogonazos de calor, e intenten ver a través de la esencia de las pruebas, de percibir la parte que tiene sentido. Los objetos condenatorios que se hallaron en casa de Samara, por ejemplo. ¿Ella habría escondido allí el arma homicida si realmente hubiera asesinado a su marido? ¿En un lugar donde iban a encontrarla con toda seguridad? La póliza de seguros. ¿Esperaba ella conseguir de verdad veinticinco millones de dólares de un seguro firmado un mes antes de asesinar a su marido? ¿Pensó que nadie se daría cuenta, esta mujer que vive en el ojo público? Vamos, ella es lista como para pensar así, y ustedes también. Las mentiras torpes y evidentes a los detectives. ¿Prueba de que Samara es una asesina, o de que es simplemente alguien a quien no le gusta la policía, y menos unos agentes que han ido a su casa a entrometerse en su matrimonio? El hecho de que discutiera con su marido. ¿Es tan extraño, o es algo normal? La lista sigue y sigue. Se darán cuenta de que cada una de las pruebas que existen contra Samara tiene un lado dudoso, si deciden permitir que se revele. Así pues, miembros del jurado, hay un modo fácil de examinar este caso, y un modo difícil. El señor Burke hace que todo resulte fácil. De hecho, ya les ha dicho que al final del juicio les pedirá que declaren culpable a Samara. Se lo ha dicho antes de que tengan la oportunidad de oír una sola palabra de testimonio. Piénsenlo durante un minuto. ¿yo? Yo no voy a pedirles que la declaren inocente. No tengo derecho a hacer eso en este punto, no hasta que no hayan conocido todas las pruebas. No les pido que lo hagan, lo único que les pido que hagan es emprender ambos viajes, el evidente y el que no lo es tanto, el fácil y el difícil. Les estoy pidiendo que escuchen con ambos oídos, que miren con ambos ojos y que, si detectan algo raro en el ambiente, olfateen con ambos agujeros de la nariz. ¿Quién quiere inculpar a Samara? No lo sé. Ojalá lo supiera, pero no lo sé. Quizá las pruebas proporcionen una o dos pistas. Quizá no. Pero recuerden, yo no tengo carga de prueba en este juicio. No tengo que identificar a quien le ha tendido la trampa a Samara. Ni ustedes tampoco. Al final de la jornada, será suficiente con que vuelvan a la sala, nos miren a los ojos y nos digan que, después de hacer ambos viajes por las pruebas, son incapaces de afirmar que están convencidos de que mi cliente es culpable de asesinato, y que son incapaces de decir que están convencidos más allá de toda duda razonable.

Les dio la espalda, se dirigió hacia la mesa de la defensa y se sentó. Había hablado durante casi media hora. No tenía idea de si se los había metido en el bolsillo o no. Sin embargo, al menos les había presentado una teoría, una proposición, como él la había llamado, y ninguno se había echado a reír. Sólo eso podía ser considerado una victoria.

La mala noticia era, por supuesto, que estaba a punto de empezar el desfile de pruebas.

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