15.

En el armario de las especias

Cuando bajó del taxi, Samara lo recibió frente a su casa y lo hizo pasar. Tomó su abrigo, una cosa gastada que había tenido desde siempre, y lo colgó en un armario, dignificándolo innecesariamente, en lo que a Jaywalker concernía. Él habría preferido dejarlo en una silla, o mejor todavía, habérselo dejado puesto para estar abrigado. ¿Qué hora le había dicho que era?

– Estás helado -dijo Samara.

Salió de la habitación, y cuando volvió, llevaba una manta de lana. Sin preguntarle nada, le obligó a sentarse, se puso a horcajadas sobre él, lo envolvió en la manta y le metió las esquinas por debajo. Podía ser toda una enfermera cuando quería.

Él intentó decírselo, y explicarle que estaba bien sin la manta, pero se le había formado un nudo en la garganta y no pudo hablar. Una vez, su mujer y él estaban pasando unos días, a finales de año, en las Montañas Rocosas de Canadá, y después de hacer una marcha, habían vuelto a la cabaña al borde de la hipotermia, temblando incontrolablemente. Se habían quitado la ropa, habían sacado las mantas de la cama, se habían envuelto en ellas y habían pasado el resto del día riéndose y entrando en calor a base de amor.

– Estoy bien -le dijo, no porque lo estuviera, sino porque necesitaba oír el sonido de su propia voz para volver del lugar al que había ido.

– No estás bien -le dijo Samara-. Estás muerto de frío. No te quites la manta. No quiero ser la culpable de que enfermes de neumonía y te mueras.

– Está bien -respondió Jaywalker, que se quedó con la manta puesta-. Dime lo que has encontrado.

– Ven.

La manta y él la siguieron por un tramo de escaleras arriba, y entraron a una cocina impoluta. O Samara era un ama de casa extremadamente limpia, o era una mujer muy parecida a su difunto marido, que no había cocinado en su vida. Jaywalker se inclinaba por lo último.

Ella pasó por delante del fogón y abrió un pequeño armario. Dentro había frasquitos con hierbas y especias, de las orgánicas y caras.

– Mira -le dijo.

Él miró. Vio albahaca, orégano, perejil, estragón, comino y otra docena de condimentos.

– ¿Que mire qué? -inquirió. No podía creer que ella lo hubiera llamado para que fuera a su casa en mitad de la noche porque había descubierto de repente que tenía especias.

– En la última fila -dijo.

Él miró en la última fila. Allí, entre los tarros, había un frasco de plástico de color ámbar, con una tapa blanca, como los de las medicinas. Lo sacó tomándolo por la tapa, con cuidado de no tocarlo apenas, y leyó la etiqueta. Estaba a nombre de Samara y había sido recetado por un tal doctor Samuel Musgrove en agosto del año anterior. Eso era menos de un mes antes de la muerte de Barry. La receta era de Seconal, para veinticinco pastillas. Él alzó el frasco para verlo a contraluz. Dentro había tres o cuatro píldoras, y polvo de otras que habían sido machacadas. Con todo eso, la botella sólo estaba llena hasta un cuarto del total. Jaywalker pensó que alguien había sacado el resto de las píldoras.

Y supo, al instante, que aquello era una prueba tan condenatoria como la póliza de veinticinco millones de dólares que había firmado Samara más o menos al mismo tiempo en que se había extendido la receta de aquel frasco, y que había olvidado tan convenientemente. Sólo que, en aquella ocasión, Samara había esquivado la bala. Al registrar la casa, la policía no había dado con las píldoras.

– Háblame sobre esto -le dijo.

– No hay nada que decir -respondió Samara, encogiéndose de hombros como de costumbre-. No lo había visto nunca. No sé nada sobre ello.

Típico de Samara.

– Entonces, ¿por qué tenías tanta prisa en enseñármelo?

– Estaba buscando el sirope de chocolate -dijo ella-. Tenía un antojo de helado con chocolate. Y vi esto. Leí la etiqueta y vi que era Seconal. Me acordé de que me habías dicho que era una de las cosas que encontraron en el cuerpo de Barry.

– ¿Así que tomaste el frasco?

– No -respondió ella-. Yo no sé quién lo encargó, quién lo tomó ni quién lo puso ahí.

– No, no -dijo Jaywalker, que no tenía interés en otra de sus absurdas negativas-. Me refiero a que si lo has tocado hoy, antes de llamarme.

Ella asintió.

Así que su cuidadoso manejo del frasco no había servido de nada, pensó Jaywalker. Ahora estaría lleno de huellas dactilares de Samara, aunque ella hubiera sido tan lista como para borrarlas un año antes. Él se preguntó si la ley le obligaba a entregarle el frasco a Tom Burke o al tribunal. Sabía que no podía tirar o destruir pruebas. Siendo oficial de los tribunales, como era él, eso sería obstrucción a la justicia, o manipulación criminal. Sin embargo, ¿debía cumplir la ley, y de ese modo hundir más a su clienta? Decidió que no. No tenía ganas de cumplir ninguna ley que le obligara a ello.

– Mira -le dijo a Samara-, ¿por qué no nos olvidamos que ha sucedido esto y lo mantenemos en secreto?

– ¿Quieres decir que no vas a hacer nada al respecto?

– ¿Al respecto de qué?

– Del Seconal.

– ¿Seconal? ¿Qué Seconal?

Con eso, se acercó al cubo de la basura. Era uno de aquellos cubos tan modernos, cromado, con un pedal con el que se abría la tapa. Él pisó un par de veces el pedal, con la esperanza de que Samara se diera por aludida. A fin de cuentas, ella no era una oficial de los tribunales.

– ¿Es que no te das cuenta? -preguntó Samara-. Alguien quiere incriminarme.

No se había dado por aludida.

– Claro -respondió Jaywalker-. Un mes antes de la muerte de Barry, alguien pidió una receta a tu nombre. Después sacó la mitad de las pastillas y se las puso a Barry en el café antes de apuñalarlo. Después se tomó la molestia y corrió el riesgo de venir hasta aquí, colarse en tu casa y esconder el frasco en tu armario de las especias. Y esta noche, mediante el milagro de la telequinesis, ha conseguido que tú pongas tus huellas dactilares por todo el tarro. Voy a decirte una cosa, Samara.

– ¿Qué?

– Me voy a casa.

– No puedes.

– ¿Por qué no?

– Llevas puesta una manta.

– No me importa.


Jaywalker tardó más de un cuarto de hora en conseguir parar un taxi. Varios de ellos, vacíos, aminoraron la marcha antes de acelerar nuevamente y alejarse de él. En aquella ciudad, uno podía librarse de casi todo, pero llevar una manta como prenda de abrigo era una prueba basada en la presunción de que estabas arruinado o eras peligroso.

Cuando llegó a casa, estaba temblando de nuevo. Encendió la calefacción y se sirvió dos centímetros de Kalhúa.

Pensó que Samara debía de ser completamente idiota. Una idiota muy guapa, claro, pero idiota de todos modos. De lo contrario, ¿por qué lo había llamado a medianoche para enseñarle otra prueba en contra de sí misma? ¿De dónde sacaba aquella insaciable necesidad de castigarse? ¿Acaso su culpabilidad por lo que había hecho era tan grande que la impulsaba a hacer todo lo posible por pasar el resto de su vida encerrada en prisión? ¿De verdad deseaba tanto ir a la cárcel?

Ella odiaba la cárcel. Le había rogado, literalmente, que la sacara de allí, y le había ofrecido prácticamente todo a cambio. Había hecho que él requiriera visitas todos los días para poder ir a Nueva York desde la cárcel, pese a no poder dormir más de tres horas. Había pasado sin ducharse, se había matado de hambre, se había cortado, se había arrancado mechones de pelo y se había amoratado un ojo. No parecía, realmente, que quisiera volver.

Entonces, ¿cuál era el motivo de aquella extraña necesidad de incriminarse a la menor oportunidad? ¿Por qué le había enseñado el Seconal, en vez de tirarlo?

Simplemente, no había respuesta.

Jaywalker se tomó las últimas gotas del licor, se quitó los zapatos, apagó la luz y se tumbó en el sofá. Eran las dos de la mañana, y estaba agotado. Recordó que, cuando era pequeño y no podía dormirse, su madre le había dicho que era porque estaba demasiado cansado como para conciliar el sueño. Por supuesto, él no lo había entendido. Años después, cuando el concepto había cobrado sentido para él, se lo había contado a su mujer, y se había convertido en una broma privada para ellos. Cuando estaban acostados y él quería hacer el amor con ella, en vez de decírselo, le decía que estaba demasiado cansado como para dormirse. Ella se reía y rodaba hacia él, y hacían el amor. Y después, casi siempre, él se quedaba dormido.

¿Dónde estaba ella cuando la necesitaba?

Había algo que lo inquietaba, aunque no daba con ello. Intentó imaginarse a su mujer, pero sólo pudo verla en la cama del hospital, consumiéndose. Intentó recordar años anteriores, intentó verla de joven, pero sólo veía a Samara.

– ¿Por qué? -se preguntó, y el sonido de su voz lo sobresaltó en la oscuridad.

De repente, tenía la sensación de que la habitación estaba llena de agua, negra e impenetrable, y de que él flotaba en la superficie. ¿Por qué habría hecho lo que había hecho aquella noche? Tenía que haber una respuesta. Pero, si la había, estaba tan profundamente enterrada que él no llegaba a comprenderla. Era como si aquella respuesta estuviera bajo el agua, al fondo del océano.


Se despertó más tarde y se sentó de golpe en el sofá, tosiendo y atragantándose. Aquello le sucedía siempre que se quedaba dormido boca arriba, en vez de hacerlo de lado. La saliva se le acumulaba al fondo de la garganta e intentaba deslizarse por su laringe.

El reloj marcaba las cuatro y veinte. Había tenido una pesadilla con el agua, con algo que borboteaba violentamente desde el fondo del mar.

El hecho de que Samara le mostrara el frasco de Seconal lo había desconcertado por completo. La existencia de aquel frasco no hacía más que vincularla más con el asesinato de su marido. Las pastillas que faltaban, y las que habían sido reducidas a polvo, no eran más que otra prueba contra ella, y Samara tenía que saberlo. Sin embargo, por mucho que detestara la idea de tener que volver a la cárcel, lo había despertado a medianoche para enseñarle un objeto que probablemente la enviaría allí de vuelta. Se mirara por donde se mirara, no tenía sentido.

A menos que…

A menos que ella fuera inocente de veras.

A menos que alguien estuviera intentando incriminarla realmente.

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