Las promesas, a veces, no se cumplían.
Seis años más tarde, Jaywalker estaba leyendo el New York Times cuando vio una noticia que le llamó la atención: Mujer acusada del asesinato de su esposo, un rico financiero.
Quizá no hubiera seguido leyendo, porque no tenía mucha empatía con los financieros, y menos con los financieros ricos. De hecho, estaba intentando decidir si la frase era redundante cuando su mirada dio con el nombre de Samara Moss Tannenbaum y se quedó allí clavada. Fue como si la estuviera viendo de nuevo, sentada frente a él en su oficina, incapaz de quitarle los ojos de encima como en aquel momento era incapaz de apartar la vista de su nombre.
Se obligó a parpadear una vez, después otra, sólo para poder mirar otra cosa. Después se sentó en la misma silla en la que se había sentado seis años antes, tras el mismo escritorio, y comenzó a leer la noticia.
Una mujer de veintiséis años ha sido arrestada esta mañana, acusada de asesinar a su marido, un financiero mencionado en la revista Forbes por tener una fortuna de más de diez mil millones de dólares.
De acuerdo con una de las fuentes de la investigación, que insistió en mantenerse en el anonimato debido a que no tiene autorización para hablar en nombre del departamento de policía, Samara Moss Tannenbaum ha sido acusada de apuñalar a su marido, Barrington Tannenbaum, de setenta años, una vez, en el pecho. La herida fue lo suficientemente profunda como para perforar el corazón de la víctima y hacer que se desangrara hasta morir.
(Continúa en la página 36).
Jaywalker desplegó el periódico y buscó la página en cuestión. Después la abrió con intención de leer el artículo completo, pero iban a pasar horas antes de que pudiera hacerlo. Lo que le detuvo fueron dos fotografías, típicos retratos de periódico en blanco y negro, colocados uno junto al otro. El de la izquierda era de un hombre ligeramente calvo con traje y corbata que tenía que ser la víctima. Sin embargo, Jaywalker ni siquiera leyó el pie de foto. Fue la imagen de la derecha la que lo capturó. Samara Tannenbaum lo miraba fijamente con sus ojos negros como el carbón y con su característico mohín en los labios. Jaywalker miró aquella fotografía durante horas.
Durante los dos días siguientes no pudo pensar en otra cosa. Pensaba en ella y soñaba con ella. Comió poco, durmió menos y perdió tres kilos.
Justo antes de las dos de la tarde del tercer día, se estaba preparando para acudir a un juicio cuando sonó el teléfono. Jaywalker iba a permitir que respondiera el contestador, pero en el último instante decidió descolgar el auricular.
– Jaywalker -dijo.
– Samara -dijo una voz femenina grabada, seguida de una masculina- llama desde una institución penitenciaria. Si desea aceptar el cargo de la llamada, por favor marque uno.
Jaywalker apretó el uno.
Se reunió con ella al día siguiente, en la Prisión para Mujeres de Rikers Island. Su conversación tuvo lugar a través de un agujero circular de doce centímetros y medio practicado en el centro de un cristal a prueba de balas y reforzado con cable.
– Tienes un aspecto horrible -le dijo él.
– Gracias.
Era cierto. Estaba horrible del mismo modo en que Natalie Wood hubiera estado horrible después de pasar cuatro días en la cárcel. O quizá Elizabeth Taylor de joven. Samara tenía el pelo enredado, los ojos hinchados y enrojecidos y la piel pálida. Llevaba el mono naranja de la prisión, que era al menos tres tallas más grande que la suya. Sin embargo, una vez más, Jaywalker se vio incapaz de apartar la mirada de ella.
– Yo no lo hice -dijo.
Él asintió. Aquella mañana había telefoneado al abogado que le habían asignado de oficio para que la representara en su primera comparecencia ante el tribunal. Habían hablado durante diez minutos, lo suficiente para que Jaywalker se enterara de que la acusación era de asesinato, de que los detectives habían ejecutado una orden de registro en la casa de Samara y de que habían conseguido muchas pruebas, incluido un cuchillo manchado de sangre seca, y que Samara, hasta el momento, negaba su culpabilidad.
Eso era lo normal. Muchos de los clientes de Jaywalker insistían en su inocencia al principio. Sólo cuando llegaban a conocerlo durante un tiempo se atrevían a confiar en él y le contaban la verdad. Él lo entendía, y entendía que parte de su trabajo era conseguir aquella confianza. También sabía que era un proceso, uno que no siempre se desarrollaba con facilidad. Algunas veces, ni siquiera se producía, y cuando ocurría eso, Jaywalker consideraba que era culpa suya y no de su cliente.
Estaba seguro de que con Samara, la confianza y la verdad llegarían, pero no en aquel momento ni en aquel lugar. No a través de un cristal reforzado y a prueba de balas, con un oficial de la prisión sentado a pocos metros de ellos y con algún micrófono escondido cerca. Así que, cada vez que Samara comenzaba a hablar del caso, él la interrumpía y le aseguraba que tendría tiempo de contarle su historia.
La verdad era que Jaywalker no había ido allí a ganar el caso en aquel momento, sino a conseguirlo.
– ¿Acepta mi caso?
Era exactamente la misma pregunta que ella le había hecho seis años antes. No había olvidado casi nada de ella, pensó Jaywalker. Le dio la misma respuesta que le había dado entonces.
– Sí.
Ella sonrió.
– En cuanto a los honorarios -dijo él.
Jaywalker odiaba aquella parte, pero era su forma de ganarse la vida, de pagar las cuentas. Además, ya tenía problemas con el comité disciplinario, y seguramente iban a imponerle una suspensión más o menos larga.
Él había hecho mucho trabajo gratuito durante sus años de profesión, pero con la falta de empleo en su futuro inmediato, no podía permitírselo en aquel momento. Y menos en un caso de asesinato, cuando la acusada insistía en que era inocente y posiblemente insistiera en ir a juicio.
– Tendré un montón de millones -dijo Samara-, cuando el patrimonio de Barry sea prorrateado.
Él no se molestó en corregir la palabra que había usado. Sin embargo, sabía que pasarían meses, probablemente años, antes de que hubiera una distribución de bienes. Además, si Samara era condenada por haber matado a su marido, la ley le impediría heredar un solo centavo. Jaywalker no se lo dijo, por supuesto. Se limitó a preguntar:
– ¿Y mientras tanto?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Debería ponerme en contacto con Robert? -le preguntó él.
– Robert ya no está -respondió Samara-. Barry descubrió que robaba.
– ¿Y no hay un nuevo Robert?
– Hay un nuevo chófer, aunque… -su voz se acalló-. Pero -dijo, animándose de repente-, yo tengo una cuenta bancaria que es mía, más o menos.
Aquel «más o menos» le pareció extraño a Jaywalker, pero era un progreso. Recordó a la chica de veintiún años a la que no se le permitía tratar asuntos de dinero.
– ¿Y cuánto dinero hay en esa cuenta?
– No sé. Unos doscientos…
– ¿Eso es todo?
– Mil.
– Oh.
Jaywalker apuntó el nombre del banco y le explicó que le llevaría unos documentos para que los firmara, de modo que él pudiera sacar una cantidad como provisión de fondos. Después le explicó lo que iba a suceder durante las dos semanas siguientes: las pruebas se presentarían ante un jurado de acusación, y ella sería acusada. Le dijo que tenía derecho a testificar ante aquel jurado, pero que sería muy mala idea.
– ¿Por qué?
– En este momento, el fiscal del distrito sabe tanto de los hechos como nosotros -respondió él-. De todos modos, terminarían por acusarte, y después podrían usar tu propio testimonio contra ti en el juicio.
Cuando ella lo miró de manera confusa, él le dijo:
– Confía en mí.
– De acuerdo -respondió Samara.
Él se sintió aliviado. No quería decirle en aquel momento que, si comparecía ante el jurado y negaba que hubiera tenido algo que ver con el asesinato de Barry, después no podría alegar la defensa propia, o argumentar que no estaba en pleno uso de sus facultades mentales en el momento del crimen, o que había matado a su marido en medio de una profunda alteración emocional. Aquéllas eran posibles líneas de defensa que Jaywalker quería mantener abiertas, que necesitaba mantener abiertas.
Finalmente, le dijo lo más importante:
– Mantén la boca cerrada. Este sitio está lleno de chivatos. Tu caso está en todos los medios de comunicación, y eso significa que todas las mujeres de la prisión saben por qué estás aquí. Cualquier cosa que puedas decirles se convierte en su oportunidad para poder negociar un trato con el fiscal en su propio caso, y salir de aquí. ¿Entendido?
– Sí.
– ¿Me prometes que vas a tener la boca cerrada?
– Te lo prometo -dijo ella, e hizo ademán de cerrarse los labios como si tuviera una cremallera.
– Bien -dijo Jaywalker.
Sólo cuando estuvo fuera de la prisión, dirigiéndose hacia la parada del autobús que lo llevaría a Manhattan, recordó Jaywalker que en lo referente a las promesas cumplidas, Samara iba cero a uno.
Cuando Jaywalker llegó a Manhattan era demasiado tarde para ir al banco de Samara a averiguar lo que tenía que hacer para retirar dinero de su cuenta. Sabía que podía telefonear a la sucursal para hablar con el director o con alguien del departamento legal, pero sabía por experiencia que era mejor tratar aquellos asuntos en persona. A menudo le habían dicho que tenía un rostro sincero y algo que desarmaba a los demás, y había empezado a pensar que era cierto. Los miembros del jurado lo creían, los jueces confiaban en él e incluso los fiscales más severos tendían a abrirse a él. En realidad, Jaywalker era un poco estafador. «Presentadme a un buen abogado criminalista», les había dicho a sus amigos más de una vez, «y yo os mostraré a un manipulador experto». Después, se apresuraba a defender esa habilidad, incidiendo en el hecho de que establecer su credibilidad y su sinceridad no sólo era su especialidad, sino también algo de importancia fundamental para conseguir la absolución de un acusado inocente.
Hablaba menos de los culpables a los que también conseguía librar de su castigo, pero tampoco le quitaban el sueño. Creía apasionadamente en el sistema, que daba derecho a cualquier acusado a tener a alguien de su parte, alguien que lucharía por él con ahínco, todo lo bien que pudiera, por muy despreciable que fuera el individuo, por muy atroz que fuera su crimen o por muy abrumadoras que fueran las pruebas en su contra. Era cosa de los treinta mil policías, los dos mil fiscales y quinientos jueces de la ciudad luchar con ahínco, todo lo bien que pudieran, por encerrar al tipo de por vida. Así pues, no sentía la necesidad de disculparse por intentar ganar todos sus casos.
Telefoneó a Tom Burke, el ayudante del fiscal del distrito que llevaba la acusación de Samara Tannenbaum. Había visto el nombre de Burke en el artículo del Times, y el primer abogado de Samara se lo había confirmado.
– Burke -dijo una voz grave.
– ¿Por qué no eliges a alguien de tu tamaño? -preguntó Jaywalker.
– ¿Quién es?
– ¿Qué pasa, que no tienes identificador de llamadas?
– ¿Estás de broma?
– Yo nunca bromeo.
– ¿Jaywalker?
– Muy bien.
A Jaywalker le caía muy bien Burke. Habían coincidido en un par de casos anteriormente, aunque ninguno había terminado en juicio. Barry no era un estudioso de la ley; era un abogado trabajador, que usaba su intuición y su experiencia, y una persona de fiar.
– ¿Cómo demonios estás? -le preguntó.
– Bastante bien -respondió Jaywalker.
– Deja que adivine. ¿Samara Tannenbaum?
– Exacto.
– ¿Por qué no me sorprende? Ah, claro. La representaste en aquel asunto de la conducción en estado de ebriedad.
– Veo que has hecho los deberes.
– ¿Te la han asignado?
– No -respondió Jaywalker-. Hace tiempo que dejé el ámbito público, justo antes de que subieran los sueldos.
Era la verdad. Después de dejar la Sociedad de Ayuda Legal, Jaywalker había aceptado todos los casos que le asignaban los tribunales, aunque sólo adjudicaran honorarios de veinticinco dólares por la hora de trabajo fuera de los juicios y cuarenta y cinco por la hora de trabajo durante las sesiones. En aquel momento, su hija estaba estudiando derecho en la universidad, y él necesitaba hasta el último centavo para costearle la carrera. Cuando ella se había licenciado y había encontrado un trabajo, él había dejado de aceptar casos asignados, salvo como favor ocasional a algún juez, o cuando Nueva York instauró de nuevo, brevemente, la pena capital.
Unos años antes, debido a la presión de una demanda, habían decidido por fin subir las tarifas a setenta y cinco dólares por hora de trabajo. Sin embargo, Jaywalker no había tenido la tentación de volver; en aquel momento tenía mucho trabajo privado, y sus gastos eran lo suficientemente bajos como para no necesitar los ingresos extra. Hacerse rico nunca había sido una de sus prioridades.
– Perdona que te lo pregunte, pero -dijo Burke-, ¿quién te ha contratado?
– Samara. O al menos, va a hacerlo.
– No va a funcionar.
– ¿Por qué?
– He conseguido una orden para congelar todas las cuentas de Barry Tannenbaum -respondió Burke-. Incluyendo una cuenta bancaria a nombre de Samara.
– Mierda -dijo Jaywalker. Fue todo lo que se le ocurrió.
Por supuesto, Tom Burke sólo hacía su trabajo. Había conseguido seguir la pista de los depósitos de la cuenta de Samara y le había demostrado al juez que todo el dinero, unos doscientos mil dólares, provenía de su marido. Según la ley, si Samara era condenada por su asesinato, perdería sus derechos sobre aquel dinero, así como sobre todos los demás bienes de Barry.
Después, Burke había informado al juez de que ya le había presentado el caso al jurado de acusación, que había votado a favor de acusar a Samara después de escuchar las pruebas y llegar a la conclusión de que ella había cometido el crimen. Basándose en ello, la juez, una mujer muy razonable llamada Carolyn Berman, había congelado todas las cuentas de Barry Tannenbaum, incluida la que estaba a nombre de Samara.
Aunque Burke y Berman sólo estuvieran haciendo su trabajo, el resultado le había causado un buen problema a Jaywalker. La buena noticia era que se libraba de tener que ir al banco; sin embargo, ese consuelo se veía ensombrecido por el hecho de que tendría que pasarse dos días rellenando papeles para que Burke y él pudieran comparecer ante la juez y tratar la justicia de aquella medida.
Lo hicieron un viernes por la tarde, una vez convocados en la Sala 30, en el undécimo piso de 100 Centre Street, el edificio de los Juzgados de lo Penal. Su casa, como le gustaba pensar a Jaywalker.
– La acusada tiene el derecho constitucional de elegir abogado -argumentó.
– Cierto -concedió Burke-, pero es un derecho limitado. Cuando eres indigente y no puedes permitírtelo, el tribunal te asigna el abogado, y tú no puedes elegirlo.
– Pero ella no es indigente, y puede permitirse contratar a un abogado -señaló Jaywalker-. Al menos, habría podido hacerlo hasta que ustedes decidieron que, en vez de que fuera ella misma quien se pagara la defensa, debían costeársela los contribuyentes.
Aquél era un argumento bastante rastrero, Jaywalker lo sabía, pero había media docena de periodistas tomando notas en la primera fila de la sala, y Jaywalker sabía que la juez no quería despertarse a la mañana siguiente y encontrarse con titulares como Una juez decreta que los contribuyentes paguen la defensa legal de una multimillonaria.
Al final, después de una ardua negociación, la juez Berman hizo una concesión parcial, como siempre intentaban hacer los jueces. Autorizó una utilización limitada del dinero de la cuenta bancaria para pagar los honorarios del abogado defensor y los gastos relacionados con la defensa. Sin embargo, fijó la tarifa de Jaywalker en setenta y cinco dólares la hora, que habría sido lo que habría ganado de ser Samara una indigente y de haber recibido él su caso por asignación del tribunal.
«Magnífico», pensó Jaywalker. «Aquí estoy, ganando treinta y cinco de los grandes por llevarle el caso de la conducción bajo los efectos del alcohol, y ganando lo mismo que un peón caminero por llevarle un caso de asesinato».
– Gracias -fue lo que le dijo, en realidad, a la juez Berman.
Con aquello, se dirigió hacia el secretario de sala y cumplimentó una notificación de comparecencia para declarar formalmente que era el nuevo abogado de Samara Moss Tannenbaum. Entonces, Tom Burke le entregó una caja de cartón de unos veinte kilos de peso que contenía copias de todas las pruebas que había contra su clienta. Hasta el momento.
Nada como pasarse el fin de semana leyendo.