11.

¿Ha dicho fianza?

– Samara Tannenbaum -leyó el secretario-, ha sido acusada de asesinato y de otros crímenes. ¿Cómo se declara, culpable o no culpable?

– No culpable -dijo Samara.

Aquél era el momento en el que, normalmente, Jaywalker solicitaría la libertad bajo fianza de su defendido. Sin embargo, estaban de nuevo ante Carolyn Berman. Ella era quien había bloqueado la cuenta bancaria de Samara y después había modificado su decisión para que pudiera costearse la representación legal con la tarifa de setenta y cinco dólares la hora. Además, era una mujer, y Jaywalker sabía por experiencia que las juezas eran más severas con las acusadas que los jueces. Era una regla que tenía más fuerza cuando la acusada no sólo era una mujer, sino una mujer joven y guapa con grandes privilegios.

Así que Jaywalker no dijo nada.

Le gustaba no decir nada, otra característica que lo diferenciaba de los demás abogados que él conocía. Y le gustaba no decir nada, especialmente, en un momento como aquél, cuando había periodistas de todos los medios entre el público que se había congregado tras ellos. Después, en el exterior de la sala, cuando lo siguieran, lo enfocaran con las luces y le pusieran los micrófonos ante la cara, seguiría sin decir nada. «Sin comentarios».

– Sala 51 -dijo el secretario-. Juez Sobel.

Por fin habían tenido buena suerte. Matthew Sobel era una persona bondadosa, un juez que llevaba la toga modestamente y que trataba a los abogados y a los acusados con respeto. Con él podía tenerse un juicio justo e incluso terminar con una sentencia razonable si se perdía. Además, era abierto en el asunto de la libertad bajo fianza. Y era un hombre.

– El juez Sobel quiere que elija un martes -dijo la juez Berman.

– ¿Qué tal mañana? -preguntó Jaywalker.

– Demasiado pronto.

De nuevo, aquel problema de que el expediente tuviera que ir de una sala a otra, en aquel caso desde el piso undécimo al piso decimotercero.

– ¿Y dentro de una semana?

– Bien -dijo la juez-. Siguiente caso.


Después de la comparecencia, Jaywalker se encontró con Samara. En aquella ocasión, sin embargo, incluso pudieron disfrutar de algo de privacidad en la habitación adjunta a la sala del tribunal. Como Samara era la única mujer que había acudido al juzgado aquella mañana, tenía toda la sala para sí, y ambos hablaron a través de los barrotes, lo suficientemente cerca como para tocarse, de lo cual fue muy consciente Jaywalker.

Después de conocer las condiciones de su suspensión, el fin de semana lo había rejuvenecido, de algún modo. También le había dado ocasión de superar su irritación por la indiferencia de Samara ante el hecho de que hubiera sangre de Barry en los objetos que habían encontrado en su casa. Él se inclinó hacia delante, contra los barrotes, y le habló en voz baja. Ella, que medía casi treinta centímetros menos que él, lo había escuchado con suma atención, con la cara inclinada hacia arriba, mirándolo a los ojos, repitiendo en silencio sus palabras como si quisiera aprenderlas de memoria.

Hablaron de aquel modo durante veinte minutos, hasta que un oficial los interrumpió para explicarles que tenía que llevar a Samara al piso de arriba para que pudieran utilizar aquella sala para un acusado con problemas mentales, alguien que tenía que estar separado de la población y mantenido en observación.

Mientras bajaba en el ascensor, y al salir a la calle, al sol del mediodía, lo único en lo que podía pensar Jaywalker era en Lynne Stewart, una abogada que había salido en las noticias porque la habían grabado mientras hablaba y la habían enviado a una prisión federal por las cosas que le había dicho a su cliente durante una visita en la cárcel.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.

A propósito de alguien con problemas mentales.


Pasó una semana. Jaywalker resolvió el primer caso de la lista y, obedientemente, dio cuenta de ello al comité disciplinario. El frío que empezaba a hacer por las mañanas le obligó a cambiar los trajes de verano por trajes más abrigados, y las noches de octubre llegaban más y más pronto a cada día que pasaba. En casa, Jaywalker se dio cuenta de que cada vez llenaba más la copa de Kalhúa y de que cada vez se la bebía más rápidamente.

Tom Burke le envió por correo electrónico una copia del informe de las pruebas de ADN, que confirmaban que la sangre del cuchillo, de la blusa y de la toalla era la de Barry Tannenbaum.

Las autoridades siguieron transportando a Samara desde Rikers Island todas las mañanas, y llevándosela de nuevo todas las tardes. Jaywalker la veía diariamente en la sala de visitas del piso duodécimo. Hablaban poco del caso y menos todavía de sus posibilidades de conseguir la libertad bajo fianza durante su próxima comparecencia. Sin embargo, él se daba cuenta de que ella estaba haciendo los deberes y cumpliendo su parte del trato. Las ojeras se habían hecho negras y profundas; tenía el pelo sucio, mortecino. Los labios se le habían secado y agrietado, y el inferior se le había encogido visiblemente y casi había adquirido un tamaño normal.

En resumen, estaba marchitándose, consumiéndose ante sus ojos, como si fuera una refugiada del tercer mundo, de una hambruna o una plaga.

– Perfecto -le dijo Jaywalker.


El martes siguiente hicieron su primera aparición ante el juez Sobel. Apenas había periodistas en la sala en aquella ocasión. La estrategia de Jaywalker de mantener comparecencias tan breves como fuera posible y el hecho de no decir nada que los reporteros pudieran citar en sus artículos había tenido el efecto deseado. Y, al retrasar la sesión hasta última hora de la tarde, retando a los que habían acudido temprano a que esperaran durante todo el día, había conseguido reducir su número todavía más.

– ¿Está bien su clienta?

Aquéllas fueron, literalmente, las primeras palabras que salieron de la boca del juez cuando vio aparecer a Samara en la sala, custodiada por dos guardias.

– No -respondió Jaywalker-. En realidad, no está bien.

Samara obtuvo permiso para sentarse en la mesa de la defensa, frente al juez. Sobel, sin duda, había visto fotografías suyas. Todo el mundo las había visto. Sin embargo, en aquellas fotografías aparecía una mujer asombrosamente bella, y la mujer que el juez tenía ante sí parecía una enferma terminal que acababa de sufrir el atropello de un tren. Además del aspecto consumido que había adquirido durante su mes de encarcelamiento, tenía un corte en la frente y un ojo amoratado e hinchado. Parecía que le habían arrancado algunos mechones de pelo, y se llevaba repetidamente la mano a un lado de la cabeza, gesto que dejaba ver el vendaje que le cubría la muñeca.

– ¿Esto es en honor a Halloween? -preguntó Tom Burke, quizá con la esperanza de que un poco de ligereza pudiera romper el silencio que se había hecho en la sala.

Jaywalker lo miró fijamente, con dureza, pero no dijo nada; prefirió dejar que el comentario quedara en el aire.

Finalmente, el juez Sobel recuperó la voz.

– Acérquense -les ordenó a los abogados-, y díganme qué es lo que pasa.

Junto al estrado, con el relator cerca anotando todas y cada una de las palabras, pero sin que el público pudiera oírlo, Jaywalker habló en voz baja.

– Lógicamente -explicó-, mi clienta se convirtió inmediatamente en un blanco en Rikers Island. Es blanca, es rica y es guapa. Era guapa, al menos. De todos modos, ella intentó integrarse y soportó el acoso tanto como pudo. El límite llegó cuando sufrió un abuso sexual. Entonces pidió ayuda. El problema fue que no sabía a quién dirigirse. En vez de llamarme a mí o incluso hablar con un capitán, telefoneó a la comisión penitenciaria.

– ¿A esos payasos? -preguntó Burke.

Era cierto. Los miembros de la comisión pertenecían a un grupo de supervisión aparte del departamento penitenciario, y eran considerados como entrometidos por todo el mundo que formaba parte de la jerarquía de la cárcel.

– ¿Cómo iba a saberlo ella? -respondió Jaywalker-. De todos modos, ellos comenzaron una investigación. Tengo a uno de los miembros de la comisión aquí en el juzgado, por si quieren verificarlo. Entrevistaron a oficiales, a lugartenientes y a un par de capitanes. O al menos, lo intentaron. Ni que decir tiene que eso sólo sirvió para empeorar las cosas. Ahora, mi clienta sufre ataques constantes de las otras internas, y los funcionarios no sólo miran hacia otro lado, sino que intentan culparla de instigar a las demás. Está en una situación imposible.

– Ella misma se ha puesto ahí -dijo Burke.

Sobel hizo caso omiso del comentario.

– Bien -dijo-. Lo primero que necesita es atención médica.

– Con todo respeto -intervino Jaywalker, que notó cierta apertura-, lo primero que necesita es salir de allí.

– Quizá mi oficina pueda trasladarla a Bedford Hills -dijo Burke-, o a una prisión federal.

– Con eso hay un problema -dijo Sobel-. En cuanto lo haga con un acusado, sentaré un precedente. Después tendré autobuses llenos de internos con heridas que se han infligido ellos mismos para que los transfieran.

Jaywalker se mordió la mejilla por dentro, deseando que el juez olvidara todo pensamiento sobre heridas producidas sobre uno mismo.

– ¿Hay alguna probabilidad de que sopese la libertad bajo fianza? -preguntó-. Me temo que, si no sale, vamos a tener otra muerte.

– ¿Has dicho fianza? -exclamó Burke. Para alguien que debía haber visto que aquello se acercaba, parecía muy incrédulo-. Es un caso de asesinato.

Sobel alzó la mano, pero Jaywalker decidió que aquel gesto no era para él.

– Mire -dijo-, ella no va a ir a ninguna parte. Retírele el pasaporte, póngale un brazalete en el tobillo y enciérrela en su casa.

– Éste es un caso de asesinato -insistió Burke-. Tengo los resultados concordantes de las pruebas de ADN. No puede fijar una fianza.

Decir aquello era una equivocación.

El juez Sobel se volvió hacia Burke y habló con tanta calma como siempre.

Sin embargo, por sus palabras quedó claro que no le gustaba que le dijeran lo que podía hacer y lo que no.

– Dígame -le indicó a Burke-, si éste fuera otro tipo de caso, ¿estaríamos hablando sobre si esta acusada presenta un gran riesgo de fuga?

Burke titubeó durante un instante. Jaywalker se imaginaba la lucha que tenía lugar dentro de él. Un fiscal menos honesto habría respondido rápidamente que sí, pero Burke estaba atrapado en su propia decencia.

– Lo cierto es -dijo, intentando responder la pregunta sin responderla-, que es la acusación de asesinato lo que le da el incentivo para fugarse.

– Esto es un poco circular -comentó Sobel-, ¿no le parece? Quiero decir que, si la gravedad de la imputación fuera la única consideración, los jueces denegarían la fianza en todos los casos graves. Pero no lo hacemos. De hecho, ocasionalmente se concede la libertad bajo fianza en caso de asesinato, si las circunstancias son poco usuales. Yo recuerdo haberla concedido en un caso de asesinato suyo, señor Burke, y en otro del señor Jaywalker. Y ninguno de esos acusados huyó, que yo recuerde.

– Pero, ¿cuáles son las circunstancias poco usuales aquí, señor juez?

– Mire a la acusada durante un momento, ¿quiere? Dígame qué no es inusual.

Burke miró. No dijo nada.

Jaywalker tampoco dijo nada. Había aprendido mucho tiempo atrás que había que abandonar cuando se iba en cabeza.


Pasó casi toda la semana hasta que la juez Berman modificó la orden otra vez, se encontró la escritura de la casa a nombre de Samara y se negoció con el banco en el que estaba su cuenta. Parecía que a los bancos les gustaba poner todos los puntos sobre las íes a la hora de soltar cien mil dólares. Además, estaba el asunto del pasaporte de Samara, y la necesidad de ajustarle el brazalete de control.

Sin embargo, aquel viernes por la tarde, cuando Jaywalker salió de los juzgados y notó el frío de principios de noviembre, Samara Tannenbaum estaba a su lado. En aquella ocasión, los medios de comunicación estaban presentes en toda su gloria, con cámaras de vídeo y de fotos, y con los micrófonos preparados. Samara, que tenía un aspecto un poco mejor que tres días antes, esbozó una sonrisa, pero no habló. Jaywalker, por el contrario, renunció a su tratamiento silencioso para con los periodistas y se mostró muy expansivo.

– Samara va a casa a descansar y a recuperarse -les dijo-. Les deseamos a todos un buen fin de semana.

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