Nota del autor

En mi último cumpleaños me di cuenta de que he llegado a la misma edad que tenía mi padre cuando dejó este mundo, demasiado pronto. Era médico obstetra; un médico encantador, venerado por sus empleados y por sus colegas, y adorado por sus pacientes. Hoy día sigo encontrándome con personas que, al saber que su primer apellido es el mismo que el mío y no por mera coincidencia, exclaman con emoción: «Oh, Dios mío, ¡él trajo a mis niños al mundo!», y de vez en cuando «¡Él me trajo al mundo!».

No es que mi padre no tuviera defectos, ni mucho menos. Era una persona que rendía más de lo esperado en todo lo que hacía, lo cual significa que sacaba las mejores notas del colegio, que cebaba el anzuelo a la perfección y que era capaz de recorrer el campo de béisbol a toda velocidad. Era un verdadero perfeccionista, un temprano obsesivo compulsivo.

Era, en resumen, un Jaywalker.

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