13.

La rendición

Mirando atrás, Jaywalker siempre consideraría aquella llamada de teléfono en la que Tom Burke le había dado la noticia de la póliza de seguros como el momento en que había decidido darlo todo por perdido con Samara Tannenbaum.

Acababa de enterarse de que, apenas un mes antes de la muerte de su marido, Samara había apostado en secreto veintisiete mil dólares a que Barry moriría antes de que terminara el año. En secreto, porque, según Burke, ella había contratado aquella póliza por sí misma, y había autorizado por escrito el pago de la prima de su cuenta bancaria, sin que, aparentemente, Barry lo supiera. Y antes de que terminara el año, porque era una póliza de duración limitada, y esa duración era de seis meses sin posibilidad de renovación.

Sabiendo aquello, Jaywalker había cambiado el caso de Samara desde el grupo de aquéllos en los que tenía que trabajar al grupo de los que era imposible ganar. No era sólo por la póliza de seguros, aunque tuviera una duración elocuente y unas cláusulas condenatorias. No, era algo más. Era el modo en que Samara le había ocultado su existencia, como se la había escondido a Barry. Y el modo en que, cuando él la había enfrentado a la situación, ella había negado que supiera algo de aquella póliza. Jaywalker se vio obligado a pedirle a Burke una copia del formulario de solicitud para que Samara examinara su firma, su dirección, su fecha de nacimiento, su número de la Seguridad Social y su designación de sí misma como única beneficiaria.

– Sí, parece mi letra -admitió ella-. Pero quizá deberíamos contratar a uno de esos expertos en grafología, sólo para asegurarnos.

– No te preocupes -le dijo Jaywalker-. Ya lo ha hecho Burke.


Jaywalker pasó el día de Acción de Gracias en casa de su hija, en Nueva Jersey. Tanto ella como su marido comentaron que tenía aspecto de estar cansado, y le preguntaron si la suspensión lo estaba entristeciendo.

– En realidad, no -respondió él-. Supongo que estaba trabajando demasiado en un caso de asesinato.

– ¿Y cómo salió? -le preguntó su yerno.

– Todavía no ha terminado.

Aunque ellos no dijeron nada, Jaywalker dedujo, por sus miradas, que había habido algo raro en su modo de decir «estaba trabajando», como si el caso sí estuviera cerrado.


Noviembre dejó paso a diciembre, y Jaywalker concentró su atención en los demás casos de su lista de diez, que se había reducido a siete. Alquiló un coche y condujo durante dos horas hasta Rhinebeck, para ir a ver a su cliente de catorce años, el muchacho que estaba siguiendo un programa de desintoxicación. Su visita provocó una enorme sonrisa del niño, tan grande que toda la sala de visitas se iluminó. También consiguió una visa para su vendedor de bolsos sudanés, y lo libró de una deportación casi segura. Y le agarró la mano al limpiador y consiguió que no se orinara durante tres comparecencias ante el juez.

A medida que se acercaban las vacaciones, el trabajo se ralentizó en 100 Centre Street, y el caso de Samara fue suspendido hasta enero. Hubo novedades, pero ninguna buena. La única diferencia era que, como Jaywalker lo había dado todo por perdido con ella, ya no se tomaba las cosas personalmente, ya no se encogía con cada decepción y con cada golpe. Ella había asesinado a su marido; Jaywalker lo sabía con seguridad. Que soportara sola su dolor. Se merecía eso y un poco más.

Burke respondió a las peticiones de Jaywalker, y el juez Sobel determinó que la orden de registro había sido correctamente dictada y ejecutada. También fijó una audiencia para tratar el asunto de si las declaraciones exculpatorias falsas que Samara había hecho ante los detectives eran admisibles como prueba en el juicio o no. Sin embargo, Jaywalker sabía que aquello apenas tenía importancia. Las mentiras de Samara eran la prueba menos importante que había contra ella.

Nicky Piernas lo llamó para decirle que había reducido la lista de enemigos de Barry de ocho a cuatro. De los ocho primeros, dos tenían coartada, otro era parapléjico y otro había muerto meses antes del asesinato. Los cuatro que quedaban eran un antiguo abogado de Barry, que había sido despedido por una acusación de desfalco; un contable que tenía mucho poder sobre las finanzas personales de Barry; el presidente de la junta de vecinos de su edificio, que quería que Barry le pagara los daños que le había provocado en su casa, situada justo debajo de la del difunto, una inundación causada por las pérdidas de una lavadora no autorizada; y el encargado de mantenimiento, que se había puesto del lado del presidente y a quien habían oído decir que Barry era «un inútil multimillonario judío».

Tom Burke también llamó a Jaywalker para comunicarle los resultados del análisis de la escritura de Samara, que aparecía en la póliza de seguros. El experto que había comparado aquella escritura con otras muestras de la letra de Samara había llegado a la conclusión de que eran idénticas con un noventa y nueve por ciento de probabilidad.

Por otra parte, Jaywalker recibió por correo una copia del protocolo de la autopsia de Barry, junto a los informes de serología y de toxicología. Tal y como se sospechaba, Barry Tannenbaum había muerto de una sola herida punzante en el ventrículo derecho del corazón, infligida por una cuchilla de doce centímetros de longitud con el borde de sierra. El caso había sido catalogado como homicidio y la causa oficial de la muerte había sido una «parada cardiaca subsiguiente a un desangramiento». Se habían tomado muestras de sangre, de tejido cerebral y hepático y se habían analizado, lo que había revelado la presencia de una pequeña cantidad de etanol y de una cantidad indeterminada de Seconal, un barbitúrico bastante fuerte. Parecía que Barry había tomado una copa aquella tarde y, probablemente, también había tomado somníferos durante las veinticuatro horas anteriores a su muerte. Aunque también era posible que Samara le hubiera puesto algo en la sopa china o en el arroz frito antes de apuñalarlo. Eso explicaría la falta de señales de lucha.

Como tenía por costumbre, Jaywalker le comunicó todos los nuevos descubrimientos a Samara. Tenía el convencimiento de que, por ética, no podía ocultarle información a su clienta en nombre del proteccionismo o del paternalismo. Después de todo, no estaba trabajando en su propio caso, sino en el caso de Samara.

Sin embargo, había otra razón más para que Jaywalker le contara todas las novedades. Las noticias que llegaban eran tan malas que se imaginaba que, más tarde o más temprano, el efecto acumulativo de las pruebas contra ella la abrumaría y la obligaría a admitir su culpabilidad.

No acertaba.

Cada vez que él le presentaba una nueva prueba condenatoria que habían descubierto Tom Burke o Nicky Piernas, ella se desviaba de la cuestión, negaba que tuviera algo que ver, o decía que no lo recordaba. Jaywalker, incluso siendo un hombre obstinado, se maravillaba de su intransigencia aunque se desesperara con su tendencia a la autodestrucción.


Ante la insistencia de su hija, Jaywalker pasó la Nochebuena y la Navidad en Nueva Jersey. A medida que se acercaba la Nochevieja, se excusó para marcharse a casa diciendo que tenía una ligera gripe. Se quedó dormido frente a la televisión mucho antes de las doce con un vaso de Kalhúa vacío a su lado.

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