14.

Citas en el juzgado

Las acusaciones de asesinato navegaban por el sistema judicial más lentamente que otros casos. Quizá fuera debido a la relativa complejidad de las pruebas requeridas, o a la gravedad de los cargos, o incluso al hecho de que no había testigo principal que pudiera meterle prisa al fiscal. La ley reconoce que los casos de asesinato deben llegar a juicio a una velocidad distinta que los demás. Los asesinos no están sometidos a la ley de limitación, que establece el tiempo máximo que puede transcurrir desde que se comete un crimen para que el criminal pueda ser acusado. En Nueva York, además, los asesinatos no están sometidos a la ley de juicios rápidos, que determina los plazos dentro de los que un imputado debe ser llevado a juicio después de ser acusado formalmente.

No obstante, por muy lento que sea el avance de los procesos de asesinato, el ritmo se vuelve tedioso si el acusado tiene la suerte de salir en libertad bajo fianza. Entonces, su caso va al final de la cola, después de los delitos menores y de los delitos graves, o de otros casos de asesinato cuyos acusados están en prisión. Los acusados de asesinato que no están en la cárcel no tienen prisa por conseguir otra cosa que no sean aplazamientos.

A finales de invierno, Jaywalker comenzó a entender que aquella lentitud del proceso de Samara iba a ser tan buena como mala. En septiembre, cuando él había incluido su caso entre los que debía resolver antes de que se hiciera firme su suspensión, lo había hecho porque había reconocido su potencial para convertirse en un caso largo. Bueno, también lo había hecho porque sus tropas de testosterona de mediana edad habían abogado fervientemente por su inclusión. Aquel potencial había aumentado desde entonces: primero, porque ella había insistido con obstinación en su inocencia, y después, cuando habían conseguido que saliera de la cárcel. La combinación de aquellos ingredientes, el asesinato, la obstinación y la fianza, garantizaban que el caso iba a durar más que ningún otro de su lista. Se extendería hasta el punto de que él había empezado a considerarlo como «la suspensión de su suspensión». Lo llevaría directamente hacia el atardecer. Sería su canto del cisne.

Lo cual era un problema, porque, a aquellas alturas, Jaywalker sabía que, hiciera lo que hiciera, iba a perder aquel juicio. Ni siquiera el mejor abogado defensor del mundo podría ganarlo. Por lo tanto, Jaywalker terminaría su carrera como un perdedor.

¿Le molestaba aquello a un hombre que pensaba que no tenía ego? ¿Que se preocupaba tan poco de su aspecto que a veces había llegado a juicio con una chaqueta de un traje y unos pantalones de otro, o se había puesto la misma corbata durante dos semanas seguidas? ¿Que consideraba que la vanidad era un pecado mortal? ¿Que se saltaba más reglas y convenciones en un mes que el resto de la gente en una vida?

Sí. Le molestaba.

Y no porque le gustara mucho ganar. Para Jaywalker, ganar era estupendo, pero no sólo por el hecho de ganar, ni tampoco por lo que eso significaba para el cliente, que podía merecer o no merecer una absolución. Ganar, en esencia, era un medio para conseguir un fin, un fin que era mucho más importante, un fin que era esencial. Un fin que justificaba las veintidós horas al día que Jaywalker trabajaba durante un juicio, su distanciamiento de todo lo demás, fueran horas de sueño, comida, salud o contacto humano. Un fin que lo impulsaba, que lo consumía. Pero un fin que, al mismo tiempo, lo convertía en uno de los mejores de su profesión, y en el más cansado de sus colegas.

¿Y cuál era aquel fin?

No perder.

Jaywalker odiaba perder.

Así que sí, la idea de perder el juicio de Samara, para el cual todavía quedaban meses, ya estaba sumiéndolo en una depresión. Él podía perdonarla por haber matado a su marido, por no deshacerse del arma homicida, por mentirles a los policías. Podía perdonarla, incluso, por haberle proporcionado a Tom Burke el móvil perfecto. Lo único que no podía perdonarle era que insistiera en ir a un juicio que no tenían ninguna posibilidad de ganar, y así, llevárselo al infierno con ella.


Semana tras semana, el invierno fue alejándose de la ciudad. Los días se hicieron más largos, y las tardes más cálidas. Jaywalker guardó su abrigo gastado, su trenca arrugada y, finalmente, los jerséis de lana que llevaba bajo la americana.

Fue terminando uno por uno los casos de su lista. Encontró un apartamento para la madre sin hogar y logró que se reuniera con sus dos hijos. Basándose en el resultado de los análisis de ADN, consiguió que dejaran en libertad al recluso de Sing Sing, que había estado encarcelado injustamente durante los ocho años anteriores por un asesinato que en realidad había cometido un informante de la policía. Alquiló otro coche y volvió a Rhinebeck, donde pudo llorar de emoción en la graduación del programa de desintoxicación de su cliente de catorce años, que, inadvertidamente, se había convertido en un joven de quince.

En junio había tachado nueve casos de la lista de diez que le había permitido conservar el comité disciplinario. El único nombre que quedaba era el de Samara Tannenbaum.

Para entonces, Jaywalker y Samara se habían convertido en extraños. Hablaban por teléfono regularmente, pero se veían sólo en las vistas preliminares, que se celebraban cada mes. En esas ocasiones, se saludaban afectuosamente, como podrían saludarse dos primos en una reunión familiar. Cada vez que la veía, Jaywalker se quedaba asombrado de lo guapa que era, y durante los días siguientes a su encuentro sólo podía pensar en ella. Incluso soñaba con ella por las noches. Después, Samara iba desapareciendo poco a poco de su pensamiento y de sus sueños, hasta que olvidaba su cara, y volvía a sorprenderse de nuevo en la siguiente cita del juzgado.

Citas en el juzgado.

Así era como había empezado a considerarlas.

Cuando se reconocían el uno al otro, se daban un abrazo y se ponían al tanto de lo que había ocurrido en sus vidas, lo cual no era mucho; en el caso de Jaywalker, porque no tenía vida de la que hablar, y en el de Samara porque el brazalete del tobillo, el toque de queda y otras restricciones tampoco le permitían tenerla. Después, se sentaban juntos en la sala mientras esperaban que se los llamara. Algunas veces, él retrasaba la firma en el registro para alargar el tiempo que pasaba sentado al lado de Samara. Notaba el contacto de su hombro contra el brazo, olía el perfume que se hubiera puesto aquel día y escuchaba el ritmo de su respiración. Cuando debían comparecer, caminaban juntos por el pasillo hasta la mesa de la defensa, donde permanecían de pie durante uno o dos minutos, casi nunca más, mientras el juez preguntaba por los avances del caso, miraba su calendario y anunciaba la fecha de su siguiente cita en el juzgado.

Citas en el juzgado.


A mediados de julio, Jaywalker sabía con claridad que el caso de Samara no iría a juicio hasta el otoño, como pronto. Los jueces solían tomarse vacaciones en agosto, como los fiscales, los abogados defensores, los secretarios, los estenógrafos e incluso los miembros del jurado. Se celebraban unos cuantos juicios, pero siempre eran los de detenidos de larga duración. Los casos de los acusados que estaban en libertad bajo fianza solían posponerse hasta después de agosto, y el de Samara no sería una excepción; se suspendió hasta después del Día del Trabajo. Aquella suspensión, sin embargo, fue ligeramente distinta a las anteriores. Por primera vez, al anunciar la nueva fecha, el juez Sobel añadió las palabras «para la celebración del juicio».

Sin embargo, Jaywalker sabía que todavía quedaban más casos por delante del suyo, algunos más antiguos, y otros más nuevos, pero que eran casos de acusados que estaban en prisión. Según sus cálculos, era improbable que el juicio se celebrara en septiembre, ni en octubre, ni en noviembre. Y, una vez que llegaban las vacaciones de diciembre, uno estaba salvado hasta enero.


Con la práctica de su profesión reducida a un solo caso, el Jaywalker de antaño habría dedicado todos sus esfuerzos a prepararlo. Sin embargo, mientras el verano transcurría hacia el otoño, pasaba las mañanas durmiendo y las tardes dando largos paseos junto al río o tomando el sol en un banco del parque. Por las noches veía la televisión, algún partido de los Yankees o una película antigua, con una copa de Kalhúa en la mesilla, a su lado.

Y cuando llegó el invierno, las únicas concesiones que hizo fueron dormir hasta más tarde por las mañanas, abrigarse más y caminar más rápidamente por las tardes, y pasar del béisbol al baloncesto o al rugby por las noches.

El mero hecho de que fuera a perder el último caso de su vida no significaba que tuviera que estar todo el año perdiéndolo.

¿Habría seguido así, con aquella inusual falta de responsabilidad? ¿Habría ido al juicio menos preparado que el fiscal? ¿O habría despertado por sí mismo de su letargo y habría empezado a trabajar como de costumbre aunque supiera que iba a perder?

No hay forma de saberlo, porque antes de que Jaywalker pudiera despertar por sí mismo, si acaso iba a hacerlo, lo despertó el teléfono. Sonó un jueves por la noche, a mediados de diciembre. Él descolgó al sexto o séptimo tono. En aquel momento estaba dormitando, así que no los contó. Murmuró «Jaywalker» con una voz espesa por el Kalhúa y el sueño, y apagó la televisión con el mando a distancia.

– ¿Estás despierto? -era la voz de una mujer, una que le resultaba vagamente familiar. Durante un instante, pensó que podría ser su esposa. Sin embargo, rápidamente lo recordó. Su mujer estaba muerta. Había muerto casi doce años antes.

– Más o menos -dijo-. ¿Quién es?

– Sam.

– ¿Qué hora es?

– Las once.

– Dios santo.

– ¿Jaywalker?

– ¿Sí?

– Necesito que vengas a mi casa.

– ¿Ahora? -preguntó él.

– Ahora.

– ¿Por qué?

– Porque he encontrado algo.

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