Marky yo esperamos en el camposanto mientras el hermano Guy cerraba el panteón. La nieve había arreciado y caía en gruesos copos a nuestro alrededor. La tierra estaba ya completamente blanca. -Suerte que no nos ha caído una así en el camino -comentó Mark.
– Si el tiempo no mejora, tendremos problemas para volver. Tal vez nos veamos obligados a regresar por mar.
El hermano Guy llegó a donde estábamos y me miró muy serio.
– Señor, nos gustaría enterrar al pobre comisionado Singleton mañana mismo. La comunidad se quedaría más tranquila y el alma del difunto podría descansar en paz.
– ¿Dónde pensáis enterrarlo? ¿Aquí? Singleton no tenía familia.
– En el cementerio laico. Si dais vuestro permiso.
Asentí.
– Muy bien. He visto bastante; tengo la imagen bien impresa en mi mente.
– Habéis deducido muchas cosas, señor.
– Es cuestión de educar la mente, nada más.
Mientras estaba junto al monje, me llegó un tenue aroma, tal vez a sándalo. Desde luego, el enfermero olía mejor que sus hermanos de congregación.
– Le comunicaré al abad que pueden hacerse los preparativos para el funeral -dijo el hermano Guy, aliviado.
En ese momento, sonó una violenta campanada que me hizo dar un respingo.
– Nunca había oído unas campanadas tan fuertes. Ya me han llamado la atención al llegar.
– La verdad es que esas campanas son demasiado grandes para nuestro campanario. Pero tienen una historia interesante. Proceden de la antigua catedral de Tolosa.
– ¿Cómo acabaron aquí?
– Después de dar muchas vueltas. La catedral fue pasto de las llamas hace ochocientos años, durante una incursión de los árabes, que se llevaron las campanas como trofeo. Más tarde, aparecieron en Salamanca, cuando la ciudad fue reconquistada para Cristo, y fueron donadas a Scarnsea cuando se fundó el monasterio.
– Sigo pensando que son demasiado grandes para esta iglesia.
– Nos hemos acostumbrado a ellas.
– Yo no podría.
– La culpa es de mis antepasados árabes -dijo el hermano Guy con una sonrisa tan triste como fugaz.
Llegamos al claustro en el preciso momento en que los monjes salían de la iglesia en procesión. La imagen me produjo una impresión que permanece fresca en mi memoria a pesar de los años transcurridos: unos treinta benedictinos de hábito negro deslizándose en dos filas por el antiguo claustro de piedra, con las capuchas caladas y las manos ocultas en las anchas mangas para protegérselas de la nieve, que caía formando una silenciosa cortina y los cubría mientras avanzaban a la luz de los vitrales. Era un hermoso espectáculo, y no pude evitar conmoverme.
El hermano Guy nos dejó en nuestra habitación diciendo que pasaría a buscarnos poco después para acompañarnos al refectorio. Tras sacudirnos la nieve de las capas, Mark sacó el pequeño catre y se tumbó.
– ¿Cómo creéis que mató el espadachín a Singleton, señor? ¿Estaba esperándolo y lo atacó por la espalda?
– Posiblemente -dije empezando a sacar libros y documentos de mi alforja-. Pero ¿qué hacía Singleton en la cocina a las cuatro de la mañana?
– Puede que se hubiera citado allí con el monje del que habla el portero.
– Sí, ésa es la explicación más plausible. Alguien citó a Singleton en la cocina, tal vez con la promesa de proporcionarle información, y lo mató. Lo ejecutó, más bien. Todo este asunto recuerda a una ejecución. Desde luego, habría sido mucho más sencillo apuñalarlo por la espalda.
– Parecía un hombre duro -dijo Mark-. Aunque, con la cabeza separada del cuerpo, resulta difícil asegurarlo -añadió con una risa nerviosa, y comprendí que la visión del cadáver lo había impresionado tanto como a mí.
– Robín Singleton era la clase de abogado que detesto. Sabía poco de leyes, y lo poco que sabía, mal aprendido. Salía adelante avasallando y engañando, cuando no dejando caer oro en la mano adecuada en el momento adecuado. Pero no merecía que lo mataran de ese modo.
– Había olvidado que el año pasado presenciasteis la ejecución de la reina Ana, señor -dijo Mark. -Ojalá pudiera olvidarlo.
– Al menos os ha servido en vuestro análisis de los hechos. Asentí con tristeza y luego esbocé una sonrisa irónica. -Me acuerdo de un profesor que tuve cuando empecé en las Inns of Court, el doctor Hampton. Solía decir: «En cualquier investigación, ¿cuáles son las circunstancias más relevantes? ¡Ninguna! -gritaba respondiéndose a sí mismo-. ¡Todas las circunstancias son relevantes, todo debe examinarse desde todos los ángulos!»
– No digáis eso, señor. Entonces podríamos quedarnos aquí eternamente… -dijo Mark estirándose con un gruñido-. Ahora sería capaz de dormir doce horas seguidas, incluso en este duro tablón.
– Pues tendrás que esperar. Quiero cenar con la comunidad. Si queremos sacar algo en claro, necesitamos conocerlos a todos. ¡Vamos, los servidores de lord Cromwell son incansables! -exclamé, pegándole una patada al catre.
Llegamos al refectorio acompañados por el hermano Guy, tras recorrer varios pasillos oscuros y subir una escalera. Era una sala impresionante, de techo muy alto, sostenido por gruesas columnas y grandes arcos. A pesar de sus proporciones, los tapices que colgaban de las paredes y las espesas esteras de rota que cubrían el suelo creaban un ambiente acogedor. Un facistol de madera primorosamente tallada presidía una de las esquinas. Los gruesos cirios de los candelabros arrojaban un cálido resplandor sobre dos mesas dispuestas con vajilla y cubiertos de plata; la primera, de seis plazas, estaba junto a la chimenea, y la segunda, mucho más larga, un poco más retirada. Los criados de la cocina se afanaban a su alrededor dejando jarras de vino y soperas de plata que llenaban el aire de un aroma delicioso.
– Son de plata -murmuré examinando los cubiertos de la mesa pequeña-. Y la vajilla también.
– Ésta es la mesa de los obedienciarios, donde se sientan los monjes que desempeñan un oficio -me explicó el hermano Guy-. Los demás utilizan cubiertos de peltre.
– La gente normal usa cubiertos de madera -repuse en el preciso instante en que el abad Fabián hacía su entrada. Los criados dejaron lo que estaban haciendo y se inclinaron ante él, que les respondió asintiendo benévolamente-. Y el abad comerá en platos de oro, seguro -le susurré a Mark.
El aludido se acercó a nosotros con una sonrisa forzada.
– No he sido advertido de que deseabais cenar en el refectorio. Había hecho preparar rosbif en la cocina de casa.
– Os lo agradezco, pero cenaremos aquí.
– Como gustéis -dijo el abad con un suspiro de resignación-. Le he sugerido al doctor Goodhaps que os acompañara a cenar, pero se niega en redondo a salir de su habitación.
– ¿Os ha dicho el hermano Guy que he dado mi autorización para que enterréis al comisionado Singleton?
– Sí. Lo anunciaré antes de cenar. Esta noche me corresponde leer a mí… en inglés, como mandan las ordenanzas -añadió el abad enfáticamente.
– Bien.
Oímos voces en la puerta y vimos que los monjes comenzaban a entrar. Los dos obedienciarios a los que habíamos visto al poco de llegar -Gabriel, el sacristán rubio, y Edwig, el tesorero moreno-, se dirigieron juntos y en silencio a la mesa inmediata a la chimenea. Formaban una extraña pareja; uno, alto y pálido, avanzaba con la cabeza ligeramente agachada, mientras que el otro daba largos pasos que denotaban seguridad. Al cabo de unos instantes se les unieron el prior, los dos obedienciarios a los que habíamos conocido en la sala capitular y el hermano Guy. El resto de los monjes se sentó a la mesa larga. Entre ellos estaba el anciano cartujo, que me lanzó una mirada aviesa.
– Me han informado de que el hermano Jerome os ha ofendido -me susurró el abad inclinándose hacia mí-. Os pido disculpas. Al menos, sus votos lo obligan a guardar silencio durante las comidas.
– Tengo entendido que está aquí gracias a la intercesión de un miembro de la familia Seymour.
– Nuestro vecino, sir Edward Wentworth. Pero la petición procedía de la oficina de lord Cromwell -puntualizó el abad mirándome de reojo-. Su Señoría quería a Jerome lejos, en algún lugar discreto. En su condición de pariente lejano de la reina Juana, resultaba incómodo.
Asentí.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
El abad observó el ceñudo rostro del cartujo.
– Dieciocho largos meses.
Paseé la mirada por la congregación, que me lanzaba inquietas ojeadas, como si fuera un extraño animal que se había colado en el refectorio. Advertí que la mayoría de los monjes eran ancianos u hombres maduros; se veían pocas caras jóvenes y sólo tres hábitos de novicio. Un viejo al que le temblaba la cabeza debido a la perlesía se persignó rápidamente sin dejar de observarme.
Advertí una figura que permanecía indecisa junto a la puerta y reconocí al novicio que se había hecho cargo de nuestros caballos; se balanceaba sobre las piernas con evidente nerviosismo y llevaba algo escondido a la espalda. De pronto, el prior Mortimus levantó la cabeza y lo vio.
– ¡Simón Whelplay! -le gritó a través de la sala-. Tu castigo no ha terminado. Esta noche no cenarás. Ve a aquel rincón.
El muchacho inclinó la cabeza y se dirigió a la esquina más alejada de la chimenea. Al quitarse las manos de la espalda, vi que llevaba un capirote con la letra M pintada en él. El novicio, rojo como un tomate, se lo puso. Los demás monjes apenas lo miraron.
– ¿Eme? -le pregunté al abad.
– De maleficium, mala acción -respondió su reverencia-. Me temo que ha faltado a las normas. Por favor, tomad asiento.
Mark y yo nos sentamos junto al hermano Guy mientras el abad se dirigía hacia el facistol. Vi que en el soporte había una Biblia y comprobé complacido que no era la Vulgata latina, con sus malas traducciones y sus evangelios inventados, sino la nueva versión inglesa.
– Hermanos -anunció con voz sonora el abad Fabián-, todos nos hemos sentido profundamente conmocionados por los recientes acontecimientos. Me complace dar la bienvenida al representante del vicario general, el comisionado Shardlake, que ha venido para investigar el asunto. Hablará con muchos de vosotros; debéis proporcionarle toda la ayuda que merece un representante de lord Cromwell. -Le lancé una mirada severa, consciente de la ambigüedad de aquellas palabras-. El doctor Shardlake ha dado su autorización para que enterremos al señor Singleton, cuyo funeral se celebrará pasado mañana después del oficio de maitines. -Un murmullo de alivio recorrió las dos mesas-. Y, ahora, la lectura de hoy pertenece al capítulo séptimo del Apocalipsis: «Después de estas cosas vi cuatro ángeles que estaban en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra…»
Me sorprendió que el abad hubiera elegido el Apocalipsis, uno de los textos favoritos de los reformistas más radicalmente evangelistas, quienes gustaban de proclamar a los cuatro vientos que habían desentrañado los misteriosos y estremecedores enigmas del libro sagrado. El pasaje enumeraba la lista de los que el Señor salvará el Día del Juicio Final. Parecía un desafío hacia mí, para que identificara a la comunidad de Scarnsea con los justos.
– «Y me respondió: "Éstos son los que vienen de la gran tribulación y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero."» ¡Amén! -concluyó sonoramente.
Acto seguido, cerró la Biblia y abandonó el refectorio con paso solemne; sin duda, el rosbif lo esperaba en la mesa de su comedor. Fue la señal para el comienzo del parloteo y la entrada de media docena de criados, que empezaron a servir la sopa, un espeso caldo de verdura, bien sazonado y muy apetitoso. Como no había probado bocado desde el desayuno, durante un minuto me concentré en mi plato; luego, alcé los ojos hacia Whelplay, que seguía inmóvil en su rincón como una estatua envuelta en sombras. Miré hacia la ventana junto a la que estaba el chico y vi que seguía nevando con fuerza.
– ¿El novicio no va a probar esta deliciosa sopa? -le pregunté al prior, que estaba sentado frente a mí.
– Hasta dentro de cuatro días, no. Como parte de su castigo, permanecerá ahí durante las comidas. Tiene que aprender. ¿Os parezco demasiado severo, señor?
– ¿Cuántos años tiene? No aparenta los dieciocho.
– Pronto cumplirá veinte, aunque nadie lo diría viéndolo tan esmirriado. Hemos tenido que prolongar su noviciado; no consigue hacerse con el latín, aunque tiene buen oído para la música. Ayuda al hermano Gabriel. Simón Whelplay necesita aprender obediencia. Se ha ganado el castigo, entre otras cosas, por evitar los oficios en inglés. Cuando impongo un correctivo a alguien intento que no lo olvide, ni él ni los demás.
– B-bien dicho, hermano prior -aprobó el tesorero asintiendo enérgicamente y dedicándome una fría sonrisa que trazó un fugaz tajo en su mofletudo rostro-. Comisionado…, soy el hermano Edwig, el tesorero -se presentó dejando la cuchara en el plato, que había vaciado en un suspiro.
– Entonces, ¿sois el responsable de administrar los fondos del monasterio?
– Y de r-recaudarlos, y de que los gastos no superen los ingresos -añadió con un orgullo que contrastaba con su tartamudeo.
– Creo que os he visto antes en el patio, discutiendo con un hermano sobre… ciertas obras en la iglesia, ¿me equivoco?
Me volví hacia el monje alto y rubio que unas horas antes había mirado lujuriosamente a mi ayudante. Ahora estaba sentado casi enfrente de Mark, al que no paraba de lanzar miradas furtivas. Al captar la mía, se inclinó sobre la mesa para presentarse.
– Gabriel de Ashford, comisionado. Soy el sacristán, además de chantre. Me ocupo de la iglesia y de la biblioteca, así como del coro. Ahora somos tan pocos que tenemos que compaginar varios oficios.
– Comprendo. Cien años atrás seríais… ¿cuántos, el doble que ahora? De modo que la iglesia necesita reformas…
– Ya lo creo, señor -dijo el sacristán, inclinándose hacia mí tan impulsivamente que casi derramó la sopa al hermano Guy-. ¿La habéis visitado ya?
– No. Pensaba hacerlo mañana.
– Tenemos la iglesia normanda más hermosa de toda la costa meridional. Tiene cerca de cuatrocientos años de antigüedad y puede compararse con los mejores templos benedictinos de Normandía. Pero uno de los muros ha empezado a agrietarse desde el techo. Urge repararla, y habría que hacerlo con piedra de Caen, como la que se utilizó para construirla…
– Hermano Gabriel -dijo el prior con sequedad-, el doctor Shardlake tiene cosas más importantes que hacer que admirar la arquitectura de la iglesia. Además, tal vez la encuentre demasiado recargada -añadió con intención.
– Pero, si no me equivoco, la Nueva Doctrina no condena la belleza arquitectónica…
– A no ser que la congregación dé en adorar el edificio en lugar de a Dios -repuse-. Eso sería idolatría.
– Nada más lejos de mi intención -se apresuró a responder el sacristán-. Pero creo que en cualquier edificio hermoso la vista debería poder apreciar la exactitud de las proporciones, la armonía del conjunto…
El hermano Edwig hizo una mueca sarcástica.
– Lo que su c-caridad quiere decir es que, para satisfacer su ideal estético, el monasterio debería arruinarse importando grandes bloques de piedra caliza francesa. Me gustaría saber cómo piensa transportarlos por la marisma.
– ¿No cuenta el monasterio con suficientes fondos? -les pregunté-. Según he leído, las rentas que obtenéis de vuestras tierras ascienden a ochocientas libras anuales. Y siguen aumentando de año en año, como bien saben los pobres que las pagan. Mientras hablaba, los criados habían vuelto trayendo bandejas con grandes y humeantes carpas y platos de verdura. Entre ellos había una mujer, un viejo adefesio de nariz ganchuda, y no pude evitar pensar que Alice debía de sentirse muy sola si aquélla era toda la compañía femenina que tenía.
Volví a mirar al tesorero, que me observaba con el entrecejo fruncido.
– R-recientemente hemos tenido que vender tierras por diversas razones. Y la cantidad que pide el hermano Gabriel supera todo el presupuesto para reparaciones de los próximos cinco años. Servíos una de estas deliciosas carpas, señor. Han sido cogidas en nuestro propio estanque esta misma mañana.
– Pero sin duda podríais tomar dinero prestado a cuenta del superávit que debéis de tener todos los años…
– Gracias, señor. Ése es mi argumento -dijo el hermano Gabriel.
El tesorero frunció el entrecejo un poco más, dejó la cuchara junto al plato y agitó sus pequeñas y regordetas manos.
– Una administración pr-prudente aconseja no abrir un gran agujero en los ingresos de los años por venir, pues los intereses son voraces como ratones. La política del abad es mantener equilibrado el pr-pr…
En su acaloramiento, el congestionado tesorero perdió el control de su tartamudeo.
– Presupuesto -completó el prior en su lugar con una sonrisa desdeñosa. Luego, me sirvió una carpa, clavó el cuchillo en la suya y empezó a cortarla con entusiasmo.
El hermano Edwig le lanzó una mirada fulminante y bebió un sorbo del excelente vino blanco.
– Por supuesto, no es asunto mío -dije encogiéndome de hombros.
– Os p-pido disculpas si me he acalorado -dijo el tesorero dejando la copa en la mesa-. Es una vieja discusión entre el sacristán y yo -añadió esbozando otra breve sonrisa, que dejó al descubierto sus blancos y parejos dientes.
Me limité a asentir con gravedad y volví a mirar hacia la ventana del rincón. Seguían cayendo gruesos copos de nieve, que empezaban a formar una espesa capa sobre el suelo. Allí dentro había corriente y, aunque el fuego me calentaba por delante, tenía la espalda helada. En la esquina, el novicio tosió. Su cabeza, cubierta con la caperuza e inclinada hacia delante, permanecía en la sombra, pero advertí que las piernas le temblaban bajo el hábito.
De pronto, una voz destemplada rompió el silencio.
– ¡Idiotas! No habrá edificio nuevo. ¿No sabéis que el mundo ha dado su última vuelta? ¡El Anticristo está aquí, con nosotros! -Al volverme, vi que el cartujo se había incorporado en su banco de la otra mesa-. Un milenio de culto a Dios, en todas estas casas de oración, toca a su fin. ¡Pronto no quedará otra cosa que edificios vacíos y silencio, silencio para que el Diablo lo llene con sus bramidos!
La voz se convirtió en un grito, mientras los ojos del hermano Jerome clavaban furibundas miradas en los rostros de los benedictinos, que, uno tras otro, se veían obligados a desviar las suyas. Al volverse, el cartujo perdió el equilibrio y cayó de espaldas con una mueca de dolor.
El prior Mortimus se puso en pie de un salto y golpeó la mesa con la palma de la mano.
– ¡Por Cristo crucificado! Hermano Jerome, dejaréis la mesa y os quedaréis en vuestra celda hasta que el abad decida qué hacer con vos. ¡Lleváoslo de aquí!
Dos vecinos de asiento cogieron al cartujo por las axilas, lo levantaron sin contemplaciones y se lo llevaron del refectorio en volandas. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, un inmenso suspiro de alivio se alzó de la congregación.
– Una vez más -dijo el prior Mortimus volviéndose hacia mí-, os pido disculpas en nombre de la comunidad. -Un murmullo de aprobación recorrió las mesas-. Sólo puedo suplicaros que lo perdonéis en razón de su demencia.
– Me pregunto quién es el Anticristo, según él. ¿Yo? No, supongo que más bien lord Cromwell… ¿O tal vez Su Majestad el Rey?
– No, señor, no. -Un murmullo de inquietud recorrió la mesa de los obedienciarios. El prior Mortimus apretó los finos labios-. Si de mí dependiera, Jerome estaría fuera de aquí mañana mismo, para que gritara sus desvaríos por las calles hasta que lo encerraran en la Torre, o más bien en el manicomio de Bedlam, que es donde debería estar. Si el abad aún no lo ha echado, es porque necesita conservar el favor de su primo sir Edward. ¿Sabíais que Jerome estaba emparentado con la difunta reina? -Me limité a asentir-. Pero esto es demasiado. Tiene que marcharse.
– No suelo hacer caso de los disparates de un loco -dije alzando una mano y moviendo negativamente la cabeza. Mis palabras produjeron un alivio evidente entre mis compañeros de mesa-. Prefiero que el hermano Jerome siga aquí -añadí bajando la voz para que sólo pudieran oírme los obedienciarios-. Podría necesitar interrogarlo. Decidme, ¿le soltó este mismo discurso al señor Singleton?
– Sí -respondió el prior sin vacilar-. Apenas llegó, el hermano Jerome lo abordó en mitad del patio y lo llamó perjuro y mentiroso. Para no ser menos, el comisionado Singleton le respondió que era un católico hijo de mala madre.
– Perjuro y mentiroso… Eso es más concreto que las vagas acusaciones que me hace a mí. Me pregunto qué quería decir.
– Sólo Dios sabe lo que quiere decir un loco.
– Tal vez esté loco, comisionado -terció el hermano Guy inclinándose hacia mí-, pero él no pudo matar al comisionado Singleton. Yo he cuidado de él. El potro de tortura le descoyuntó el brazo izquierdo; tiene los ligamentos destrozados y la pierna derecha no mucho mejor. Como habéis visto, apenas puede mantener el equilibrio. Con lo que le cuesta sostenerse en pie, difícilmente habría podido blandir un arma para cortarle la cabeza a nadie. Yo había visto los efectos de la tortura legal en Francia, pero en Inglaterra no -añadió el hermano enfermero bajando la voz-. Creo que aquí es algo nuevo.
– La ley la autoriza en tiempos de peligro extremo para el Estado -repliqué, disgustado. Noté que Mark tenía los ojos puestos en mí y vi la decepción y la tristeza en su mirada-. Aunque siempre es un hecho lamentable -añadí con un suspiro-. Pero, volviendo al pobre Singleton, quizá el hermano Jerome esté demasiado débil para matar, pero podría haber tenido un cómplice.
– No, señor, imposible -protestó a coro toda la mesa. En las caras de los obedienciarios sólo leí el deseo de no verse relacionados con el asesinato y la traición, y el temor a las terribles penas que llevaban aparejados. Pero el hombre, me dije, es hábil ocultando sus auténticos pensamientos.
El hermano Gabriel volvió a inclinarse hacia mí con la inquietud pintada en el rostro.
– Señor, ninguno de los presentes compartimos las opiniones del hermano Jerome. Su presencia nos pesa como una losa. Sólo deseamos continuar con nuestra vida de oración en paz, leales al rey y fieles a las formas de culto que Su Majestad dicta.
– ¡En eso, al menos, su caridad habla por todos! -proclamó el tesorero con voz sonora-. No puedo decir más que amén. Un coro de amenes se alzó de la mesa de los obedienciarios. Asentí complacido.
– Pero el comisionado Singleton sigue estando muerto -repuse-. De modo que ¿quién creéis que lo mató? ¿Hermano tesorero? ¿Hermano prior?
– Fue g-gente de fuera -respondió el hermano Edwig-. Él iba a encontrarse con alguien y los sorprendió. Brujas, adoradores del Diablo… entraron a profanar nuestra iglesia y a robar nuestra reliquia, toparon con el pobre señor Singleton y lo mataron. La persona con la que iba a encontrarse, quienquiera que fuese, sin duda se asustó del tumulto.
– El doctor Shardlake opina que el asesino podría haber utilizado una espada -dijo el hermano Guy-. Y la gente de la que habláis se habría guardado de llevar armas, por miedo a que los descubrieran.
Me volví hacia el hermano Gabriel, que soltó un profundo suspiro y se pasó los dedos por los enmarañados rizos que rodeaban su tonsura.
– La desaparición de la mano del Buen Ladrón, una santa reliquia del Calvario de Nuestro Señor, es una tragedia. Me estremezco al pensar en el abominable uso que puede estar dándole el ladrón en estos momentos.
El sacristán estaba pálido. Recordé las calaveras del despacho de lord Cromwell y, una vez más, comprendí cuánto poder tienen las reliquias.
– ¿Hay sospechosos de practicar la brujería en la zona? -pregunté.
El prior negó con la cabeza.
– Un par de hechiceras de la ciudad, pero no son más que viejas que murmuran encantamientos para las hierbas que venden.
– ¿Quién sabe qué maldades obra el Diablo en el mundo pecador? -murmuró el hermano Gabriel-. Nosotros estamos protegidos de él en esta vida de santidad tanto como puede estarlo un hombre; pero fuera… -musitó el sacristán con un estremecimiento.
– También están los criados -les recordé-. Sesenta personas.
– Aquí sólo vive una docena -repuso el prior-. Y por la noche el monasterio está cerrado a cal y canto, y vigilado por el señor Bugge y su ayudante, bajo mi supervisión.
– Casi todos los que viven aquí son viejos y leales servidores -añadió el hermano Gabriel-. ¿Por qué iban a matar a un visitante tan importante?
– ¿Por qué iba a hacerlo un monje, o alguien de la ciudad? Bien, ya se verá. Mañana quisiera hablar con algunos de vosotros -anuncié paseando la mirada por las dos hileras de alarmados rostros.
Los criados regresaron para llevarse los platos, que sustituyeron por los de postre, y guardamos silencio hasta que se marcharon.
– ¡Ah, fruta en almíbar! -exclamó el tesorero hundiendo la cuchara en su plato-. Nada mejor en una noche tan fría.
De pronto, se oyó un golpe sordo en el otro extremo de la sala. Sobresaltados, nos volvimos hacia la esquina en la que el novicio cumplía su castigo y vimos que estaba tumbado en el suelo. El hermano Guy se puso en pie con la indignación pintada en el rostro, se cogió las faldas del hábito y echó a correr hacia Simón. Yo lo imité, seguido por el hermano Gabriel y, un instante después, por el prior, visiblemente enojado. El muchacho estaba blanco como la pared. Cuando el hermano Guy le levantó la cabeza con cuidado, parpadeó y soltó un gemido.
– Tranquilo -le dijo el enfermero con voz suave-. Sólo es un desmayo. ¿Te has hecho daño?
– En la cabeza. Me la he golpeado. Lo siento… Sus ojos se llenaron de lágrimas, su endeble pecho se agitó y empezó a sollozar de un modo que encogía el corazón. El prior Mortimus soltó un bufido. Miré al hermano Guy y me quedé sorprendido ante la cólera que reflejaban sus negros ojos.
– ¡No me extraña que llore, hermano prior! ¿Cuánto hace que no come como Dios manda? ¡Está en los huesos!
– Ha tomado pan y agua. Sabéis perfectamente, hermano enfermero, que es un castigo sancionado por la regla de san Benito…
El hermano Gabriel se volvió hacia él hecho una furia.
– ¡San Benito no pretendía que los siervos de Dios murieran de hambre! Lo habéis hecho trabajar como un animal en los establos y luego permanecer de pie con este frío durante horas.
El llanto del novicio se transformó en un violento ataque de tos y su pálido rostro se puso violáceo, mientras pugnaba por respirar. El enfermero inclinó la cabeza para escuchar los sibilantes jadeos del joven.
– Tiene los pulmones llenos de bilis. ¡Me lo llevo a la enfermería ahora mismo!
El prior volvió a resoplar.
– ¿Es culpa mía que sea tan delicado? Lo hago trabajar para que se curta. Es lo que necesita…
La voz del hermano Gabriel resonó por todo el refectorio:
– ¿Tiene el hermano Guy vuestra autorización para llevárselo a la enfermería, o voy en busca del abad Fabián?
– ¡Llevaos a ese inútil! -gritó el prior volviendo a la mesa a grandes zancadas-. ¡Blandenguería! ¡Blandenguería y laxitud! ¡Eso es lo que acabará con nosotros! -exclamó abarcando el refectorio con una mirada desafiante, mientras el hermano Gabriel y el enfermero se llevaban al novicio, que seguía hipando y tosiendo.
El hermano Edwig se aclaró la garganta.
– Hermano p-prior, creo que deberíamos dar las gr-gracias por los alimentos y levantarnos de la mesa. Casi es la hora de completas.
El prior dio las gracias atropelladamente, y los obedienciarios se levantaron y abandonaron el refectorio, mientras sus hermanos de la mesa larga esperaban a que salieran para imitarlos. Cuando iba a cruzar la puerta, el hermano Edwig se acercó a mí.
– Siento que v-vuestra cena se haya visto perturbada dos veces, doctor Sh-Shardlake -dijo con voz untuosa-. Es muy lamentable. Debo pediros que nos perdonéis.
– No hay de qué, hermano. Cuanto mejor conozca la vida en Scarnsea, más deprisa avanzará mi investigación. Por cierto, os estaría muy agradecido si mañana pudierais dedicarme unos momentos de vuestro tiempo, acompañado por vuestros libros de contabilidad más recientes. Hay varios puntos relacionados con las investigaciones del comisionado Singleton que me gustaría discutir con vos.
Confieso que disfruté con la expresión de desconcierto que se adueñó del rostro del tesorero. Me despedí con una inclinación de cabeza y me acerqué a Mark, que estaba mirando por una ventana. La nieve seguía cayendo y cubriéndolo todo de blanco, amortiguando los ruidos y desdibujando las formas, mientras las encorvadas y encapuchadas figuras de los monjes cruzaban el patio del claustro en dirección a la iglesia para celebrar las completas, el último oficio del día, y las campanas volvían a lanzar al aire su ensordecedor tañido.