16.

Una fecha segura

A la mañana siguiente, todo aquello seguía sin tener sentido para Jaywalker.

Para empezar, ¿cómo era posible que la policía encontrara las cosas que estaban escondidas detrás de la cisterna y no encontrara el frasco de Seconal que había en el armario de las especias? Bien, a él mismo se le había pasado por alto incluso después de que Samara se lo señalara, ¿no? Pero él tenía muchas excusas. Estaba cansado y tenía mucho frío. Además, había perdido la práctica. Cuando trabajaba para la Agencia Antidroga Americana, nunca se le habría escapado. Aparte de la nevera y el congelador, el armario de las especias era uno de los primeros lugares donde solía buscar. Los traficantes siempre escondían cosas allí, metían la marihuana en el frasco del orégano, o escondían la heroína o la cocaína en la lata de la harina. Sin embargo, nunca en el azucarero; habían ocurrido muchos accidentes muy caros, e incluso mortales, de ese modo.

No obstante, los policías que habían registrado la casa de Samara también tenían excusa. Ellos no estaban buscando estupefacientes. La información sobre la presencia del barbitúrico en la sangre de Barry se había conocido semanas después, al realizarse la autopsia y los análisis de toxicología. La policía estaba buscando un cuchillo, y un cuchillo no se escondía en el armario de las especias. Se escondía en… bueno, se escondía detrás de la cisterna del baño de arriba, por ejemplo. Era un sitio inteligente, pero no tanto como para engañar a la policía durante un registro minucioso.

Así que, en parte, tenía sentido.

Lo único que no tenía sentido era por qué Samara había estado tan ansiosa por enseñarle lo que, según ella, acababa de encontrar, y por qué ella pensaba que eso era la demostración de que alguien le había tendido una trampa. Jaywalker no estaba dispuesto a tragarse eso. Sin embargo, el incidente le había afectado. Hasta la noche anterior, había conseguido olvidar el caso de Samara. Lo había ignorado, lo había bloqueado en un lugar de su mente, había fingido que ya no existía. ¿Por qué? Porque estaba demasiado preocupado por perder aquel juicio.

Era una vergüenza por su parte.

Pese a que Samara fuera culpable, tenía derecho a que él hiciera todos los esfuerzos posibles por su caso. ¿No era eso, exactamente, lo que él había predicado durante toda su carrera, el discurso pomposo que le había soltado a todo aquél que le preguntaba cómo podía defender a gente cuya culpabilidad conocía de sobra? Su trabajo era batallar por ellos, decía; era su solemne deber, tanto como cuando sabía que el acusado era inocente. Eso era lo que le distinguía de entre todos los demás abogados, de los tipos que sólo estaban en aquello por el dinero. Si un abogado no lo daba todo porque pensaba, o incluso sabía, que su cliente había cometido el crimen, era un inútil.

Samara se merecía algo mejor.

Samara se merecía a un guerrero.

Ya era hora de que Jaywalker dejara de enfurruñarse en su casa. Tenía que sacar la armadura, quitarle el polvo y ponérsela. Tenía la fecha de un juicio por asesinato. Quizá su clienta fuera culpable y hubiera pruebas sólidas contra ella, pero ésas no eran excusas válidas, y aquél no era momento para abandonarla.

Tomó el teléfono y llamó a LeGrosso; respondió el contestador.

– Nicky -dijo, después de identificarse-, quiero que te pongas a trabajar en los enemigos de Barry Tannenbaum. Concéntrate en todos los que pudieran tener acceso al apartamento de Barry, y relaciónalos con los que pudieran tener acceso también a casa de Samara. Sé que es descabellado, pero es lo único que tenemos por el momento.

Después llamó a Samara y le dijo que iba hacia su casa.

– ¿Qué hora es? -le preguntó ella, medio dormida.

Jaywalker se rió y colgó.


Ella lo recibió en la puerta, vestida únicamente, que él supiera, con un albornoz corto y el brazalete en el tobillo. Sin embargo, se dio cuenta de que le había dado tiempo a ducharse, a lavarse el pelo y a maquillarse. Claramente, los días de privación de Samara en la cárcel habían quedado atrás, al menos por el momento.

Jaywalker le tendió la manta que ella le había prestado la noche anterior, la que él se había llevado a su casa como un idiota.

– No tenías que haber venido expresamente para dármela -le dijo ella.

– No lo he hecho. He venido porque tengo que hablar más contigo.

Ella le cedió el paso, y él la siguió por las escaleras hasta una habitación en la que no había estado antes. Samara se acercó a una de las dos butacas enfrentadas que había en la estancia y le indicó que se acomodara en la otra. Cuando ella se sentó y dobló las rodillas para meter las piernas debajo del cuerpo, el albornoz se le abrió, y Jaywalker apartó la mirada, consiguiendo que ella sonriera otra vez a causa de su azoramiento.

– Lo siento -dijo él.

– ¿Por mirar? ¿O por no mirar?

– Por ninguna de las dos cosas -respondió Jaywalker-. Por lo de anoche.

– Fui yo la que te despertó, ¿no?

– Sí -dijo él-, y en ese sentido estamos empatados. Pero sigo debiéndote una disculpa.

Ella arqueó una ceja, lo cual era un considerable talento en opinión de Jaywalker. De niño, él había pasado una hora frente a un espejo, una tarde, intentando sin éxito aprender a hacerlo. Finalmente, había pensado que era una cosa propia de las chicas.

– ¿Por qué? -preguntó Samara.

– Por no tomarme tu caso en serio.

Ella se quedó pensativa durante un momento, y después dijo:

– Está bien, acepto tu disculpa.

– ¿Tiraste el Seconal?

– Por supuesto que no -dijo ella-. Yo soy la que sé que no lo puso ahí, ¿no te acuerdas?

Él sonrió. Tenía que admitir que era muy buena. También era una delicia mirarla, sobre todo en albornoz. Jaywalker se puso en pie, porque si esperaba mucho más no podría hacerlo.

– Escucha -le dijo-, quiero echar un vistazo por la casa, para ver si hay algo que se les pasara por alto a los policías.

Comenzaron por el piso de arriba y bajaron hasta el sótano. El registro duró casi una hora, y aunque no encontraron nada tan trascendental como el Seconal, sí dieron con un par de cosas interesantes: una copia del acuerdo prenupcial de Samara y Barry, por ejemplo, en virtud del cual ella se quedaría sin un céntimo si se divorciaba de él. También un cajón lleno de la lencería más escasa y sexy que él hubiera visto en su vida.

– Tangas -le explicó Samara, estirando la cintura de uno de ellos. Era tan delgado que podría haber pasado por un hilo dental. Ella sonrió con picardía cuando él apartó la vista.

Había un congelador dedicado solamente a kilos y kilos de helado. La mayoría de los botes tenían nombres de sabores de diseño, como Momento Kiwi Mango. Y en uno de los cajones de la cocina había media docena de cuchillos de cocina de acero inoxidable, con puntas afiladas y bordes de sierra. Del expediente, que había llevado consigo, Jaywalker sacó una fotografía del arma homicida y resultó ser idéntica a aquellos cuchillos.

Después sacó una segunda fotografía, en la que aparecía la blusa manchada de sangre.

– ¿Cuál es la historia de esto? -le preguntó a Samara.

– Es mía -dijo ella.

– ¿La llevabas puesta durante la última noche que estuviste con Barry?

Samara se encogió de hombros.

– ¿Quién se acuerda?

– Bueno, si no la hubieras llevado puesta, ¿dónde habría estado?

– Supongo que en mi tocador, o colgada en mi armario.

– ¿Y esto? -Jaywalker le mostró la tercera y última foto, en la que aparecía la toalla manchada de sangre.

– Parece una de las mías.

Él le permitió que lo convenciera para quedarse a desayunar, o a tomar el aperitivo, por la hora que era. Ella tomó Vainilla Francesa con Raíz de Jengibre con sirope de chocolate. Él no sabía dónde ponía las calorías. Jaywalker se decidió por el Chocolate Belga Doble, con un toque de Sorbete de Chutney de Mango. Comieron directamente de los botes, compartiendo «oohs» y «aahs» a cada cucharada que tomaban. Fue divertido. Era la primera vez que Jaywalker recordaba haberse divertido en… bueno, en mucho tiempo.


Jaywalker pasó las dos semanas siguientes poniéndose al día febrilmente. Leyó, releyó y volvió a leer hasta el último papel del expediente, que en aquel momento ya constaba de tres cajas grandes llenas de documentación. Dibujó mapas y confeccionó tablas, pidió ampliaciones de las fotografías y las montó en cartón rígido. Lo organizó todo en apartados, e hizo copias extra de los documentos que estaban relacionados con más de un testigo, de modo que durante el juicio no tuviera que revolver para encontrar algo que necesitara mostrar o señalar.

Tomó notas e hizo perfiles de interrogación para los testigos. Preparó preguntas para el proceso de selección de los miembros del jurado. Trabajó en la declaración inicial y en la recapitulación. Se preparó para la vista previa al juicio.

Llamó a Nicky Piernas para que redoblara sus esfuerzos en la investigación sobre los enemigos de Barry Tannenbaum. Sin embargo, aunque entre los dos pudieron dar con un puñado de ellos que odiaban a Barry lo suficiente como para quererlo muerto, incluyendo a dos o tres que quizá tuvieran acceso a las llaves del apartamento de la víctima, ninguno de los dos tenía acceso a casa de Samara, y ninguno de los dos parecía capaz de haber transformado sus fantasías en realidad.

Llevó un par de trajes y unas cuantas camisas al tinte. Limpió dos pares de zapatos y les sacó brillo, y además los coordinó con dos cinturones a juego. Incluso seleccionó tres o cuatro corbatas, lo suficiente como para poder vestirse adecuadamente durante un juicio de dos o tres semanas.

Pasó mucho tiempo con Samara. Estaba convencido de que era primordial que ella saliera al estrado y negara su responsabilidad en la muerte de Barry, así que comenzó a prepararla para el interrogatorio. La sentaba en una silla de respaldo recto en el despacho, no en su casa, donde ella se encontraría más cómoda, y la acribillaba a preguntas en su mejor imitación de Tom Burke, inquiriéndola sobre su paradero la noche de autos, sus mentiras iniciales a la policía, sus aventuras extramaritales y su firma en la póliza de seguros.

Y ella lo hacía bien, si bien podía definirse como ser capaz de responder las preguntas de tal manera que se hacía el menor daño posible a sí misma. Sin embargo, bien no iba a ser suficiente para conseguirlo, y Jaywalker lo sabía. Las pruebas en contra eran tan contundentes que, pese a lo que ella dijera, y a lo bien que lo dijera, haría falta un milagro para ganar el juicio.

Sin embargo, ése era su trabajo. Se esperaba que los abogados defensores hicieran milagros, nada más y nada menos. Y Jaywalker había hecho tantos durante los últimos años que había empezado a preguntarse si no sería capaz de caminar sobre el agua. Todos aquéllos que habían intentado hacerlo habían terminado, antes o después, empapados.

Otra de las razones por las que pasaba tiempo con Samara era que había empezado a tenerle simpatía de verdad. Ella nunca ocultaba los altibajos de su pasado, nunca negaba que se había casado por dinero, nunca se disculpó por haber engañado a su marido. Y había algo muy real, algo honesto, en su manera de responder las preguntas, sin repetir primero la pregunta dándose tiempo para calcular las consecuencias de su respuesta. Era como si no tuviera ningún plan, como si no tuviera interés en ocultar los hechos ni en censurar sus emociones. Y, pese a los esfuerzos constantes de Jaywalker por «limpiarle la boca», Samara continuaba siendo tan rápida con su mal lenguaje como con sus carcajadas. No parecía que tuviera malicia. Para Jaywalker, aquella transparencia podía ser un tanto a favor o una desventaja, dependiendo de cómo se mirara. Los miembros del jurado podrían enamorarse fácilmente de Samara, tal y como parecía que le estaba ocurriendo a él, en cierto sentido, o podrían odiarla fácilmente al interpretar su indiferencia y su poca disposición a pedir disculpas como arrogancia.

Por otra parte, ella nunca vaciló a la hora de declararse inocente, ni bajo el interrogatorio de Jaywalker, ni ante las pruebas, ni siquiera cuando él le mintió un día, diciéndole que Tom Burke estaba dispuesto a dejar que la condena fuera sólo de cuatro años si se declaraba culpable de homicidio sin premeditación, ni siquiera cuando él le propuso que se sometiera al detector de mentiras. De hecho, ella aceptó rápidamente la sugerencia, y fue Jaywalker quien tuvo que vetar la idea. Había aprendido mucho tiempo antes que los exámenes del polígrafo no servían para nada. Su único valor radicaba en averiguar quién estaba dispuesto a someterse a uno, o quién se mostraba reticente; aquél era un examen que Samara había aprobado con nota. Por lo demás, los resultados de aquellos exámenes no tenían valor científico y no eran admisibles en un juicio.

Algunas veces, aquellas negativas de Samara conseguían que estuviera a punto de creerla. Sin embargo, entonces sólo tenía que concentrarse en las pruebas y en dos preguntas para las que no tenía respuesta: si Samara no había matado a Barry, ¿quién lo había hecho? ¿Y cómo se las habían arreglado para dejar las cosas de tal manera que todo apuntaba a ella?


Cuando volvieron al juzgado, la segunda semana de diciembre, el juez Sobel fijó por fin la fecha del juicio: el 15 de enero. Así pues, a falta de un mes para su celebración, Jaywalker se dedicó en cuerpo y alma a trabajar. Se reunió una docena de veces con Nicky Piernas, y entre los dos entrevistaron a varias de las personas que figuraban en la lista de enemigos de Barry Tannenbaum. El presidente de la junta de vecinos, un SEAL de la Armada retirado, admitió que tenía enemistad con Barry, pero se rió ante la sugerencia de que lo hubiera asesinado. El encargado de mantenimiento se quedó asombrado.

– ¿Yo? ¿Matar a Tannenbaum? Yo no soy un asesino. Yo cambio bombillas, limpio las ventanas, arreglo las cerraduras, friego los hornos. Yo no maté a Tannenbaum.

Sin embargo, los dos individuos que más interés tenían para Jaywalker eran el contable de Barry y su antiguo abogado, pero ambos se negaron a ser entrevistados.

– Si quiere que testifique -le dijo el abogado-, envíeme una citación. De lo contrario, no me moleste.

El contable le dijo más o menos lo mismo, aunque con más amabilidad.

– Lo que tenga que decir preferiría decirlo ante un tribunal.

Jaywalker sospechó que quizá ellos dos hubieran hablado del tema, y se preguntó si Burke iba a llamarlos al estrado de los testigos.

Aumentó el número de sesiones de preparación con Samara y pulió todas las asperezas. Sin embargo, llegó el momento en que fue mejor dejarlo. Él no quería que pareciera que había ensayado y memorizado todas sus frases. A finales del mes de diciembre, ella era lo suficientemente buena en los interrogatorios como para poder terminar con las sesiones. Para él fue duro, pero sabía que Samara sería una buena testigo. El problema nunca había sido ella. Desde el principio, el problema siempre habían sido los hechos.

Dos días antes de Nochevieja, cuando los demás neoyorquinos estaban intercambiando regalos y preparándose para la fiesta, Jaywalker convenció a Tom Burke para que lo llevara a visitar el apartamento de Barry Tannenbaum. Jaywalker se quedó sorprendido al comprobar que la cinta amarilla y negra que indicaba que aquello era el escenario de un crimen todavía estaba en su sitio. Sin embargo, Tannenbaum vivía solo, y en el último piso, y era evidente que la presencia de aquella cinta no molestaba a nadie lo suficiente como para haberla retirado. El detective que los acompañaba levantó la cinta por encima de sus cabezas, rompió el sello, abrió la puerta y les cedió el paso.

A Jaywalker le pareció un piso moderno para ser de un millonario. Tenía una sala de estar pequeña, un salón, un despacho, biblioteca, cocina, despensa, tres dormitorios y cuatro baños. Y Samara tenía razón en cuanto a la cocina: no había horno ni fuegos a la vista, sólo un pequeño microondas sobre la encimera.

Jaywalker se acercó a la ventana. Como todas las demás, daba al norte, y desde ella se divisaba todo Central Park. Hacia el este y el oeste sólo se veían los tejados de los demás edificios, que tenían menos altura. Quien hubiera matado a Barry no tenía que preocuparse de que lo vieran haciéndolo.

Sobre el suelo de baldosas estaba el contorno del cuerpo de Tannenbaum, y en medio de la figura había una gran mancha casi negra. La gente pensaba que la sangre es roja, pero una vez que se secaba, la sangre se hacía negra. Él lo había descubierto de un modo muy duro. Había sido después de la operación de su mujer, después de la quimioterapia y la radiación, después de la última de las transfusiones que le hicieron para ganar tiempo. Él la había sacado del hospital, contra el consejo de los médicos, y se la había llevado a morir a casa. Todas las mañanas había coágulos negros sobre su almohada, unos pocos menos que el día anterior. Todos los días, él cambiaba la funda de la almohada por una limpia. Después de una semana, las manchas comenzaron a ser cada vez más pequeñas, y él se atrevió a esperar un milagro, una última remisión. Sin embargo, la verdad era que a ella se le había acabado la sangre.

– Aquí es donde sucedió -dijo el detective.

Era evidente, pero hacía mucho tiempo que Jaywalker había aprendido a no fiarse de lo evidente.

– ¿Cómo lo sabe?

– No había más sangre -dijo el detective.

– A menos que el asesino la limpiara.

– ¿Ha intentado alguna vez limpiar sangre de una baldosa como ésta?

– No -dijo Jaywalker-. ¿Y así era como estaba?

– Sí. El primer oficial que llegó a la escena del crimen la aseguró. Ni siquiera hemos dejado que entrara la asistenta, ni los agentes inmobiliarios a echarle un vistazo. Tuvimos que decirles que no podían entrar hasta que se dictara la condena.

– Suponiendo que haya condena.

El detective se rió amablemente, para que Jaywalker supiera que había entendido la broma. Sin embargo, cuando se marcharon, unos minutos más tarde, estaba muy serio de nuevo. Cerró el apartamento con llave y puso una cinta nueva en la puerta.


Jaywalker celebró la Nochevieja solo en casa, después de rechazar una invitación de Samara para que fuera a su casa. Había algunas cosas que no cambiaban; todavía era un tonto. Sin embargo, el profesional que había en él sabía que, por mucho que lo deseara, uno no se acostaba con su defendida. Al menos, no lo hacía hasta que el caso hubiera terminado. Para entonces, claro, sería demasiado tarde. La última vez que lo había indagado, no permitían visitas conyugales en Rikers Island.

Aquella vez llegó despierto hasta la medianoche, y se tomó lo poco que quedaba de la botella de Kalhúa. Sabía que no podría beber una gota de alcohol una vez que el juicio empezara. Y, en lo referente al sueño, bueno, tampoco tendría mucho tiempo para eso.

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