Con las piernas cansadas y la espalda dolorida, seguí a Mark hasta el patio del monasterio envidiando su agilidad. El muchacho caminaba con tal ligereza que levantaba copos de nieve a su paso. Cuando llegamos, tuve que hacer un alto para recobrar el aliento.
– La pista del pasadizo nos conduce una vez más al hermano Gabriel. Parece que, después de todo, nos está ocultando algo. Veamos si está en la iglesia. Cuando hable con él, quiero que te quedes donde no puedas oírnos. No preguntes por qué, existe una razón.
– Como queráis, señor.
Comprendí que mi reserva lo molestaba, pero era parte del plan que había elaborado. Lo que había descubierto en el pasadizo me había sorprendido, pero no podía evitar alegrarme de que, después de todo, mis sospechas sobre Gabriel no fueran infundadas. Realmente, las profundidades del corazón humano son tan extrañas como insondables.
El día aún estaba nublado y el interior de la iglesia permanecía en penumbra. Mientras avanzábamos por la nave, ni siquiera se oían murmullos de rezos procedentes de las capillas laterales; los monjes debían de estar disfrutando de un momento de asueto. Distinguí la figura del hermano Gabriel cerca del coro. Estaba dando indicaciones a un criado que limpiaba una placa metálica que había fijada al muro.
– Se está yendo el óxido. -Su profunda voz resonó por toda la nave-. La fórmula de Guy funciona.
– Hermano Gabriel… Parece que siempre estoy echando a vuestros criados -le dije-, pero debo hablar con vos una vez más.
El sacristán soltó un suspiro e indicó al criado que se marchara. Leí la inscripción latina escrita en una placa que había sobre la imagen de un monje en un ataúd.
– Así que el primer abad está sepultado ahí, en el muro…
– Sí. Ese grabado es excepcional -dijo el sacristán lanzando una mirada a Mark, que se había quedado a cierta distancia, tal como le había ordenado-. Por desgracia, la placa es de cobre -añadió volviéndose hacia mí-; pero el hermano Guy ha dado con una fórmula para limpiarla.
El sacristán, visiblemente nervioso, hablaba de manera atropellada.
– Sois un hombre muy ocupado, hermano Gabriel. Sois responsable de la dirección del coro y de la decoración de la iglesia… -Alcé la vista hacia la galería y vi la estatua de san Donato. Junto a ella, había un montón de herramientas y una maraña de cuerdas de la que pendía el cajón de los canteros-. Veo que las obras no han avanzado. ¿Seguís negociando con el hermano Edwig?
– Sí. Pero supongo que no habéis venido a hablar de eso… -respondió el sacristán con irritación mal disimulada.
– No, hermano. Ayer os planteé una hipótesis que calificasteis como propia de un picapleitos. Era una acusación de asesinato. Dijisteis que estaba retorciendo mis argumentos y forzando mis conclusiones.
– Y lo mantengo. No soy un asesino.
– Sin embargo, uno de los instintos que más desarrollados tenemos los picapleitos es el de saber cuándo nos están ocultando algo. Y rara vez nos equivocamos.
El sacristán me miró con inquietud, pero no dijo nada.
– Permitidme que os plantee otra hipótesis, una cadena de suposiciones, por así decirlo. Vos me corregiréis cada vez que me equivoque. ¿Os parece?
– No sé qué nuevo truco pretendéis utilizar conmigo. -No es ningún truco, os lo prometo. Empezaré con una reunión de los obedienciarios que se celebró hace unos meses. El prior Mortimus mencionó el antiguo calabozo de los monjes y la existencia de un pasadizo que une la enfermería con la cocina.
– Sí…, sí, lo recuerdo.
Ahora el sacristán respiraba más deprisa y parpadeaba más a menudo.
– La cosa quedó ahí, pero eso os dio una idea. Fuisteis a la biblioteca, donde sabíais que se hallaban los viejos planos del monasterio. Yo mismo los vi cuando me enseñasteis la biblioteca y recuerdo lo nervioso que os pusisteis al ver que los ojeaba. Así pues, encontrasteis el pasadizo, entrasteis en él y practicasteis un agujero en la pared de la habitación que ocupamos. El cocinero me dijo que os vio merodeando por el pasillo de la cocina, donde, como ahora sé, está la puerta del pasadizo. -El sacristán tragó saliva-. ¿No me contradecís, hermano?
– No sé de qué estáis hablando…
– ¿No? Mark llevaba varias mañanas oyendo ruidos. Yo me reía de él y le decía que eran ratones. Pero hoy se le ha ocurrido mirar detrás del aparador y ha descubierto la portezuela y la mirilla. Al principio he sospechado del enfermero…, hasta que he encontrado algo en el suelo, bajo la mirilla. Algo que brillaba. Y he comprendido que quien había estado observándonos no tenía intención de espiarnos. Su propósito era otro. -El hermano Gabriel emitió un gruñido que parecía salir de las profundidades de su ser y dejó caer los hombros como una marioneta a la que le aflojan las cuerdas-. Os gustan los jovencitos, hermano Gabriel. Vuestra afición debe de dominaros por completo si os hace llegar a esos extremos para ver a Mark Poer vistiéndose por las mañanas.
Noté que le fallaban las piernas y por un momento temí que fuera a desmayarse, pero apoyó una mano en el muro y consiguió rehacerse. Luego se volvió hacia mí, y en un abrir y cerrar de ojos su rostro pasó de una palidez cadavérica a un rojo encendido.
– Es verdad -murmuró-. Que Dios me perdone.
– A fe que es un paseo extraño ir dando traspiés en la oscuridad por esa siniestra celda con el miembro erecto.
– Por favor…, por favor -suplicó el sacristán alzando una mano-, no se lo digáis al chico.
– Entonces -respondí dando un paso hacia él-, contadme todo lo que habéis estado ocultándome. Ese pasadizo secreto conduce a la cocina, donde asesinaron a mi predecesor.
– Yo no elegí ser así -susurró el sacristán con súbita vehemencia-. La belleza masculina me obsesiona desde que era niño, desde la primera vez que vi la imagen de san Sebastián. Se grabó en mi mente como los pechos de la estatua de santa Ágata se graban en la mente de otros chicos. Pero ellos tienen el matrimonio. Yo no. Vine aquí huyendo de la tentación.
– ¿A un monasterio? -le pregunté con incredulidad.
– Sí -murmuró el sacristán, y soltó una risa amarga-. Hoy en día pocos jóvenes normales se ordenan. La mayoría de los novicios son pobres criaturas como Simón que no saben enfrentarse a la vida. No me sentía atraído hacia él, y mucho menos hacia el viejo Alexander. He pecado con otros hombres, pero muy pocas veces en los últimos años, y ninguna desde la visita. Con la ayuda de la oración y el trabajo, he conseguido controlarme. Pero a veces viene gente, trabajadores de nuestras tierras, o mensajeros, y cuando veo a algún joven hermoso que me inflama de deseo, no puedo resistirme.
– Y, por lo general, las visitas se alojan en nuestra habitación.
El hermano Gabriel agachó la cabeza.
– Cuando el prior mencionó el pasadizo, me pregunté si pasaría por detrás de la habitación de las visitas. Teníais razón; examiné los planos. Dios misericordioso, hice el agujero para ver los cuerpos desnudos. -Volvió a mirar a Mark, esta vez con una expresión de impotencia y cólera-. Luego llegasteis vos… con él. Tenía que verlo; es tan delicado, es como la culminación de… de mi búsqueda. Mi ideal -murmuró, y de pronto empezó a hablar atropelladamente, casi farfullando-: Entraba en el pasadizo cuando suponía que os estaríais levantando. Que Dios me perdone, pero estuve ayer mismo, y el día en que enterramos al pobre Simón. Y esta mañana he vuelto, no podía evitarlo… Oh, Señor, ¿en qué me he convertido? ¿Puede un hombre caer más bajo ante Dios? -se preguntó el sacristán llevándose un puño a la boca y mordiéndoselo hasta hacerse sangre.
En ese momento se me ocurrió pensar que también me habría visto a mí mientras me vestía, que habría visto mi joroba, de la que Mark siempre apartaba los ojos por delicadeza. No fue una idea agradable.
– Escuchadme, hermano -le dije inclinándome hacia él-. Aún no se lo he contado a Mark. Pero quiero que me digáis todo lo que sabéis sobre los asesinatos, todo lo que habéis estado ocultándome.
El hermano Gabriel se quitó el puño de la boca y me miró con perplejidad.
– Pero, comisionado, no tengo nada más que contaros… Mi vergüenza era mi único secreto. El resto de lo que os he dicho es cierto; no sé nada sobre esos terribles hechos. No estaba espiando. La única razón por la que utilicé ese pasadizo fue para… para ver a los jóvenes que llegaban de visita. -El sacristán expulsó el aire de los pulmones con un estremecimiento-. Sólo quería verlos.
– ¿Y no ocultáis nada más?
– Nada, lo juro. Si pudiera hacer algo para ayudaros a resolver esos horribles crímenes, por Dios que lo haría.
Abrumado por la vergüenza, el hermano Gabriel se derrumbó contra el muro, mientras yo sentía que la cólera se apoderaba de mí ante la evidencia de que, una vez más, la pista que seguía me había llevado a un callejón sin salida. Moví la cabeza y resoplé con irritación.
– A fe que me habéis hecho cavilar, hermano Gabriel. Creía que erais vos el asesino.
– Señor, sé que deseáis obtener la cesión del monasterio. Pero, os lo suplico, no os sirváis para ello de mis faltas. No permitáis que mis pecados provoquen el final de San Donato.
– ¡Por amor de Dios, no exageréis la importancia de vuestros pecados! Ese vicio solitario ni siquiera bastaría para justificar vuestro encausamiento. Si este monasterio se cierra, será por otras causas. Pero me asombra y me apena que alguien malgaste su vida en tan extraña idolatría. Sois uno de los hombres más dignos de lástima que conozco.
Avergonzado, el sacristán cerró los ojos. Luego los alzó hacia el cielo y empezó a mover los labios en una silenciosa plegaria. De pronto abrió la boca, y sus ojos, que seguían mirando al techo, se dilataron como si quisieran saltar de las órbitas. Perplejo, di un paso hacia él en el preciso instante en que lanzaba un grito y se arrojaba sobre mí con los brazos abiertos.
Lo que ocurrió a continuación está grabado en mi imaginación tan vividamente que la pluma tiembla en mi mano mientras escribo. El sacristán embistió contra mí y caí al suelo de espaldas, con un golpe que me dejó sin aliento. Por un instante creí que había perdido la cabeza y quería matarme. Lo miré y vi que estaba de pie junto a mí, contemplándome con ojos de loco. De pronto surgió algo que bajaba hacia nosotros haciendo silbar el aire, una enorme figura de piedra que se desplomó en el lugar en que me encontraba momentos antes y aplastó a Gabriel contra las losas. Aún me parece oír el formidable estruendo de la piedra chocando contra el suelo y el horrible crujido de los huesos del sacristán.
Me incorporé sobre un codo y me quedé en el suelo, paralizado por el estupor, con la boca abierta y los ojos clavados en la estatua de san Donato, resquebrajada sobre el cadáver de Gabriel, del que sólo veía un brazo, en medio del charco de sangre que empezaba a extenderse por las losas. La cabeza del santo, que se había desprendido y yacía a mis pies, me miraba con una expresión compasiva, derramando lágrimas de pintura blanca.
De pronto, oí la voz de Mark, un grito como no había oído jamás.
– ¡Apartaos del muro!
Alcé la vista. El pedestal de la estatua se tambaleaba al borde de la galería, a veinte varas por encima de mi cabeza. Apenas me dio tiempo a distinguir una figura encapuchada que se movía tras él. Gateé hacia Mark un segundo antes de que el bloque de piedra impactara en el sitio que acababa de abandonar. Pálido como la cera, Mark me agarró del brazo y me ayudó a levantarme.
– ¡Allí arriba! -gritó.
Seguí su mirada. Una figura irreconocible corría por la galería en dirección al presbiterio.
– Me ha salvado la vida -murmuré mirando la estatua destrozada y el lago de sangre que seguía extendiéndose a su alrededor-. ¡Me ha salvado la vida!
– Señor -me urgió Mark en un susurro-. Lo tenemos. Está en la galería. Sólo puede bajar por las escaleras del cancel.
Traté de poner orden en el tumulto de mi mente y miré hacia las escaleras de ambos extremos del cancel.
– Sí, tienes razón. ¿Lo has reconocido?
– No. Sólo he visto que lleva hábito y la capucha puesta. Ha ido hacia la cabecera de la iglesia. Si subimos cada uno por una escalera, podemos cerrarle el paso. Lo tenemos, no hay otro modo de bajar. ¿Podéis hacerlo, señor?
– Sí. Ayúdame a levantarme.
Mark me ayudó a ponerme en pie y desenvainó la espada mientras yo aferraba el bastón y respiraba hondo para calmar mi agitado corazón.
– Subiremos al mismo tiempo y nos mantendremos el uno a la vista del otro.
Mark asintió y se dirigió hacia la escalera de la derecha. Yo aparté los ojos del cadáver y tomé la de la izquierda.
Subí despacio. El corazón me palpitaba de tal modo que notaba el golpeteo de la sangre en el cuello y veía luces blancas delante de mí. Me quité la pesada capa y la dejé en la escalera. El frío me caló hasta los huesos, pero necesitaba libertad de movimientos para enfrentarme a aquel lance.
Las escaleras subían hasta la estrecha galería que recorría el perímetro interior de la iglesia. El suelo era de rejilla de hierro y, a través de él, podía ver las velas titilando ante el altar mayor y las hornacinas de los santos, la estatua resquebrajada y el enorme charco escarlata de la sangre de Gabriel. La pasarela no tenía más de cuatro palmos de anchura, y lo único que me separaba del vacío era un pasamanos de hierro. A unos pasos de donde me encontraba, las herramientas de los canteros formaban un desordenado montón junto a las cuerdas de las que pendía el cajón, sujetas al muro mediante gruesos roblones. Recorrí la galería con la mirada y maldije la falta de luz. Todas las ventanas estaban debajo de la pasarela, que permanecía envuelta en la penumbra. No podía verla en toda su extensión, pero sabía que había alguien delante de mí; no podía ser de otro modo. Empecé a avanzar con cautela, agachándome de vez en cuando para pasar bajo las cuerdas.
La galería estaba a la misma altura que la parte superior del cancel, que iba de un lado a otro de la nave. Tenía unos diez pies de anchura y soportaba las estatuas de san Juan Bautista, la Virgen y Nuestro Señor. Vistas desde abajo, parecían pequeñas, pero ahora que las tenía cerca advertí, a pesar de la penumbra, que eran de tamaño natural.
Con cuidado, agarrándome con fuerza al pasamanos, seguí avanzando por la galería y alejándome del cancel. La pasarela temblaba a mi paso y hubo un momento en que la barandilla se bamboleó bajo mi mano. Me dije que los canteros debían de utilizar la galería para trabajar, pero no pude evitar preguntarme si la caída de la estatua y el pedestal la habrían debilitado.
Al otro lado de la nave, distinguí a Mark, que avanzaba despacio procurando mantenerse a mi altura. Alzó la espada y yo le respondí haciendo lo propio con el bastón. Ahora el asesino estaba atrapado entre los dos. Aferré con fuerza el bastón. Habían empezado a temblarme las piernas, y las maldije entre dientes para que se estuvieran quietas.
Seguí caminando con paso decidido y los ojos clavados en la semioscuridad. Nada. Ningún ruido. Al acercarme a la cabecera de la iglesia, vi que la galería trazaba un semicírculo, y unos instantes después Mark y yo nos mirábamos boquiabiertos desde ambos extremos del presbiterio, separados unas veinte varas. Y, en medio, nada. Nadie.
– ¡Ha venido hacia aquí! -me gritó Mark mirándome con incredulidad-. Lo he visto.
– Entonces, ¿dónde está? Yo no veo a nadie en esta parte de la iglesia. Debes de haberte confundido; habrá ido hacia el otro lado, hacia la puerta -dije volviéndome hacia el cancel y la oscuridad que envolvía el final de la galería.
– Juraría por mi vida que ha venido en esta dirección, lo juraría.
– De acuerdo -respondí, y respiré hondo-. No perdamos la calma. Si está en el otro extremo de la iglesia, todavía lo tenemos. Nadie ha bajado por las escaleras; lo habríamos oído. Volveremos atrás y llegaremos hasta el final de la galería.
– Tal vez deberíamos bajar. Uno de nosotros podría ir a buscar ayuda.
– No, al otro le resultaría difícil mantener vigiladas las dos escaleras. En un sitio tan grande como éste, nuestro hombre podría bajar y escabullirse.
Volvimos sobre nuestros pasos, una vez más en paralelo. Me dolían los ojos de tanto forzarlos para escrutar la penumbra. Al pasar junto al cancel y las estatuas, noté algo extraño, pero no caí en la cuenta hasta que me había alejado unos pasos. Había visto las tres estatuas de costumbre, san Juan, Nuestro Señor y la Virgen. Pero había una cuarta.
En el preciso instante en que me detuve para dar media vuelta, algo silbó en el aire y chocó contra el muro muy cerca de mí. Una daga resonó contra el suelo de la pasarela y quedó a mis pies, al tiempo que me volvía comprendiendo que lo que había tomado por otra estatua era en realidad un hombre de carne y hueso en hábito de benedictino. En ese momento, una figura saltó a la galería por encima del pasamanos. Eché a correr hacia ella, pero el pie se me enganchó en la rejilla de la pasarela, y caí de bruces contra la barandilla. Por un segundo, me quedé asomado al vacío de cintura para arriba, mirando aterrorizado el suelo de la nave, pero conseguí echar el cuerpo atrás y apoyar los pies en la pasarela. La figura había desaparecido, pero sus pasos resonaban en la escalera.
– ¡Mark! -grité-. ¡Por aquí! ¡Se escapa!
Mark estaba a cierta distancia de la escalera del otro lado y, cuando llegó a ella, el monje ya había acabado de bajar. Lo oí correr bajo mis pies, arrimado al muro, de forma que era imposible verlo. Bajé las escaleras tan rápido como pude y llegué a la nave al tiempo que Mark aparecía en el otro extremo del cancel. En la distancia, la puerta de la iglesia se cerró con un fuerte golpe.
– ¡Estaba en lo alto del cancel, entre las estatuas! -le grité a Mark-. ¿Lo has reconocido? Ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
– No, señor, cuando he llegado a vuestra altura, él ya estaba abajo -contestó Mark alzando la vista hacia el cancel-. Debe de haberse deslizado entre las estatuas mientras subíamos. Hace falta tener sangre fría para quedarse ahí quieto, sin barandilla ni sitio al que agarrarse.
– Confiando en que, como buenos reformistas, evitaríamos mirar las estatuas. Nos ha burlado.
Examiné la daga, que había recogido del suelo de la galería. Era un arma de acero, puntiaguda y sin adornos. No nos proporcionaba ninguna pista. Pegué un puñetazo en el muro y sentí que una descarga de dolor me recorría el brazo.
– Pero, señor, ¿y Gabriel? Después de todo, ¿no creíais que era el asesino? ¿Qué visteis en el suelo del pasadizo?
– Estaba equivocado -respondí tras una vacilación-. Completamente equivocado. No tenía nada que ocultar. Y ahora alguien más ha muerto por mi culpa. A pesar de mis oraciones -murmuré mirando colérico hacia el techo-. Pero juro que será el último.