21.

El detective italiano

El lunes por la mañana, Tom Burke tenía a su detective listo para declarar. El fiscal también tenía un informe de dos páginas para Jaywalker. En la Era de la Informática, cuando los niños de tres años intercambiaban diariamente correos electrónicos con sus abuelos octogenarios, y los niños de colegio debían entregar sus trabajos hechos por ordenador, parecía que el Departamento de Policía de Nueva York había comprado todas las existencias de máquinas de escribir de las que todo el mundo se había desembarazado, las viejas, las que tenían las teclas mal alineadas y las cintas secas, y había enseñado a su personal a usarlas con los dedos pulgares, quizá, o con los codos, con la orden de que escribieran mal una de cada tres palabras y de que pasaran por alto las reglas de la gramática tan frecuentemente como pudieran.

Pese a todo, Jaywalker sólo tuvo que echarle un vistazo al informe para saber por qué el detective no había podido ir a declarar el viernes anterior. No había sido porque tuviera que comparecer como testigo en otro juicio, ni porque tuviera un asunto familiar grave que solucionar. Había estado muy ocupado trabajando en algo relacionado con el proceso: había estado reuniendo huellas dactilares, en algunos casos recopilándolas de tarjetas de expedientes de BCI, en otros localizando a los individuos y tomándoles impresiones de las huellas con su consentimiento. Jaywalker estuvo a punto de soltar un gruñido al ver los nombres de los individuos: Anthony Mazzini, Alain Manheim, William Smythe, Kenneth Redding. Burke le había dado al detective la lista de la gente que él le había mencionado a Roger Ramseyer, el detective de la División de Investigación Criminal que había testificado el jueves. Aquéllos eran los sospechosos cuyas huellas debían haber sido comparadas con las huellas desconocidas que se habían hallado en el apartamento de Barry Tannenbaum. Ahora, los jurados iban a oír que ninguna de aquellas huellas, ni siquiera las de Mazzini, que había estado pululando por el piso durante más de media hora, coincidía con las huellas identificadas.

Jaywalker miró a Burke y lo pilló intentando contener una sonrisa.

– Buen trabajo -tuvo que decirle.


Anthony Bonfiglio era un neoyorquino de pro. Parecía salido de Little Italy, o quizá de Pleasant Avenue. Podía haber representado a un mafioso de Los Soprano, o haber sido corredor de apuestas, prestamista, policía. Al final, se había convertido en policía. Y veinte años más tarde, era detective de primer grado y trabajaba en homicidios. Jaywalker lo conocía porque lo había interrogado un par de veces en algún juicio. No le tenía demasiada simpatía, porque pensaba que era de los que se dejaban sobornar, aunque no podía demostrarlo. Sin embargo, a los miembros del jurado les encantaba su imagen de policía duro y se creían todo lo que decía.

Burke hizo que el detective explicara qué había hecho después de que le asignaran el caso.

– Yo y mi compañero, Eddie Torres, fuimos al apartamento donde habían encontrado el cadáver. Los oficiales ya estaban allí, y habían asegurado la escena del crimen. También había una detective de la Unidad de la Escena del Crimen, empolvando superficies, sacando huellas, tomando fotos y haciendo otras cosas.

Bonfiglio había examinado el cuerpo y había comprobado que era la víctima de un asesinato. Tenía una puñalada en el pecho y, por la cantidad de sangre que había perdido, le había atravesado el corazón. Habló con los oficiales y los detectives que había en la escena, y le comunicaron que no habían encontrado el arma homicida. Él llevó a cabo su propio registro, con cuidado de no tocar o alterar nada innecesariamente. No encontró ningún cuchillo ni otro instrumento que en su opinión se hubiera usado en el crimen.

En general, el piso estaba limpio y ordenado. Había envases de comida china sobre la encimera de la cocina, con restos fríos, pero no estropeados. No había señales de que hubieran forzado la puerta, ni nada revuelto, ni lucha.

Señor Burke: ¿Qué hizo después?

Detective Bonfiglio: Me entrevisté con algunos de los vecinos. Con la señora Benita Gristede, del ático B; con el señor Charles Robbins, del ático C, y con los dos ocupantes del apartamento que había debajo del del señor Tannenbaum. Deje que mire… sí, el señor y la señora Goodwin, Chester y Lois.

Señor Burke: ¿Alguna de esas personas le dijo algo significativo?

Detective Bonfiglio: Sí. La señora Gristede.

Señor Burke: ¿Qué hizo usted después de recorrer los apartamentos vecinos?

Detective Bonfiglio: Yo y mi compañero bajamos al portal y conversamos con el portero y el encargado del edificio. Yo les pedí que llamaran al portero que estaba de servicio el día antes, para que fuera allí. Y ellos lo hicieron.

Señor Burke: ¿Y el portero acudió?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: ¿Recuerda su nombre?

Detective Bonfiglio: Un minuto… (revisa sus notas). Sí. José Lugo.

Señor Burke: ¿Y mantuvo una conversación con el señor Lugo?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: Señoría, ¿podemos acercarnos al estrado?

El Juez: Sí, acérquense.

Junto al estrado del juez, Burke explicó que, en aquel momento, quería interrumpir la declaración de su testigo para llamar a las dos personas que le habían proporcionado información, primero a la señora Gristede y después al señor Lugo. Jaywalker protestó, pero no dio el motivo. Si le hubieran presionado, habría tenido que decir que cualquier cosa que fuera buena para Burke era mala para su cliente, y que, además, todavía estaba enfadado con él por haber mentido sobre el detective Bonfiglio el viernes anterior.

– Su protesta no ha lugar -dijo el juez Sobel-. Le daré la opción de interrogar al testigo ahora, sobre lo que ha dicho hasta este momento, o de que espere hasta más tarde.

– Más tarde -respondió Jaywalker, de mal humor.

El juez les explicó a los miembros del jurado lo que iban a hacer, y concedió un descanso de quince minutos. Cuando los miembros del jurado hubieron salido de la sala, llamó a los abogados al estrado.

– ¿Ha habido algún ofrecimiento en este caso?

Así que estaba empezando. Matthew Sobel no era un entrometido. Al contrario que otros jueces, permitía a los abogados que llevaran sus casos y se abstenía de coaccionarlos para que hicieran un trato. Sin embargo, su pregunta de aquel momento, por muy suave y amable que fuera, era elocuente comparada con lo que otros hubieran podido decir.

«¿Por qué estamos celebrando este juicio?».

«¿No pueden encontrar otra solución?».

«¿No sabe su clienta que se enfrenta a una condena de veinticinco años a cadena perpetua?».

Y la favorita de Jaywalker, la imparcial «Y puede decirle que va a cumplir hasta el último día después de que el jurado la condene».

En aquel momento, hasta Matthew Sobel estaba empezando a hacerse preguntas. Quizá Jaywalker hubiera conseguido arrojar algo de arena a los ojos del jurado con la historia de que aquel caso era tan sólido porque alguien le había tendido una trampa a su cliente, pero no había conseguido engañar al juez. Y lo peor de todo era que las pruebas más condenatorias todavía no habían llegado. Sólo tenía que esperar a que Sobel oyera el testimonio de las mentiras de Samara, viera lo que habían encontrado en su apartamento y supiera la cantidad de la póliza del seguro de vida.

– Mi clienta es inocente -dijo.

Burke alzó las palmas de las manos hacia arriba. Aquél era su modo de explicar que Jaywalker lo había dicho todo con su comentario. Aunque sopesara el ofrecerle a Samara algo menos que el asesinato, ¿cómo iba a hacerlo, si ella continuaba declarándose inocente?

Sin dejarse persuadir por la lógica de Jaywalker, el juez Sobel insistió.

– ¿Querría pensar en un homicidio -le preguntó a Burke-, con una sentencia considerable? Me refiero a que yo podría llegar a una sentencia de veinticinco años.

– Mi clienta es inocente -repitió Jaywalker antes de que Burke pudiera responder, e intentando que su voz sonara más convincente que la vez anterior.

Pero no lo consiguió.


Benita Gristede era una mujer menuda de unos setenta u ochenta años, que parecía como si hubiera llegado en el Mayflower. Había sobrevivido a su marido y era la única ocupante del ático B, el apartamento que tenía un muro en común con el piso de Barry Tannenbaum. Durante la noche de autos, la señora Gristede había oído en el apartamento contiguo el ruido de una disputa entre un hombre y una mujer. Había reconocido la voz del hombre, el señor Tannenbaum, y la de una mujer; estaba segura de que la voz de la mujer era la de la esposa del señor Tannenbaum, a quien la señora Gristede conocía por el nombre de Sam. La discusión había ocurrido poco antes de las ocho, hacia el final del programa La Rueda de la Fortuna.

Señor Burke: ¿Y cómo es que recuerda eso?

Señora Gristede: Lo recuerdo porque la discusión era tan ruidosa que tuve que subir el volumen de la televisión para poder oírla.

Señor Burke: ¿Y pudo oír de qué trataba la discusión?

Señora Gristede: ¿Se refiere a las palabras?

Señor Burke: Sí, a las palabras.

Señora Gristede: No. Sólo que era una discusión muy fuerte.

Señor Burke: Al día siguiente, ¿fue a su casa un detective para hacerle preguntas?

Señora Gristede: ¿Se refiere al italiano?

Señor Burke: Sí.

Señora Gristede: Sí, fue a mi casa. Y le estoy diciendo exactamente lo que le dije a él.

Cuando comenzó su turno, Jaywalker murmuró deliberadamente la primera pregunta a la señora Gristede, de modo que tuviera que decir que no lo había oído. Burke protestó, y el juez Sobel aceptó la protesta y añadió que él tampoco había podido oírla. Le pidió al secretario de la sala que volviera a leerla.

Relator: Lo siento, pero yo tampoco lo he oído.

Había sido por trucos como aquél por lo que Jaywalker había terminado ante el comité disciplinario. Bien, por eso y por cosas peores. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejar pasar el asunto de la mala audición.

Señor Jaywalker: ¿Y lleva audífono?

Señora Gristede: Claro que no.

Señor Jaywalker: ¿Diría que tiene buen oído, entonces?

Señora Gristede: Claro que sí. Probablemente mejor que el suyo.

Los miembros del jurado se rieron, y de él. Aquello nunca era un buen augurio.

Señor Jaywalker: No oyó ningún grito aquella noche, ¿verdad?

Señora Gristede: No, no.

Señor Jaywalker: ¿Y un golpe?

Señora Gristede: ¿Un golpe?

Señor Jaywalker: Sí, como si algo hubiera caído al suelo.

Señora Gristede: Eso no lo recuerdo.

Señor Jaywalker: Pero, ¿dice que tuvo que subir el volumen de la televisión para poder oírla?

Señora Gristede: Exacto.

Señor Jaywalker: ¿No lo subtitulan con unas letras mayúsculas muy grandes?

Señora Gristede: Sí.

Señor Jaywalker: ¿Y de todos modos subió el volumen?

Señora Gristede: Me gusta oír lo que dicen. Además…

Señor Jaywalker: ¿Además qué?

Señora Gristede: Además, mi vista no es tan buena.

«Magnífico», pensó Jaywalker. «Sólo he conseguido que la muy bruja admita que, aunque tiene un oído perfecto, está medio ciega».

El único problema era que ella nunca había dicho que hubiera visto algo, sino que había oído a su clienta discutiendo con la víctima alrededor de la hora en que fue asesinada.


José Lugo subió al estrado. Lugo era un hombre de baja estatura, de unos cuarenta años, con un bigote oscuro que acentuaba la gravedad de su semblante. Se sentó al borde del asiento y respondió a las preguntas de Tom Burke como si fuera su libertad la que estaba en juego.

Sí, dijo, estaba de servicio el día antes de recibir una llamada de su jefe, Tony Mazzini, para que fuera al edificio a hablar con un par de detectives. Lugo conocía a Barry Tannenbaum, el dueño del ático A, y a su esposa, Samara. Cuando Burke le preguntó si podía identificar a Samara, vaciló durante un segundo, pero después la señaló. Jaywalker no podía estar seguro, pero le pareció oír una disculpa a Lugo mientras lo hacía.

Lugo dijo que la señora Tannenbaum había llegado pronto aquella noche, aunque no recordaba la hora exacta. Sin embargo, Burke estaba preparado para ayudarlo.

Señor Burke: Quiero mostrarle la prueba número siete para que la identifique. ¿Lo reconoce?

Señor Lugo: Sí. Es el libro de registro de visitas. Lo guardamos en la portería.

Señor Burke: Si revisa este libro, ¿podrá recordar a qué hora llegó la señora Tannenbaum aquella noche al edificio?

Señor Lugo: Debería.

Señor Burke: Por favor, échele un vistazo.

Señor Lugo: Sí, aquí está. Llegó a las siete menos diez.

Señor Burke: ¿Firmó ella?

Señor Lugo: No, yo firmé en su lugar. Me está permitido hacerlo siempre y cuando conozca a la persona. Además, es la esposa del señor Tannenbaum. Era.

Señor Burke: ¿Se marchó la señora Tannenbaum cuando usted todavía estaba de servicio?

Señor Lugo: Sí.

Señor Burke: ¿Recuerda qué hora era?

Señor Lugo: Aquí dice… las ocho y cinco.

Señor Burke: Bien. ¿Hasta qué hora trabajó usted esa noche?

Señor Lugo: Hasta las doce.

Señor Burke: ¿Estuvo en la puerta principal todo el rato?

Señor Lugo: Todo el rato. Salvo cuando tuve que… (al juez) señoría, ¿puedo decir «hacer pis»?

Risas.

El Juez: Acaba de hacerlo.

Señor Lugo: Salvo cuando tuve que hacer pis. Pero entonces dejé la puerta cerrada para que nadie pudiera entrar ni salir.

Señor Burke: Y, desde el momento en el que se fue la señora Tannenbaum, a las ocho y cinco, hasta el momento en que usted salió de su trabajo, a las doce, ¿fue alguien más a visitar al señor Tannenbaum, o se marchó después de haberlo visitado?

Señor Lugo: No.

Señor Burke: ¿Quiere comprobarlo en el libro de registro, para estar seguro?

Señor Lugo: Ya lo he hecho. La respuesta es no.

Durante su turno, Jaywalker le preguntó al testigo si había notado algo extraño en Samara, tanto cuando había llegado como cuando se había ido.

Señor Lugo: ¿Extraño?

Señor Jaywalker: Sí. Como por ejemplo, que estuviera manchada de sangre.

Señor Lugo: ¿De sangre?

Señor Jaywalker: Sí, de sangre.

Señor Lugo: Yo no vi sangre.

Señor Jaywalker: ¿Ni en su ropa?

Señor Lugo: No.

Señor Jaywalker: ¿Ni en su cara?

Señor Lugo: No.

Señor Jaywalker: ¿Y en sus manos?

Señor Lugo: No me fijé en sus manos.

Señor Jaywalker: Pero se acordaría si las tuviera llenas de sangre…

Señor Burke: Protesto.

El Juez: Aceptada.

Señor Jaywalker: ¿Recuerda lo que llevaba puesto?

Señor Lugo: No, no me acuerdo. Hace mucho tiempo.

Señor Jaywalker: Sí, es cierto, hace mucho tiempo. Pero ¿no había nada raro en la ropa que llevaba?

Señor Lugo: No.

Señor Jaywalker: Era agosto, agosto en la ciudad de Nueva York, ¿no?

Señor Lugo: Sí.

Señor Jaywalker: ¿Y no se acuerda, por ejemplo, de si Samara llevaba un abrigo largo, o una chaqueta que pareciera demasiado abrigada para el verano?

Señor Lugo: No, no me acuerdo de nada de eso.

Señor Jaywalker: Cuando la señora Tannenbaum se marchaba, ¿portaba algo?

Señor Lugo: ¿Como qué?

Señor Jaywalker: Oh, como un cuchillo, o una toalla ensangrentada.

Señor Lugo: No, no recuerdo nada de eso.

Señor Jaywalker: ¿Y le dio la impresión de que estuviera disgustada cuando se marchó? ¿O de que tuviera mucha prisa?

Señor Lugo: No, parecía muy normal.

En su turno, Burke consiguió que Lugo admitiera que tal vez Samara llevara un bolso, o que quizá llevara una chaqueta liviana, aunque realmente no podía decir con seguridad una cosa ni la otra.

Hicieron un descanso para comer.


En la sesión de por la tarde, Burke llamó al estrado a una mujer joven que trabajaba como ayudante de programación en la cadena ABC. Armada con una gruesa carpeta, testificó que en la noche de autos, un año y medio antes, La Rueda de la Fortuna había comenzado a emitirse a las siete y media, y que había terminado a las ocho.

Jaywalker no le hizo preguntas.


El detective Bonfiglio volvió a subir al estrado, y le recordaron que seguía bajo juramento. Burke le recordó también que, cuando se había interrumpido su testimonio aquella mañana, acababa de describir sus conversaciones con la señora Gristede, del ático B, y con el señor Lugo, el portero que acababa de declarar.

Señor Burke: Después de esas conversaciones, ¿hizo algo usted?

Detective Bonfiglio: Sí. Para entonces, la detective de la Unidad de la Escena del Crimen había terminado, y los chicos de la morgue se habían llevado a la víctima. Yo ordené que se sellara la escena del crimen.

Señor Burke: ¿Qué significa eso?

Detective Bonfiglio: Significa que el apartamento fue cerrado por fuera, sellado con cinta amarilla y negra y que se colocó un aviso y un lacre, de modo que si alguien quería entrar, tuviera que romperlo.

Señor Burke: ¿Y qué hizo después?

Detective Bonfiglio: Yo y mi compañero salimos del edificio y fuimos a hacerle una visita a Samara Tannenbaum.

Bonfiglio narró la visita a Samara en su mejor idioma de policía. Explicó que ella había dicho que llevaba una semana sin ver a su marido, pero que acto seguido admitió que había estado en su apartamento la noche anterior. También negó que hubieran discutido, pero igualmente se retractó en cuanto ellos le dijeron que tenían un testigo que decía lo contrario.

Señor Burke: ¿Puede describirnos su actitud general?

Detective Bonfiglio: Estaba muy nerviosa, como…

Señor Jaywalker: Protesto.

El Juez: Aceptada. Que no conste en acta. El jurado no lo tendrá en cuenta.

Seguro, pensó Jaywalker. Sin embargo, aunque no podía esperar que el jurado lo olvidara, había conseguido que quedara fuera de las actas. De lo contrario, Burke habría podido referirse a ello en su recapitulación. Sin embargo, Tom estaba decidido a conseguir que figurara.

Señor Burke: Detective, ¿tuvo ocasión de observar a la señora Tannenbaum mientras la interrogaba?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: Díganos algunas de las cosas que observó.

Detective Bonfiglio: ¿Que observé? No sé. Observé su cara, sus brazos, sus piernas, su…

Señor Burke: Me refiero a su actitud.

Detective Bonfiglio: Oh. Estaba sudando. Y le temblaban las manos. Y apartaba la mirada cada vez que yo intentaba establecer contacto visual con ella.

Señor Burke: ¿Llegó el momento en que decidió arrestar a la señora Tannenbaum?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: ¿Y por qué causa la arrestaron?

Detective Bonfiglio: Por el asesinato de su marido.

Señor Burke: Gracias. Detective, ahora quiero preguntarle por algo que ocurrió más tarde, aquel mismo día. ¿Usted y otros miembros de su departamento ejecutaron una orden de registro relacionada con esta investigación?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: ¿Dónde?

Detective Bonfiglio: En casa de la señora Tannenbaum.

Señor Burke: ¿Cuándo?

Detective Bonfiglio: Aquella misma noche, a las diez.

Señor Burke: ¿Puede decirle a los miembros del jurado lo que encontró, y dónde lo encontró?

Detective Bonfiglio: Encontramos muchas cosas. Pero yo, personalmente, lo que encontré estaba metido entre la cisterna del inodoro y la pared del baño de invitados del piso de arriba. En realidad, eran tres cosas. Primero, una toalla de baño azul, con algunas manchas rojas. Dentro había una blusa de señora con las mismas manchas. Y dentro de la blusa había un cuchillo de cortar carne, también con manchas.

Burke hizo que uno de los funcionarios de la sala le entregara las pruebas al testigo, una por una, para que pudiera identificarlas. Aunque tenían manchas pequeñas, mucho más pequeñas que la del jersey de Tannenbaum, eran visibles. Burke pidió permiso para mostrarles las pruebas una por una a los miembros del jurado, y el juez Sobel accedió.

En aquella ocasión, el procedimiento fue ligeramente distinto. Antes de entregar los artículos a los miembros del jurado, un oficial le dio a cada uno un par de guantes de látex. El manejo de las pruebas manchadas de sangre había cambiado drásticamente en la era del sida.

Jaywalker observó a los miembros del jurado de reojo mientras pasaban las pruebas de uno a otro. No le pareció que ni la blusa ni la toalla causaran mucha impresión, pero sí el cuchillo. Muchos de los miembros del jurado no lo tocaron, ni siquiera con guantes, y otros aprovecharon la oportunidad para mirar con dureza y frialdad a Samara. Incluso desde el asiento de Jaywalker, que estaba a unos siete metros de la tribuna, se veía la sierra del filo del cuchillo, su punta afilada y la empuñadura pronunciada.

Para Jaywalker y su clienta, aquél fue un momento muy incómodo, un momento en el que él quiso meterse bajo la mesa de la defensa. Sin embargo, ser abogado defensor significaba que no podía hacer algo así. Por lo tanto, se quedó allí sentado, fingiendo que repasaba sus notas e intentando aparentar despreocupación, pese al hecho de que se sentía como si le acabaran de golpear con una maza. Cuando los miembros del jurado hubieron terminado de inspeccionar el cuchillo, cosa que pareció eterna, tampoco terminó la agonía de Jaywalker. Burke quería más de Bonfiglio.

Le preguntó al detective si había llevado a cabo alguna investigación sobre el caso el viernes previo, sólo tres días antes. Bonfiglio le respondió que sí. Había localizado a Anthony Mazzini, el encargado del edificio de Barry Tannenbaum; a Alan Manheim, hasta recientemente uno de los abogados del señor Tannenbaum; y a William Smythe, el contable personal del señor Tannenbaum. Con el consentimiento de cada uno de ellos, les había tomado las huellas dactilares. Kenneth Redding, el presidente de la junta vecinal, estaba fuera de la ciudad. Sin embargo, dado que Redding era un antiguo SEAL de la armada y una vez había pasado por un proceso de investigación, sus huellas estaban en los archivos del Pentágono, y Bonfiglio había podido obtener una copia. Después, le había enviado toda la información a Roger Ramseyer, el detective de la División de Investigación Criminal que había testificado el jueves.

Claramente, Burke tenía intención de volver a llamar a declarar al detective Ramseyer, para poder darle un poco de dramatismo, aunque pese a las insinuaciones de Jaywalker, se habían comparado las huellas de los sospechosos por los que él le había preguntado a Ramseyer y las huellas desconocidas que se habían hallado en el escenario del crimen, y no había coincidencias entre ninguna de ellas.

El que juega con fuego puede quemarse.

Jaywalker no tenía muchas preguntas que hacerle a Bonfiglio cuando llegó su turno, pero el detective le había hecho demasiado daño a Samara como para pasarlo por alto. Además, su testimonio era tan importante para el caso que era probable que los miembros del jurado solicitaran que se lo leyeran durante la deliberación a puerta cerrada. Jaywalker no podía permitir que aquella lectura sólo contuviera las preguntas de Burke. Así pues, decidió comenzar donde lo había dejado el fiscal.

Señor Jaywalker: Dígame, detective, ¿el hecho de no encontrar las huellas de un individuo en la escena de un crimen lo excluye como sospechoso?

Detective Bonfiglio: No necesariamente.

Señor Jaywalker: ¿Es eso lo mismo que «no»?

Detective Bonfiglio: Sí, supongo que sí.

Señor Jaywalker: Así que no lo excluye.

Detective Bonfiglio: Exacto.

Señor Jaywalker: ¿Puede decirnos por qué razón?

Detective Bonfiglio: Puede que llevara guantes. Puede que no tocara nada. Puede que borrara las huellas de los objetos que tocara.

Señor Jaywalker: ¿Y cabe la posibilidad de que la Unidad de la Escena del Crimen no diera con sus huellas?

Detective Bonfiglio: Quizá.

Señor Jaywalker: ¿Y cabe la posibilidad de que tocara sólo superficies a las que no se adhirieran sus huellas?

Detective Bonfiglio: Quizá.

Señor Jaywalker: Así que aquí mismo, en menos de un minuto, hemos dado con cinco posibilidades para explicar por qué puede ser que alguien estuviera en la escena del crimen la noche del asesinato y la policía no encontrara sus huellas al día siguiente. ¿Correcto?

Detective Bonfiglio: Si usted lo dice…

Señor Jaywalker: Yo acabo de decirlo. Mi pregunta es, ¿está de acuerdo?

Detective Bonfiglio: No lo sé. He olvidado la pregunta.

El Juez: Por favor, lea la pregunta.

El relator lee la pregunta previa.

Señor Jaywalker: ¿Correcto, o incorrecto?

Detective Bonfiglio: Correcto.

No era mucho, pero al menos había conseguido dos cosas: había resucitado a los sospechosos de Jaywalker, y había hecho que el detective pareciera un partisano que se tomaba a mal hacer la más mínima concesión a la defensa.

Sin embargo, con sus respuestas entrecortadas y con su interrupción con la frase «He olvidado la pregunta» Bonfiglio había conseguido despojar al interrogatorio de Jaywalker de toda su fluidez. Los miembros del jurado estaban empezando a moverse con incomodidad en el asiento, a mirar a su alrededor por la sala y a poner los ojos en blanco.

Jaywalker pasó unos minutos, pero sólo unos pocos, preguntando sobre las mentiras iniciales que Samara les había contado a los Bonfiglio y a su compañero. No, en aquel momento no le habían dicho todavía que su marido había muerto asesinado. ¿No podía ser su respuesta de que no lo había visto desde una semana antes algo equivalente a pedirles que se ocuparan de sus asuntos? Bonfiglio respondió que él no lo veía así. ¿Y no había rechazado Samara la palabra «pelear», porque sólo habían estado discutiendo? Quizá. Y una vez que se había dado cuenta de la seriedad del interrogatorio de los detectives, ¿no les había dicho inmediatamente la verdad? Sí, convino Bonfiglio, aunque no había sido así hasta que le habían demostrado que sabían que mentía.

Allí no podía adelantar mucho.

Jaywalker pasó a la ejecución de la orden de registro y el descubrimiento del cuchillo, la blusa y la toalla.

Señor Jaywalker: ¿No le parece que era una casa muy grande la que tenían que registrar usted y sus compañeros?

Detective Bonfiglio: Depende de lo que quiera decir con grande.

Señor Jaywalker: Bueno, ¿cuántos oficiales y detectives tomaron parte en la búsqueda?

Detective Bonfiglio: ¿Contándome a mí?

Señor Jaywalker: Sí.

Detective Bonfiglio: Déjeme ver… Seis, ocho, diez… unos diez.

Señor Jaywalker: ¿Y cuánto tiempo estuvieron allí?

Detective Bonfiglio: ¿Registrando la casa?

Señor Jaywalker: ¿Hicieron otra cosa mientras estaban allí?

Detective Bonfiglio: No.

Señor Jaywalker: Entonces, ¿cuánto tardaron?

Detective Bonfiglio: Eh… desde las diez de la noche hasta la una y cuarto de la mañana. Eso son tres horas y cuarto.

Señor Jaywalker: ¿Una casa bastante grande?

Detective Bonfiglio: Sí, bastante.

Señor Jaywalker: ¿Muchos escondites?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Jaywalker: Sin embargo, las cosas que encontraron, la toalla, la blusa y el cuchillo, estaban casi a la vista de todo el mundo, ¿no?

Detective Bonfiglio: No. Estaban detrás de la cisterna del baño.

Señor Jaywalker: Bueno, ¿tuvo que mover algo para verlo?

Detective Bonfiglio: No.

Señor Jaywalker: ¿Levantar algo?

Detective Bonfiglio: No.

Señor Jaywalker: No estaban, por ejemplo, escondidos dentro de la cisterna, ¿verdad?

Detective Bonfiglio: ¿Dentro? No.

Señor Jaywalker: Si hubieran estado dentro, habría tenido que levantar la tapa para verlos, ¿no es así?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Jaywalker: Y quizá no lo hubieran encontrado.

Detective Bonfiglio: No creo.

Señor Jaywalker: Sin embargo, si hubieran estado dentro de la cisterna en vez de detrás de ella, se habrían mojado, ¿verdad?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Jaywalker: Y casi toda la sangre se habría disuelto.

Detective Bonfiglio: Supongo.

Señor Jaywalker: Y eso habría hecho que identificar la sangre de Barry Tannenbaum en ellos habría sido mucho más difícil, si no imposible.

Señor Burke: Protesto.

El Juez: Aceptada. Él no está cualificado para responder eso.

Señor Jaywalker: Bien. ¿Está de acuerdo, detective, en que si los artículos hubieran estado dentro de la cisterna del inodoro la sangre se habría diluido?

Detective Bonfiglio: ¿Diluido? Sí, supongo que sí.

Señor Jaywalker: Pero, de todos modos, no estaban dentro de la cisterna, ¿verdad?

Detective Bonfiglio: No.

Señor Jaywalker: Estaban detrás.

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Jaywalker: Bien secos.

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Jaywalker: Bien envueltos.

Detective Bonfiglio: Estaban envueltos.

Señor Jaywalker: Casi como si alguien los hubiera puesto allí, bien secos, bien envueltos, esperando a que los encontraran.

Señor Burke: Protesto.

El Juez: Aceptada.

Jaywalker se imaginó que ya no iba a sacar mucho más del detective, así que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para dejarlo.

Había algo más que Burke quería hacer antes de que terminara la jornada, y era, tal y como había pensado Jaywalker, llamar a Roger Ramseyer, el detective de la División de Investigación Criminal. Ramseyer testificó que el viernes anterior el detective Bonfiglio le había entregado cuatro conjuntos de huellas conocidas, que pertenecían a Anthony Mazzini, Alan Manheim, William Smythe y Kenneth Redding. Ramseyer había ido a trabajar el sábado, su día libre, para comparar aquellas huellas con las que se habían encontrado en el apartamento de Barry Tannenbaum, pero que seguían clasificadas como desconocidas. Ninguna de las huellas desconocidas tenía concordancia con las conocidas.

Jaywalker no tenía ninguna pregunta que hacerle, así que el juez Sobel suspendió el juicio y, como siempre, les ordenó a los testigos que no hablaran del caso entre ellos, que no sacaran conclusiones antes de que se hubieran terminado de presentar todas las pruebas y que evitaran visitar los lugares mencionados en las declaraciones. Por si alguno de ellos estaba pensando en colarse en el edificio de Barry Tannenbaum, romper el precinto y entrar en la escena del crimen.

Pero, las reglas eran las reglas.

Incluso Jaywalker, que las había quebrantado muchas veces, lo sabía. Sin embargo, el saberlo no le calmaba en aquel momento. En un juicio que, de repente, tenía mucho que ver con baños y cisternas como con cualquier otra cosa, estaba muy claro para entonces adónde se dirigía su clienta. Por mucho que él detestara la idea de perder su último juicio, sabía que pensar en la derrota como algo personal era egoísta y absurdo. Claro, aquello le escocería durante un año o seis meses. Pero lo superaría. Se compraría una caja de botellas de Kalhúa y lo superaría. Pero para Samara, la derrota no sería sólo un golpe para el ego. Sería equivalente a pasar quince años de su vida en la prisión. Y eso, en caso de que la sentencia fuera mínima.

Jaywalker se preguntó qué podía hacer, qué regla podía romper, qué truco podía usar para cambiar el resultado. ¿Qué se le había pasado por alto? ¿Qué era lo que no se le había ocurrido? ¿O acaso en aquel juicio, como él había sospechado, no podría hacer nada por mucho que lo intentara?

Eso parecía.

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