Resultó ser una novela de terror.
Jaywalker comenzó a leer aquella misma noche, tumbado en la cama. En la caja que le había dado Burke había informes policiales, gráficos y fotografías de la escena del crimen, la orden de registro de la casa de Samara, una lista de los objetos que se habían encontrado allí, peticiones para que se llevaran a cabo exámenes científicos de las pruebas físicas y una pila de documentación.
Era mucho más de lo que debía darle el fiscal en aquella fase tan temprana del proceso. Muchos fiscales habrían usado técnicas obstruccionistas, habrían esperado a que la defensa presentara los documentos pertinentes y una orden del juez. Aquél, sin embargo, no era el estilo de Tom Burke, algo por lo que Jaywalker estaba muy agradecido.
Al menos, hasta que empezó a leer.
Por los informes policiales, Jaywalker supo que cuando Barry Tannenbaum no había acudido a su oficina una mañana, y su secretaria no había podido localizarlo ni en su mansión de Scarsdale ni en su ático de Central Park South, la empleada había llamado a la policía. Los agentes de Scarsdale habían derribado la puerta de la mansión y la habían registrado, pero no habían encontrado a nadie, ni nada que estuviera fuera de lo normal. Sin embargo, los agentes que habían acudido al apartamento de Nueva York habían encontrado a Barry tendido boca abajo en el suelo de la cocina, en medio de un charco de sangre seca, según había descrito uno de los policías científicos que había procesado la escena del crimen.
No habían encontrado ningún arma en el piso ni tampoco en la basura, ni en el tejado, ni en los alrededores del edificio. Los oficiales habían registrado, incluso, los contenedores y las alcantarillas cercanos, pero con resultado negativo.
No había tampoco señales de que la puerta hubiera sido forzada, y la empresa de seguridad que protegía el apartamento les comunicó que ninguna de las alarmas había saltado. Se empolvaron todas las superficies del piso en busca de huellas dactilares, y se fotografiaron o capturaron una serie de huellas latentes. Se recogieron muestras de cabello, sangre y fibras.
Después se avisó al forense. Fue el mismísimo Médico Forense en Jefe quien acudió, puesto que no le hacía ascos a la publicidad. Después de un primer examen del cuerpo, encontró una sola herida de arma blanca en el pecho, justo a la izquierda del esternón, en la zona del corazón. No parecía que hubiera más heridas, ni señales de lucha. El forense le tomó la temperatura rectal al cuerpo y, basándose en la cantidad de calor que había perdido y en la lividez y el rigor mortis, pudo hacer una estimación preliminar de la hora de la muerte: había ocurrido entre las seis de la tarde y las doce de la noche del día anterior.
Se interrogó a todos los vecinos del edificio para determinar si alguien había oído o visto algo fuera de lo común aquella noche. Sólo una mujer de unos ochenta años, que vivía sola en el ático contiguo al del millonario, dijo haber oído una ruidosa discusión entre un hombre y una mujer, justo después de ver La Ruleta de la Fortuna. La anciana había reconocido las dos voces; eran la de Barry Tannenbaum, a quien conocía bien, y la de su esposa Sam.
Según la Guía TV, La Ruleta de la Fortuna se había emitido aquella noche a las siete y media, y había terminado a las ocho.
El portero que estaba de servicio la noche anterior fue localizado. Recordaba perfectamente que Barry Tannenbaum había tenido una invitada a cenar; sin embargo, aunque el portero había apuntado su nombre en el registro de visitas, no le había pedido que firmara al entrar y al salir, porque conocía personalmente a la mujer.
Era Samara Tannenbaum.
En aquel momento, habían enviado a dos detectives hacia casa de Samara. Después de llamar durante quince minutos a su portero automático, ella había abierto una rendija de la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Ellos le dijeron que querían entrar y hacerle algunas preguntas.
– ¿Sobre qué? -preguntó Samara.
– Sobre su marido.
– ¿Y por qué no le preguntan a él mismo?
Los dos detectives se miraron. Después, uno de ellos dijo:
– Por favor. Sólo serán unos minutos.
Entonces, Samara quitó la cadena de la puerta y «voluntariamente y a sabiendas de lo que hacía, les concedió permiso para realizar la entrada en la residencia», según las anotaciones de los detectives. Jaywalker nunca dejaría de asombrarse por lo difícil que les resultaba a los policías elaborar una frase sencilla.
Más tarde, en su informe, escribirían que Samara parecía nerviosa, que estaba despeinada y que tenía la ropa desarreglada, y que fumaba sin parar.
Ellos le preguntaron cuándo había visto por última vez a su esposo.
– Hace más o menos una semana -respondió ella.
– ¿Está segura?
– ¿Que si estoy segura de que lo vi hace una semana?
– No señora. Si está segura de que no lo ha visto desde entonces.
– ¿Por qué?
Jaywalker podía imaginársela, encendiendo nerviosamente cigarrillo tras cigarrillo, fumando y apagando las colillas en el suelo.
– ¿De qué va todo esto?
– Es algo rutinario -le aseguraron-. Tenemos unas cuantas preguntas más.
– Bueno, si no me dicen de qué va esto -les dijo Samara-, pueden salir con su rutina por la puerta.
De nuevo, los detectives cruzaron una mirada.
– Hay gente que la sitúa en el apartamento de su marido anoche -le dijo uno de ellos.
– ¿Y qué?
– Nos gustaría saber si es cierto, eso es todo.
– ¿Y qué si lo es?
– ¿Lo es?
Aparentemente, Samara se había quedado pensativa durante un momento antes de responder. Después, dijo:
– Sí, claro. Cenamos juntos.
– ¿En un restaurante, o en el apartamento de su marido?
– En su apartamento.
– ¿Cocinó él?
– ¿Barry? ¿Cocinar? -ella se rió-. Ese hombre no sabe ni hervir agua. Me dijo que lo primero que hizo cuando compró el ático fue pedir que quitaran los muebles de la cocina para poder poner una mesa más grande.
– ¿Qué cenaron?
– Comida china. ¿Hemos terminado? -preguntó ella-. O quizá quieran saber cuántos rollitos me comí.
– ¿Se pelearon?
– No.
– Hay gente que nos ha dicho que oyeron una pelea.
– ¿Y qué? Vaya cosa. Siempre nos peleábamos.
– ¿Quién golpeó primero a quién?
– Nadie golpeó a nadie.
Jaywalker se preguntó si quizá Samara no habría sido una gran policía.
– Entonces, ¿qué clase de pelea fue?
– Fue una pelea de palabra. Creo que se llama discusión.
– ¿Sobre qué?
– ¿Y quién demonios se acuerda? Por alguna idiotez. Él empezó.
– ¿Y qué pasó después?
– No lo sé. Le dije que se fuera al cuerno y me marché. ¿Por qué no dicen ya de qué va todo esto?
– Claro. Va sobre el asesinato de su esposo.
– ¿Barry? ¿Asesinado? Me están tomando el pelo.
Ellos le dijeron que no le estaban tomando el pelo.
– Esperen un minuto -dijo entonces ella-. ¿Piensan que yo he matado a Barry?
Ellos no dijeron nada.
– Quiero un abogado -dijo Samara.
Una vez que pronunció la palabra mágica, la entrevista terminó. Sin embargo, los detectives no habían terminado en absoluto.
– ¿Le importaría que echáramos un vistazo rápido por la casa?
– ¿Tienen una orden?
– Podemos conseguirla. O puede usted ahorrarnos mucho tiempo y mucho trabajo.
Ella los miró fijamente y respondió:
– Yo no voy a ahorrarles nada.
Y con eso, ellos la esposaron, la cachearon y le leyeron sus derechos, la sacaron de la residencia y la trasladaron a la comisaría para tomarle las huellas, fotografiarla y tramitar su detención.
Aquella tarde, los detectives ya habían conseguido la orden de registro para la casa de Samara, orden que fue ejecutada de inmediato. Los detectives elaboraron una lista con más de dos docenas de artículos obtenidos en el registro. En aquel momento, todavía era difícil para Jaywalker saber qué importancia tenían la mayoría de ellos, pero al menos había tres muy fáciles de entender.
6. Un cuchillo con el mango de plata y la cuchilla de acero inoxidable, de veinte centímetros de longitud en total, con una punta afilada y una hoja de doce centímetros de largo y más de dos centímetros de ancho, de dos milímetros de espesor, con una mancha seca de color rojo oscuro.
9. Una toalla azul, con una mancha irregular de color rojo oscuro de un tamaño aproximado de 2,5 x 7,6 centímetros.
17. Una blusa de mujer, de la talla pequeña, con unas salpicaduras de color rojo oscuro en la pechera, que forman una sombra de unos 7,6 de diámetro.
Si la naturaleza de aquellos objetos era preocupante para Jaywalker, el sitio donde habían sido descubiertos era aún más perturbador: los tres estaban arrebujados detrás de la cisterna del inodoro del baño de invitados del piso superior.
Aquellos objetos, junto a los demás que se habían recogido en la escena del crimen, estaban siendo procesados en busca de restos de ADN. También se estaban analizando las huellas dactilares, y por supuesto, al cuerpo de Barry iba a realizársele una autopsia exhaustiva. Se esperaba un informe dentro de pocas semanas, así cómo los resultados de las pruebas toxicológicas y de serología. Además, también iban a realizarse análisis de los cabellos y las fibras recopilados en la escena del crimen.
Sin embargo, por muy mala pinta que tuvieran las cosas para Samara en aquel momento, Jaywalker tenía la completa seguridad de que, en poco tiempo, serían mucho peores.
Apagó la luz y se quedó tumbado en la oscuridad. La cara de Samara Tannenbaum apareció a los pies de la cama. Sus ojos eran incluso más oscuros que la habitación, y su labio inferior tenía el mismo mohín de siempre.
– Yo no lo hice -dijo.
Claro.