16

Apenas hablamos mientras volvíamos al monasterio bajo un cielo que volvía a encapotarse rápidamente. Estaba enfadado conmigo mismo por mi arrebato de cólera, pero últimamente tenía los nervios de punta y era de prever que las ingenuidades de Mark me hicieran saltar. No obstante, en esos momentos volvía a sentir una decisión inquebrantable y avanzaba por el camino con paso vivo, hasta que tropecé en un montón de nieve y Mark tuvo que agarrarme, lo que acabó de irritarme. Cuando nos acercábamos a los muros de San Donato, se levantó un viento glacial y empezó a nevar otra vez.

Aporreé la puerta de la torre sin contemplaciones hasta que apareció Bugge limpiándose los restos de comida de la boca en la mugrienta manga del hábito.

– Quiero ver al hermano Jerome. De inmediato.

– Se encuentra bajo la custodia del prior, señor, que está rezando la sexta -respondió el portero indicando la iglesia, de la que nos llegaba el apagado sonido de los cánticos.

– ¡Entonces, hazlo venir! -le repliqué con viveza.

El botarate se marchó refunfuñando y nosotros nos arrebujamos en las capas, que ya estaban blancas de nieve, y nos dispusimos a esperar. Bugge no tardó en volver acompañado por el prior Mortimus, que nos miró con una expresión malhumorada en su rubicundo rostro.

– ¿Queréis ver a Jerome, comisionado? ¿Ha ocurrido algo tan grave para que yo deba abandonar la iglesia?

– Sólo que no tengo tiempo que perder. ¿Dónde está?

– Desde que os insultó, permanece encerrado en su celda.

– Entonces, haced el favor de llevarnos junto a él. Quiero interrogarlo.

– Me asusta pensar en los insultos que puede lanzaros cuando os vea -dijo el prior abriendo la marcha hacia el claustro-. Si pensáis acusarlo de traición, nos haréis un favor.

– ¿De veras? ¿Es que no tiene ni un solo amigo en todo el monasterio?

– Casi ninguno.

– Aquí hay mucha gente que no tiene ni un solo amigo. Como el novicio Whelplay.

– Intenté enseñar a Simón Whelplay contrición de espíritu -respondió el prior mirándome con frialdad.

– Más vale entrar roto en el cielo que entero en el infierno, ¿no? -murmuró Mark.

– ¿Cómo?

– Es algo que nos ha dicho un juez reformista esta mañana. Por cierto, tengo entendido que fuisteis a visitar a Simón a primera hora de ayer.

– Fui a rezar por él -respondió el prior sonrojándose-. No deseaba su muerte, sino verlo liberado del mal que lo poseía.

– ¿Incluso a costa de su vida?

El hermano Mortimus se detuvo y se volvió hacia mí con el rostro descompuesto. El tiempo empeoraba rápidamente; los copos de nieve giraban a nuestro alrededor y el viento agitaba nuestras capas y el hábito del prior.

– ¡No deseaba su muerte! No fue culpa mía, estaba poseído. ¡Poseído! ¡Su muerte no fue culpa mía, yo no lo maté!

Lo observé con atención. ¿Había ido a rezar por el novicio porque se sentía culpable? No, me dije, el prior Mortimus no era un hombre que cuestionara la rectitud de sus actos. Por extraño que pudiera resultar, su intolerante certidumbre me recordaba a la de algunos luteranos radicales que había conocido. Y sin duda se había armado de algún sofisma intelectual que le permitía acosar a mujeres jóvenes sin remordimientos de conciencia.

– Hace frío -dije al fin-. Sigamos.

El prior reanudó la marcha sin rechistar y nos condujo hasta los dormitorios, un largo edificio de dos pisos que cerraba el lado este del claustro. El humo ascendía de numerosas chimeneas. Era la primera vez que entraba en las habitaciones de un monasterio, aunque sabía por la Comperta que los grandes dormitorios comunitarios de los primeros benedictinos se habían dividido en cómodas habitaciones individuales hacía mucho tiempo. Penetramos en un largo corredor flanqueado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas y dejaban ver buenos fuegos y camas mullidas. La temperatura era muy agradable.

– Normalmente, está cerrada con llave -dijo el prior deteniéndose delante de una de las puertas-, para impedir que salga a vagabundear por ahí. ¡Jerome, el comisionado desea veros! -anunció empujando la hoja.

La celda del cartujo era tan austera como confortables las que acabábamos de ver. La chimenea estaba apagada y las paredes totalmente desnudas, salvo por el crucifijo que había clavado encima de la cama. El anciano se encontraba sentado en ella sin más ropa que un calzón; su esquelético torso, torcido y cargado de hombros, se veía tan encorvado como el mío, pero debido a las lesiones, no a la deformidad. Inclinado sobre él, el hermano Guy le limpiaba la docena de pequeñas llagas que salpicaban su piel. Algunas eran rojas; otras, purulentas y amarillas. Junto a la cama, una palangana llena de agua despedía un penetrante aroma a lavanda.

– Siento interrumpir la cura, hermano Guy-dije entrando en la celda.

– Ya he acabado. Bueno, hermano, esto debería aliviaros las llagas infectadas.

El cartujo me fulminó con la mirada antes de volverse hacia el enfermero.

– Mi camisa limpia, por favor.

El hermano Guy suspiró.

– Con esto no hacéis más que debilitaros -dijo el enfermero, tendiéndole una prenda gris en cuyo interior se distinguía una negra y tiesa crin cosida al tejido-. Al menos, podríais humedecer el pelo para suavizarlo.

El anciano se puso la camisa y a continuación el hábito blanco. El enfermero recogió la palangana, nos hizo una reverencia y abandonó la celda. El hermano Jerome y el prior se miraron con idéntica antipatía.

– ¿Mortificándoos de nuevo, Jerome?

– Para expiar mis pecados. Pero, a diferencia de otros, no disfruto mortificando al prójimo, hermano prior.

El prior Mortimus le lanzó una mirada asesina y luego se volvió hacia mí y me tendió una llave.

– Cuando terminéis, entregádsela a Bugge -dijo, y salió dando un portazo.

De pronto, me di cuenta de que estábamos encerrados en un espacio reducido con un hombre que nos miraba con los ojos desorbitados por el odio en un rostro pálido y consumido. Busqué a mi alrededor un sitio donde sentarme, pero no había más asiento que la cama, de modo que me quedé de pie apoyado en mi bastón.

– ¿Te duele la espalda, jorobado? -me preguntó el cartujo inesperadamente.

– Tengo molestias. Nos hemos dado una buena caminata por la nieve.

– ¿Conoces el dicho? Tocar a un enano trae buena suerte, pero tocar a un jorobado sólo causa desgracias. Eres una burla de la forma humana, comisionado. Por partida doble, porque tienes el alma tan deforme y podrida como todos los esbirros de Cromwell.

– ¡Por los clavos de Cristo, señor, tenéis una lengua de víbora! -exclamó Mark avanzando hacia él.

Le ordené que se detuviera con un gesto y sostuve la mirada del cartujo.

– ¿Por qué me insultáis, Jerome de Londres? Todos dicen que estáis loco. ¿Lo estáis? ¿Alegaríais estarlo si os hiciera enviar a la Torre por vuestra falta de respeto?

– No alegaría nada, jorobado. Me gustaría poder hacer lo que en aquella ocasión no tuve valor de hacer, convertirme en un mártir de la Iglesia de Dios. Reniego del rey Enrique y de su usurpación de la autoridad del Papa. -El anciano soltó una risa amarga-. ¿Sabías que hasta el propio Lutero desautoriza al rey? Dice que nuestro arrogante monarca acabará creyéndose Dios.

Mark lo miraba boquiabierto. Aquellas palabras habrían bastado para hacer ejecutar al cartujo.

– Cómo debe de reconcomeros la vergüenza por haber prestado juramento reconociendo la supremacía del rey… -repliqué sin inmutarme.

El anciano se levantó de la cama con dificultad, ayudándose de la muleta. Luego se la colocó bajo el brazo y empezó a recorrer la celda con paso lento. Cuando volvió a hablar, su voz era tranquila y firme.

– Sí, jorobado. Vergüenza y miedo para mi alma eterna. ¿Sabes a qué familia pertenezco? ¿Te han informado de eso?

– Sé que estabais emparentado con la reina Juana, que Dios tenga en su gloria.

– Dios no la tiene en su gloria. Está ardiendo en el infierno por casarse con un rey cismático. -El cartujo se volvió y me miró fijamente-. ¿Quieres que te cuente cómo llegué aquí? ¿Quieres que te plantee un caso, señor abogado?

– Sí, adelante. Me sentaré para escucharos -dije tomando asiento en la dura cama.

Mark permaneció de pie con la mano en el pomo de la espada y el hermano Jerome siguió dando vueltas por la celda con paso cansino.

– Dejé el siglo cuando tenía veinte años. Mi difunta prima segunda todavía no había nacido; no llegué a conocerla. Viví en paz más de treinta años en la cartuja de Londres, una casa santa, no como este antro de molicie y corrupción. Era un refugio, un lugar dedicado a Dios en medio de las vanidades de la ciudad.

– Un lugar en el que llevar camisas de crin formaba parte de la regla.

– Sí, para recordarnos en todo momento que la carne es pecadora y vil. Tomás Moro vivió con nosotros cuatro años y ya no abandonó jamás la camisa de crin, ni siquiera cuando le impusieron la toga de lord canciller. Le ayudó a conservar la humildad y a mantenerse firme hasta la muerte, cuando se opuso al matrimonio del rey.

– Y a quemar a todos los herejes que pudo encontrar cuando fue nombrado lord canciller. Pero vos no os mantuvisteis firme, ¿verdad, hermano Jerome?

El cartujo tensó el cuerpo; al ver que se volvía, me preparé para otra andanada de insultos. Sin embargo, su voz se mantuvo serena.

– Cuando el rey exigió a todos los miembros de las instituciones religiosas que le juraran obediencia como cabeza suprema de la Iglesia, los únicos que nos negamos fuimos los cartujos, aunque sabíamos lo que eso significaba -dijo el anciano mirándome a los ojos.

– Sí, todas las casas prestaron juramento, salvo la vuestra.

– Éramos cuarenta, y se nos llevaron uno a uno. El prior Houghton, el primero en negarse a jurar, fue interrogado por Cromwell en persona. ¿Sabías que, cuando el padre Houghton le dijo que san Agustín había puesto la autoridad de la Iglesia por encima de las Escrituras, Cromwell le respondió que la Iglesia le traía sin cuidado y que san Agustín podía decir misa?

– Y tenía razón. La autoridad de las Escrituras está por encima de la de cualquier exégeta.

– ¿Y la opinión del hijo de un tabernero está por encima de la de san Agustín? -Jerome soltó una risa amarga-. Como no cedió, nuestro venerable prior fue declarado culpable de traición y ejecutado en Tyburn. Yo estaba allí, y vi cómo el cuchillo del verdugo lo abría en canal cuando aún estaba vivo. Pero ese día no hubo el jolgorio habitual en las ejecuciones; la muchedumbre asistió a su muerte en silencio. -Miré a Mark, que observaba atentamente a Jerome con el rostro demudado-. Sin embargo, tu señor no fue más clemente con los siguientes hermanos. El vicario Middlemore y los obedienciarios también se negaron a jurar, y también acabaron en Tyburn. Esta vez, la multitud prorrumpió en gritos contra el rey. Cromwell no podía arriesgarse a que la siguiente ejecución provocara una revuelta, de modo que empleó toda clase de presiones para conseguir que los demás pronunciáramos el juramento. Hizo clavar el brazo del prior Houghton, podrido y maloliente, en la entrada del convento, que puso en manos de sus hombres. Nos mataban de hambre, hacían mofa de los oficios, destrozaban nuestros libros, nos insultaban… Se deshacían de los díscolos uno a uno. De la noche a la mañana, alguien desaparecía o era enviado a una casa más sumisa.

El anciano hizo una pausa y apoyó el brazo sano en el pie de la cama.

– He oído esas historias -dije alzando el rostro hacia él-. No son más que cuentos.

El cartujo hizo oídos sordos a mi comentario y siguió paseando.

– La primavera pasada, tras la rebelión del norte, el rey perdió la paciencia con nosotros. A los hermanos que seguíamos en la cartuja nos dijeron que juráramos, si no queríamos que nos encerraran en Newgate y nos dejaran morir de hambre. Quince juraron y condenaron sus almas. Los otros diez acabaron en Newgate, donde los encadenaron a la pared de una celda inmunda y los dejaron sin comer. Algunos aguantaron semanas.

El anciano se interrumpió bruscamente, se tapó la cara con las manos y empezó a llorar en silencio balanceándose sobre los pies.

– He oído esos rumores -murmuró Mark-. Todo el mundo decía que eran falsos…

– Y en caso de que fueran ciertos, hermano Jerome -dije tras ordenar silencio a Mark con un gesto-, vos no podíais ser uno de ellos. Ya estabais aquí.

El cartujo me dio la espalda, se secó el rostro con la manga del hábito y se quedó mirando por la ventana con todo el peso del cuerpo apoyado en la muleta. Fuera, la nieve seguía cayendo con tanta fuerza como si quisiera enterrar al mundo.

– Sí, jorobado, fui uno de los que desaparecieron. Vimos cómo se llevaban a nuestros superiores, y sabíamos su destino, pero, a pesar de las continuas humillaciones, los hermanos nos socorríamos mutuamente. Creíamos que podríamos soportarlo. Yo todavía era un hombre fuerte y con buena salud, y estaba orgulloso de mi firmeza. -El anciano intentó reír, pero sólo consiguió emitir un sonido entrecortado e histérico-. Una mañana, los soldados vinieron a buscarme y me llevaron a la Torre. Fue a mediados de mayo del año pasado; Ana Bolena ya había sido condenada, y estaban construyendo un enorme patíbulo en la explanada. Cuando lo vi, empecé a tener auténtico miedo. En cuanto los guardias me sacaron de la mazmorra, comprendí que el valor podía abandonarme.

»Me llevaron a una gran cámara subterránea y me ataron a un sillón. En un rincón, vi el potro, la mesa de bisagras y las cuerdas. Dos verdugos esperaban la orden para hacer girar las ruedas. En la cámara había otros dos hombres sentados a un escritorio, frente a mí. Uno era Kingston, el guardián de la Torre. El otro me miraba con odio; era Cromwell, tu señor.

– ¿El vicario general en persona? No os creo.

– Déjame repetirte lo que dijo: «Hermano Jerome Wentworth, sois un estorbo. Decidme claramente y sin rodeos, ¿reconoceréis la autoridad del rey?»

»Le respondí que no, pero el corazón me palpitaba como si quisiera escapárseme del pecho. Los ojos de aquel hombre parecían dos ruegos del infierno, a través de los cuales miraba el Diablo. ¿Cómo es posible que hayas estado ante él, comisionado, y no sepas quién es?

– No sigáis por ahí. Acabad vuestra historia.

– Tu señor, el gran y sabio consejero, me indicó el potro con la cabeza. «Ya lo veremos -dijo-. Dentro de unas semanas, Juana Seymour será reina de Inglaterra. El rey no está dispuesto a tolerar que el primo de su esposa se niegue a jurar. Y tampoco quiere que vuestro nombre figure entre los ejecutados por traición. Ambas cosas serían igual de embarazosas, hermano Jerome. Así que tenéis que jurar, u os obligaremos a hacerlo -dijo volviendo a hacer un gesto hacia el potro.

»Repetí que no juraría, aunque con voz temblorosa. Cromwell me observó durante unos instantes y sonrió. "Yo creo que lo haréis -dijo-. Tengo poco tiempo, señor Kingston. Estiradlo."

»Kingston hizo un gesto a los verdugos, que me pusieron en pie y me arrojaron sobre el potro tan violentamente que me quedé sin respiración. Luego, me estiraron los brazos por encima de la cabeza y me ataron las muñecas y los tobillos. -La voz de Jerome se convirtió en un susurro-. Fue todo tan rápido… Ninguno de los dos verdugos dijo una sola palabra.

«Empezaron a mover la rueda, y de pronto oí un crujido y sentí un tirón atroz en los brazos, un dolor como no había sentido jamás. Me aniquiló. -El anciano se interrumpió y se frotó el hombro descoyuntado con la mirada perdida. Absorto en el recuerdo de su sufrimiento, parecía haberse olvidado de nuestra presencia. Junto a mí, Mark se agitó, incómodo-. Estaba gritando. No me di cuenta hasta que oí mis propios alaridos. Luego, dejaron de tirar. Seguía estando aterrado, pero la marea… -murmuró agitando una mano en el aire-, la marea del dolor había retrocedido. Abrí los ojos, y allí estaba Cromwell, mirándome.

»"Jurad, hermano -me dijo-. Tenéis muy poca resistencia, está claro. Esto continuará hasta que juréis. Estos hombres conocen su oficio; no os dejarán morir, pero vuestro cuerpo ya está maltrecho y pronto estará tan destrozado que jamás dejará de doleros. Jurar no es ninguna vergüenza cuando os han obligado a hacerlo por este medio."

– Estáis mintiendo -le dije, pero él hizo caso omiso.

– Grité que soportaría el dolor, como Cristo lo soportó en la cruz. Cromwell se encogió de hombros e hizo un gesto a los verdugos, que esta vez tiraron de las dos ruedas al mismo tiempo. Sentí que los músculos de las piernas se me desgarraban y, cuando noté que el hueso del muslo se descoyuntaba, grité que pronunciaría el juramento.

– Un juramento hecho bajo tortura carece de valor legal, ¿verdad? -preguntó Mark.

– ¡Cállate, por amor de Dios! -le grité.

Jerome se sobresaltó; luego nos miró y sonrió.

– Fue un juramento ante Dios, un juramento en falso, y estoy condenado. ¿Eres buena persona, muchacho? Entonces no deberías estar con este hereje chepudo.

Lo miré fijamente. Su historia me había causado una profunda impresión, pero tenía que recuperar la iniciativa. Me levanté, crucé los brazos y me encaré con él.

– Hermano Jerome, estoy cansado de oír insultos y cuentos. He venido aquí para hablar del atroz asesinato de Robin Singleton. Lo llamasteis perjuro y mentiroso ante testigos. Quiero saber por qué.

La boca del anciano emitió algo parecido a una risa sarcástica.

– ¿Tienes idea de lo que es la tortura, hereje?

– ¿Tenéis idea de lo que es el asesinato, hermano? Ni una palabra más, Mark Poer… -le advertí a mi ayudante, que acababa de abrir la boca.

– ¡Mark!… -murmuró el cartujo sonriendo tétricamente-. Otra vez ese nombre. Sí, tu discípulo se da un aire al otro Mark.

– ¿Qué otro Mark? ¿Con qué monserga nos vais a salir ahora?

– ¿Quieres que te lo cuente? Has dicho que no quieres oír más cuentos, pero éste te interesará. ¿Puedo volver a sentarme? Empieza a dolerme la pierna.

– No toleraré más infamias ni insultos.

– Ni insultos ni infamias, te lo prometo. Sólo la verdad. -Asentí y el anciano se sentó en la cama ayudándose de la muleta y se rascó el pecho; al sentir el roce de la crin en la piel, se le escapó una mueca-. Veo que lo que te he contado sobre el potro te ha desconcertado, abogado. Pero esto aún te desconcertará más. El otro Mark era un joven apellidado Smeaton. ¿Te suena ese nombre?

– Por supuesto. Era el músico de la corte que confesó haber cometido adulterio con la reina Ana, y fue ejecutado por ello.

– Sí, lo confesó… -dijo Jerome asintiendo-, por la misma razón por la que yo juré.

– ¿Cómo podéis saber eso?

– Te lo diré. Después de jurar ante Cromwell en aquella terrible mazmorra, el guardián me dijo que me quedaría en la Torre hasta que me recuperara; mi prima, a la que comunicarían que había jurado, estaba realizando gestiones para que me aceptaran en Scarnsea. Entretanto, Lord Cromwell se había olvidado de mí. Seguramente estaba entretenido guardando mi juramento con el resto de sus papeles.

»Los guardianes me trasladaron a una celda subterránea que estaba en un pasadizo oscuro y húmedo, me dejaron tumbado en un viejo jergón de paja y se marcharon. Yo no paraba de darle vueltas a lo que había hecho y tenía unos dolores terribles. El olor a humedad de aquel jergón inmundo me revolvía el estómago. No sé cómo, conseguí levantarme y acercarme a la puerta, que tenía un ventanuco enrejado. Pegué la cara a él para que me diera el aire del pasadizo, que era un poco más fresco, y recé pidiendo perdón por lo que acababa de hacer.

»A1 cabo de un rato, oí pasos y poco después quejidos y sollozos. Aparecieron unos guardias, que esta vez traían medio a rastras a un joven, más o menos de la edad de tu ayudante, de rostro también muy agraciado, aunque más fino, y cubierto de lágrimas. Llevaba ropa elegante, pero hecha jirones, y sus grandes ojos miraban aterrorizados a todas partes. Cuando pasó junto a mí, me lanzó una mirada suplicante y desapareció, arrastrado por los guardias. Luego, oí que abrían la celda contigua a la mía.

»"Serenaos, señor Smeaton -dijo uno de los guardias-. Pasaréis aquí la noche. Mañana, todo será muy rápido. Sin dolor." El tono era casi afectuoso. -Jerome volvió a reír, dejando al descubierto unos dientes sucios y cariados. Su risa me estremeció. El anciano hizo una mueca y siguió hablando-: La puerta de la celda se cerró de golpe y los pasos se alejaron. Luego oí una voz. "¡Padre! ¡Padre! ¿Sois sacerdote?" "Soy un monje cartujo -respondí-. ¿Vos sois el músico al que han acusado de yacer con la reina?" "¡Yo no he hecho nada, hermano! -aseguró el joven entre sollozos-. ¡Me acusan de yacer con ella, pero yo no he hecho nada!" "Dicen que habéis confesado", le respondí. "Me llevaron a casa de lord Cromwell, hermano. ¡Dijeron que me atarían una soga al cuello y, si no confesaba, la apretarían hasta que los ojos se me saltaran de las órbitas!"-Su voz era histérica, casi un chillido-. "Lord Cromwell les dijo que, en lugar de eso, me aplicaran el potro, para no dejar marcas. Padre, aunque tengo dolores por todo el cuerpo, quiero vivir. ¡Mañana me matarán!" Después perdió el control y rompió a llorar. -Jerome guardó silencio y se quedó inmóvil, con la mirada perdida-. La pierna y el hombro me dolían cada vez más, pero no tenía fuerzas para moverme. Pasé el brazo sano entre los barrotes para sujetarme y, semiinconsciente, me apoyé en la puerta, mientras seguía oyendo los sollozos de Smeaton. Al cabo de unos instantes, se calmó y volvió a hablarme: "Hermano -dijo con voz temblorosa-, firmé una confesión falsa…, que sirvió para condenar a la reina. ¿Iré al infierno?"

»"Si os la arrancaron mediante tortura, Dios no os condenará por eso. Una confesión falsa no es como un juramento ante Dios", añadí amargamente. "Hermano, temo por mi alma. He pecado con mujeres…" "Si os arrepentís sinceramente, el Señor os perdonará." "Es que no me arrepiento, hermano", respondió él, y rompió a reír histéricamente. "Siempre lo hice con placer. No quiero morir y no conocer el placer nunca más." "Debéis poner en orden vuestra alma", lo urgí. "Debéis arrepentiros sinceramente, u os condenaréis en el fuego eterno." "Aunque me arrepienta, iré al purgatorio", respondió Smeaton, y volvió a echarse a llorar. Me daba vueltas la cabeza y estaba demasiado débil para seguir hablando, de modo que me arrastré hasta el maloliente jergón. No sabía si era de noche o de día, pues allí abajo no había más luz que la de las antorchas del pasadizo. Me quedé dormido. Me desperté dos veces, cuando los guardias trajeron sendas visitas a la celda de Smeaton. -Los ojos de Jerome se alzaron y se encontraron con los míos; luego, volvieron a bajarse-. En ambas ocasiones, lo oí llorar de un modo desgarrador. Más tarde, me desperté, vi pasar a los guardias con un sacerdote y oí murmullos en la celda de al lado durante largo rato, pero no podría decir si al final Smeaton hizo una confesión en regla y salvó su alma. Volví a dormirme y, cuando el dolor me despertó, todo estaba en silencio. Allí abajo no hay ventanas, pero de algún modo supe que era de día y que Smeaton ya había muerto. -Los ojos del cartujo volvieron a posarse en mí-. Ahora ya sabes que tu señor torturó a un inocente para arrancarle una confesión falsa y lo hizo ejecutar. Es un hombre sanguinario.

– ¿Le habéis contado esta historia a alguien más? -le pregunté.

– No. No he tenido… necesidad -respondió el anciano con una extraña e inquietante sonrisa.

– ¿Qué queréis decir?

– No importa.

– Desde luego que no importa, porque todo eso es una sarta de mentiras. -El anciano se limitó a encogerse de hombros-.Muy bien. Volvamos a Robin Singleton. ¿Por qué lo llamasteis perjuro y traidor?

– Porque lo era -respondió el cartujo con la misma sonrisa extraña y salvaje-. Era un instrumento de ese monstruo de Cromwell, como tú. Todos sois unos perjuros y traicionáis la obediencia que debéis al Papa.

Respiré hondo.

– Jerome de Londres, sólo sé de un hombre que podía odiar al comisionado, o más bien lo que representaba, hasta el punto de idear un insensato plan para asesinarlo, y ese hombre sois vos. Vuestra invalidez os impedía cometer el asesinato personalmente, pero sois capaz de engañar a cualquiera para que lo hiciese por vos. Os desafío a negar que sois el responsable de esa muerte.

El cartujo cogió la muleta y volvió a ponerse en pie con una mueca de dolor. Se llevó la mano derecha al corazón; le temblaba ligeramente. Me miró a los ojos sin dejar de esbozar su enigmática y estremecedora sonrisa.

– El comisionado Singleton era un hereje y un hombre despiadado, y me alegro de su muerte y de la ira que ésta haya causado a Cromwell. Pero juro por la salvación de mi alma, ante Dios y por voluntad propia, que no tomé parte en el asesinato de Robin Singleton, y también que no sé de ningún hombre en esta casa de cobardes e idiotas con suficientes redaños para hacerlo. Bueno, ya he respondido a tu acusación. Y ahora, estoy cansado y quiero dormir -dijo el cartujo sentándose de nuevo en la cama y tendiéndose en ella.

– Muy bien, Jerome de Londres. Pero volveremos a hablar.

Indiqué a Mark que saliera y yo abandoné la celda tras él. Una vez fuera, cerré la puerta con llave y avancé por el pasillo, observado por los monjes, que habían vuelto de la iglesia y tenían abiertas las puertas de las habitaciones. Cuando nos acercábamos a la puerta del claustro, ésta se abrió de golpe, y el hermano Athelstan entró como una exhalación con el hábito cubierto de nieve. Al verme, se detuvo en seco.

– Hombre, hermano… Ya sé por qué os trata tan mal el hermano Edwig. Habéis dejado su despacho sin vigilancia.

– Sí, señor -respondió el monje, que no paraba de balancearse sobre los pies; su enmarañada barba dejaba caer gotas de nieve derretida sobre la estera.

– Esa información me habría sido más útil que vuestros cuentos sobre lo que se murmura en la sala capitular. ¿Qué ocurrió?

Athelstan me miró asustado.

– No creí que fuera importante, señor comisionado. Fui a la contaduría a trabajar y encontré al comisionado Singleton examinando un libro en el despacho del hermano Edwig. Le rogué que no se lo llevara, o que al menos me dejara registrar la salida, porque sabía que el hermano Edwig se enojaría conmigo. Cuando el hermano volvió y le conté lo ocurrido, me dijo que no debería haber perdido de vista al comisionado Singleton.

– Así que estaba furioso…

– Mucho, señor-respondió el monje agachando la cabeza.

– ¿Sabíais qué contenía el libro?

– No, señor. Yo sólo manejo los libros de contabilidad. No sé nada sobre los que el hermano Edwig tiene arriba, en su despacho.

– ¿Por qué no me habéis comentado esto?

– Tenía miedo, señor -respondió el monje sin dejar de balancearse sobre los pies-. Porque, si le preguntabais por el libro, el hermano Edwig sabría que yo había hablado. Es un hombre duro, señor.

– Y vos un estúpido. Permitidme que os dé un consejo, hermano. Un buen informador debe estar dispuesto a dar información, a pesar del riesgo. De lo contrario, desconfiarán de él. Ahora desapareced de mi vista.

El hermano Athelstan echó a correr por el pasillo y nosotros nos arrebujamos en nuestras capas y nos enfrentamos al temporal.

– ¡Por los clavos de Cristo, en mi vida había visto nevar de este modo! -exclamé contemplando el patio cubierto de nieve-. Quería que me acompañaras al estanque, pero con este tiempo no hay nada que hacer. En fin, volvamos a la habitación.

Mientras caminábamos hacia la enfermería, advertí que Mark estaba pensativo y preocupado. Encontramos a Alice en la cocina preparando una infusión.

– Estáis muertos de frío, señores. ¿Puedo ofreceros un poco de vino caliente?

– Gracias, Alice -le dije-. Cuanto más caliente mejor.

Una vez en la habitación, Mark cogió una almohada y se acomodó ante el fuego, mientras que yo me senté en la cama.

– Jerome sabe algo -murmuré-. No está implicado en el asesinato; de lo contrario, no habría jurado. Pero sabe algo. Lo he leído en su sonrisa.

– La tortura lo trastornó de tal modo que dudo que sepa lo que dice.

– No, la rabia y la vergüenza lo consumen, pero no ha perdido la cabeza.

– Entonces, ¿es cierto lo que ha dicho sobre Mark Smeaton, que Lord Cromwell lo torturó hasta arrancarle una confesión falsa? -preguntó Mark con los ojos clavados en el fuego.

– No -respondí mordiéndome el labio-. No lo creo.

– Os gustaría no creerlo -murmuró Mark.

– ¡No! Y tampoco creo que lord Cromwell estuviera presente mientras torturaban a Jerome. Es mentira. Vi a Su Señoría en los días previos a la ejecución de Ana Bolena. Estaba constantemente con el rey; no le quedaba tiempo para ir a la Torre. Y no se habría comportado así; jamás. Se lo ha inventado Jerome -aseguré.

De pronto, advertí que tenía los puños apretados. Mark me miró.

– Señor, ¿no os ha parecido evidente por su actitud que todo lo que ha dicho era verdad?

Dudé. Ciertamente, el cartujo se había expresado con una vehemencia que parecía abonar la sinceridad de sus palabras. Desde luego, lo habían torturado; eso saltaba a la vista. Pero que lord Cromwell en persona lo hubiera obligado a jurar en falso era harina de otro costal. Yo no podía creer algo así de mi señor, como no podía aceptar que estuviera implicado en la tortura de Mark Smeaton. En la presunta tortura, me dije a mí mismo pasándome la mano por el cabello.

– Hay hombres con una habilidad especial para hacer que las mentiras parezcan verdades. Recuerdo que en cierta ocasión llevé la acusación contra un individuo que aseguraba ser orfebre; engañó al gremio…

– Eso es completamente distinto, señor.

– No puedo creer que lord Cromwell falseara las pruebas contra Ana Bolena. Olvidas que hace años que lo conozco, Mark. Para empezar, ascendió al poder porque la difunta reina simpatizaba con los reformistas. Fue su protectora. ¿Por qué iba a colaborar lord Cromwell en su muerte?

– Porque el rey la deseaba y lord Cromwell haría cualquier cosa para conservar su posición… Eso es al menos lo que se dice en Desamortización.

– No -repetí con firmeza-. Es duro, y debe serlo, con los enemigos a los que se enfrenta, pero ningún cristiano podría hacerle algo así a un hombre inocente, y, créeme, lord Cromwell es cristiano. Olvidas que hace mucho tiempo que lo conozco. De no ser por él, no habría habido Reforma. Ese maldito monje nos ha contado un cuento sedicioso, un cuento que te conviene no repetir fuera de esta habitación.

Mark me miró con dureza. Por primera vez desde que lo conocía, su mirada hizo que me sintiera incómodo. En ese momento, Alice entró en la habitación con dos humeantes tazas de vino. Me tendió una sonriendo y a continuación cambió con Mark una mirada que parecía preñada de significados. Sentí una punzada de celos.

– Gracias, Alice -le dije-. Era lo que necesitábamos. Hemos estado hablando con el hermano Jerome y nos vendrá bien algo que nos reconforte.

– Claro-murmuró la muchacha, que no parecía muy interesada-. Sólo lo he visto unas cuantas veces deambulando por ahí con su muleta. Todo el mundo dice que está loco -añadió; luego, me hizo una reverencia y se marchó.

Me volví hacia Mark, que tenía los ojos clavados en el fuego.

– Tengo algo que deciros, señor -murmuró tras una vacilación.

– ¿Sí? Adelante.

– Cuando regresemos a Londres, si es que salimos de aquí algún día, no quiero volver a Desamortización. Ya lo he decidido. No lo soporto.

– ¿Qué es lo que no soportas? ¿Qué quieres decir?

– La corrupción, la codicia. Continuamente nos importuna gente que quiere saber qué monasterios serán los siguientes en caer. Mandan cartas, se plantan en la puerta diciendo que conocen a lord Rich, prometen que si obtienen tierras se convertirán en los más leales servidores de Rich o Cromwell…

– Lord Cromwell, Mark.

– Y los altos funcionarios sólo hablan del próximo cortesano que podría perder la cabeza y de quién ocupará su puesto. Odio ese ambiente de intrigas, señor.

– ¿A qué viene ahora eso? ¿Es por lo que ha dicho Jerome? ¿Temes acabar como Mark Smeaton?

– No, señor -dijo Mark volviéndose y mirándome a la cara-. No es la primera vez que intento deciros cómo me siento en Desamortización.

– Escúchame, Mark. Algunas de las cosas que están pasando me gustan tan poco como a ti. Pero todo tiene el mismo fin. Nuestro objetivo es construir un reino nuevo y más puro -dije levantándome y abriendo los brazos-. Las tierras de los monasterios, por ejemplo. Ya has visto cómo es este lugar y los monjes que viven en él: gordinflones que practican todas las herejías inventadas por el Papa, que viven a costa de la ciudad y se prosternan y babean delante de sus imágenes, mientras esperan la menor oportunidad para satisfacer sus bajos instintos con sus hermanos, con Alice… o contigo. Todo eso se va a acabar. Porque es una vergüenza.

– Algunos no son malas personas. El hermano Guy…

– La institución monacal está podrida. Es cierto que si lord Cromwell logra poner estas tierras a disposición del rey, algunas acabarán en manos de sus partidarios… Esa es la naturaleza del patronazgo, así es como funciona la sociedad, es inevitable. Pero se trata de una suma fabulosa, que dará al rey la posibilidad de ser independiente del Parlamento… Te subleva la situación de los pobres, ¿verdad?

– Sí, señor. Es un escándalo. Gente como Alice arrojada de sus tierras en todas partes, criados sin señor mendigando por las calles…

– Sí. Es un escándalo. El año pasado, lord Cromwell presentó en el Parlamento una ley que favorecía a los pobres. Proponía fundar casas de beneficencia para los que no tienen trabajo y la construcción de caminos y canales. Pero fue rechazada, porque la nobleza no quería pagar un impuesto especial para financiar la ley. Sin embargo, con la riqueza de los monasterios en las arcas del rey, lord Cromwell no necesitará al Parlamento. Podrá construir escuelas y proveer de biblias inglesas a todas las iglesias. Imagínatelo: trabajo para todos, todo el mundo leyendo la palabra de Dios. ¡Y para eso el Tribunal de Desamortización es vital!

Mark sonrió con tristeza.

– ¿Vos no pensáis, como el juez Copynger, que los únicos a los que debería estar permitido leer la Biblia son los cabezas de familia? Tengo entendido que lord Rich opina lo mismo. Mi padre no es cabeza de familia, de modo que no podría leerla. Y yo tampoco.

– Un día lo serás. Pero no, no pienso como Copynger. En cuanto a Rich, es un granuja. De momento, Cromwell lo necesita, pero no permitirá que siga subiendo. Las cosas se enderezarán.

– ¿Estáis seguro, señor?

– Sí, lo estoy. Debes pensar, Mark, debes rezar. No podemos… no podemos dudar; ahora menos que nunca. Hay demasiado en juego.

Mark se volvió hacia la lumbre.

– Siento haberos preocupado, señor.

– Entonces confía en mí.

Me dolía la espalda. Guardamos silencio, mientras fuera caía la noche y la oscuridad invadía la habitación. No era un silencio agradable. Estaba contento de haber hablado con Mark con tanta firmeza y convencido de lo que le había dicho sobre el futuro que creía estar ayudando a construir. Sin embargo, mientras permanecía sentado en la oscuridad, volvieron a mi mente las palabras y el rostro de Jerome, y mi instinto de abogado me dijo que el cartujo no había mentido. Pero, si todo lo que había dicho era cierto, la Reforma se estaba construyendo sobre un edificio de mentiras y monstruosa brutalidad. Y yo formaba parte de todo ello. Horrorizado, me tumbé en la cama. Al cabo de unos instantes, una idea acudió a tranquilizarme. Si Jerome estaba loco, puede que hubiera acabado creyendo sinceramente algo que sólo era una fantasía de su mente enferma. No habría sido el primer caso con el que topaba. Me dije que la respuesta tenía que ser ésa y que, en consecuencia, debía dejar de torturarme. Necesitaba descansar para tener la cabeza despejada al día siguiente. Así es como acallan sus dudas los hombres con conciencia.

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