17.

Que entren los candidatos

– El Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum -leyó el secretario de la sala.

Una vez más, se sentaron en su sitio, en la mesa de la defensa, ante el tribunal.

– ¿Está lista la fiscalía? -preguntó el juez Sobel.

– Sí -respondió Tom Burke.

– ¿La acusada?

– Sí -dijo Jaywalker.

– Que entren los candidatos.

Jaywalker lo había hecho cien veces, doscientas. Conocía el caso por dentro, por fuera, por delante y por detrás. Podría haber pronunciado la declaración de apertura en aquel mismo momento. Demonios, podría haber pronunciado la de clausura. Estaba más preparado de lo que nunca hubiera estado un abogado para un juicio. Y, sin embargo, nada de eso le libraba de sentir mariposas. Estaban agitando las alas, revoloteando salvajemente entre su estómago y su garganta. Pronto se tranquilizarían. Siempre se calmaban, como se calmaban los nervios de un campeón cuando daba el primer puñetazo. Sin embargo, por el momento Jaywalker sólo podía sentir el cosquilleo de las mariposas.

Apenas había tenido nervios el día anterior, durante la vista probatoria. Por supuesto, en aquella vista no estaban presentes los candidatos a miembros del jurado, y no había durado más que una hora. Burke había llamado a un solo testigo, uno de los detectives que había ido a casa de Samara el día siguiente al asesinato. El detective explicó cómo habían procedido y dejó claro que Samara no había estado bajo custodia en ningún momento de la entrevista. Habían dejado de interrogarla en cuanto había pedido un abogado, y la habían arrestado. Después habían conseguido una orden de registro, durante el cual habían encontrado el arma homicida y las demás pruebas.

Jaywalker había acudido a aquella vista sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de que se eliminara ninguna prueba, pero había querido que se celebrara de todos modos para usarla como método de investigación. Jaywalker le había hecho al detective una docena de preguntas y había averiguado un par de cosas que quería usar en el juicio; además, lo había evaluado como testigo.

Como era de esperar, el juez Sobel había rechazado la eliminación de las pruebas. Samara no había hecho sus declaraciones bajo custodia, dijo, y por lo tanto no era necesario leerle los derechos. Como sus declaraciones habían sido hechas voluntariamente, tampoco habían afectado a la legalidad de la orden de registro.

Después habían celebrado una vista Sandoval, nombre poco apropiado, porque no se trataba de una vista ya que no se llamaba a ningún testigo, sino más bien de una discusión legal. Burke quería poder utilizar la condena que le había sido impuesta a Samara por conducir ebria seis años antes, si acaso ella iba a subir al estrado durante el juicio, con la teoría de que eso afectaría adversamente a su credibilidad ante los miembros del jurado.

Jaywalker se opuso. La condena se había impuesto por conducción en estado de ebriedad, lo cual sólo era una infracción de tráfico. Al contrario que una condena por perjurio, fraude o hurto, tenía poco que ver con la credibilidad, y no serviría para nada más que para causar prejuicios contra Samara en el jurado.

El juez estuvo de acuerdo con él. Prohibió a Burke preguntar a Samara por aquella condena a menos que Samara testificara que nunca había sido arrestada ni condenada por nada. En cuanto al arresto por intentar practicar la prostitución en Las Vegas, o cualquiera que hubiera sido el cargo, Burke no lo conocía, o se había dado cuenta de que era demasiado antiguo como para usarlo. Fuera cual fuera la razón por la que no lo había mencionado el fiscal, Jaywalker tampoco iba a hacerlo.

– ¿Algo más? -preguntó el juez.

No había nada más.


– ¡Que entren los candidatos!

Entonces, pasaron a la sala ciento veinte posibles miembros del jurado. Miraron al juez, a los abogados, a los funcionarios del juzgado, a la bandera norteamericana y a la inscripción que había en la pared: Confiamos en Dios. Sin embargo, la mayoría de ellos miraron a Samara Tannenbaum. Se quedaron mirándola atontados, para ser más exactos. Con la selección del jurado tan cercana, había resucitado el interés de la prensa por el caso, y todos los candidatos sabían quién era la acusada y cuál era el crimen que se iba a juzgar.

Jaywalker, que estaba sentado junto a ella, hizo lo que pudo por proyectar una actitud de calma y seguridad. En aquel momento, mientras los posibles miembros del jurado se sentaban en las filas de bancos de la sección del público, él estaba hablando con su cliente, con una mano sobre su hombro, como un padre podría estar hablando con su hija. «Miradme», les estaba diciendo a los candidatos. «Mirad cómo confío en mi clienta. Estoy sentado a su lado, hablándole, tocándola, en contacto con ella. No hay nada de lo que asustarse, ningún motivo por el que temerla». Sin embargo, Jaywalker sabía que iba a hacer falta mucho más que hablar con Samara y tocarla para lograr su absolución.

De hecho, la selección del jurado era un gran problema para él. Cuando empezaba un juicio, Jaywalker tenía casi siempre la idea preconcebida de qué clase de miembros del jurado quería para su caso. Sin embargo, a la hora de elegir a la gente, uno se veía obligado a seguir sus corazonadas y a fiarse de los estereotipos.

Los fiscales buscaban casi siempre a individuos de la clase dirigente, hombres de negocios blancos bien afeitados, republicanos, vestidos de traje y con maletines de cuero. Jaywalker buscaba entre las minorías étnicas, gente dedicada a la enseñanza, al trabajo social y a las humanidades, gente que no llevaba corbata, lo suficientemente joven como para ser idealista, o lo suficientemente vieja como para haber aprendido a perdonar. Los desempleados estaban bien, los militares mal. Era mejor evitar a los irlandeses, alemanes e italianos, más severos con el crimen, mientras que los negros y los judíos tenían más empatía con los desvalidos. Las víctimas de un delito eran desaconsejables, mientras que aquéllos que habían sido acusados de un delito eran recomendables. Y así seguía el juego de las adivinanzas.

El caso de Samara era complicado. Los medios de comunicación la habían retratado, injustamente, como una niña caprichosa, una cazafortunas y una adúltera desvergonzada. Era blanca y rica. Había sido acusada de apuñalar a su marido, así que no suscitaba muchas simpatías. Incluso su aspecto iba en su contra. Era probable que las mujeres de todas las edades, formas y colores le tuvieran envidia por su belleza y su esbeltez. Los hombres, aunque se quedaran embobados al verla, no podrían perdonarla, porque se identificarían con el marido.

Todo ello dejaba muy poco margen de maniobra para elegir el jurado ideal. A menos, claro, que Jaywalker se encontrara con doce cazadoras de fortuna guapas y menudas que hubieran tenido la ocasión de matar a sus maridos, o en la vida real, o en sus fantasías.

Mientras el secretario les tomaba juramento a los candidatos, Jaywalker miró por la sala para ver cuáles de ellos preferían prometer que recitar un juramento que terminaba con las palabras «Así pues ayúdame, señor». Estaba buscando a cualquiera que no fuera conservador.

Todos ellos prestaron juramento.

El funcionario hizo girar un tambor de madera, como los que se usaban en el bingo, y sacó un papel.

– Asiento número uno -dijo-, Ronald Macauley.

Un hombre se levantó al fondo de la sala y se acercó a la tribuna del jurado. Era blanco, de unos cincuenta años, con traje y corbata oscuros y un maletín. «No», pensó Jaywalker. En la tabla que tenía ante sí, escribió: Señor Macauley No. El secretario repitió el procedimiento hasta que la tribuna estuvo llena. Había doce candidatos en los asientos del jurado y otros seis en los asientos de los suplentes. Jaywalker tomó notas acerca de cada uno de ellos. Para cuando los dieciocho estuvieron sentados, tenía dos síes, cinco signos de interrogación y once noes.

Tal y como se había temido, aquél iba a ser un día muy largo.

El juez Sobel se dirigió a los candidatos y les presentó a las partes, a Burke, a Jaywalker y a Samara. Acto seguido describió el caso, leyó la acusación e hizo algunos comentarios generales. Después preguntó si había algún candidato que pensara que no estaba cualificado para servir en aquel caso. La respuesta fue un mar de manos alzadas. Uno por uno, los candidatos se acercaron al estrado para explicar por qué no podían realizar el servicio.

«No sería capaz de juzgar a otro ser humano».

«La miro y sé que es culpable».

«Soy indispensable en el trabajo».

«Tengo billetes de avión hacia Aruba para este viernes».

«Tengo un gato al que no puedo dejar solo todo el día».

«Tengo una vejiga anormalmente pequeña».

«No hablo inglés».

Uno por uno, el juez los fue excusando. Después, preguntó a los dieciocho que estaban sentados por sus ocupaciones, su lugar de nacimiento y el estatus de su familia, y si habían sido víctimas de un delito o acusados de haber cometido uno. Cada vez que alguno respondía algo importante para Jaywalker, tomaba nota junto a su nombre, y de vez en cuando incluso cambiaba su impresión general de un individuo en particular. Un par de signos de interrogación se convirtieron en noes, y varios noes se hicieron más firmes. Sin embargo, al final seguía teniendo tan sólo dos síes.

Un día muy largo, verdaderamente.

Tom Burke se levantó, y durante la media hora siguiente hizo preguntas, algunas en general, otras para un candidato en particular. Era un abogado serio, pero agradable. Les preguntó a los candidatos a qué organizaciones pertenecían, o a cuáles donaban dinero, a qué revistas estaban suscritos o cuáles leían con frecuencia, y cuáles eran sus programas de televisión favoritos. Les pidió que aseguraran que no se dejarían influir por la belleza de la acusada, ni por el hecho de que fuera una mujer. Les pidió que prometieran que, si él demostraba su culpabilidad dentro de la legalidad, ellos emitirían un veredicto de culpabilidad.

Lo prometieron.

El turno de Jaywalker no llegó hasta después de comer. Había pasado el tiempo de descanso repasando sus anotaciones y sus preguntas, pero no hubiera sido necesario. En realidad, él sabía lo que iba a preguntar desde hacía semanas, meses. Su forma de abordar la selección de un jurado era muy diferente a la de otros colegas suyos. Por muy interesado que estuviera en el tipo de revistas que leía un posible miembro del jurado, nunca lo preguntaba. Tenía dos motivos para no hacerlo.

En primer lugar, aunque era reconfortante saber que un candidato leía The New Yorker en vez de Armas y Munición, el precio de conocer aquella información era que el fiscal también la conocía, y podría usarla para rechazar al candidato sin tener que fundamentar la causa, sabiendo, por sus hábitos de lectura, que era una persona liberal. Así pues, al final aquel dato no tenía ningún valor.

En segundo lugar, Jaywalker no tenía tiempo para esas tonterías. Samara Tannenbaum iba a ser procesada por un asesinato. Los dieciséis candidatos a los que Jaywalker estaba a punto de entrevistar habían entrado a la sala imaginándose que era culpable. Dos de ellos habían sido lo suficientemente honrados como para admitirlo, o lo suficientemente listos como para saber que al decirlo podrían volverse a casa. Jaywalker tenía, exactamente, media hora para cambiar esa percepción de la gente y convertir el juicio en un partido de tenis. Eso significaba que tenía menos de dos minutos por candidato, y él no iba a perder un segundo en preguntarles por sus revistas.

Tampoco les pediría que prometieran que iban a ser justos. Si un candidato era una persona justa, no necesitaba prometerlo. Y si un candidato no iba a ser justo, lógicamente no podía confiarse en sus promesas. De nuevo, Jaywalker no iba a perder el tiempo con esa tontería.

– Me llamo Jaywalker -les dijo, cuando llegó su turno de ponerse en pie y hablar con ellos-, y represento a la acusada, Samara Tannenbaum.

Se puso tras ella y posó las manos en sus hombros, por si acaso alguno de ellos se lo había perdido aquella mañana.

La filosofía de Jaywalker en cuanto a la elección del jurado, además de radical, era muy sencilla. Comenzaba con la premisa de que, como era el último de tres en plantear preguntas, ya que el magistrado había sido el primero y el fiscal el segundo, ya sabía lo suficiente de ellos como para tener una idea bien fundada de si los quería en la tribuna o no. Eso, junto al hecho de que cualquier cosa extra que pudiera averiguar ayudaría a su adversario tanto como a él, significaba que casi nunca hacía preguntas para conseguir más información. Lo que se proponía era condicionar a los candidatos. Lavarles el cerebro.

Para empezar, con la excusa de hacerles preguntas para obtener más información sobre ellos, Jaywalker les revelaba las pruebas más apabullantes que había contra su clienta. Después, sólo para evitar una protesta, les preguntaba si, después de oír aquello podían ser justos e imparciales. Para continuar, de nuevo en forma de pregunta, les metía en la cabeza las palabras mágicas en las que iban a basar, al final, la absolución de la acusada: que la fiscalía, y sólo la fiscalía, soportaba la carga de prueba, una carga que no sólo exigía que el fiscal demostrara que la acusada era culpable, sino que exigía que lo demostrara más allá de toda duda razonable. Jaywalker repetía aquellas palabras una y otra vez, hasta que los candidatos las supieran de memoria y las interiorizaran.

Después, Jaywalker combinaba estos dos métodos en uno.

Señor Jaywalker: Señora Heywood, las pruebas van a demostrar, no sólo más allá de una duda razonable, sino más allá de toda duda razonable, que cuando los detectives entrevistaron por primera vez a Samara Tannenbaum, ésta les mintió no una vez, sino dos. Y no mintió sobre algo sin importancia, sino sobre algo que ha resultado ser muy importante. Sabiendo por mí, su abogado, que mintió de esa manera, ¿cree usted que todavía puede ser imparcial?

Ya no importaba nada lo que respondiera la señora Heywood. Lo importante era que, desvelando el hecho de que Samara había mentido antes de que Tom Burke pudiera hacerlo mediante las declaraciones, Jaywalker estaba restándole importancia al hecho, despojándolo de todo el dramatismo. Y al hacer que los candidatos, ya que todos estaban escuchando, no sólo la señora Heywood, se comprometieran a ser imparciales pese a saber que Samara había mentido, estaba consiguiendo que no tuvieran en cuenta esas mentiras. Además, si la señora Heywood contestara que no podía ser imparcial, Jaywalker no tendría que malgastar una de las recusaciones sin causa fundada, podría rechazarla por causa legal.

Señor Jaywalker: Y cuando digo «ser imparcial», señora Monroe, debe entender lo que significan esas palabras. Me refiero a que usted debe requerirle a la fiscalía que se atenga a la carga de prueba y que demuestre que Samara es culpable más allá de toda duda razonable.

Cuando Jaywalker pronunciaba las palabras «más allá», lo hacía con énfasis, de modo que nadie, ni siquiera Tom Burke o el juez Sobel, se daban cuenta de que Jaywalker había cambiado la palabra «una» por «toda». No se daban cuenta hasta el día siguiente, o hasta dos días después. No se daban cuenta hasta que era demasiado tarde, porque ya se había convertido en parte del mantra del jurado.

¿Parecía algo sin importancia?

Quizá.

Pero la experiencia le había enseñado a Jaywalker que era en algo tan pequeño donde radicaba precisamente la diferencia entre ganar y perder un caso.

Así pues, no sólo les hablaba a los candidatos sobre las mentiras que Samara les había contado a los detectives. Les hablaba sobre su presencia en el apartamento de Barry Tannenbaum la noche de autos, sobre los objetos manchados con la sangre de Barry que se habían hallado detrás de la cisterna de uno de sus baños, incluso de la póliza de seguros con la firma de Samara. Y después de cada una de aquellas revelaciones, les preguntaba a los candidatos si todavía podían ser imparciales con su clienta, y seguía recalcando que debían exigirle a la fiscalía que demostrara su culpabilidad más allá de toda duda razonable.

Algunos dijeron que no, que ya no podían. Lo cual era muy beneficioso para él; eran rechazados por causa legal.

Sin embargo, la mayoría dijeron que sí.

Jaywalker miró su reloj. Llevaba de pie veinticinco minutos. Apenas le quedaban cinco para terminar, y todavía tenía que cumplir una regla que jamás rompía: decirles a los candidatos que su clienta iba a subir a declarar al estrado.

Señor Jaywalker: Señora O’Sullivan, ha oído decir al magistrado esta mañana que la carga de prueba descansa enteramente sobre la fiscalía, que ellos son quienes deben demostrar que la acusada es culpable más allá de toda duda razonable. También ha oído que la defensa no tiene que demostrar nada, que no tiene que probar la inexistencia de nada, que no tiene por qué llamar a ningún testigo al estrado. Que la acusada no está obligada a declarar, y que si yo decido no llamarla, usted no puede sacar ninguna conclusión de ello.

Sin embargo, le digo que Samara Tannenbaum va a testificar en este juicio. Va a subir al estrado y va a decirle, con sus propias palabras, lo que hizo la noche en que murió su marido, y lo que no hizo.

Debe saber que sospecho que quizá no le caiga bien Samara Tannenbaum. En su vida ha hecho cosas de las que no está especialmente orgullosa. Por ejemplo, ha sido promiscua. Ha aceptado regalos, incluso dinero, a cambio de sexo. Ha sacado provecho de su físico. De hecho, contará que se casó con Barry Tannenbaum, en gran parte, por su dinero. Después de casarse con él, no convivieron durante mucho tiempo. Además, ella le fue infiel. Además, al contrario que usted y que los demás candidatos, ella no ha trabajado durante muchos años. Es lo que a veces llamamos una oportunista.

No obstante, ¿entiende, señora O’Sullivan, que este juicio no tiene nada que ver con que usted termine sintiendo simpatía por Samara o no? ¿Que este juicio sólo tiene que ver con una cosa? ¿Que, al final del día, este juicio tratará de si la fiscalía puede demostrar la culpabilidad de Samara más allá de toda duda razonable? ¿y que la carga de prueba requiere que el fiscal pueda convencerlos a todos ustedes de que Samara es culpable de asesinato, y que pueda convencerlos más allá de toda duda razonable?

La señora O’Sullivan le aseguró a Jaywalker que entendía todo eso y que seguiría las instrucciones del juez. Jaywalker no se dejó engañar ni por asomo. Un ama de casa de ascendencia irlandesa, de cara roja y cien kilos de peso, madre de ocho hijos y esposa de un antiguo policía que en la actualidad trabajaba como guardia de seguridad de un banco no le daría a Samara ni la hora, y mucho menos iba a ser imparcial con ella en un juicio.

Sin embargo, eso no importaba. Lo importante era que Jaywalker había desbaratado el interrogatorio que Tom Burke iba a hacerle a Samara. Y que había puesto a un nivel tan bajo las expectativas que los miembros del jurado pudieran tener sobre ella que, dijera lo que dijera, Samara no podía ser tan mala como él la había pintado.

Les dio las gracias a los candidatos y volvió a su sitio.

La expresión «selección del jurado» es un nombre poco apropiado. En realidad, los abogados no consiguen seleccionar a los miembros del jurado que desean. El proceso debería llamarse «rechazo del jurado» o «no elección de un miembro del jurado». La cosa funciona así: los candidatos que tienen prejuicios reconocidos o identificables son recusados por causa legal, o con consentimiento de la parte contraria. No hay límite para el número de candidatos rechazados de este modo.

Una vez que se ha excluido a los candidatos por causa legal, los abogados ejercen, por turnos, su derecho a la recusación sin causa fundada, por la cual no hay que alegar causa alguna. Este tipo de recusaciones sí tiene un número predeterminado. El número depende de la gravedad de los cargos; por ejemplo, en un caso de hurto, cada abogado puede rechazar a tres candidatos sin alegar causa alguna. En un caso de robo o de robo con allanamiento de morada, el número se eleva a diez o quince, dependiendo del grado del delito. En los casos de asesinato o de otros crímenes de la clase A, los abogados pueden rechazar a veinte candidatos sin causa fundada.

Las recusaciones sin causa fundada no necesitan un motivo, siempre y cuando no estén motivadas por un intento demostrable de excluir a candidatos de una determinada raza u otra minoría reconocible legalmente.

Burke, como fiscal, tenía el primer turno. Con dos de los candidatos de la tribuna ya rechazados por causa legal, él hizo uso de cinco de sus recusaciones sin causa fundada. Jaywalker, después de haber repasado sus apuntes, sentía inquietud por casi todos los once restantes. Sin embargo, él también tenía un límite en cuanto al número de candidatos que podía rechazar, y no quería usar demasiados en aquel momento. Eso le daría a Burke ventaja después a la hora de conformar el jurado.

En algunas jurisdicciones, los miembros del jurado, una vez elegidos, pueden votar para elegir a su portavoz. Otros dejan que elija el juez. En Nueva York, la regla es bien sencilla: el primer miembro seleccionado que presta juramento se convierte automáticamente en el portavoz. Consciente de ello, Jaywalker rechazó a los dos primeros candidatos para evitar que ocuparan el puesto. Así consiguió que el portavoz fuera un taxista aceptable, aunque no perfecto. Jaywalker había decidido tiempo atrás que los hombres, aunque se identificaran más con Barry Tannenbaum, al menos reaccionarían positivamente hacia Samara.

Jaywalker rechazó a seis candidatos más, y se quedó con doce oportunidades más, frente a las quince de Burke. Los tres jurados que no habían sido rechazados prestaron juramento, incluyendo el taxista que desempeñaría la función de portavoz. Después, fueron excusados del resto del proceso de selección.

Jaywalker miró la hora. Eran casi las cuatro en punto. Llevaban allí casi todo el día, y sólo habían elegido a tres miembros del jurado.

El secretario volvió hacia el bombo, lo llenó con los nombres de dieciocho candidatos y todo comenzó de nuevo, empezando por las preguntas del magistrado. Hasta ahí llegaron aquel día.

– Dios, es interminable -se quejó Samara mientras dejaban la sala-. Y aburridísimo.

Jaywalker estaba de acuerdo en ambas cosas. La selección de un jurado era algo trabajoso y repetitivo, sobre todo con su propia insistencia en repetir los conceptos de la carga de prueba y la duda razonable. Como resultado, era la parte que, por lo general, más se descuidaba de todo un proceso. Sin embargo, él sabía que también era una de las más importantes. De abordarse adecuadamente, proporcionaba una oportunidad única para condicionar a los miembros del jurado para que fueran receptivos a argumentos que de otro modo habrían rechazado de plano. Y, de manejarse con habilidad, podía preparar el camino a la victoria en casi todos los juicios.

Lo que le preocupaba a Jaywalker en aquel momento, mientras bajaba en el viejísimo ascensor hacia el vestíbulo, era esa pequeña palabra que marcaba una salvedad: casi.


A la mañana siguiente, todos volvieron a la sala del juicio. Tom Burke se dirigió al grupo de nuevos candidatos, seguido de Jaywalker. En aquella ocasión, hubo tres personas rechazadas por causa legal. Burke recusó a otras cuatro y se quedó con once oportunidades más. Jaywalker rechazó a seis de sus doce. Los cinco miembros que quedaron prestaron juramento. El número de seleccionados se elevó a ocho.

En la tercera ronda, se despidió a cuatro por causa legal, Burke excluyó a seis y Jaywalker a cinco. Los números iban contra él. Quedaba un miembro del jurado por elegir, Burke podía recusar a cinco y Jaywalker sólo a uno.

Jaywalker utilizó su arma lo mejor que pudo en la última ronda, pero Burke aprovechó su ventaja para elegir al duodécimo testigo a placer: un coronel de la marina jubilado, cuyos músculos se marcaban bajo un jersey de cuello alto ajustado, de color mostaza. Jaywalker lo había visto mirando a Samara con desprecio.

Del resto de los candidatos, eligieron a seis suplentes, que escucharían los testimonios, pero sólo se unirían a la deliberación si uno de los miembros del jurado quedaba incapacitado por alguna razón. Eran casi las cinco y media cuando terminó la jornada.

Pero tenían al jurado.

Stanley Merkel, el taxista y portavoz: blanco, con calvicie, de unos cuarenta años. Leona Sturdivant, administrativa jubilada de un colegio: blanca, remilgada, de unos sesenta años. Vito Todesco, importador y exportador: blanco, de ascendencia italiana, de unos cincuenta años. Shirley Johnson, auxiliar de enfermería en un hospital católico: negra, temerosa de Dios, de unos setenta años. David Wong, estudiante de ingeniería: de ascendencia china, entre veinte y treinta años. Mary Ellen TomlinsonMarchetti, asesora de inversiones: blanca, de unos cuarenta años, protestante, casada con un norteamericano de ascendencia italiana. Leonard Schrier, un tendero jubilado: blanco, sesenta y cinco años, podía ser un judío comprensivo e inclinado a perdonar a Samara, o un antiguo soldado de asalto dispuesto a arrojarla a las llamas del infierno. Carmelita Rosado, maestra de guardería: hispana, muy callada, de unos treinta años. Ebrahim Singh, un terapeuta de voz: indio o paquistaní, de unos cincuenta años. Angelina Olivetti, una actriz en paro que trabajaba de camarera: blanca, de ascendencia italiana y guapa. Theresa McGuire, ama de casa: blanca, de ascendencia irlandesa, sin edad definida. George Stetson, el coronel a quien había elegido cuando Jaywalker se había quedado sin recusaciones: de unos sesenta años, tieso como el palo de una escoba y muy, muy blanco.

Seis hombres, seis mujeres. Ocho blancos, una negra, una hispana, un asiático, uno de Oriente medio. Seis católicos, dos protestantes, uno posiblemente budista y tres signos de interrogación. Aquéllos eran los miembros de un jurado que iba a decidir sobre la suerte de Samara Tannenbaum. En una escala de diez, Jaywalker les habría dado un dos o un tres, pero la verdad era que no estaba interesado en quiénes eran cuando habían entrado en la sala. Él había tenido sus dos minutos con cada uno de ellos, su oportunidad para condicionarlos, para conseguir que perdieran la sensibilidad a lo peor que pudiera decirles Tom Burke. Y, sí, su oportunidad para lavarles el cerebro. Si había fracasado, la culpa era suya y de nadie más.

Aunque las consecuencias las pagaría Samara.

Загрузка...