24.

Encontrar al padre

– La defensa llama a declarar a Samara Tannenbaum.

Con aquellas palabras, Jaywalker comenzó la jornada rompiendo como mínimo dos de sus reglas. En primer lugar, prefería llamar a sus clientes en último lugar. Eso le daba la oportunidad de rodear su aparición de un dramatismo que se había ido acumulando durante todo el juicio. Además, eso le había permitido a Samara oír el testimonio de todos los demás testigos antes de subir al estrado. En segundo lugar, a Jaywalker le gustaba informar al jurado de que no habría más testigos. Era algo que se conseguía con facilidad; sólo tenía que decir: «La defensa llama a su única testigo, Samara Tannenbaum», o «La defensa llama a su última testigo, Samara Tannenbaum».

Sin embargo, la verdad era que Jaywalker no estaba seguro de si iba a interrogar a alguien más aparte de a Samara. Y eso porque no había decidido todavía si preguntarle a Samara por el Seconal que había descubierto en su armario de las especias. Pensaba que la creía en cuanto a aquel detalle, pero no podía estar seguro. Y si aquella información les provocaba escepticismo a los miembros del jurado, la historia perjudicaría en vez de beneficiar. Jaywalker tenía cerca a su investigador, Nicolo LeGrosso. Nicky había pedido los archivos de la farmacia que había servido la medicina. La receta la había extendido un médico que, finalmente, no existía. La había recogido alguien que se había limitado a garabatear las iniciales de Samara en el registro. En la farmacia había cierto nerviosismo por el hecho de enviar a alguien a declarar, porque de acuerdo a la ley federal, no deberían haber aceptado una receta dictada por teléfono, y mucho menos de un médico que no existía. Y siempre existía la posibilidad de que, si enviaban al empleado que había cobrado el barbitúrico y lo había entregado, él o ella pudieran identificar a Samara como la persona que había ido a buscar el frasco, correcta o equivocadamente. Y, si aquello sucedía, no habría agujero lo suficientemente grande en el suelo como para que Samara y él pudieran desaparecer. Así pues, todavía no sabía qué hacer con el Seconal, y se había visto forzado a romper sus reglas.

El momento en el que el acusado o acusada de un crimen subía al estrado a declarar siempre era esperado por todo el mundo: los abogados, los jueces, el personal de sala, los periodistas, los espectadores y los miembros del jurado. Sobre todo, los miembros del jurado. La naturaleza humana hace que incluso la gente más corriente, capaz de cometer muchos errores en su vida, crea con seguridad que sólo tendrán que mirar al acusado, y sabrán si están oyendo la verdad o no.

Lo que aquellos miembros del jurado vieron, mientras Samara levantaba la mano derecha y juraba obedientemente que iba a decir toda la verdad, era una mujer menuda, nerviosa y solitaria. Una mujer asombrosamente guapa, seguro, pero Jaywalker no estaba seguro de si aquella belleza iba a contribuir a su salvación o iba a ser su ruina.

Ella se sentó, no al borde de la silla, pero tampoco tan cerca del respaldo como para que pareciera que estaba relajada. Justo como Jaywalker le había indicado que hiciera. Posó las manos en el regazo, fuera de la vista de los demás, y lejos de su rostro.

El Secretario: ¿Quiere decir su nombre y su apellido, por favor?

Señora Tannenbaum: Samara Tannenbaum.

El Secretario: ¿Cuál es su lugar de residencia?

Señora Tannenbaum: Manhattan.

El Juez: Puede preguntar, señor Jaywalker.

Señor Jaywalker: Gracias, señoría. ¿Cuántos años tiene, Samara?

Señora Tannenbaum: Tengo veintiocho años.

Señor Jaywalker: ¿Tiene trabajo actualmente?

Señora Tannenbaum: No.

Señor Jaywalker: ¿Ha tenido empleo en el pasado?

Señora Tannenbaum: Sí. Comencé a trabajar cuando tenía catorce años.

Aquellas preguntas estaban destinadas a dar información, pero sólo en parte. Su propósito real era meter en harina a Samara, darle la oportunidad de encontrar su voz y de desarrollar su ritmo. Jaywalker había estado en el estrado muchas veces cuando trabajaba en la Agencia Antidroga Americana, y un par de veces desde entonces. Sabía que no era fácil sentarse en aquella silla.

También quería que los miembros del jurado llegaran a conocer a Samara. No sólo a la Samara sobre la que habían leído, la belleza morena de pasado difícil, la cazafortunas de Las Vegas que había ganado el premio gordo de la lotería, la esposa caprichosa del multimillonario. Quería que la conocieran como la conocía él, y si ella era capaz de envolverlos en su magia, como hacía con él, que llegara a caerles bien.

Si a un jurado le caía bien un acusado, sobre todo una acusada, podían terminar declarándola culpable, pero iba a costarles mucho más.

Así pues, Jaywalker se remontó al principio, a un tiempo en el que Samara era una niña que vivía en Prairie Creek, Indiana, antes de que pudiera soñar que había un mundo más allá del Medio Oeste, un mundo fuera de los campos de maíz, los cámpings, los parques de caravanas y las camionetas oxidadas. A un tiempo en el que no había oído hablar de Las Vegas ni de Barry Tannenbaum, ni de Nueva York.

Señor Jaywalker: ¿Quién la crió, Samara?

Señora Tannenbaum: Mi madre, más o menos.

Señor Jaywalker: ¿Conoció a su padre?

Señora Tannenbaum: No, no lo conocí.

Señor Jaywalker: ¿Cómo era su casa?

Señora Tannenbaum: Era media parte de un remolque que alguien había dejado abandonado. No tenía agua ni electricidad. Y le faltaba la mitad de la habitación y el baño.

Señor Jaywalker: ¿Qué hacía las veces de servicio?

Señora Tannenbaum: Con buen tiempo salíamos al campo trasero. Cuando hacía frío usábamos una cacerola. A mí me tocaba ir a vaciarla todas las mañanas.

Señor Jaywalker: ¿Qué hacían su madre y usted para comer?

Señora Tannenbaum: Cuando había dinero, comprábamos comida, como todo el mundo. Cuando no lo había, mi madre me llevaba a pedir a la puerta de Kroger, el supermercado más cercano. Algunas veces me daba un empujón para que pudiera subir al contenedor que había en la parte de atrás del supermercado y buscara algo. Otras veces, los vecinos nos dejaban comida junto a la puerta de la caravana. Había una familia negra que vivía más arriba, y hacían lo que podían, aunque también eran pobres como las ratas. Después de un tiempo, se mudaron, y mi madre empezó a traer hombres a la caravana, hombres que se quedaban a dormir. Y le daban dinero, cinco o diez dólares cada vez.

Señor Jaywalker: ¿Dónde dormían?

Señora Tannenbaum: En el sofá, con mi madre.

Señor Jaywalker: ¿En la misma habitación que usted?

Señora Tannenbaum: Sólo había una habitación. Si hacía buen tiempo, mi madre me mandaba fuera de la caravana. Si hacía frío, o llovía, o nevaba, me ponía a dormir en el suelo, en la esquina. Me cubría con una sábana y me obligaba a que mirara hacia otro lado para que no viera nada.

Señor Jaywalker: ¿Sabía usted lo que estaba pasando?

Señora Tannenbaum: Tenía oídos. Lo oía todo.

Señor Jaywalker: ¿Cuántos años tenía?

Señora Tannenbaum: Diez, once.

Señor Jaywalker: ¿Cómo la trataban esos hombres?

Señora Tannenbaum: Algunos eran agradables conmigo. Otros no.

Señor Jaywalker: Háblenos de los que no lo eran.

Señora Tannenbaum: Los que no lo eran… me hacían cosas.

Señor Jaywalker: ¿Qué tipo de cosas?

Señora Tannenbaum: Ya sabe.

Señor Jaywalker: No, no lo sabemos a menos que usted nos lo cuente.

Señora Tannenbaum: Me besaban, me tocaban por debajo de la ropa en lugares donde no debían tocarme. Hacían que yo los tocara. Me metían su cosa en la boca, o entre las piernas.

Señor Jaywalker: ¿Su cosa?

Señora Tannenbaum: Su pene.

Señor Jaywalker: ¿Se lo dijo alguna vez a su madre?

Señora Tannenbaum: Sí.

Señor Jaywalker: ¿Y?

Señora Tannenbaum: Cuando se lo decía, me abofeteaba, decía que no me creía. Pero ahora sé que sí. Lo sabía.

Señor Burke: Protesto.

El Juez: Admitida. Anulada la consideración de que su madre lo sabía. El jurado no la tendrá en cuenta.

Señor Jaywalker: ¿Y qué más decía o hacía ella?

Señora Tannenbaum: Me decía que no mintiera, que no me quejara, que necesitábamos el dinero para comer. Si lloraba, me pegaba.

Señor Jaywalker: Entonces, ¿qué hacía usted?

Señora Tannenbaum: Cerraba los ojos y me imaginaba que no estaba allí, que estaba en otro sitio completamente distinto. Lo aguanté tanto tiempo como fui capaz. Y cuando ya no pude soportarlo más, me escapé.

Señor Jaywalker: ¿Cuántos años tenía cuando se escapó?

Señora Tannenbaum: Catorce años y un día.

Señor Jaywalker: ¿Por qué lo recuerda con tanta precisión?

Señora Tannenbaum: Lo recuerdo porque esperé a ver qué me regalaban por mi cumpleaños.

Señor Jaywalker: ¿Y qué le regalaron?

Señora Tannenbaum: Nada.

Señor Jaywalker: ¿Volvió a ver a su madre?

Señora Tannenbaum: No.

Jaywalker no quería que los miembros del jurado conocieran sólo la miseria y el abuso sexual, aunque su silencio hablaba elocuentemente del horror que sentían y el impacto que aquellas cosas les estaban causando; quería también que conocieran la figura de una madre que no sólo estaba dispuesta a ofrecer sexo para poder comer, y que estaba igualmente dispuesta a utilizar a su hija como cómplice en sus prácticas. ¿Cómo iba a ser sorprendente que, uno o dos años después de haber huido de su casa, Samara estuviera imitando la estrategia dramática de su madre para sobrevivir? ¿Excusarían aquel comportamiento los miembros del jurado? Quizá no. Pero, al menos, serían capaces de comprender sus acciones y quizá de sentir empatía con ella. Jaywalker creía firmemente que la empatía conducía al perdón.

Samara y él hablaron sobre cómo había hecho autoestop hasta llegar al oeste, con cuidado de subirse a los vehículos en las paradas de camiones, para que la policía no la localizara y la devolviera a casa. Ella contó cómo había llegado a Nevada, y después a Las Vegas, con grandes esperanzas de convertirse en modelo o en corista.

Señor Jaywalker: ¿Y qué pasó con esas esperanzas?

Señora Tannenbaum: No duraron mucho.

Señor Jaywalker: ¿Por qué no?

Señora Tannenbaum: Yo no sabía cantar ni bailar. Era demasiado joven y demasiado baja. No tenía las piernas suficientemente largas. No tenía los pechos suficientemente grandes, y yo no tenía dinero para agrandármelos.

Señor Jaywalker: Entonces, ¿qué hizo?

Señora Tannenbaum: Intenté mentir sobre mi edad, pero allí lo comprobaban mucho. Servía mesas, lavaba platos, cualquier cosa que encontrara, pero normalmente me despedían en una o dos semanas, en cuanto descubrían que el número de la Seguridad Social que les había dado no me correspondía.

Señor Jaywalker: ¿Dónde vivía?

Señora Tannenbaum: Hay algunas pensiones de mala muerte en Las Vegas, sitios que los turistas ni siquiera ven.

Señor Jaywalker: ¿Cómo pagaba la habitación?

Señora Tannenbaum: Con el dinero que pudiera ganar trabajando. Y cuando se me acababa…

Se le quebró la voz a mitad de la frase. No lo habían ensayado ni planeado; ocurrió sin más. Así era como sucedían, casi siempre, las mejores cosas en el estrado de los testigos. Uno no lo redactaba de antemano. Intentaba preparar con el testigo sólo lo que se estaba intentando conseguir, el sentimiento que se estaba tratando de infundir. De vez en cuando, había algún testigo que lo conseguía, y el resultado era pura magia. Samara, por el mero hecho de quedarse callada a media frase, le mostró a Jaywalker que lo había entendido, e hizo un poco de magia.

Señor Jaywalker: ¿Y cuando el dinero se le acababa…?

Señora Tannenbaum: Y cuando el dinero se me acababa, hacía lo que había hecho mi madre. Me llevaba hombres a casa, o les dejaba que me llevaran a su casa. Y cuando me ofrecían regalos o dinero después, lo aceptaba.

Señor Jaywalker: ¿Se consideraba una prostituta?

Señora Tannenbaum: No, en aquel tiempo no.

Señor Jaywalker: ¿Y ahora, cuando mira atrás?

Señora Tannenbaum: Sí, ahora tendría que decir que era prostituta.

Señor Jaywalker: ¿Y cómo se siente con respecto a eso?

Señora Tannenbaum: Por supuesto, no me siento bien. Quiero decir que no voy a alardear de ello, ni nada parecido. Sin embargo, tampoco me avergüenzo, y no voy a mentir sobre lo que hacía. Es parte de mi vida. Así conseguí sobrevivir.

Ya llevaba contando su historia cerca de una hora, y Jaywalker tenía la sensación de que había sido bastante. Por muy receptivos que hubieran estado los miembros del jurado mientras la escuchaban, él no quería sobrepasarse. Y lo mismo podía decirse del juez Sobel. Abusar de su considerable flexibilidad sería un error. Lo último que quería oír era un «Vamos a avanzar, letrado». Así pues, con una sola pregunta, llevó a Samara, y con ella a toda la sala, de nuevo hacia el asunto que los ocupaba.

Señor Jaywalker: ¿Puede decirnos, Samara, si llegó un momento en que conoció a un hombre llamado Barry Tannenbaum?

Señora Tannenbaum: Sí, efectivamente.

El Tribunal: Perdóneme, señor Jaywalker, pero quizá sería hora de tomarnos el descanso de media mañana.

Señor Jaywalker: Muy bien, señoría.

Hay una ley a la que pueden acogerse ambas partes, que establece que una vez que un testigo ha comenzado a testificar, no puede haber conversaciones entre ese testigo y el abogado que lo ha llamado a comparecer. Sin embargo, cuando el testigo es también el acusado, esa norma queda invalidada por una ley constitucional: el derecho a consultar con el abogado. En aquel momento, el conflicto le planteó cierto conflicto a Jaywalker, que nunca había conocido una norma que no hubiera querido romper. Así que, en el caso de Samara, transgredió ambas, primero diciéndole que lo estaba haciendo muy bien, y después dándole la espalda y alejándose de ella. Burke podía preguntarle después a Samara si había comentado sus respuestas con su abogado durante el descanso, y Jaywalker quería que pudiera contestar con sinceridad que no lo había hecho.

Y había otro motivo para su precaución. Los miembros del jurado observaban al acusado como halcones dentro de la sala del juicio por si captaban alguna señal delatora de culpabilidad o inocencia, pero también continuaban vigilándolo por los pasillos, en el ascensor o por la calle. Y por muy agradecido que estuviera Jaywalker por tener a Samara en libertad bajo fianza, en vez de encerrada en Rikers Island, era consciente de los peligros que corría. El célebre abogado defensor F. Lee Bailey, después de conseguir la absolución en un caso de asesinato para su cliente, Carl Coppalino, en Nueva Jersey, había cometido el error de permitir que fotografiaran a su cliente retozando con su amante en Florida, mientras esperaba el segundo juicio por asesinato. En opinión de Jaywalker, aquél era el momento en que Bailey había empezado a perder el segundo caso, antes siquiera de que el juicio hubiera comenzado.

Así pues, dejó que los miembros del jurado vieran a Samara yendo al servicio, hablando con los alguaciles de la sala, o a solas, pensativa, junto a los ascensores. Lo que no iban a ver era a su abogado susurrándole al oído, entrenándola, indicándole qué tenía que decir y cómo tenía que decirlo, cuándo debía sonreír recatadamente y cuándo debía permitir que se le derramara una lágrima por la mejilla.

Además, no había necesidad de que le dijera aquellas cosas de nuevo. Se las había dicho cien veces.


Después del descanso, Jaywalker tomó el hilo del interrogatorio precisamente donde lo había dejado.

Señor Jaywalker: ¿Llegó un momento en que conoció a un hombre llamado Barry Tannenbaum?

Señora Tannenbaum: Sí, en efecto.

Señor Jaywalker: ¿Cuándo y dónde sucedió eso?

Señora Tannenbaum: Yo tenía dieciocho años, así que creo que fue en mil novecientos noventa y siete. Acababa de alcanzar la edad legal para poder trabajar. No tenías que tener veintiún años entonces. Así que estaba trabajando en uno de los bares de Caesars Palace. Allí fue donde vi a Barry por primera vez.

Señor Jaywalker: Háblenos sobre ese primer encuentro.

Señora Tannenbaum: Vi a aquel hombre, que estaba sentado, solo, en un rincón. Era bajito, no mucho más alto que yo. Ya tenía sesenta y un años; era tan viejo como para ser mi abuelo, tal y como mucha gente me ha dicho desde entonces. Estaba pálido y tenía poco pelo, aunque yo no me di cuenta entonces, porque llevaba un peluquín. Un peluquín y unas gafas de sol. Más tarde me contó que era para que nadie pudiera reconocerlo.

Señor Jaywalker: ¿Lo había reconocido usted?

Señora Tannenbaum: ¿Yo? Nunca había oído hablar de él. De hecho, pensé que era gay. Ya sabe, la peluca, las gafas. Pensé que estaba intentando ligar con un chico.

Señor Jaywalker: ¿Así que no era su intención seducirlo?

Señora Tannenbaum: No. Para entonces era legal. Ya no tenía que hacerlo más.

Gay o heterosexual, aquel hombre tenía aspecto de estar tan solo y tan triste que Samara se había acercado a su mesa, aunque no estaba en su zona, para preguntarle si se encontraba bien. Él le había contestado que no estaba seguro. Samara se dio cuenta de que bebía Coca-Cola light con una rodaja de limón que él había quitado del borde del vaso, pero que no había usado, así que la próxima vez que pasó por allí, le llevó otra, invitación de la casa. Pareció que él le agradecía terriblemente el detalle. Y cuando ella terminó su turno, a las tres de la mañana, la estaba esperando a la salida, junto a la puerta del bar. La había invitado a subir a su habitación, donde se había quitado el peluquín y las gafas, pero nada más. Y durante las cinco horas siguientes, habían hablado.

Señora Tannenbaum: Hablamos. Yo no podía creerlo. Yo nunca había hablado con nadie en toda mi vida más de uno o dos minutos. Y sólo del tiempo, o para pedir la sal o la hora.

Señor Jaywalker: ¿De qué hablaron?

Señora Tannenbaum: De todo tipo de cosas. De dónde nos habíamos criado, de nuestros gustos, de lo que no nos gustaba, de si llorábamos cuando estábamos tristes o cuando estábamos felices…

Señor Jaywalker: ¿Cómo salió ese tema?

Señora Tannenbaum: Va a parecer una tontería…

Señor Jaywalker: Cuéntenoslo.

Señora Tannenbaum: En un momento dado, yo empecé a llorar, sin más. Y Barry me preguntó qué me pasaba. Yo le dije que no me pasaba nada. Cuando volvió a preguntármelo, tuve la sensación de que debía decirle la verdad. Así que le dije que estaba llorando porque nunca había sido tan feliz en toda mi vida.

Señor Jaywalker: ¿Se acostó con él aquella noche? ¿Tuvieron relaciones sexuales?

Señora Tannenbaum: No, aquella noche no. No las tuvimos durante un mes, o quizá dos. Yo todavía pensaba que él era gay. De todos modos, no era una cuestión de sexo. Yo ya había tenido sexo suficiente como para una vida entera. Dos o tres vidas.

Señor Jaywalker: ¿Era por dinero?

Señora Tannenbaum: (Carcajada). Yo le estuve invitando a Coca-Cola toda la noche, porque pensé que él no podía permitirse pagar una copa. No creía que tuviera un céntimo, para ser sincera.

Señor Jaywalker: Pero él estaba alojado en una habitación del Caesars Palace, ¿no es así?

Señora Tannenbaum: Entonces, los grandes hoteles alojaban gratis a casi todo el mundo, al menos una vez. No sé si todavía lo hacen. Pero en aquellos días, lo único que había que hacer era preguntar. No tiene idea de cuántos tipos arruinados había en las habitaciones, esperando a que su suerte cambiara en el casino.

Señor Jaywalker: Entonces, si no se trataba de dinero ni de sexo, ¿de qué se trataba?

Señora Tannenbaum: Para ser sincera, no tenía ni idea. En aquel momento probablemente habría dicho que se trataba de amor. Ahora que soy mayor, y quizá un poco más lista, supongo que tenía que ver con haber encontrado a mi padre, al padre que nunca tuve.

Y en aquel momento, Samara perdió el control. No derramó ni una lágrima. No emitió ningún sollozo estudiado para hacerse con la atención del público. Sin previo aviso, Samara se dobló por la cintura como si hubiera recibido un cañonazo en el estómago, con la cara contorsionada de dolor, los puños apretados, los hombros temblando descontroladamente, luchando por respirar. Hizo ruidos extraños, animales, que salieron de lo más profundo de su ser. No hubo nada atractivo en ello, nada encantador, nada que pudiera suscitar la envidia de un director de Hollywood. Pero era real.

Durante un minuto, permaneció contorsionada de aquella manera, sin dar señales de que pudiera librarse de los demonios que tan repentina e inesperadamente se habían apoderado de ella. Jaywalker se quedó a su lado sin saber qué hacer, agarrándose a ambos lados del estrado para no ir corriendo hacia ella. Aquello no lo habían ensayado. No habían hablado de ello. Tenían planes para cualquier contingencia que pudiera ocurrir mientras ella estuviera declarando, desde ataques de estornudos hasta problemas de vejiga, pero no tenían ningún plan para un ataque de angustia como aquél. Él no sabía cómo solucionarlo. Lo único que sabía era que su cliente estaba en un lugar donde no se le podía ofrecer un pañuelo ni un vaso de agua, ni preguntarle si necesitaba unos minutos para recuperarse.

– Creo -dijo el juez Sobel- que hoy vamos a tomarnos el descanso para comer un poco temprano.

Y lo único que pudo hacer Jaywalker fue darle las gracias, caminar hasta la mesa de la defensa y sentarse, e imitar al resto de las personas de la sala: mirar y escuchar, e intentar no mirar y escuchar, mientras Samara continuaba retorciéndose por los atroces recuerdos de su infancia perdida. Únicamente cuando los miembros del jurado habían salido, el juez había dejado su estrado y el último de los espectadores se había marchado de la sala en silencio, Jaywalker se acercó a ella y la abrazó en el mismo sitio donde ella estaba agachada, para entonces de rodillas, en el suelo del estrado de los testigos. La tomó entre sus brazos y la meció suavemente, hasta que notó los sutiles signos de que su cuerpo estaba empezando a desencogerse y relajarse, y al final, supo que Samara estaba volviendo de aquel lugar tan lejano adonde su historia la había llevado.

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