Cuando salimos al exterior, tenía el corazón palpitante, pero la mente clara. Era bien pasado mediodía, y en el neblinoso cielo el sol empezaba a declinar; era uno de esos grandes soles invernales a los que se puede mirar directamente, pues es como si les hubieran arrebatado el fuego. Y, con aquel frío, era lo que parecía.
El hermano Gabriel estaba sentado en la nave de la iglesia con el viejo monje al que había visto copiando un manuscrito en la biblioteca. Examinaban un gran montón de volúmenes antiguos. Al acercarnos, levantaron la cabeza, y los ojos de Gabriel nos miraron alternativamente con inquietud.
– ¿Más libros antiguos, hermano? -le pregunté.
– Son nuestros libros de coro, señor, con las anotaciones musicales. No los imprimen, de modo que cuando se estropean no tenemos más remedio que copiarlos.
Cogí uno de los volúmenes. Las páginas eran de pergamino; las palabras latinas, escritas con signos fonéticos y salpicadas de notas musicales, pertenecían a salmos y oraciones diferentes para cada día del calendario; los largos años de uso habían descolorido la tinta.
– Tengo que haceros algunas preguntas, hermano -dije, depositando el libro en un banco y volviéndome hacia el anciano-. ¿Os importaría dejarnos solos?
El viejo copista asintió y se marchó arrastrando los pies.
– ¿Ha ocurrido algo? -me preguntó el sacristán con un ligero temblor en la voz.
– ¿No os habéis enterado? ¿No habéis oído que hemos encontrado un cadáver en el estanque?
El sacristán me miró con los ojos muy abiertos.
– He estado ocupado. Acababa de llegar de la biblioteca con el hermano Stephen. ¿Un cadáver?
– Creemos que se trata de la chica que desapareció hace dos años. Una tal Orphan Stonegarden.
El hermano Gabriel abrió la boca e hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse.
– Tenía el cuello fracturado. Al parecer, fue asesinada y arrojada al estanque. También hemos encontrado una espada; creemos que es el arma que utilizó el asesino de Singleton. Y esto… -dije volviéndome hacia Mark, que me tendió el hábito-, vuestro hábito, hermano Gabriel -afirmé poniéndole la insignia ante los ojos. Él la miró boquiabierto-. ¿Es vuestra esta insignia?
– Sí, lo es. Debe… debe de ser el hábito que me robaron.
– ¿Os lo robaron?
– Hace dos semanas mandé un hábito a la lavandería y no he vuelto a verlo. Pregunté por él, pero no lo encontraron. No es la primera vez que los criados roban un hábito; los de invierno son de lana de buena calidad. Por favor, señor, ¿no creeréis…?
– Gabriel de Ashford -le dije inclinándome hacia él-, os conmino a que neguéis que matasteis al comisionado Singleton. Él conocía vuestro pasado y descubrió algún delito reciente por el que podía haceros juzgar y ejecutar. De modo que lo matasteis.
– No -replicó el sacristán sacudiendo la cabeza-. ¡No!
– Arrojasteis la espada y el hábito ensangrentado al estanque, que considerabais un escondite seguro, porque ya lo habíais utilizado para hacer desaparecer el cuerpo de la chica. ¿Por qué matasteis a Singleton de un modo tan rebuscado, hermano Gabriel? ¿Y por qué asesinasteis a la chica? ¿Estabais celoso del afecto que le mostraba el hermano Alexander? ¿Era vuestro amante? Y el novicio Whelplay, vuestro otro amigo, sabía lo que le había ocurrido a Orphan, ¿verdad? Pero él nunca os habría traicionado. Por desgracia, empezó a delirar, y tuvisteis que envenenarlo. Desde entonces, el dolor parece torturaros como a alguien a quien le pesa la conciencia. Todo encaja, hermano.
El sacristán se puso en pie, inspiró con fuerza un par de veces agarrándose al respaldo del asiento y se encaró conmigo. Mark echó mano a la espada.
– Sois el comisionado del rey -dijo el sacristán con voz temblorosa-, pero argumentáis como un picapleitos de tres al cuarto. Yo no he matado a nadie. ¡A nadie! -gritó de pronto-. ¡Soy un pecador, pero no he violado ninguna de las leyes del rey en los últimos dos años! Podéis preguntárselo a cualquiera, aquí o en la ciudad, si queréis, y no descubriréis nada. ¡Nada!
Sus gritos resonaban por toda la nave.
– Calmaos, hermano -le dije en tono más mesurado-. Y respondedme sin gritar
– El hermano Alexander no era ni mi amigo ni mi enemigo, era un viejo estúpido y perezoso. En cuanto al pobre Simón… -El sacristán soltó un suspiro que casi era un gruñido-. Sí, trabó amistad con la chica en sus primeros días como novicio; creo que los dos se sentían perdidos y amenazados aquí. Le dije que no debía mezclarse con los criados, que no le haría ningún bien. Me contestó que la muchacha le había dicho que la estaban molestando…
– ¿Quién?
– No quiso decírmelo; ella le había hecho jurar que guardaría silencio. Podía ser cualquiera de entre media docena de hermanos. Le aconsejé que no se inmiscuyera en esas cosas, que convenciera a la muchacha para que se lo contara al hermano Guy. Acababa de ocupar el puesto de enfermero en sustitución del hermano Alexander, que había muerto recientemente. De vergüenza -añadió el sacristán con amargura.
– Y de pronto Orphan desapareció.
Un espasmo contrajo el rostro del sacristán.
– Como todo el mundo, creí que había huido. -El hermano Gabriel me miró con expresión sombría; luego, siguió hablando en un tono distinto, frío y sereno-: Bueno, comisionado, veo que habéis elaborado una teoría que os proporciona una solución. Así que ahora puede que alguien reciba dinero para prestar un testimonio falso y mandarme a la cárcel. En estos tiempos, es lo habitual. Sé lo que le ocurrió a sir Tomás Moro.
– No, hermano, no habrá testigos falsos. Encontraré las pruebas que necesito -aseguré dando un paso hacia él-. Os lo advierto. Estáis bajo graves sospechas.
– Soy inocente.
Lo miré a los ojos durante unos instantes y luego retrocedí.
– Por el momento, no os haré detener, pero guardaos de abandonar el monasterio. Si lo intentáis, lo tomaré como una admisión de culpabilidad. ¿Habéis comprendido?
– No lo abandonaré.
– Permaneced localizable para hablar conmigo siempre que os requiera. Vamos, Mark.
Di media vuelta y dejé al hermano Gabriel con sus libros.
– Creía que lo tenía -mascullé una vez fuera golpeando la portada con la palma de la mano.
– ¿Aún pensáis que es el asesino?
– No lo sé. Creía que, si lo interrogaba y era culpable, se derrumbaría. Pero está ocultando algo, lo sé -murmuré moviendo al mismo tiempo la cabeza-. Me ha llamado picapleitos de tres al cuarto, y tal vez lo sea; pero si algo he aprendido en veinte años de ejercicio es a reconocer a un hombre que oculta algo. Vamos.
– ¿Adonde?
– A la lavandería. Comprobaremos si lo que nos ha contado es cierto y, al mismo tiempo, conoceremos a ese Luke.
La lavandería ocupaba un amplio edificio inmediato a la mantequería. El vapor salía a raudales por las rejillas de ventilación, y yo había visto a criados entrando y saliendo con cestos de ropa. Levanté el picaporte de la pesada puerta de madera y penetré en el interior. Mark me siguió y cerró tras él.
Dentro hacía calor y apenas había luz. Al principio, sólo pude ver que estábamos en una gran sala con suelo de losas, llena de cestos y cubos. Luego Mark soltó un «¡Jesús!», y los distinguí.
Ante nosotros había una docena de enormes perros de caza, como los que merodeaban por el patio el día de nuestra llegada, antes de las nevadas. El lugar apestaba a orines. Los animales se levantaron lentamente y dos de ellos avanzaron hacia nosotros gruñendo amenazadoramente, con el pelo erizado y los amarillentos dientes al descubierto. Mark desenvainó despacio y yo agarré el bastón con fuerza.
En ese momento, oí voces al otro lado de una puerta interior y pensé en gritar; pero me había criado en una granja y sabía que sólo conseguiría asustar a los perros y hacer que saltaran sobre nosotros. Apreté las mandíbulas; de aquélla no saldríamos ilesos. Me agarré al brazo de Mark con la mano libre. Le había hecho pasar por el trago del estanque, y ahora por aquello.
Oímos un chirrido y nos volvimos hacia la puerta interior. El hermano Hugh apareció en el umbral. Cuando nos vio se quedó con la boca abierta. Nosotros lo miramos angustiados, y él reaccionó y se volvió hacia los perros.
– ¡Brutus, Augustus! ¡Aquí! ¡Vamos! -les gritó, lanzando trozos de asadura a las losas.
Los perros lo miraron, nos miraron a nosotros, y luego, uno a uno, se acercaron recelosos a la comida. El jefe de la jauría siguió gruñéndonos durante unos instantes, pero acabó uniéndose a sus compañeros. Suspiré aliviado, aunque seguía temblando como una hoja.
– Entrad, señores, por favor -nos urgió el hermano Hugh gesticulando con el brazo-. Deprisa, mientras comen.
Rodeamos a los hambrientos animales y seguimos al monje al interior de la lavandería. Una vez dentro, cerró la puerta y echó el pestillo. Nos encontrábamos en una sala de lavado saturada de vapor. Bajo la dirección de dos monjes, los criados se afanaban en torno a grandes calderos llenos de prendas que hervían sobre sendos fuegos o escurrían hábitos y ropa interior en las prensas. Todos los allí presentes nos miraron con curiosidad mientras nos quitábamos las gruesas capas. Los dos estábamos sudando abundantemente. Mark se agarró al borde de una mesa respirando con dificultad; estaba tan pálido que temí que se desmayara, pero al cabo de unos instantes sus mejillas recobraron el color. En cuanto a mí, las piernas apenas me sostenían cuando me volví hacia el hermano Hugh, que nos miraba sacudiendo la cabeza y retorciéndose las manos.
– ¡Oh, señores, comisionado…! ¡Gracias a Dios que he aparecido a tiempo! -exclamó inclinando la cabeza al mencionar el nombre de nuestro Creador, al igual que todos los demás.
– Os estamos muy agradecidos, hermano. Pero esos perros no deberían estar ahí. Podrían matar a alguien.
– Señor, conocen a todo el mundo; sólo se comportan así con los extraños. El abad dijo que los encerráramos aquí hasta que dejara de nevar.
– Muy bien, hermano mayordomo -dije secándome el sudor de la frente-. ¿Sois el responsable de la lavandería?
– En efecto. ¿En qué puedo serviros? El abad dijo que debíamos prestaros toda nuestra colaboración. He oído que alguien se ha ahogado en el estanque…
Sus enrojecidos ojos estaban llenos de curiosidad.
– El prior informará a la comunidad en breve. He venido para interesarme por otro asunto, hermano. ¿Tenéis alguna mesa que podamos utilizar?
El mayordomo nos condujo a un rincón apartado. Indiqué a Mark que extendiera el hábito del hermano Gabriel sobre la mesa y señalé la insignia.
– Hace un par de semanas, el hermano Gabriel vino preguntando por un hábito que le había desaparecido. ¿Lo recordáis?
Confieso que confiaba en recibir una negativa, pero el mayordomo asintió de inmediato.
– Sí, señor. Lo buscamos por todas partes. El tesorero se pone hecho una furia cuando se extravía algo, así que llevo un registro. -El hermano Hugh desapareció en la nube de vapor y reapareció trayendo un libro-. Como podéis ver, aquí figura la entrada y un poco más abajo la nota sobre su desaparición. -Miré la fecha. Tres días después del asesinato de Singleton-. ¿Dónde lo habéis encontrado, señor comisionado?
– Eso no importa. ¿Quién podría haberlo robado?
– Por el día, siempre estamos aquí, trabajando, señor. Por la noche, la lavandería está cerrada con llave, pero…
– ¿Sí?
– Se han perdido unas llaves. Mi ayudante es un poco… un poco descuidado, por decirlo así. -El mayordomo sonrió con nerviosismo y se acarició la verruga que le afeaba el rostro-. ¡Hermano Luke!
Mark y yo intercambiamos una mirada al ver al monje alto y fornido que se acercaba hacia nosotros. Pelirrojo, de rasgos toscos y expresión huraña, aparentaba unos treinta años.
– ¿Sí, hermano?
– Desde que trabajas conmigo, has perdido dos juegos de llaves, ¿verdad, Luke?
– Me desaparecen de los bolsillos -refunfuñó el otro. -Suele pasar cuando uno es descuidado -repliqué-. ¿Cuándo perdisteis el último juego?
– Este verano.
– ¿Y la vez anterior? ¿Cuánto hace que trabajáis en la lavandería?
– Cuatro años, señor. La otra vez fue hace un par de años.
– Gracias, hermano Hugh. Me gustaría hablar con el hermano Luke en privado. ¿Dónde podríamos hacerlo?
Los ojos del hermano Luke miraban inquietos a su alrededor mientras el mayordomo, visiblemente decepcionado, nos conducía al cuarto donde se secaba la ropa.
– ¿Sabéis lo que hemos encontrado en el estanque? -dije mirando al joven con dureza.
– Un cadáver, según he oído, señor.
– El cadáver de una mujer; creemos que se trata de una muchacha llamada Orphan, a la que sabemos que acosabais.
El joven me miró con ojos desorbitados por el terror y a continuación se hincó de rodillas y me agarró la orla de la toga con sus gruesos y rojos dedos.
– ¡No lo hice, señor! ¡Sólo tonteaba con ella, nada más! ¡Y no era el único! ¡Era una desvergonzada, fue ella la que me tentó!
– ¡Soltadme! ¡Y miradme a la cara! -El hermano Luke alzó la cabeza y me miró con los ojos muy abiertos-. Quiero la verdad -exigí inclinándome hacia él-. Os va en ello la vida. ¿Os provocó ella o fuisteis vos quien la acosó?
– Era… era una mujer, señor. ¡Su simple presencia era una tentación! Tenía su imagen grabada en la mente, no paraba de pensar en ella. Satanás la puso en mi camino para tentarme, pero me confesé. ¡Me confesé!
– Vuestra confesión me importa un bledo. Seguisteis molestándola a pesar de las advertencias del abad, ¿no es así? ¡El hermano Guy tuvo que volver a quejarse!
– ¡Pero después de eso no volví a hacerlo! ¡El abad amenazó con echarme! ¡Por la sangre de Cristo que no volví a molestarla! ¡Por su santa sangre!
– ¿El abad no puso el asunto en manos del prior?
– No, el prior…
– ¿Qué? Vamos, muchacho, ¿qué?
– El prior… era culpable de lo mismo, y el tesorero también.
– Sí. ¿Alguien más? ¿Quién acabó convirtiendo la vida de aquella muchacha en una auténtica pesadilla?
– No lo sé, señor. Os lo juro, os juro que no volví a acercarme a la enfermería después de la amenaza del prior. Por Nuestra Señora…
– ¡Nuestra Señora! -rezongué-. Si volviera a la tierra, ni ella estaría segura ante individuos como vos. ¡Fuera de mi vista, vamos! -le grité fulminándolo con la mirada mientras se levantaba y desaparecía a toda prisa.
– Le habéis dado un susto de muerte -dijo Mark sonriendo con sorna.
– Con cobardes como él no tiene mérito. Conque el prior y el tesorero… Mira, ahí hay una puerta. Salgamos por ahí y evitemos esos perros.
Regresamos al patio. El enfrentamiento con los perros volvió a mi mente. Sentí un desfallecimiento y esta vez fui yo quien tuvo que apoyarse en la pared durante unos instantes. Un rumor de voces me hizo volver la cabeza.
– ¡Por amor de Dios! ¿Y ahora qué pasa?
Todo el mundo había dejado lo que estaba haciendo para contemplar una procesión que se dirigía hacia la entrada. Dos monjes sostenían en alto una estatua de san Donato vestido de romano, con las manos entrelazadas y una expresión piadosa en el rostro. Tras ellos, vi la esbelta figura del hermano Jude, el despensero, que llevaba una bolsa de cuero en la mano. Cerraba el cortejo el hermano Edwig, con las manos enguantadas y una gruesa capa sobre los hombros. Bajo la torre de la entrada, Bugge esperaba para abrirles las puertas.
– El día de limosna -dijo Mark.
Cuando llegamos a la entrada, Bugge ya había abierto las puertas. Ante ellas, una muchedumbre contemplaba la estatua que sostenían los dos monjes. El hermano Jude levantó la bolsa y se dirigió a los presentes:
– ¡He aquí la imagen de nuestro patrón, el santo y bendito Donato, mártir de los paganos! Agradeced a su gran bondad la caridad que recibís hoy. ¡Rezadle para que interceda por la remisión de vuestros pecados!
Cuando conseguimos abrirnos paso entre los mirones, vimos entre cuarenta y cincuenta adultos apretujados sobre el suelo cubierto de nieve, viudas ancianas, mendigos y tullidos con la cara amoratada por el frío, la mayoría de ellos vestidos apenas con unos harapos. A cierta distancia, un grupo de pálidos niños rodeaba a la regordeta señora Stumpe. A pesar del frío, el hedor que ascendía de la muchedumbre era insoportable. El mar de menesterosos, que habían recorrido un cuarto de legua para llegar hasta allí, inclinó la cabeza y se santiguó al oír las palabras del monje, que se interrumpió bruscamente al verme aparecer.
– ¿Qué estáis haciendo? -le grité.
– Pues… distribuir las limosnas, señor…
– Estáis pidiendo a estas pobres gentes que adoren ese trozo de madera.
El hermano Edwig se acercó a toda prisa.
– Sólo en m-memoria de la bondad del santo, comisionado.
– ¡Los ha exhortado a que recen a la estatua! ¡Lo he oído! ¡Lleváosla inmediatamente!
Los monjes bajaron al santo y se lo llevaron a toda prisa. Descompuesto, el hermano Jude indicó que trajeran los cestos. Algunos mendigos sonreían abiertamente.
– Acercaos a recoger las limosnas y los alimentos -dijo el despensero con voz temblorosa.
– ¡Sin empujarse! -gritó Bugge hacia los pobres, que se acercaban en ordenada hilera.
Cada uno recibía un cuarto de penique de plata, la moneda más pequeña del reino, y algo de los cestos, que contenían manzanas, hogazas de pan y finas tiras de tocino.
– Tenéis que d-disculparnos -dijo el hermano Edwig, que se había quedado junto a mí-. Es una vieja c-ceremonia; habíamos olvidado sus implicaciones. No se r-repetirá.
– Por la cuenta que os trae.
– Damos 1-limosna todos los meses. Está en nuestra carta f-fundacional. Si no fuera por nosotros, esta gente no p-probaría la carne.
– Con todo lo que ingresáis, imaginaba que seríais más generosos con los pobres.
De pronto, la cólera ensombreció el rostro del hermano Edwig.
– ¿Y lord Cromwell, que quiere quedarse con todo nuestro dinero para entregárselo a sus amigos? ¿Es eso caridad?
Me lo espetó sin tartamudear ni una sola vez, dio media vuelta y se alejó con paso vivo.
La muchedumbre me miraba con curiosidad mientras los monjes seguían repartiendo sobras y la bolsa del despensero iba vaciándose de calderilla.
Suspiré. Me había dejado llevar por la indignación, y ahora todo el mundo sabría que en el monasterio había un comisionado del rey. El arrebato me había dejado sin fuerzas, pero me acerqué a la señora Stumpe, que seguía junto al camino esperando con sus pupilos a que acabaran los adultos.
– Buenos días, señor -dijo la mujer haciéndome una reverencia.
– ¿Tenéis un momento, señora? Por aquí… -Nos alejamos de los niños. La gobernanta me miraba con curiosidad-. Quiero que le echéis un vistazo a esto y me digáis si lo reconocéis.
Dando la espalda a la muchedumbre, saqué del bolsillo la medalla que había encontrado en el cadáver.
– ¡El san Cristóbal! -exclamó la mujer agarrándola-. Se la regalé a Orphan cuando vino a trabajar aquí. ¿La habéis encontrado, señor…?
La gobernanta se interrumpió al ver mi expresión.
– Lo lamento, señora Stumpe -le dije con suavidad-. La llevaba un cadáver que hemos encontrado en el estanque esta mañana.
Esperaba que se echara a llorar, pero apretó los puños.
– ¿Cómo murió?
– Tenía el cuello fracturado. Lo siento.
– ¿Habéis descubierto quién lo hizo? ¿Quién fue?
Su voz se quebró y se convirtió en un gemido. Los niños la miraban angustiados.
– Aquí no, señora. Por favor. Esto no debe trascender, por ahora. Encontraré a quien lo hizo. Os lo juro.
– Vengadla, por amor de Dios, vengadla -dijo la señora Stumpe con un hilo de voz, y rompió a llorar en silencio.
– No digáis nada todavía -le pedí cogiéndola por el hombro con suavidad-. Os avisaré a través del juez Copynger. Mirad, los mayores ya han terminado. Procurad serenaos.
El último adulto había recogido su limosna, y una hilera de harapientas siluetas, negras como cuervos contra la inmaculada blancura de la nieve, se encaminaba ya a la ciudad. La señora Stumpe se despidió de mí con una rápida inclinación de la cabeza, respiró hondo y llevó a los niños hacia los cestos. Yo di media vuelta y me acerqué a Mark, que me esperaba al otro lado de la puerta. Me preocupaba que la gobernanta volviera a derrumbarse, pero la oí animar a los niños con voz serena. El hermano Edwig había desaparecido.