9.

Nicky Piernas

Aquello había sucedido diez meses antes, aquella primera entrevista en la que Samara había reiterado su inocencia y Jaywalker le había asegurado que la creía. Dos semanas después, él había comparecido ante los jueces del comité disciplinario, donde le habían comunicado la suspensión de tres años y él había pedido que le permitieran terminar sus casos pendientes. Él había respondido a su indicación de que resolviera cinco con una lista de diecisiete, que ellos habían reducido a diez.

En junio, después de haber resuelto nueve, Jaywalker se encontraba en una posición extraña: era un abogado criminalista a quien sólo le quedaba un criminal por defender.

¿Por qué había incluido a Samara Tannenbaum en aquella lista de casos que debía resolver, cuando el suyo le había llegado sólo dos semanas antes de que lo suspendieran y tenía otros muchos en los que había invertido mucho más tiempo, esfuerzo y emoción?

En primer lugar, el de Samara era un caso de asesinato. Jaywalker había oído decir una vez a un colega que un caso de asesinato no era más que un caso de agresión en el que el principal testigo no iba a aparecer en el juicio para testificar contra tu cliente. O el abogado estaba bromeando, o era un idiota completo. El asesinato era como ningún otro delito. Los juicios eran más largos y más complicados, con muchos más testigos, documentación, vistas, cintas grabadas y demostraciones. Había delitos que acarreaban condenas igual de severas: el incendio provocado, por ejemplo, o el secuestro, o vender unos cuantos kilos de heroína o cocaína. El asesinato era algo aparte. Los jueces lo sabían, los miembros del jurado lo sabían y Jaywalker lo sabía. Se había terminado con una vida, se había roto el más sagrado de los mandamientos y las pasiones que se removían después eran casi de proporciones bíblicas. Aunque no fuera por otra razón que la de ser un caso de asesinato, el de Samara se merecía estar en su lista.

No obstante, había otras razones.

Al retener aquel caso, Jaywalker sabía que podría mantener al lobo lejos de su puerta durante más tiempo. El hecho de que Samara insistiera en que era inocente, por muy absurdo que fuera, conllevaría meses de investigación y de preparación, seguidos de un juicio y después, si era condenada, de una sentencia. Si él lo alargaba, quizá pudiera incluso llegar al final de su carrera. Jaywalker estaba cansado. Había pasado veinte años defendiendo criminales, y aquel tiempo le parecía una eternidad. En aquel trabajo siempre había que estar luchando: contra los fiscales, los policías y los testigos. Contra los jueces. Contra los oficiales del tribunal y los oficiales de las instalaciones penitenciarias. Contra los propios clientes, y la familia y amigos de los clientes. Y si uno también tenía familiares y amigos, de los cuales Jaywalker tenía pocos, pero preciosos para él, también terminaba por luchar contra ellos, más tarde o más temprano.

En el pasado, se habría reído al oír la palabra «agotamiento». Como cuando su hija lo había llamado desde la universidad, a los dos meses de haber empezado el primer curso, para decirle que estaba agotada de todo el estrés y que necesitaba un billete a casa para Acción de Gracias. Él le había enviado el cheque, por supuesto, pero se había echado a reír al oír su queja. Sin embargo, veinte años después de lucha constante, Jaywalker sabía que sí existía algo llamado agotamiento.

Si jugaba bien sus cartas, quizá pudiera alargar aquel asunto durante un año o más, quizá incluso dos o tres, antes de comenzar su suspensión. Eso sería suficiente. No solicitaría la readmisión, no tendría que hacer promesas de buen comportamiento ante la Comisión de Moralidad y Aptitud. Conseguiría un trabajo, escribiría un libro, conduciría un taxi, viviría de los servicios sociales, conseguiría vales de alimentos, robaría un banco. Lo que fuera. Así que, en cuanto a retrasar lo inevitable tanto como fuera posible, el caso de Samara, junto a su negativa a admitir su culpabilidad, era lo ideal.

No obstante, si Jaywalker quería de verdad ser honesto consigo mismo, sabía que había más. Estaba la misma Samara.

Desde el primer momento en que la había visto, seis años antes, se había sentido absorbido por sus ojos oscuros y por el mohín de sus labios. Aunque había intentado representar al defensor maduro y sólido de aquella niña imprudente e impulsiva, desde el principio había sido ella quien lo había poseído. Lo había poseído en el sentido de que, por mucho que lo intentara, nunca podía quitarle los ojos de encima cuando estaba en su presencia. Había soñado con ella por las noches y había fantaseado con ella de día. Fantasías sexuales, claro. Pero además, fantasías que le alteraban la vida. En uno de sus sueños más oscuros, había sido la muerte inexplicable del marido de Samara lo que la había arrojado directamente a los brazos de Jaywalker. Aquella situación había sido tan real y detallada años antes, que cuando había sabido que Samara estaba detenida por el asesinato de Barry no había podido evitar preguntarse si él mismo no era cómplice de aquel crimen.

Así pues, había muchas razones por las que se había quedado con el caso de Samara, aunque sólo fuera por setenta y cinco dólares la hora. Y en aquel momento en que junio dejaba paso a julio, era todo lo que le quedaba, lo único que se interponía entre su oficio y que lo mandaran a los cuarteles de invierno. También era la última oportunidad de ganar una apuesta imposible, de matar al dragón y ganarse a la princesa de ojos negros de sus sueños.

¿Por qué era una apuesta imposible?

Porque en los diez meses que habían transcurrido desde que se había sentado por primera vez frente a Samara en la sala de consultas entre abogado y cliente, las cosas habían ido tan mal como Jaywalker había sospechado, de mal en peor hasta llegar a lo nefasto.


La progresión había comenzado casi inmediatamente. Desde la sala de visitas, Jaywalker había bajado al piso séptimo para hacerle una visita a Tom Burke.

– Eh, Jay. ¿Cómo te va?

– Supongo que bien. Acabo de pasar las tres últimas horas con Samara Tannenbaum -dijo él.

Era cierto. Después de que Samara negara su culpabilidad y de que él le asegurara que la creía, habían hablado durante otra hora y media más. Jaywalker se había sentido impresionado por su disposición a perder el autobús de la una de vuelta a Rikers, pero estaba preocupado por su evidente necesidad de alargar la reunión tanto como fuera posible.

– Por lo que tengo entendido -dijo Burke-, la gente ha pagado un buen dinero por pasar media hora con ella. Pero hay algo que es cierto: es una chica a la que dan ganas de mirar.

– Cierto -convino Jaywalker.

– Es una pena que sea una asesina fría y calculadora.

Jaywalker no dijo nada. Él había ido allí a escuchar y, con suerte, a enterarse de una o dos cosas, no a posicionarse en cuanto a la inocencia de su cliente. Sobre todo, cuando él mismo tenía dificultades para creer que era inocente.

– ¿Has leído lo que te di el viernes? -le preguntó Burke.

– Sí. Y agradezco tu generosidad.

– Eh -dijo Burke-, no tengo nada que esconder en este caso. Es pan comido.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Tengo testigos que la sitúan allí, discutiendo con la víctima a la hora de la muerte. Tengo sus declaraciones exculpatorias falsas, diciendo primero que no estaba allí, y después que no se pelearon. Tengo el arma homicida, que estaba escondida en su casa. Y tengo diez dólares que me apuesto contigo a que la mancha roja del cuchillo tiene el mismo ADN que la sangre de Barry.

– No -dijo Jaywalker-, lo que quería preguntar es por qué lo hizo.

Burke se encogió de hombros exageradamente. Jaywalker decidió que le irían bien una o dos lecciones del arte de Samara.

– Vamos -dijo Burke-, ¿por qué ocurren el setenta por ciento de los asesinatos? Dos personas que se conocen empiezan una discusión por una bobada sin importancia. Comienzan a soltar insultos, a jurar en arameo. Quizá hayan bebido, o quizá hayan fumado algo. Una cosa lleva a la otra. Si por casualidad hay una pistola cerca, o un cuchillo…

Burke extendió los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba y los codos ligeramente flexionados, como si quisiera decir que en aquella situación el asesinato era inevitable, formaba parte de la condición humana.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué estás buscando? -inquirió Burke-. ¿Un móvil?

– No -respondió Jaywalker.

Al fiscal nunca se le exigía que diera con la motivación; lo máximo que se les pedía era que demostraran que había intención. En la facultad de derecho enseñaban la diferencia; uno disparaba, apuñalaba o golpeaba con intención de matar. Si el móvil que había detrás de esa intención era, por ejemplo, la codicia, y no el sadismo o la venganza, no importaba.

Pero Jaywalker sabía que la diferencia sí importaba. Porque, si un crimen no tenía sentido para él, quizá tampoco tuviera sentido para el jurado.

– Mira -le dijo Burke, como si le hubiera leído el pensamiento-. Dame dos semanas y tendré el móvil. ¿Quieres ir doble o nada con esos diez dólares?

– Claro -dijo Jaywalker-. De acuerdo.

Habían pasado menos de dos semanas desde que Jaywalker había comparecido ante el comité disciplinario. Así pues, si necesitaba otra razón para incluir el nombre de Samara en la lista, la tenía: había veinte dólares que dependían del resultado.


Después de que Samara fuera acusada, pero sin haber comparecido todavía en el Tribunal Supremo, el caso cayó en una especie de limbo legal. En términos de procedimiento legal no iba a ocurrir nada por el momento. No podía realizar peticiones por escrito, no podía solicitar ninguna vista, no podía hacer ninguna declaración. Antes de que alguna de aquellas cosas pudiera ocurrir, el caso tendría que viajar desde el cuarto piso de 100 Centre Street al undécimo. En tiempo real, aquel traslado podía durar dos minutos, tres si los ascensores estaban estropeados, cosa que ocurría frecuentemente. Sin embargo, en tiempo del tribunal, tardaba tres semanas.

– Lo siento, abogado -decían siempre los jueces de una instancia más baja-, si le doy una fecha más próxima, el expediente no llegará arriba a tiempo.

– Démelo a mí -había rogado muchas veces Jaywalker, a lo largo de aquellos años-. Los dejaré allí antes de que usted pueda quitarse la toga.

Sin embargo, sólo había conseguido miradas adustas y periodos más largos de espera.

Por otra parte, el hecho de que el caso de Samara estuviera atascado en el tráfico durante las tres semanas siguientes no significaba que Jaywalker tuviera que quedarse sentado cruzado de brazos. Más bien lo contrario.

Quizá el trabajo más descuidado de un abogado criminalista fuera la investigación. Para demasiados abogados defensores, la investigación consistía en leer los informes que le había entregado la fiscalía y, en el extraño caso de que su defendido gritara lo suficientemente fuerte y las veces necesarias que tenía una coartada, preocuparse de comprobar si era cierta.

En el caso de Samara, Jaywalker había leído, releído y memorizado cada palabra del material que le había proporcionado Tom Burke. Había pasado tres horas sondeando las profundidades de la memoria de su clienta, más tiempo del que la mayoría de los abogados pasaban hablando con sus clientes en la duración total de un caso; en lo referente a la coartada, Jaywalker la había descartado en los primeros cinco minutos de conversación. Samara, después de mentir inicialmente a los detectives, después había admitido libremente que estaba en el apartamento de Barry muy cerca de la hora del asesinato, que desde allí había ido directamente a su casa y que había pasado el resto de la noche sola.

No obstante, una de las primeras cosas que hizo Jaywalker fue solicitar los registros de las llamadas de teléfono del móvil y del teléfono de casa de Samara. Tal vez hubiera llamado a Barry justo después de llegar a casa y se le hubiera olvidado. Si él había respondido la llamada, eso estaría reflejado en los registros y demostraría que él estaba vivo en ese momento, o al menos, que había alguien vivo en su apartamento. De cualquier modo, podría significar que Samara era inocente.

Inocente.

Extraña palabra, pensó Jaywalker. Para él tenía casi algo de mística. En el derecho penal, aquella palabra casi había desaparecido. Uno se declaraba culpable o no culpable, y el jurado tenía instrucciones de decidir si la culpabilidad había sido probada o no. La única vez en que se pronunciaban las palabras inocente o inocencia en un juicio era cuando el juez le recordaba al jurado que, a los ojos de la ley, existía la presunción de inocencia para el acusado. Después de eso, todo era culpable o no culpable.

Lo cual no tenía demasiada importancia, sobre todo en el caso de Samara, porque pese a que insistía en que ella no lo había hecho, Jaywalker sabía que sólo era cuestión de tiempo y de confianza que ella le confesara lo contrario. Los casos de asesinato se dividían en dos categorías, según había llegado a entender Jaywalker: la categoría de «quién lo hizo» y la de «por qué ocurrió». Si las pruebas que demostraban que tu cliente era el asesino eran poco sólidas, convertías el juicio en un «quién lo hizo», utilizando la defensa denominada «lo hizo otro tipo». Por otra parte, si las pruebas contra tu cliente eran abrumadoras, había que echar mano de cosas como la defensa propia, la locura transitoria o una extrema alteración emocional. En otras palabras, uno aceptaba que su cliente había cometido los actos que habían provocado la muerte de la víctima, y se concentraba en las circunstancias, sobre todo en el estado mental del acusado en el momento del incidente.

Lo que nunca debía hacerse era utilizar ambas estrategias a la vez. Al jurado no podías decirle «Mi cliente no lo hizo. Y si lo hizo, fue en defensa propia. Y si no fue en defensa propia, es que estaba loco». Había un nombre para los abogados que hacían apuestas así.

Perdedores.

Jaywalker tenía confianza en que el caso de Samara se convirtiera en un «por qué ocurrió». Cuando, más tarde o más temprano, ella admitiera que había matado a Barry, hablarían del motivo. Su marido, sin duda, había hecho algo para provocarla. Tal vez la hubiera atormentado, o amenazado, o la había atacado con algo que ella había escondido después o se había llevado, en su deseo de ocultar su presencia en el apartamento. Fuera lo que fuera, tenía que haber una razón. Jaywalker estaba seguro de que Samara no era una asesina fría y calculadora. Aquella noche había ocurrido algo lo suficientemente grave como para que ella agarrara un cuchillo y se lo hundiera a su marido en el pecho. Conseguir que Samara admitiera la verdad podía ser un proceso lento y doloroso, pero sucedería.

Sólo que todavía no había sucedido. Así pues, Jaywalker tenía que proceder como si su clienta fuera inocente. Como si de verdad lo hubiera hecho otro tipo, u otra mujer. En resumen, era hora de investigar un poco.

Una de las cosas que diferenciaba a Jaywalker de sus colegas de profesión era que hacía mucha investigación propia. Había comenzado de una manera natural. Antes de aprobar el examen por el que se obtenía el título de abogado y conseguir su primer trabajo en Ayuda Legal, había pasado cuatro años trabajando como agente encubierto de la DEA, la Agencia Antidroga Americana. Allí le habían enseñado cómo colocar micrófonos en una habitación, cómo pinchar un teléfono, cómo abrir una cerradura, cómo obtener una huella dactilar, cómo seguir a un coche y cómo encontrar al titular de un número de teléfono que no aparecía en la guía. Había aprendido también a disparar, y de paso, a romper una nariz, aplastar una laringe y dar un rodillazo en los testículos con asombrosa eficacia, aunque aquellas habilidades se le habían atrofiado mucho con los años. Sobre todo, había aprendido cómo pasar inadvertido, cómo mezclarse en todos los ambientes. Cómo llevar la ropa, cómo caminar y hablar en las calles como si hubiera nacido allí. Así pues, cuando había pasado de ser aprendedor a ser defensor, cuando un caso necesitaba investigación de campo, y en opinión de Jaywalker, todos los casos necesitaban investigación, estaba encantado de encargarse la tarea a sí mismo.

Sin embargo, había ocasiones en las que no era posible. Una de las principales razones era que, en aquel caso, posiblemente Jaywalker el abogado tendría que llamar a declarar al estrado a Jaywalker el investigador. Woody Allen lo había intentado en Toma el dinero y corre, formulando preguntas desde el atril y corriendo al estrado de los testigos para responderlas. Sin embargo, el hecho de hacer trucos como aquél era lo que había causado a Jaywalker el problema con el comité disciplinario, y sabía que aquél era un momento especialmente inoportuno para recuperar sus payasadas. Decidió que la investigación que necesitaba hacer en el caso de Samara quizá se convirtiera después en objeto de testimonio en el juicio. Por lo tanto, debía llamar a otra persona.

Jaywalker solía confiar en una serie de investigadores independientes, de entre los cuales seleccionaba al más adecuado para cada ocasión. Si quería un investigador que hablara español, por ejemplo, avisaba a Esteban Morales. Si el caso había ocurrido en Harlem o BedStuy, llamaba a Leroy «Big Cat» Lyons. Si necesitaba a un experto en contabilidad, recurría a Morty Slutsky, contable diplomado. Si hacía falta un toque femenino, Maggie McGuire había pasado ocho años trabajando como orientadora en casos de violación.

Sin embargo, Jaywalker pasó por alto todos aquellos nombres y se concentró en el de Nicolo LeGrosso. LeGrosso, más conocido como Nicky Piernas, un detective retirado del Departamento de Policía de Nueva York, donde había pasado veinticinco años trabajando. Lo había dejado a los cincuenta.

– El trabajo ha cambiado -le había dicho más de una vez a Jaywalker-. Antes, nadie se metía con la autoridad. Quizá no les gustaras, pero te dejaban tranquilo. Hoy día, vas andando por la calle y son capaces de pegarte un tiro en el trasero mientras te dicen hola.

Incluso a los cincuenta y cinco, LeGrosso seguía teniendo aires de policía. Tenía el cabello gris y le había crecido la barriga, pero bajo la chaqueta de sport que llevaba incluso en verano, siempre llevaba la Smith & Wesson 38 especial para detectives. Nada de las nuevas Glocks semiautomáticas para Nicky Piernas. Si aquel revólver había sido lo suficientemente bueno para su hermano y para él, y para su padre antes de ellos, seguía siendo suficientemente bueno para él.

Precisamente era aquel aire de vieja escuela lo que Jaywalker necesitaba de LeGrosso. En aquel momento, el caso de Samara requería entrevistar a los testigos del edificio de Barry Tannenbaum, sobre todo a la anciana que vivía en el ático contiguo, y al portero que había visto entrar y salir del edificio a Samara la noche del asesinato. Los testigos se sentían molestos cuando debían repetir su historia una y otra vez, pero se molestaban menos si el entrevistador era una figura paterna y uno de los buenos. LeGrosso sabía cómo enseñar la placa al tiempo que decía detective privado subrayando la primera palabra de un modo que hacía que la gente tendiera a olvidar la segunda. De hecho, más tarde podían jurar que pensaban que habían estado hablando con un policía. Y, cuando lo llamaban para testificar en un juicio, no se podía distinguir la actitud de LeGrosso de la de un detective de verdad, cualidad que lo situaba al mismo nivel que los testigos del fiscal.

Sin embargo, aún había más. Todos sus años de trabajo le habían enseñado a LeGrosso cómo tratar tanto con los organismos gubernamentales como con las empresas privadas. Sabía abrirse camino por los engranajes de la burocracia más impenetrable.

Si Jaywalker tenía la teoría de que a Barry Tannenbaum lo había asesinado otra persona, no Samara, y por el momento ésa tenía que ser su teoría, debía conseguir una lista de sospechosos. Samara había dejado entrever, en su declaración a la policía, que Barry había hecho enemigos en su camino hacia la fortuna. Jaywalker quería saber quiénes eran esos enemigos y si alguna de esas enemistades había sobrevivido hasta el momento de la muerte de Barry, incluso si había tenido parte en ella.

¿Tenía la esperanza de resolver así el crimen? No. Seguía estando bastante seguro de que había sido Samara quien había matado a su marido, y también de que con el tiempo ella lo admitiría y le explicaría por qué.

Sin embargo, también cabía la posibilidad de que Samara fuera una de las pocas personas que se declararan inocentes hasta el final. Si ése era el caso, encontrar a los enemigos de Barry no iba a resolver el crimen, pero quizá fuera suficiente para arrojar dudas sobre la culpabilidad de Samara. Y, en un sistema que requería que el fiscal demostrara esa culpabilidad más allá de la duda razonable, eso podía significar que ganara el caso.

Marcó el número de Nicky Piernas.


Aquella misma noche recibió una llamada de Samara. Que Jaywalker supiera, él era el único abogado defensor del mundo que les daba a sus clientes el número de teléfono de su casa. Sin embargo, le parecía necesario hacerlo, puesto que no tenía teléfono móvil. Odiaba aquellos aparatos y había jurado que se iría a la tumba sin comprar uno. Por lo tanto, ¿qué se suponía que iban a hacer sus clientes cuando necesitaban ponerse en contacto con él desesperadamente y no estaba en la oficina? ¿Hablar con su contestador?

– Estás ahí -dijo ella.

– Estoy aquí -respondió Jaywalker, aunque aquello era obvio-. ¿Qué hora es? -preguntó. Se había quedado dormido en el sofá, sin duda ayudado por el vaso de Kalhúa que se había tomado.

– Las diez menos cinco -dijo ella-. Escucha, necesito verte. ¿Puedes hacer que me lleven mañana a otra visita?

– Te he visto hoy -le recordó él-. Durante tres horas. Además, es demasiado tarde. Tengo que avisarlos antes de las tres de la tarde.

– Mierda -musitó ella-. ¿Y pasado mañana?

– Claro.

Hablaron durante otro minuto más antes de que él oyera a un guarda diciéndole a Samara que colgara. Evidentemente, las diez en punto era la hora límite para el uso del teléfono.

Jaywalker se levantó del sofá, se estiró y tomó su cuaderno para anotar que debía solicitar una visita para Samara. Una vez hecho, se tomó el último trago de Kalhúa que le quedaba en el vaso. Era una preferencia absurda en cuanto a bebida alcohólica, y él lo sabía, pero no iba a disculparse. Después de que su esposa muriera, a Jaywalker le resultaba imposible conciliar el sueño, y pasaba las horas dando vueltas por la cama, colocando la manta, ahuecando la almohada y alargando el brazo para tocar el cuerpo caliente que ya nunca más iba a encontrar a su lado. Las pastillas que le recetaron lo dejaban atontado y somnoliento durante el día, y no podía trabajar. Nunca había sido bebedor, pero lo intentó por pura desesperación, y descubrió que con un vaso de whisky por las noches, era capaz de dormir dos horas seguidas. Lo malo era que el whisky le sabía como el aceite de hígado de bacalao. Lo intentó con el bourbon, con la ginebra y con el vodka. Lo intentó con el vino, la cerveza e incluso con la sidra. Sin embargo, todo aquello le sabía amargo y medicinal.

Finalmente, dado que era goloso, probó con las bebidas dulces: el brandy, el amaretto y el Grand Marnier. Le parecieron pasables, pero no mucho. Entonces, se encontró una vieja botella de Kalhúa, casi vacía, al fondo del armario. Su mujer la había comprado durante un viaje a México y la usaba en ocasiones especiales, en lugar del azúcar, para endulzarse el café. Jaywalker tomó un trago directamente de la botella, e hizo un gesto de desagrado. Era casi como beber sirope de arce. Sin embargo, uno o dos tragos después decidió que, una vez superada la dulzura inicial, en realidad le gustaba su sabor.

Gran error.

Craso error.

A pesar de todo, pensó que había cosas peores que ser un alcohólico nocturno. Ya no conducía, porque había vendido el coche y sólo usaba el metro y el autobús. Bebía a solas, en casa, para no ponerse en ridículo públicamente. Y si se estaba destruyendo el hígado poco a poco y macerándose el páncreas en azúcar, bueno, seguramente también había formas peores de morir. Uno podía amasar una gran fortuna, por ejemplo, para acabar con un cuchillo de cortar carne clavado en el corazón.

Apagó la luz y se tumbó en el sofá. La buena noticia era que no tendría que hacer la cama por la mañana.

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