29.

Mariposas

Jaywalker llegó al tribunal neuróticamente temprano, como siempre hacía en los días de las declaraciones finales. Apareció pálido, demacrado y cansado. Sin embargo, por dentro notaba descargas de adrenalina. Durante las dos semanas anteriores, había dormido una media de tres horas al día y había perdido casi ocho kilos. Su traje de la buena suerte le colgaba del cuerpo. Llevaba el pelo más o menos bien peinado y estaba recién afeitado; sin embargo, incluso afeitarse le había pasado factura. Jaywalker se afeitaba todos los días (salvo los fines de semana) sin incidentes. Podría afeitarse con los ojos cerrados. Sin embargo, los días de recapitulación siempre se las arreglaba para cortarse y sangrar como si tuviera hemofilia. Siempre. En una ocasión, había tenido que hacer la declaración final con pequeños pedacitos de papel higiénico pegados a la barbilla y el cuello para que no se le mancharan de sangre la corbata, el cuello de la camisa y las notas, e incluso salpicara los miembros del jurado que estaban en primera fila. Habían absuelto a su cliente, le dijeron después, no tanto porque dudaran de su culpabilidad, sino porque temían que de condenarlo Jaywalker volviera a casa y terminara el trabajo.

Cabía la posibilidad de que estuvieran bromeando, pero, ¿qué importancia podía tener? Una absolución era una absolución, y él no estaba por la labor de disculparse.


La sala del juicio estaba llena para cuando entró Jaywalker. Había más periodistas que durante el proceso en sí. Las recapitulaciones eran algo fácil para la prensa; producían piezas ya preparadas, perfectas para las noticias de la noche o para las columnas impresas de la mañana siguiente. Y, desde el principio, aquel caso lo había tenido todo. Una mujer joven y guapa con un pasado de pobreza. Oscuras insinuaciones de abuso sexual, rumores persistentes de prostitución, acusaciones veladas de haberse casado sólo por dinero. Un marido mucho más viejo, excéntrico, poderoso, inmensamente rico, casado tres veces y tres veces divorciado. Todo ello, aderezado con dosis generosas de infidelidad, celos y humillación. Además añada un acuchillamiento mortal y un arma homicida escondida en casa de la esposa y manchada con sangre del marido. Y, justo antes de servir, termine con un viejo secreto, desenterrado nuevamente, un secreto oscuro de violación y venganza.

Parecía que incluso los abogados habían sido perfectamente seleccionados para sus papeles. Un joven fiscal, serio y concienzudo, que había logrado mediante el trabajo duro un puesto en una de las mejores fiscalías del país, sin haber perdido su buen carácter ni el sentido de la proporción en la sala de un juicio. Contra él, un veterano iconoclasta, aficionado a romper las leyes, con reputación de ser uno de los mejores de la profesión, sobre todo en lo referente a las declaraciones finales. Los periodistas sabían que, dijera lo que dijera Jaywalker, podían contar con que lo limitaría a la sesión de la mañana y después tomaría asiento. No lo sabían porque él se lo hubiera dicho, sino porque siempre era breve. Jaywalker no era uno de los preferidos de los reporteros. Nunca concedería una entrevista, nunca les daría una pista de su estrategia para un juicio ni diría nada inteligente cuando le pusieran un micrófono en la cara. Sin embargo, era un ganador, y el público adoraba a los ganadores.

Y aquella vez había más.

Los medios de comunicación sabían que Jaywalker tenía dificultades con el comité disciplinario. Su suspensión había aparecido en la prensa, aunque al principio del juicio de Samara, el juez Sobel había enviado una circular a los medios ordenando que se abstuvieran de informar sobre la suspensión de Jaywalker y de los hechos que la habían provocado, incluyendo aquel incidente particular que, según se decía, había tenido lugar en un rellano de las escaleras de los juzgados. Los medios habían tenido que cumplir su exigencia, a regañadientes, con la condición de que, en cuanto los miembros del jurado fueran aislados para comenzar sus deliberaciones, podría darse la noticia con todos sus detalles sórdidos. Así pues, los comentarios de aquella noche y los artículos del día siguiente tendrían un detalle más para completar aquella historia, un detalle jugoso y sucio sobre uno de los participantes clave.

No había nada como el interés humano para impulsar un poco una historia que, de otro modo, habría quedado flácida.


Las mariposas habían vuelto.

Incluso antes de tomar asiento en la mesa de la defensa, veinte minutos antes de que llegara el juez, Jaywalker las sentía revoloteando en el estómago. Era como si tuvieran oído y supieran cuándo debían batir las alas. En cuanto el secretario decía: «Pónganse en pie los presentes», o en cuanto el juez decía: «Que entre el jurado». Entonces, las mariposas echaban el vuelo, a cientos, a miles. Torturaban a Jaywalker, le causaban una sensación insoportable en el estómago, le llenaban los oídos con un pitido agudo y lo llevaban al borde de la náusea. Sin embargo, también le servía de revulsivo. En realidad, le hacían ser quien era.

El juez Sobel pasó unos minutos diciéndoles a los miembros del jurado lo que eran las declaraciones, pero sobre todo, les dijo lo que no eran: pruebas. Jaywalker no les tenía mucho cariño a aquellas instrucciones. Si hubiera estado en su mano, habría prescindido de todas las pruebas y habría pedido a los miembros del jurado que tomaran la decisión sobre el caso sólo en relación a las declaraciones finales.

En aquel momento, el juez se volvió desde la tribuna del jurado hacia la mesa de la defensa.

– Señor Jaywalker -dijo.

Nada más, nada menos.


Cuando volvió a sentarse, Jaywalker había hablado a los miembros del jurado durante casi dos horas y media, sin tomarse un descanso y sin mirar sus anotaciones salvo en una o dos ocasiones, sólo para asegurarse de que no se había dejado nada en el tintero. Les recordó lo que habían aprendido durante el proceso en que fueron seleccionados para formar parte del jurado: que su tarea no era averiguar si Samara había matado o no a su marido. Su tarea era decidir si el fiscal había conseguido demostrarlo más allá de toda duda razonable. Volvió a incidir en lo diferentes que eran esos dos trabajos.

Volvió a contarles la historia de la vida de Samara, desde su violación en un remolque en Prairie Creek, Indiana, pasando por su huida a Las Vegas, hasta que se convirtió en la señora de Barry Tannenbaum, en Nueva York. Planteó que era muy improbable que una mujer de su pequeña estatura y fuerza hubiera podido hundir un cuchillo hasta la empuñadura en el pecho de alguien. Señaló lo absurda que era la idea de que después hubiera guardado el arma homicida, manchada con la sangre de su marido, como si fuera un souvenir para que lo encontrara la policía. Los advirtió del peligro de condenar a alguien teniendo en cuenta sólo las pruebas circunstanciales. Exaltó la majestuosidad de la presunción de inocencia, la lógica de situar la carga de prueba en manos de la fiscalía, y la sabiduría de un sistema que exigía probar los cargos más allá de toda duda razonable. Les recordó a Alan Manheim y a sus doscientos veintisiete millones de razones para querer muerto a Barry Tannenbaum. Siguió diciéndoles, pese a todo, que no era la defensa la que tenía la carga de probar la culpabilidad de Manheim, ni la de ninguna otra persona. Esa carga le correspondía a la fiscalía. La defensa no tenía que probar ni desmentir nada.

Habló desde el estrado y se movió por la sala, volviendo periódicamente hacia donde estaba Samara. Pronunció citas de las actas de los testimonios y usó las pruebas. Elevó y bajó el tono de voz, y hacia el término de su alegato, sólo podía hablar con un susurro ronco, grave, que sirvió para subrayar sus palabras finales, que usó para rogarles a los miembros del jurado que declararan a Samara no culpable.

Aquéllos que tenían por costumbre acudir a escuchar las recapitulaciones de Jaywalker, y había mucha gente que lo hacía, convendrían después en que aquella argumentación en favor de Samara Tannenbaum había sido una de las mejores de su vida, sobre todo teniendo en cuenta el caso al que se había enfrentado. Fue enérgica, dramática, bien modulada, emocionante y extraordinaria en todos los sentidos. En una palabra, fue todo lo que podía haber sido.

Es decir, todo, salvo lo suficientemente buena.


Tom Burke pronunció su recapitulación a primera hora de la tarde. Comenzó admitiendo que «Las cosas no son siempre lo que parecen. Pero», añadió rápidamente, «a veces sí lo son». De aquel punto, llevó a los miembros del jurado a través de una metódica y exhaustiva revisión de las pruebas que vinculaban firmemente a Samara con el crimen. Su presencia en el apartamento cerca de la hora de la muerte de Barry Tannenbaum. La acalorada discusión que habían mantenido. Las mentiras que les había contado a los detectives al día siguiente. El arma del crimen y los otros artículos que se habían hallado en su casa, manchados de sangre de Barry. La póliza de seguros, junto a la creencia de Samara de que no iba a obtener nada de Barry. Y, finalmente, la agresión que había perpetrado a un hombre a los catorce años, que, según Burke, imprimía el sello único de Samara en el asesinato de Barry Tannenbaum.

Mientras escuchaba su argumentación y miraba al jurado, Jaywalker se preguntó cómo iban a rechazar el análisis de Burke. No había manera de que no declararan culpable a Samara. Se puso a fantasear con la posibilidad de que hubiera algún chiflado entre sus miembros, alguien que se negara a deliberar o que se encastillara de una manera irracional, provocando la disolución al no poder llegar a un acuerdo y, como consecuencia, la nulidad del juicio. Aquello sí sería una victoria. Comenzó a negociar con un dios en el que no creía, ofreciéndole pequeños sacrificios a cambio de la presencia de aquel solitario rebelde en el jurado. Dejaría de beber. Comenzaría a comer tres veces al día. Presentaría sus impuestos atrasados, visitaría a su hija, iría al dentista y se haría aquel chequeo médico que siempre estaba posponiendo.

En un momento dado, silenciosamente, Jaywalker tomó su maletín. Encontró su carpeta del jurado, sacó la lista y observó las notas que había tomado casi dos semanas antes. Doce nombres, doce ocupaciones, doce grupos de anotaciones, puntuaciones y signos de interrogación. Sin embargo, no pudo localizar a un chiflado entre ellos.


Burke se sentó después de una hora y media. Tal y como había aprendido Jaywalker hacía mucho tiempo, generalmente se tarda menos tiempo en decir algo que en no decir nada.

El juez Sobel tardó una hora para hacer su exposición de la ley al jurado, y para darles las últimas instrucciones. Después, anunció:

– El jurado puede retirarse a deliberar.

Y las mariposas volvieron.

Volvieron porque, la primera hora de deliberación de un jurado era siempre un momento peligroso. Si iban a decidirse por la absolución del acusado sólo por emoción, y Jaywalker sabía que aquélla era la única clase de absolución que podía esperarse, tenía que llegar rápidamente. Tenía que llegar antes de que los miembros del jurado tuvieran la oportunidad de comenzar a examinar las pruebas. Por otra parte, había jurados que comenzaban haciendo una votación preliminar para saber cuál era la posición de todo el mundo. Jaywalker se imaginaba a aquel jurado haciendo justamente eso, y dándose cuenta de que los doce habían usado sus papeletas para declarar culpable a la acusada.


5:00

Después de una hora, no había pasado nada. No se había producido un veredicto rápido, ni de culpabilidad ni de inocencia. Poco a poco, las mariposas se posaron y se aquietaron. Sin embargo, Jaywalker sabía que tenían el sueño muy ligero. En cuanto se oyera el más mínimo ruido desde la sala donde estaba deliberando el jurado, aunque sólo fuera un timbrazo que indicara el deseo de una jarra de agua fresca, o de echar un vistazo a alguna prueba física, las mariposas alzarían el vuelo otra vez.


5:45

A medida que se acercaban las seis, todo el mundo comenzó a preguntarse qué iba a hacer el juez con la hora de cenar. ¿Ordenaría que los miembros del jurado se marcharan pronto a comer algo y haría que los trajeran después para que continuaran con la deliberación? ¿O en vez de eso dejaría que trabajaran un par de horas más y los enviaría al hotel después de que cenaran? Algunos jueces les daban a los miembros del jurado la posibilidad de elegir. Fuera lo que fuera, los miembros del jurado se agruparían y responderían a través del portavoz, y Jaywalker siempre intentaría leer su respuesta como si fueran los posos del café en busca de la más mínima indicación de que estaban cerca de alcanzar el veredicto, o por el contrario, atrincherándose para mantener un largo debate.

Jaywalker leyó todo lo que había que leer. Pidió pistas a los funcionarios de los juzgados, quienes le tenían simpatía porque había sido agente de la Agencia Antidroga y porque, en el fondo, era un servidor civil, uno de ellos. Ellos se quedaban cerca de la puerta de la sala del jurado y normalmente tenían una idea bastante acertada de lo que estaba sucediendo al otro lado. ¿Estaban los miembros del jurado discutiendo, peleándose, gritándose? Jaywalker necesitaba saberlo. Necesitaba saber hacia qué lado se estaban inclinando, cómo se estaban separando en grupos, y si estaban haciendo progresos o se habían dividido sin esperanza. Si él supiera aquellas cosas, podría saber también si el juez iba a declarar nulo el proceso porque el jurado no había podido alcanzar un veredicto, o si iba a concederles más tiempo a los miembros del jurado. Y saber qué posición debía adoptar podía marcar una gran diferencia.


6.10

El juez Sobel les dijo a los abogados que iba a dejar que el jurado deliberara durante una hora más antes de enviarlos a cenar y después al hotel. Jaywalker no protestó. Por lo que a él concernía, la posibilidad de que alcanzaran un veredicto rápido se había esfumado, y el peligro estaba en aquel momento en que alcanzaran un acuerdo rápidamente para que no los dejaran encerrados en el hotel. Sabía que iba a pasar los siguientes sesenta minutos con sus mariposas.

¿Y Samara? Era difícil decirlo. Nunca hubiera pensado que era una persona religiosa, pero al verla en aquel momento, sentada sola hacia el final de la sala, tenía que maravillarse de su compostura. ¿Es que no sabía lo que estaba ocurriendo?

De vez en cuando, él se acercaba y se sentaba a su lado, aunque no sabía muy bien si era para ofrecerle apoyo o para recibirlo de ella. Sin embargo, sólo permanecía junto a Samara durante unos minutos. Pronto se le hacía evidente que sus metabolismos eran muy diferentes, él con sus hordas de mariposas frenéticas y ella con su extraña y serena compostura.

Jaywalker sabía que estaba muerta, pero no tenía valor para decírselo. Así que ella seguía allí sentada, consolándose con su fe en Dios o con su inocencia, o con lo que la estuviera ayudando a soportar aquello.


6:33

Sonó el timbre.

Las mariposas echaron a volar, y Jaywalker notó que el corazón comenzaba a fibrilar en su pecho. Contuvo el aliento, esperando un segundo timbrazo. Dos timbrazos significaban que había veredicto. Uno significaba tan sólo una pregunta o una petición de algún tipo.

Sólo hubo uno.

Exhaló y tomó aire de nuevo. La fibrilación cesó poco a poco. Jaywalker estaba seguro de que así era como su corazón iba a rendirse. Moriría esperando un segundo timbrazo.

Uno de los funcionarios de sala apareció con una nota. Era amigo de Jaywalker, y cuando los dos cruzaron la mirada, el oficial apretó los labios e hizo un gesto negativo, casi imperceptible.

Mierda.

Estimado juez Sobel:

Nosotros, el jurado, estamos muy cerca de alcanzar un veredicto unánime, pero primero tenemos una pregunta. ¿Se nos permite declarar culpable a la acusada, y recomendar clemencia para su sentencia teniendo en cuenta su pasado?

Stanley Merkel

Portavoz

Mierda, mierda, mierda.

Así iba a terminar todo. Para Samara, para él, y para todo el estúpido asunto de haber decidido convertirse en abogado defensor en un principio.

Se avisó al juez para que bajara a la sala del juicio, y Jaywalker se acercó a Samara. Por la expresión de su cara, Jaywalker supo que aunque ella mantuviera el tipo, no era tonta, y tampoco era ajena a todo.

– No va bien, ¿eh?

– No va bien.

Él le contó lo que decía la nota. No tuvo que explicarle lo que significaba. Ella asintió. Él pensó que, posiblemente, Samara se encontraba en estado de shock, y que por eso podía permanecer tan serena.

El juez apareció, y Jaywalker condujo a Samara hasta la mesa de la defensa y se sentó a su lado. Sobel informó a los letrados de que tenía intención de hacer entrar a los miembros del jurado a la sala y decirles que, aunque eran libres de hacer la recomendación que quisieran, tenían que entender que dictar sentencia era función del tribunal, y que él podría rechazar su recomendación o incluso ignorarla por completo, si llegaba el caso.

Jaywalker protestó. Quería que el juez prohibiera hacer ninguna recomendación a los miembros del jurado. Si pensaban que Samara merecía clemencia, debían absolverla.

Sobel contestó que iba a mantener su respuesta.


6:51

A medida que iban entrando los miembros del jurado, pareció que se alejaban un poco de la mesa de la defensa de camino a la tribuna. Rehusaron establecer contacto visual. Se observaron las manos, el pelo, los pies, los unos a los otros y también observaron al juez. Y a Tom Burke. Parecía que habían salido de un velatorio.

Jaywalker los miró fijamente con intención de ponérselo más difícil. Lo único que consiguió fue una mirada furtiva de la miembro del jurado número ocho, Carmelita Rosado, la profesora de guardería. Sin embargo, él se dio cuenta de que había llorado porque tenía los ojos brillantes y un poco enrojecidos.

– Póngase en pie el portavoz, por favor -dijo el secretario.

El señor Merkel se puso en pie.

– En el caso del Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum, ¿ha alcanzado el jurado un veredicto?

Más mariposas, más fibrilación.

– No.

– Gracias. Por favor, siéntese.

Sólo había sido una formalidad, uno de los muchos rituales que tenían lugar durante un juicio. Sin embargo, incluso sabiéndolo, y sabiendo por la nota que el jurado no había llegado a un acuerdo, aquella pequeña charada fue como una experiencia cercana a la muerte para Jaywalker. Además, no podía imaginarse lo que debía de haber sentido Samara, que no conocía las reglas de aquel ritual. En apariencia, sin embargo, ella no se había derrumbado.

El juez leyó la nota del jurado en voz alta. Cuando el señor Merkel alzó la mano para formular una pregunta, el juez se negó amablemente a escucharla. En vez de eso, envió de nuevo al jurado a la sala de deliberación, con la instrucción de comunicarse por medio de otra nota.

Así pues, cinco minutos después se oyó otro timbrazo y hubo otra nota.

Estimado juez Sobel:

Nosotros, el jurado, estamos decepcionados con su respuesta, pero la acatamos. En este momento estamos muy cerca de alcanzar un veredicto unánime. Le pedimos que nos permita continuar con nuestra deliberación hasta las ocho de la noche para resolver nuestras diferencias. Si no hemos podido conseguirlo para entonces, nos gustaría terminar por hoy.

Stanley Merkel

Portavoz


7:00

Una hora para terminar. En aquel momento, Jaywalker ya tiene absolutamente claro que el jurado está enfrentado, seguramente once a uno, o como mucho, diez a dos, con la mayoría a favor de la condena. Por sus ojos llorosos, pensaba que era Carmelita Rosado la que se oponía a todos los demás. Si había otra persona, él apostaría por la número diez, Angelina Olivetti, la actriz que trabajaba de camarera entre casting y casting. Las dos jóvenes eran mujeres calladas. Durante el proceso de selección, Jaywalker había pensado en rechazarlas a ambas, pero terminó reservando las dos posibilidades que le concedía la ley para cambiar a un miembro del jurado sin causa para otros candidatos a los que temía más. Aunque no le parecía que ni Rosado ni Olivetti estuvieran particularmente alineadas con la defensa, al menos se consolaba pensando que parecían débiles. En otras palabras, aunque siguieran la corriente a la mayoría, no eran líderes. No iban a organizar una estampida para condenar a Samara.

Sin embargo, aquella debilidad se ha convertido ahora en un lastre. ¿Serán capaces las dos, o una de ellas, de resistir la presión que están ejerciendo sobre ellas los demás miembros del jurado en este momento?


7:30

Según uno de los funcionarios de la sala, ha habido algunas voces en la sala del jurado, pero no han llegado a ser gritos. Los gritos serían un buen augurio, señal de que alguien se había plantado y estaba obstinado. Las voces un poco altas eran más difíciles de interpretar.


7:46

El mismo funcionario le dice a Jaywalker que ha oído llanto en la sala, que parecía de una mujer. Los lloros son malos. Llorar sólo puede significar desesperación por tener que condenar, junto a la frustración por no poder conseguir que el juez sea clemente. El llanto es muy malo.


7:48

¿Se ha parado el reloj?


7:50

Jaywalker ya no puede quedarse sentado. La vejiga lleva avisándolo más de media hora, pero tiene miedo de salir de la sala, miedo de que, en cuanto salga, el timbre suene dos veces. Así que se pasea por la sala, dominado por los nervios, y para no orinarse en los pantalones. Si puede aguantar diez minutos, quizá Carmelita Rosado o Angelina Olivetti también puedan.


7:57

El juez Sobel reaparece y sube al estrado. Jaywalker y Samara también ocupan sus sitios en la mesa de la defensa, y Burke en la del fiscal.

– Que entre el jurado -dice el juez.

– Póngase en pie el portavoz.

El señor Merkel se pone en pie.

– Señor Portavoz, en el caso del Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum, ¿tiene el jurado un veredicto?

– No, todavía no.

Jaywalker suspira.


En cuanto los miembros del jurado se marcharon, Tom Burke se levantó y renovó su solicitud de que le fuera revocada la libertad bajo fianza a Samara.

– Es evidente que el jurado está a punto de…

– Discúlpenme -dijo Jaywalker, levantándose también-, pero estoy a punto de orinarme encima. Necesito una pausa de tres minutos. Después volveré y podremos hablar de esto todo el tiempo que quieran.

– No hay nada de lo que hablar -dijo el juez Sobel-. Señor Burke, si teme que la acusada pueda escapar, envíe a dos detectives para que vigilen su casa hoy por la noche. Señora Tannenbaum, ¿confío en que estará aquí mañana a las nueve y media de la mañana?

– Sí, señoría.

– Señor Jaywalker. ¿Señor Jaywalker?

Sin embargo, Jaywalker ya estaba a medio camino hacia la salida. Parecía que su estrategia había funcionado. Y, si los limpiadores no habían cerrado ya la puerta de los servicios, el triunfo sería total.

Pensándolo bien, lo único que había ocurrido era que Samara no había sido declarada culpable aquella noche. El día siguiente, por supuesto, sería otra historia. En aquel momento, las más pequeñas victorias le provocaban un nirvana a Jaywalker. Hacían que se sintiera tan bien, de hecho, como cuando pudo girar el pomo de la puerta del servicio de caballeros.

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