31

El mensajero me esperaba acurrucado junto al fuego en la casa del portero. Aunque estaba cubierto de barro de pies a cabeza, recordé haberlo visto a menudo entregando cartas en la oficina de lord Cromwell. El vicario general ya debía de saber lo que había dicho el carcelero.

El joven se puso en pie con dificultad, pues era evidente que estaba exhausto, y se inclinó ante mí.

– ¿Doctor Shardlake? -Asentí, demasiado tenso para hablar-. Tengo órdenes de entregaros esto personalmente -dijo tendiéndome un pliego con el sello de la Torre.

Di la espalda al mensajero y a Bugge, rompí el sello y leí las tres líneas que contenía la misiva. Era lo que esperaba. Adopté una expresión neutra y me volví hacia el portero, que me observaba atentamente. El mensajero había vuelto a derrumbarse en la silla.

– Este hombre ha cabalgado durante días, Bugge -le dije-. Ocúpate de proporcionarle una habitación con un buen fuego para pasar la noche y viandas, si desea comer algo. -Me volví hacia el joven-. ¿Cómo te llamas?

– Hanfold, señor.

– Tal vez tenga un mensaje de respuesta mañana por la mañana. Buenas noches. Te agradezco que hayas cabalgado tan deprisa.

Salí de casa del portero guardando el mensaje en un bolsillo y atravesé el patio a toda prisa. Ahora sabía lo que debía hacer, pero nunca había sentido un peso tan grande en el corazón.

Me detuve. Había visto algo. Una sombra de movimiento en el límite de mi campo de visión. Me volví tan deprisa que casi perdí el equilibrio sobre la nieve. Había sido junto a la herrería, estaba seguro, pero ahora no veía nada.

– ¿Quién anda ahí? -grité hacia la oscuridad.

No obtuve respuesta, ni oí otro ruido que el constante goteo de la nieve que se derretía en los tejados. La niebla se estaba espesando. Envolvía los edificios, desdibujaba sus siluetas y formaba halos en torno a los tenues resplandores amarillos de las ventanas. Con el oído alerta, seguí caminando hacia la enfermería.

En la cama que había ocupado el hermano Paul sólo había un colchón desnudo; junto a ella, el monje ciego daba cabezadas sentado en su sillón. El monje grueso dormía a pierna suelta. En la sala no había nadie más. El gabinete del hermano Guy también estaba vacío; todos los monjes debían de estar aún en el refectorio. La detención de Edwig les habría causado una tremenda conmoción.


Avancé por el pasillo, dejé atrás mi habitación y continué hasta la de Alice. El resplandor de una vela asomaba por debajo de la puerta. Llamé con los nudillos y abrí.

En el pequeño cuarto sin ventanas, Alice, sentada en la carriola, metía ropa en una gran alforja de cuero. Cuando alzó la cabeza hacia mí, en sus grandes ojos azules había miedo, un miedo que tensaba sus marcadas y enérgicas facciones y que me hizo sentir una pena desesperada.

– ¿Te vas de viaje? -le pregunté, y me quedé sorprendido de la normalidad de mi voz, porque temía soltar un gruñido de dolor. Alice no dijo nada; se quedó inmóvil sobre la cama, con las manos en las correas de la alforja-. ¿Bien, Alice? -Esta vez la voz sí me tembló-. Alice Fewterer, aunque el apellido de soltera de tu madre era Smeaton… -Alice enrojeció, pero permaneció callada-. ¡Dios, Alice, daría mi mano derecha por que esto no fuera cierto! -exclamé, y respiré hondo-. Alice Fewterer, te detengo en nombre del rey por el brutal asesinato de su comisionado, Robin Singleton.

Cuando Alice habló al fin, su voz temblaba de emoción.

– No fue un asesinato. Fue justicia. Justicia.

– A ti puede que te lo parezca. Entonces… estoy en lo cierto. ¿Mark Smeaton era tu primo?

Alice alzó la cabeza. Sus ojos se entrecerraron, como si estuviera calculando algo. Luego habló con voz clara, pero teñida de una serena ferocidad como espero no volver a oír de labios de una mujer.

– Más que mi primo. Era mi amante.

– ¿Qué?

– Su padre, el hermano de mi madre, se marchó a Londres en busca de fortuna cuando era un muchacho. Mi madre nunca le perdonó que dejara a la familia; pero, cuando el hombre con el que iba a casarme murió, fui a Londres para pedir hospitalidad a mi tío, aunque mi madre intentó disuadirme. Aquí no había trabajo.

– ¿Y te acogió?

– John Smeaton y su mujer eran buenas personas. Muy buenas. Me alojaron en su casa y me ayudaron a encontrar trabajo como ayudante de un boticario. De esto hace cuatro años; Mark ya era músico en la corte. Gracias a Dios, mi tía murió de fiebres y no tuvo que asistir a lo que ocurrió después. -Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero Alice se las secó y volvió a alzarlos hacia mí. Una vez más, creí distinguir en ellos algo parecido al cálculo, algo que no supe descifrar-. Pero todo eso ya debéis de saberlo… comisionado. -Nunca había oído tanto desprecio concentrado en una sola palabra-. Si no, no estaríais aquí.

– Hasta hace media hora no sabía nada con certeza. La espada me condujo a John Smeaton… Ahora entiendo que me suplicaras que no fuera a Londres el día que me acompañaste a la marisma. Pero en Londres tampoco estaba haciendo progresos. Me desconcertaba que, según los documentos, Smeaton no tuviera parientes varones y sus propiedades hubieran acabado en manos de una anciana. ¿Tu madre?

– Sí.

– He pasado todo este tiempo pensando en los nombres de los que viven en el monasterio, preguntándome quién tenía la fuerza y la habilidad para decapitar a un hombre, y en Londres seguí haciéndolo. Pero, de pronto, me dije: ¿y si John Smeaton tuviera otro pariente femenino? Había dado por sentado que el asesinato lo cometió un hombre, pero acabé comprendiendo que también podía haberlo hecho una mujer joven y fuerte. Y eso me condujo a ti -concluí con tristeza-. El mensaje que acabo de recibir confirma que una joven visitó a Mark Smeaton en su celda la noche anterior a ser ejecutado, y la descripción coincide contigo. -La miré y negué con la cabeza-. Es terrible que una mujer haya cometido un crimen tan atroz.

– ¿Atroz? -Su voz seguía siendo serena, pero estaba teñida de amargura-. ¿Más atroz que lo que él hizo? -replicó con una firmeza, con un aplomo que me dejaron maravillado.

– Sé lo que le hicieron a Mark Smeaton -le dije-. Jerome me contó algo; el resto lo averigüé en Londres.

– ¿Jerome? ¿Qué tiene que ver Jerome?

– La noche que visitaste a tu primo, Jerome estaba en la celda de al lado. Cuando llegó aquí, debió de reconocerte. Y a Singleton también; por eso lo llamó embustero y perjuro. Y, por supuesto, cuando me juró que no sabía de ningún hombre del monasterio capaz de hacer algo así, era otro de sus retorcidos sarcasmos. Había adivinado que fuiste tú.

– A mí no me dijo nada. -Alice negó con la cabeza-. Debió hacerlo; son muy pocos los que saben lo que ocurrió realmente, las maldades que cometió vuestra gente.

– Cuando llegué aquí, ignoraba la verdad sobre Mark Smeaton, Alice, y sobre la reina. Tienes razón. Fue una maldad, un acto atroz.

La esperanza asomó a sus ojos.

– Entonces, dejadme ir, señor. Desde que llegasteis, no habéis dejado de sorprenderme, porque no sois un bruto como Singleton y los demás hombres de Cromwell. Sólo he hecho justicia. Por favor, dejadme ir.

Negué con la cabeza.

– No puedo. Lo que hiciste sigue siendo un asesinato. Debo ponerte bajo custodia.

– Señor, si lo supierais todo… -dijo Alice con voz suplicante-. Por favor, escuchadme. -Debí adivinar que quería retenerme allí, pero no la interrumpí. Iba a darme la explicación del asesinato de Singleton que tanto tiempo llevaba buscando-. Mark venía a visitar a sus padres tan a menudo como podía. Había pasado del coro del cardenal Wolsey al séquito de Ana Bolena, como músico. Pobre Mark… Se avergonzaba de sus orígenes, pero seguía visitando a sus padres. No es de extrañar que el esplendor de la corte se le subiera a la cabeza. Lo sedujo como os gustaría que sedujera a Mark Poer.

– Eso no ocurrirá nunca. A estas alturas ya deberías saberlo.

– Mark me llevó a ver los grandes palacios, Greenwich y Whitehall, pero sólo por fuera; nunca me dejó entrar, ni siquiera cuando ya éramos amantes. Decía que sólo podíamos vernos en secreto. A mí no me importaba. Pero un día volví de la botica y encontré en casa de mi tío, que ya estaba viudo, a Robin Singleton con un destacamento de soldados; le estaba gritando, tratando de obligarlo a decir que su hijo le había contado que se había acostado con la reina. Cuando comprendí lo que había ocurrido, me lancé sobre Singleton y no paré de golpearlo hasta que los soldados me inmovilizaron. -Alice frunció el entrecejo. Fue entonces cuando me di cuenta de la cólera que llevaba dentro-. Los soldados me echaron fuera, pero no creo que mi tío le hablara a Singleton de mi relación con Mark, ni le contara que éramos primos, porque de lo contrario también habrían ido a por mí para obligarme a mantener la boca cerrada.

»Mi pobre tío murió dos días después de que ejecutaran a Mark. Yo asistí al juicio y pude ver lo asustados que estaban los jurados. El veredicto se sabía de antemano. Intenté visitar a Mark en la Torre, pero no me dejaron pasar, hasta que la última noche un carcelero se apiadó de mí. Lo encontré cargado de cadenas en aquel lugar espantoso, vestido con los jirones de su lujosa ropa.

– Lo sé. Me lo contó Jerome.

– Cuando lo detuvieron, Singleton le aseguró que, si confesaba haberse acostado con la reina, el rey sería clemente y lo indultaría. Me dijo que al principio tenía la absurda seguridad de que, como no había hecho nada, la ley lo protegería -recordó Alice, y soltó una risa amarga-. ¡La ley inglesa es un potro en una mazmorra! Lo torturaron hasta que todo su mundo se redujo a un grito. Así que confesó, y le dejaron vivir como un tullido dos semanas, mientras lo juzgaban; luego le cortaron la cabeza. Lo vi; me encontraba entre la muchedumbre que asistió a la ejecución. Le había prometido que lo último que vería sería mi rostro. -Alice movió la cabeza-. Hubo mucha sangre…, un chorro de sangre llenando el aire. Siempre sangre.

– Sí. Siempre.

Recordé que Smeaton había confesado ante Jerome que se había acostado con muchas mujeres. El retrato de Alice lo idealizaba, pero no podía contarle aquello a ella.

– Y al cabo del tiempo Singleton apareció por aquí -le dije.

– ¿Podéis imaginaros cómo me sentí el día en que lo vi discutiendo con el ayudante del tesorero en la puerta de la contaduría? Había oído que un comisionado había venido a visitar al abad, pero no podía imaginar que fuera él…

– ¿Y decidiste matarlo?

– Había soñado con matar a ese canalla muchas veces. Simplemente, sabía qué debía hacer. Tenía que hacer justicia.

– En este mundo, no siempre se puede hacer justicia.

– Esta vez se ha hecho -replicó Alice con fría calma.

– ¿No te reconoció?

Alice se echó a reír.

– No. Sólo vio a una criada cargada con un saco, si es que me vio. Ya llevaba aquí un año, trabajando para el hermano Guy. El boticario de Londres me despidió al enterarse de que era pariente de los Smeaton. Volví a casa de mi madre. Recibió una carta de un abogado y fue a Londres para recoger las pocas cosas que había dejado mi tío. Murió poco después, de un ataque, como él. Y Copynger me echó de casa. Así que vine aquí.

– ¿En Scarnsea no sabían que eras familia de los Smeaton?

– Mi tío se había ido hacía treinta años y, al casarse, mi madre adoptó el apellido de mi padre. Todo el mundo había olvidado su apellido de soltera, y yo no iba a recordárselo. Dije que había estado trabajando con el boticario de Esher hasta que murió.

– Te quedaste con la espada…

– Sí, por sentimentalismo. Las noches de invierno, mi tío solía sacarla para enseñarnos algunos movimientos de esgrima. Aprendí algunas cosas sobre equilibrio, pasos, ángulos de fuerza… Cuando vi a Singleton, supe que la usaría.

– ¡Vive Dios que eres una mujer valiente!

– Fue fácil. No tenía llave de la cocina, pero recordaba la historia del viejo pasadizo.

– Y lo encontraste.

– Buscando en todas las habitaciones, sí. Luego le escribí una nota anónima a Singleton explicándole que tenía información para él y que lo esperaba esa noche en la cocina. Le dije que estaba en condiciones de revelarle un gran secreto -añadió Alice esbozando una sonrisa, una sonrisa que me estremeció.

– Y él supuso que la nota era de un monje…

La sonrisa se desvaneció.

– Sabía que habría sangre, así que fui a la lavandería y robé un hábito. Había encontrado una llave de la lavandería en un cajón de esta habitación, al poco de llegar.

– La llave que se le cayó al hermano Luke mientras forcejeaba con Orphan Stonegarden. Orphan debió de quedársela.

– Pobre muchacha. Deberíais buscar a su asesino en lugar del de Singleton. -Alice me miró fijamente-. Me puse el hábito, cogí la espada y fui a la cocina por el pasadizo. El hermano Guy y yo estábamos atendiendo a uno de los monjes ancianos, y yo le dije que necesitaba descansar una hora. Fue muy fácil. Me escondí detrás del aparador de la cocina y, cuando pasó junto a mí, le asesté el golpe. -Alice esbozó una sonrisa, una escalofriante sonrisa de satisfacción-. Había afilado la espada; su cabeza rodó por el suelo de un solo tajo.

– Como la de Ana Bolena.

– Como la de Mark. -La sonrisa se esfumó de sus labios y su ceño se cubrió de arrugas-. Cuánta sangre… Esperaba que la sangre de Singleton apagara mi cólera, pero no fue así. Aún veo el rostro de mi primo en sueños.

De pronto, sus ojos se iluminaron, y Alice soltó un profundo suspiro de alivio al tiempo que una mano me agarraba la muñeca y me inmovilizaba el brazo a la espalda, y otra me agarraba el cuello. Al mirar hacia abajo, vi una daga junto a mi garganta.

– ¿Jerome? -balbucí.

– No, señor -respondió la voz de Mark-. No gritéis. -La daga me presionó el cuello-. Sentaos en la cama. Moveos despacio.

Atravesé la habitación con paso vacilante y me derrumbé en la carriola. Alice se levantó, corrió hacia Mark y le rodeó la cintura con el brazo.

– Creí que no llegarías nunca. Lo he entretenido hablando.

Mark cerró la puerta y se quedó guardando el equilibrio sobre las puntas de los pies, con la daga a un palmo de mi garganta; en un momento podía inclinarse hacia mí y rebanarme el pescuezo. En su rostro ya no había frialdad, sino una firme determinación.

– Hace un momento, en el patio, ¿eras tú? -le pregunté mirándolo a los ojos-. ¿Me seguías?

– Sí. ¿Quién más lo sabe, señor?

Seguía llamándome «señor». Casi me eché a reír.

– El mensajero era uno de los servidores de lord Cromwell, así que Su Señoría debe de conocer el contenido del mensaje. Entonces, ¿sabes lo que ha hecho Alice?

– Me lo contó la primera vez que nos acostamos juntos, el día que partisteis a Londres. Le dije que erais un hombre listo. Al ver que estabais a punto de desvelar la identidad del asesino, hicimos los preparativos para partir esta noche. Si hubierais llegado unas horas más tarde, no nos habríais encontrado aquí. Ojalá hubiera sido así.

– Ya no hay huida posible. En Inglaterra, no.

– No nos quedaremos en Inglaterra. En el río nos espera un bote que nos llevará a un barco.

– ¿Contrabandistas?

– Sí -dijo Alice con toda naturalidad-. Os mentí. Mis amigos de la infancia no desaparecieron durante una tormenta y siguen siendo mis amigos. Hay un barco francés esperando frente a la costa; mañana por la noche recibirán un cargamento del monasterio, pero van a mandar un bote para recogernos esta noche.

– ¿Un cargamento del monasterio? -pregunté asombrado-. ¿Sabes de quién, o qué es?

– Eso me trae sin cuidado. Esperaremos en el barco hasta mañana por la noche y luego partiremos a Francia.

– Mark, ¿sabes qué es ese cargamento?

– No -contestó el chico mordiéndose el labio-. Lo siento, señor. Ahora lo único que me importa es Alice y nuestra huida.

– En Francia no sienten demasiado aprecio por los reformistas ingleses…

Mark me miró con lástima.

– Yo no soy reformista. Nunca lo he sido. Y, ahora que sé cómo trabaja lord Cromwell, menos que nunca.

– Eres un traidor -le espeté-. Desleal con tu rey y desleal conmigo, que te he tratado como a un hijo.

– Para vos no soy un hijo, señor -replicó Mark mirándome con conmiseración-. Nunca he estado de acuerdo con vuestras ideas en materia de religión. Os habríais dado cuenta si hubierais escuchado lo que os decía en lugar de utilizarme como caja de resonancia de vuestras opiniones.

Solté un gruñido.

– No merecía que me hicieras esto, Mark. Ni tú, Alice.

– ¿Quién sabe lo que se merece cada uno? -dijo Mark con inesperada vehemencia-. En este mundo no hay ni orden ni justicia, como veríais si no estuvierais tan ciego. Después de lo que me contó Alice, ya no me queda ninguna duda. Me voy con ella; lo decidí hace cuatro días.

Y, sin embargo, mientras hablaba, vi que su rostro se demudaba, que estaba avergonzado y que el afecto que sentía por mí no había desaparecido por completo.

– ¿Vas a decirme que te has convertido en un papista? No estoy tan ciego como piensas, Mark. Muchas veces me he preguntado en qué creías realmente. ¿Qué piensas de que esta mujer profanara la iglesia? Porque fuiste tú, ¿verdad, Alice? Después de matar a Singleton, depositaste ese gallo sacrificado sobre el altar para dejar una pista falsa…

– Sí -respondió Alice-. Lo hice. Pero si creéis que Mark y yo somos papistas estáis muy equivocado. Sois todos iguales, papistas y reformistas; os inventáis credos que imponéis a las personas so pena de muerte, mientras vosotros os disputáis el poder, la tierra y el dinero, que es lo único que en realidad os importa.

– Eso no es lo que yo quiero.

– Puede que no. Tenéis buen corazón, y habría preferido no verme obligada a engañaros. Pero en lo que concierne a lo que está ocurriendo en Inglaterra estáis tan ciego como un murciélago -dijo Alice con una mezcla de cólera y lástima-. Deberíais ver las cosas a través de los ojos del pueblo, pero la gente de vuestra clase nunca lo hará. ¿Creéis que me importa alguna Iglesia después de lo que he visto de la una y de la otra? Me dolió más tener que matar aquel gallo que lo que hice en el altar.

– ¿Y ahora qué? -les pregunté-. ¿Vais a matarme?

Mark tragó saliva.

– No podría hacerlo. A menos que me obliguéis -dijo, y se volvió hacia Alice-. Podemos atarlo, amordazarlo y encerrarlo en el aparador. No se les ocurrirá mirar aquí. ¿Cuándo descubrirá el hermano Guy que has desaparecido?

– Le he dicho que me acostaría temprano. No me echará en falta hasta que vea que no aparezco por la enfermería, a las siete. Para entonces, ya estaremos en el barco.

– Por favor, Mark, escúchame -dije tratando de ordenar mis ideas-. ¿Te has olvidado del hermano Gabriel, de Simón Whelplay de Orphan Stonegarden?

– ¡Yo no tuve nada que ver con sus muertes! -gritó Alice.

– Lo sé. Había considerado la posibilidad de que hubiera dos asesinos actuando juntos, pero nunca se me ocurrió que podía haber dos asesinos sin relación entre sí. Piensa en lo que has visto, Mark. Orphan Stonegarden, pudriéndose en el estanque; el hermano Gabriel, aplastado como un insecto; Simón, trastornado por un veneno… Me has ayudado, has estado a mi lado… ¿No te importa que el asesino siga suelto?

– Íbamos a dejaros una nota diciéndoos que Alice mató a Singleton.

– Por favor, escúchame. El hermano Edwig. ¿Lo han cogido?

Mark negó con la cabeza.

– No. Os seguí hasta la puerta del refectorio y oí a Bugge cuando os comunicó que teníais un mensaje. Os seguí hasta la portería y luego vi que os dirigíais a la enfermería. Pero el prior Mortimus me vio y me dijo que el tesorero no estaba en la contaduría ni en su celda. Parece que ha huido. Por eso he tardado tanto, Alice.

– ¡No podemos permitir que escape! -exclamé con exasperación-. Ha vendido tierras, creo que a espaldas del abad; tiene mil libras escondidas en alguna parte. Piensa huir en ese barco. Por supuesto, tenía que ganar tiempo hasta que llegara. Por eso mató a Simón, porque temía que el novicio me hablara de Orphan Stonegarden y yo lo hiciera detener.

Mark bajó la daga y me miró asombrado. Había conseguido captar su atención.

– ¿El hermano Edwig mató a Orphan Stonegarden?

– ¡Sí! Y luego intentó matarme a mí en la iglesia. Con esta nieve, pasarían días o semanas antes de que llegara alguien de Londres para reemplazarme, y para entonces ya estaría lejos. Harás el viaje a Francia en compañía de un asesino.

– ¿Estáis seguro de eso? -me preguntó Mark.

– Sí. Me equivoqué con el hermano Gabriel, pero esta vez no hay error posible. Lo que me has contado sobre el barco ha despejado mis últimas dudas. Edwig es un ladrón y un asesino despiadado. En conciencia, no puedes dejarlo escapar.

Por un segundo, lo vi titubear.

– ¿Estáis seguro de que el hermano Edwig mató a la muchacha? -me preguntó Alice.

– Totalmente. Tenía que ser uno de los obedienciarios que visitó a Simón Whelplay. Tanto el prior Mortimus como el hermano Edwig habían acosado a mujeres; Mortimus también te molestó a ti, pero Edwig no lo hizo… porque temía perder el control, como lo perdió con Orphan.

Mark se mordió el labio.

– No podemos permitir que escape, Alice.

– Me colgarán -dijo la joven mirándome con desesperación-, si es que no me queman. Y me acusarán de brujería por matar al gallo.

– Escucha -le dijo Mark-. Cuando lleguemos al barco, podemos decirles que no esperen, que zarpen esta noche. Así no podrá huir con su apestoso oro. No querrán esperar a un asesino.

– Sí -respondió Alice aliviada-. Haremos eso.

– Seguirá estando libre -les recordé.

Mark respiró hondo.

– Entonces tendréis que capturarlo solo, señor. Lo siento.

– Tenemos que irnos -lo urgió Alice-. La marea cambiará pronto.

– Hay tiempo. Según el reloj de la abadía, son las ocho; falta media hora para la pleamar. Nos sobra tiempo para cruzar la marisma.

– ¿Cruzar la marisma? -les pregunté con incredulidad.

– Sí -respondió Alice-. Por el camino que os mostré. El bote nos espera en el estuario.

– ¡No podéis hacer eso! -les grité-. ¿No habéis visto el tiempo que hace? La nieve se está derritiendo, la marisma no será más que barro líquido… He entrado por el canal esta tarde; he visto cómo estaba y ahora estará mucho peor. El agua del deshielo está bajando por las Downs. Y la niebla cada vez es más espesa. ¡No lo conseguiréis! ¡Debéis creerme!

– Conozco bien los caminos -dijo Alice-. No me perderé -aseguró, pero me pareció que dudaba.

– ¡Por amor de Dios, Mark! ¡Vais a una muerte segura, créeme!

Mark respiró hondo.

– Alice conoce el camino. Aquí es donde nos espera la muerte.

Solté un profundo suspiro.

– Dejaré que Alice escape. Que se vaya ahora mismo y rehaga su vida donde le plazca. No diré nada sobre su implicación, lo juro. ¡Por Dios santo, os estoy diciendo que seré cómplice vuestro, que pondré en peligro mi vida por los dos! ¡Pero no vayáis a la marisma!

Alice miró a Mark con desesperación.

– ¡No me abandones, Mark! ¡Lo conseguiremos!

– ¡Os digo que no lo conseguiréis! ¡No habéis visto cómo está la marisma!

Mark paseó la mirada entre los dos con la angustia y la indecisión pintadas en el rostro. Vuelvo a verlo y pienso: qué joven era, qué joven para tener que decidir su destino y el de Alice en un instante. Mark se volvió hacia mí, y el alma se me cayó al suelo.

– Tengo que ataros, señor. Procuraré no haceros daño. ¿Dónde tienes el camisón, Alice?

La muchacha sacó la prenda de debajo del almohadón, y Mark la hizo tiras con la daga.

– Tumbaos boca abajo, señor.

– Por lo que más quieras, Mark… -le supliqué, pero él me agarró de los hombros y me obligó a echarme. Me ató las manos a la espalda y luego las piernas, y me dio la vuelta-. Mark, no vayas a la marisma…

Fueron las últimas palabras que pude decirle antes de que me metiera un trozo de camisón en la boca, que a punto estuvo de ahogarme. Alice abrió las puertas del pequeño aparador, y me metieron dentro entre los dos. Mark se irguió y me miró dubitativo.

– Espera un momento. Le dolerá la espalda.

Alice lo observó con impaciencia mientras cogía el almohadón y me lo ponía detrás de la espalda.

– Lo siento -me susurró.

Luego se levantó y cerró las puertas. A mi alrededor la oscuridad era absoluta. Un instante después, los oí cerrar la puerta de la habitación con suavidad.

Tenía ganas de vomitar, pero sabía que si lo hacía seguramente me ahogaría. Me recosté contra el almohadón y respiré profundamente por la nariz. Alice había dicho que el hermano Guy no la echaría de menos hasta las siete, cuando viera que no se presentaba en la enfermería. Tenía once horas para esperar.

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