15

Aquella mañana volvía a hacer un frío glacial, bajo un límpido cielo azul. Durante la noche, el viento había amontonado la nieve contra los muros y despejado determinadas zonas del patio, que ofrecía un extraño aspecto. Al cruzar la puerta del recinto, me volví hacia la torre y vi a Bugge, el portero, que nos espiaba desde la ventana y se apresuró a esconder la cabeza al advertir que lo había descubierto.

– ¡Por las llagas de Cristo, qué alivio estar lejos de todos esos ojos! -exclamé soltando un bufido.

Miré hacia el camino, que, como el patio, era un mar de montículos de nieve. En el paisaje, uniformemente blanco, sólo destacaban los árboles, desnudos y negros, los cañaverales de la marisma y la lejana y grisácea cinta del mar. El hermano Guy me había prestado otro bastón, en el que me apoyaba con firmeza.

– Menos mal que llevamos estas fundas -observó Mark mirándose los pies.

– Sí. Cuando se derrita la nieve, el campo se convertirá en un mar de barro.

– Si es que se derrite alguna vez.

La caminata por aquel páramo nevado fue larga y penosa; de modo que cuando llegamos a las afueras de Scarnsea había transcurrido una hora. Hablamos poco, pues seguíamos estando de un humor sombrío. En la ciudad apenas se veía gente por las calles, y la brillante luz del sol hacía aún más patente el lamentable estado en que se encontraban la mayoría de los edificios.

– Tenemos que ir a la calle Westgate -le dije a Mark cuando llegamos a la plaza.

Junto al muelle había una barca, en la que un individuo embozado en una capa negra inspeccionaba unos fardos de telas. Dos vecinos pateaban el suelo para combatir el frío. En el mar, frente a la boca del canal que atravesaba la marisma, se veía un gran barco.

– El aduanero -observó Mark.

– Esas telas deben de ir a Francia.

Tomamos una calle de elegantes casas nuevas. La puerta de la más grande ostentaba el escudo de la ciudad. Llamé con los nudillos, y al cabo de unos instantes un criado bien vestido nos abrió y, tras confirmarnos que aquélla era la residencia del juez Copynger, nos hizo pasar a una hermosa sala amueblada con sillones tapizados y un aparador que exhibía una lujosa vajilla de oro.

– Parece que las cosas le van bien -observó Mark.

– Desde luego -respondí acercándome al retrato de un hombre de cabellos rubios, barba puntiaguda y expresión adusta que había colgado en la pared de enfrente-. Un buen trabajo. Y pintado aquí mismo, a juzgar por el fondo.

– Eso quiere decir que es un hombre acaudalado… -estaba diciendo Mark cuando se abrió la puerta y el modelo de la pintura apareció en el umbral embutido en una bata marrón con cuello de piel de marta.

Copynger era un individuo alto y fornido de unos cuarenta años y aspecto severo.

– Doctor Shardlake, es un honor -dijo estrechándome la mano con fuerza-. Soy Gilbert Copynger, juez de Scarnsea y el más leal servidor de lord Cromwell. Conocí al pobre señor Singleton. Agradezco a Nuestro Salvador que estéis aquí. Ese monasterio es un antro de corrupción y herejía.

– En efecto, allí nada es lo que parece -dije, y me volví hacia Mark-. Es mi ayudante.

El juez inclinó la cabeza levemente.

– Acompañadme a mi despacho, os lo ruego. ¿Tomaréis un pequeño refrigerio? Hace un tiempo tan infernal como si nos lo hubiera enviado el mismo Diablo. ¿No pasáis frío en el monasterio?

– Los monjes disponen de hogares en todas las habitaciones.

– De eso no me cabe duda, señor comisionado. Ninguna duda. -Copynger nos condujo al otro extremo del vestíbulo, entró en una acogedora habitación con vistas a la calle y retiró unos documentos de encima de unos taburetes que había cerca del fuego-. Disculpad el desorden, pero recibo tanto papeleo de Londres… El jornal mínimo, las leyes sobre los pobres… -El juez soltó un suspiro-. Además, debo informar hasta del menor comentario que oiga contra la Reforma. Afortunadamente, en Scarnsea se oyen pocos; pero a veces mis informadores se los inventan, lo que me obliga a investigar afirmaciones que nunca han sido hechas. No obstante, así la gente sabe que debe medir sus palabras.

– Estoy seguro de que lord Cromwell duerme más tranquilo sabiendo que cuenta con hombres tan leales como vos en los condados. -Copynger respondió al cumplido asintiendo con gravedad mientras yo le daba un sorbo a la copa-. Un vino excelente, señor juez, gracias, pero el tiempo apremia. Hay asuntos sobre los que agradecería cualquier información.

– Estoy a vuestra disposición. El asesinato del señor Singleton ha sido un insulto al rey. Clama venganza.

Debería haberme alegrado de estar en compañía de otro reformista, pero confieso que Copynger no me resultaba simpático. Aunque, además de las obligaciones de su cargo, los jueces debían cumplir el creciente número de tareas que les encomendaba Londres, lo cierto era que no podían quejarse. Siempre han sabido aprovecharse de su posición, de modo que el aumento de obligaciones llevaba aparejado un aumento de ganancias, incluso en municipios tan pobres como Scarnsea, como demostraba la prosperidad de Copynger. A mi modo de ver, su ostentación no concordaba con sus aires de avinagrada probidad. Pero aquélla era la nueva clase de hombres que estábamos creando en la Inglaterra de entonces.

– Decidme -le pregunté-, ¿qué piensa de los monjes la gente de aquí?

– Los odian, porque son unas sanguijuelas. No hacen nada por Scarnsea, no vienen a la ciudad si pueden evitarlo y cuando lo hacen se comportan con la arrogancia del Diablo. Las limosnas que reparten son misérrimas, y encima los pobres tienen que ir andando hasta el monasterio para recibirlas. En consecuencia, el peso del sustento de los indigentes recae sobre el contribuyente. -Según parece, tienen el monopolio de la venta de cerveza… -Y cobran un precio abusivo. Además, su cerveza es pésima; tienen la destilería llena de gallinas que sueltan su porquería sobre las tinas.

– Sí, ya lo he visto. Debe de saber a rayos.

– Pues nadie más puede vender cerveza -dijo Copynger abriendo los brazos-. También a sus tierras les sacan todo el jugo que pueden. Si alguien os dice que los monjes son terratenientes considerados, podéis responderle que miente. Y desde que el hermano Edwig se hizo cargo de la contaduría, las cosas no han hecho más que empeorar; ése sería capaz de despellejar a una pulga para aprovechar la grasa del culo.

– Sí, seguro que lo haría. Hablando de las cuentas del monasterio…, vos informasteis a lord Cromwell de que habían vendido tierras por debajo de su valor…

– Me temo que no conozco todos los detalles -admitió Copynger con evidente incomodidad-. Oí rumores, pero enseguida se corrió la voz de que yo estaba investigando, y ahora los grandes terratenientes actúan con mucha cautela. Asentí.

– ¿Y quiénes son?

– El mayor propietario de la zona es sir Edward Wentworth. El abad y él son uña y carne…, a pesar de que está emparentado con los Seymour. Salen juntos a cazar. Entre los arrendatarios se rumorea que el monasterio le ha vendido tierras en secreto y que ahora el mayordomo del abad se encarga de recaudar las rentas de sir Edward; pero no puedo confirmarlo, porque está fuera de mi competencia. -El juez frunció el entrecejo con irritación-. El monasterio tiene tierras en todas partes, incluso fuera del condado. Lo siento, comisionado. Si tuviera más autoridad…

– Tal vez esto sobrepase mis atribuciones -dije tras reflexionar unos instantes-, pero, dado que tengo potestad para investigar todo lo relativo al monasterio, creo que podría indagar las ventas de tierras que se hayan realizado. ¿Y si reanudarais vuestras pesquisas sobre esa base, invocando el nombre de lord Cromwell?

Copynger sonrió.

– Un requerimiento hecho en nombre de Su Señoría obraría milagros. Haré todo lo que esté en mi mano.

– Gracias. Podría ser importante. Por cierto, creo que sir Edward es primo del hermano Jerome, el anciano cartujo que vive en el monasterio…

– Sí, Wentworth es un viejo papista. Tengo entendido que el cartujo habla abiertamente contra la Reforma. Si de mí dependiera, lo colgaría del campanario de la iglesia.

– Decidme -le pregunté tras reflexionar unos instantes-, si lo hicierais, ¿cómo reaccionaría la gente de la ciudad?

– Lo celebrarían. Como ya he dicho, odian a los monjes. Ahora Scarnsea es una ciudad pobre, y ellos aún la empobrecen más. El puerto está tan enfangado que apenas puede entrar un bote de remos.

– Sí, ya lo he visto. He oído que alguna gente se dedica al contrabando. Según los monjes, utilizan los marjales de detrás del monasterio para acceder al río. El abad Fabián asegura que lo ha denunciado repetidamente y que las autoridades hacen la vista gorda.

De pronto, el rostro de Copynger adoptó una expresión recelosa.

– El abad diría lo que fuera con tal de perjudicarnos. Es un problema de recursos, señor comisionado. Sólo hay un consumero, y no puede pasarse las noches vigilando todos los caminos de la marisma.

– Según uno de los monjes, en esa zona ha habido actividad recientemente. El abad piensa que los contrabandistas pudieron penetrar en el monasterio y asesinar a Singleton.

– Está tratando de confundiros, señor. Scarnsea tiene una larga historia de contrabando de telas, que se transportan por la marisma y se depositan en barcos de pesca con destino a Francia. Pero ¿por qué iba a matar uno de esos hombres al comisionado del rey? No estaba aquí para investigar el contrabando, ¿verdad?

La mirada del juez Copynger traslucía una súbita inquietud. -No. Ni yo tampoco, a menos que esas actividades tengan alguna relación con el asesinato de Singleton. Me inclino a pensar que el asesino es alguien del monasterio.

– Si los propietarios pudieran disponer de tierras para criar ovejas -dijo Copynger con evidente alivio-, la ciudad prosperaría y la gente no tendría que dedicarse al contrabando. Hay demasiados pequeños granjeros reconvertidos en tejedores.

– Aparte del contrabando, ¿es leal la ciudad? ¿No hay sectarios extremistas, por ejemplo, ni practicantes de brujería? ¿Sabíais que profanaron el monasterio?

– No, aquí no hay nada de eso -respondió el juez negando con la cabeza-; de lo contrario, me habría enterado: tengo cinco informadores a sueldo. Hay mucha gente a la que no le gustan los cambios, pero se aguantan. El asunto que más protestas ha provocado ha sido la abolición de los días consagrados a los santos, pero sólo porque eran festivos. Y nunca he oído hablar de que se practique la brujería en los alrededores.

– ¿Tampoco hay evangelistas exaltados? ¿Nadie que haya leído la Biblia y descubierto alguna misteriosa profecía que sólo él puede interpretar?

– ¿Como esos anabaptistas alemanes que matarían a los ricos para repartir sus bienes? Habría que quemarlos a todos. Pero aquí no hay gente así. El año pasado, a un aprendiz de herrero le dio por predicar que había llegado el Día del Juicio, pero lo metimos en el cepo y luego lo echamos de la ciudad. Ahora está en prisión, que es donde debe estar. Una cosa es predicar en inglés y otra poner la Biblia en manos de estúpidos criados y campesinos, para que Inglaterra se llene de iluminados.

– ¿Sois de los que opinan que sólo debería permitirse leer la Biblia a los cabezas de familia? -le pregunté arqueando las cejas.

– Es un punto de vista muy razonable, señor.

– En fin, los papistas no se lo permitirían a nadie. Pero, volviendo al asunto del monasterio, he leído que en el pasado algunos monjes se entregaron a prácticas nefandas. Que hubo casos de sodomía.

– Y se siguen entregando, estoy seguro -respondió Copynger con una mueca de asco-. El hermano Gabriel, el sacristán, era uno de los sodomitas, y continúa allí.

– ¿Había alguien de la ciudad implicado?

– No. Pero en el monasterio, además de invertidos, hay fornicadores. Más de una criada de Scarnsea ha sido víctima de sus bajas pasiones. Ninguna mujer menor de treinta años está dispuesta a trabajar allí, sobre todo desde que desapareció una muchacha.

– ¿Una muchacha?

– Una huérfana del hospicio que fue a trabajar para el enfermero. Sucedió hace dos años. Venía de visita a la ciudad de vez en cuando, pero de pronto dejó de venir. Cuando preguntamos por ella, el abad dijo que había huido del monasterio llevándose unas copas de oro. Joan Stumpe, la gobernanta del hospicio, estaba convencida de que le había ocurrido algo. Pero es una vieja metomentodo, y no había ninguna prueba.

– ¿Trabajaba para el enfermero? -terció Mark con una nota de inquietud en la voz.

– Sí, para el duende negro, como lo llamamos aquí. Cualquiera diría que no hay ingleses para hacer ese trabajo.

– ¿Podría hablar con la señora Stumpe? -pregunté tras reflexionar unos instantes.

– No toméis todo lo que os diga al pie de la letra. Pero sí, ahora mismo debe de estar en el hospicio. Mañana es día de limosna en el monasterio; estará preparándolo todo.

– Entonces, aprovecharemos la ocasión -dije poniéndome en pie.

Copynger llamó a un criado para que nos trajera las capas.

– Señor -dijo Mark volviéndose hacia el juez mientras esperábamos-, en la actualidad hay otra joven trabajando para el enfermero. Se llama Alice Fewterer.

– ¡Ah, sí, la recuerdo!

– Creo que tuvo que ponerse a trabajar porque la parcela de su familia fue cercada para criar ovejas. Sé que los jueces supervisan las leyes sobre cercados. Me preguntaba si todo se llevó a cabo legalmente… y si podría hacerse algo por ella.

Copynger miró a Mark con el entrecejo fruncido.

– Puedo aseguraros que todo se hizo legalmente, joven, puesto que la tierra es mía y fui yo quien la cercó. La familia de esa chica tenía una antigua enfiteusis que expiró al morir la madre. Si quería sacar algún provecho, tenía que derribar la casa y dedicar el terreno a pastos.

– Estoy seguro de que todo fue perfectamente legal, señor juez -tercié lanzando una mirada de advertencia a Mark.

– Lo que beneficiaría a la gente de esta ciudad -dijo Copynger mirando a Mark con frialdad- sería cerrar el monasterio, echarlos a todos a la calle y derribar esos edificios llenos de ídolos. Y, si bien es cierto que los criados se quedarían sin trabajo y la ciudad tendría una carga extra de pobres a los que mantener, estoy seguro de que lord Cromwell aprobaría que parte de las tierras del monasterio pasara a manos de ciudadanos prominentes.

– Hablando de lord Cromwell, Su Señoría ha insistido en la importancia de mantener lo ocurrido en secreto, por el momento.

– Yo no se lo he contado a nadie, señor comisionado, y ninguno de los monjes ha venido a la ciudad.

– Bien. El abad también sabe que debe guardar silencio. Sin embargo, supongo que algunos de los criados del monasterio tendrán relaciones en Scarnsea… Copynger negó con la cabeza. -Muy pocos. Se mantienen alejados; aquí se les quiere tan poco como a los monjes.

– No obstante, acabará sabiéndose. Es inevitable.

– Estoy seguro de que no tardaréis en resolver este asunto. -El juez sonrió, y sus mejillas se tiñeron de rojo-. Permitidme que os diga cuánto me honra conocer a alguien que ha hablado personalmente con lord Cromwell. Decidme, señor, ¿cómo es en persona? Tengo entendido que es un hombre de carácter fuerte, a pesar de sus orígenes humildes.

– Efectivamente, señor juez, es un hombre enérgico de palabra y de obra. ¡Ah, aquí está vuestro criado con nuestras capas! -exclamé, ansioso de poner fin a sus untuosos halagos.


* * *

El hospicio estaba situado en las afueras de la ciudad. Era un edificio bajo y alargado que necesitaba reparaciones urgentes. En sus inmediaciones, vimos a un grupo de jóvenes que retiraban la nieve de las calles a las órdenes de un hombre. Vestían batas grises que llevaban cosido el escudo de la ciudad y eran demasiado finas para aquel tiempo. Cuando pasamos cerca de ellos se inclinaron ante Copynger.

– ¡Pobres acogidos! -comentó el juez-. El encargado del hospicio sabe cómo mantenerlos ocupados.

Entramos en el edificio, que carecía de calefacción y era tan húmedo que el yeso de las paredes estaba lleno de desconchones. En el vestíbulo, un grupo de mujeres sentadas en corro cosían o hilaban con ruecas, mientras en una esquina una matrona de mediana edad ordenaba un enorme montón de malolientes harapos ayudada por un puñado de escuálidos niños. Copynger se acercó a hablar con la mujer, que nos condujo a un pequeño pero pulcro despacho, donde se presentó como Joan Stumpe, la gobernanta de los niños.

– ¿En qué puedo ayudaros, señores?

Su arrugado rostro era tan amable como penetrantes sus ojos castaños.

– El doctor Shardlake está investigando ciertos asuntos relacionados con el monasterio -le dijo Copynger-. Está interesado en la suerte de la joven Orphan Stonegarden.

La mujer soltó un suspiro.

– ¡Pobre Orphan!

– ¿La conocíais? -le pregunté.

– La críe yo. La abandonaron en el patio de este edificio hace diecinueve años. Recién nacida. ¡Pobre Orphan! -repitió la gobernanta.

– ¿Cómo se llamaba?

– Orphan, señor. Es el nombre que solemos ponerles a los niños abandonados. Nunca descubrimos quiénes eran sus padres, así que el capataz le puso Stonegarden de apellido, porque la encontró en el patio.

– Comprendo. ¿Y creció a vuestro cuidado?

– Tengo a mi cuidado a todos los menores. Muchos mueren jóvenes, pero Orphan era fuerte y sobrevivió. Me ayudaba con los otros niños; siempre estaba alegre y era bien dispuesta…

De pronto, la gobernanta desvió la mirada.

– Continúa, buena mujer -la urgió Copynger con impaciencia-. Te lo he dicho muchas veces: eres demasiado blanda con esos críos.

– La mayoría pasan de puntillas por este valle de lágrimas -replicó la mujer con viveza-. ¿Por qué no dejar que disfruten un poco?

– Más vale llegar roto al cielo que entero al infierno -le espetó Copynger con aspereza-. La mayoría de los que sobreviven acaban convirtiéndose en ladrones y mendigos. Continúa.

– Cuando Orphan cumplió dieciséis años, los supervisores dijeron que tenía que ponerse a trabajar. Fue una lástima; el hijo del molinero se había enamorado de ella y, si hubieran permitido que las cosas siguieran su curso natural, la habría tomado como mujer.

– Entonces… ¿era atractiva?

– Ya lo creo, señor. Menuda y rubia, con una cara delicada y dulce, una de las más bonitas que he visto en mi vida. Pero el supervisor de los muchachos tiene un hermano que trabaja para los monjes, y éste dijo que el enfermero necesitaba un ayudante, y mandaron a Orphan con él.

– ¿Cuánto hace de eso, señora Stumpe?

– Dos años. Venía a verme en sus días libres, todos los viernes sin falta. Me quería tanto como yo a ella. No le gustaba el monasterio, señor. -¿Por qué?

– No conseguí que me lo dijera. Enseño a los niños que no deben criticar a sus superiores, por la cuenta que les trae. Pero saltaba a la vista que estaba asustada.

– ¿De qué?

– No lo sé. Intenté convencerla para que me lo contara, pero no hubo manera. Primero trabajó para el difunto hermano Alexander y, luego, para su sustituto, el hermano Guy, a quien ella tenía miedo por su extraño aspecto. El caso es que dejó de verse con Adam, el hijo del molinero. El muchacho venía a verla, pero ella me decía que lo despachara. -La gobernanta me miró fijamente-. Y, cuando una mujer hace eso, suele significar que han abusado de ella.

– ¿Le visteis alguna vez señales o moretones?

– No, pero cada vez se la veía más decaída. Hasta que un viernes, cuando llevaba unos seis meses trabajando en el monasterio, no apareció, ni tampoco al siguiente.

– Imagino que os inquietaríais.

– Desde luego. Decidí ir allí y enterarme de lo que pasaba.

Asentí. Podía imaginármela caminando a grandes zancadas hasta el monasterio y aporreando la puerta del señor Bugge.

– No querían dejarme entrar, pero no paré de dar voces y golpear la puerta hasta que avisaron al prior Mortimus, ¡ese bárbaro escocés! Se me plantó delante y me dijo que una noche Orphan había desaparecido, llevándose con ella dos cálices de oro.

– Y tal vez lo hiciera -terció Copynger inclinando la cabeza-. Tratándose de una joven de su calaña…, no sería ninguna novedad.

– Orphan era una buena cristiana, señor, e incapaz de hacer algo así. Le pregunté al prior por qué no me habían informado -siguió contándome la mujer-, y me contestó que no sabía con quién se relacionaba Orphan en la ciudad. A continuación, amenazó con denunciarla por robo si no me marchaba inmediatamente. Informé al señor Copynger, pero él dijo que, sin pruebas de que se hubiera cometido algún delito, no podía hacer nada.

El juez se encogió de hombros.

– No las había. Y, si los monjes hubieran puesto una denuncia contra la muchacha, habría sido una vergüenza para la ciudad.

– ¿Qué creéis vos que le ocurrió a Orphan, señora Stumpe?

– No lo sé, señor -respondió la gobernanta mirándome a los ojos-. Pero me da miedo pensarlo.

Asentí lentamente.

– No obstante, el juez Copynger tiene razón; sin pruebas, no podía hacer nada.

– Lo sé, pero yo conocía bien a Orphan. Era incapaz de robar algo y desaparecer.

– Pero, si estaba desesperada…

– Habría acudido a mí, en lugar de arriesgarse a que la colgaran por ladrona. Sin embargo, en los últimos dieciocho meses, no he sabido ni oído nada de ella. Nada.

– Muy bien. Gracias por vuestro tiempo, señora Stumpe. Suspiré. Desde cualquier punto de vista que lo mirara, las sospechas se quedaban en sospechas; no encontraba ningún hilo del que poder tirar para desenredar la madeja del asesinato.

La gobernanta nos acompañó al vestíbulo; los chicos que rebuscaban entre los harapos alzaron hacia nosotros sus pálidos y tristes rostros y continuaron con su trabajo. El hedor de la ropa vieja nos llegaba desde la otra punta de la sala.

– ¿Qué hacen vuestros pupilos? -le pregunté a la gobernanta.

– Buscar algo para ponerse mañana entre la ropa vieja que nos da la gente. Es día de limosna en el monasterio. Con este tiempo, será una dura caminata. Asentí.

– Sí, lo será. Gracias, señora Stumpe. Al llegar a la puerta, volví la cabeza. La gobernanta estaba ya junto a los niños, ayudándolos a elegir entre el inmundo montón de trapos.


El juez Copynger nos invitó a cenar en su casa, pero le dije que teníamos que regresar al monasterio, y nos alejamos del hospicio haciendo crujir la nieve bajo nuestras botas.

– No llegaremos a tiempo para la cena -dijo Mark al cabo de unos instantes.

– Tienes razón. Busquemos una taberna.

Encontramos una casa de postas bastante agradable detrás de la plaza. El posadero nos acomodó junto a una ventana que daba al muelle, desde la que divisamos la barca que habíamos visto al llegar deslizándose con su carga de fardos hacia el barco que estaba fondeado a la entrada del canal.

– ¡Por las llagas de Cristo! -exclamó Mark-. ¡Qué hambre tengo!

– Sí, yo también. Pero nos abstendremos de tomar cerveza. ¿Sabes que la regla de san Benito prescribía una sola comida diaria durante el invierno? La cena. Fue concebida para el clima italiano, y al principio también se aplicó en Inglaterra. Imagínate pasarte el día rezando de pie, en pleno invierno, ¡y con una sola comida! Por supuesto, a medida que transcurrían los años y aumentaba la riqueza de los monasterios, se pasó de una comida al día a dos y luego a tres, con carne, vino…

– Supongo que al menos aún rezarán.

– Sí. Y creen que con sus plegarias interceden por los muertos ante Dios -dije recordando el angustiado fervor del hermano Gabriel-. Pero se equivocan.

– Confieso que toda esa teología me da dolor de cabeza, señor.

– Pues no debería, Mark. Dios te ha dado inteligencia. Úsala.

– ¿Cómo tenéis la espalda hoy? -me preguntó el muchacho cambiando de tema, una táctica que cada vez dominaba mejor.

– Regular, pero mejor que cuando llegamos.

El posadero nos trajo sendos platos de pastel de conejo, y empezamos a comer en silencio.

– ¿Qué creéis que le ocurrió a esa muchacha? -me preguntó Mark al cabo de unos instantes.

– ¡Sabe Dios! -respondí moviendo la cabeza-. Hay tantos hilos de los que tirar… Parece que no hacen más que aumentar. Esperaba más de Copynger. Bueno, ahora sabemos que algunas mujeres han sufrido abusos en el monasterio. Pero ¿de quién? ¿Del prior Mortimus, que importunó a Alice? ¿De otros? En cuanto a esa chica, Orphan, Copynger tiene razón. No hay pruebas de que no huyera, y puede que la anciana, cegada por el afecto que le tenía, haya tergiversado las cosas. No hay nada a lo que aferrarse -concluí cerrando el puño en el aire.

– ¿Qué opináis del juez Copynger?

– Es un reformista. Nos ayudará en todo lo que pueda.

– Habla de la verdadera religión y de que los monjes oprimen a los pobres, pero él vive espléndidamente y no le tiembla la mano a la hora de echar a la gente de sus tierras.

– Sí, eso tampoco me gusta a mí. Pero no deberías haberle preguntado por Alice. No es asunto tuyo. Copynger es nuestra única fuente de información fiable, y no lo quiero disgustado. Apenas contamos con otra ayuda. Esperaba más información sobre las ventas de tierras, algo que nos ayudara con los libros del tesorero.

– Me parece que el juez sabe más de los contrabandistas de lo que dice.

– Por supuesto. Acepta sobornos. Pero no estamos aquí por eso. Coincido con él en una cosa: el asesino es alguien del monasterio, no de la ciudad. Los cinco obedienciarios -dije, y empecé a contarlos con los dedos-: el abad Fabián, el prior Mortimus, Edwig, Gabriel y Guy, son lo bastante altos y fuertes como para haber podido eliminar a Singleton, salvo Edwig, que estaba ausente. Y cualquiera de ellos pudo envenenar al novicio. Es decir, si lo que el hermano Guy me contó sobre la belladona es cierto. -¿Por qué iba a mentir?

Una vez más, vi el rostro sin vida de Simón Whelplay mientras lo sacábamos del baño. La idea de que lo habían envenenado para impedir que hablara conmigo volvía a mi mente una y otra vez y me estrujaba el corazón como una mano de hierro.

– No lo sé -respondí-, pero no confío en nadie. Todos tienen mucho que perder si el monasterio se cierra. ¿Dónde encontrará trabajo como físico el hermano Guy, con su aspecto? En cuanto al abad, vive aferrado a la dignidad de su cargo. Y los otros tres también pueden tener cosas que ocultar. ¿Contabilidad fraudulenta, en el caso del hermano Edwig? Podría estar quedándose con dinero por si se queda en la calle, aunque necesitaría el sello del abad para cualquier venta de tierras. -¿Y el prior Mortimus?

– A ése lo creo capaz de cualquier cosa. En cuanto al hermano Gabriel, la vieja serpiente de la tentación sigue visitándolo, de eso estoy seguro. No te ha quitado ojo desde que llegamos. Imagino que mantiene relaciones con otros monjes, aunque quizá no las mantuviera con el pobre Simón; pero llegas tú enseñando la pantorrilla, con tu buen jubón y tus buenas calzas, y empieza a soñar contigo mientras está con ellos.

Mark apartó el plato con cara de asco.

– ¿Es necesario que entréis en detalles, señor?

– Los abogados no tenemos más remedio que entrar en detalles, por sórdidos que sean. Gabriel parece inofensivo, pero es un hombre atormentado, y los hombres atormentados hacen cosas inesperadas e irracionales. Si se demostrara que ha cometido actos de sodomía recientemente, podría acabar en la horca. Si Singleton lo interrogó con su tacto habitual, el sacristán pudo dejarse llevar por la desesperación, sobre todo si había otros a los que proteger. Y por último tenemos a Jerome. Quiero hablar con él. Me intriga que llamara a Singleton mentiroso y perjuro. -Mark no respondió. Seguía pensativo-. ¡Eh, despierta! -exclamé irritado-. ¿Qué más da que el sacristán esté loco por tu trasero? A fin de cuentas, no tiene muchas posibilidades de conseguirlo.

– No estaba pensando en mí, señor -replicó Mark con un destello de cólera en los ojos-, sino en Alice. La muchacha que desapareció también trabajaba con el hermano Guy.

– Sí, también he pensado en eso.

– ¿No sería mejor, y más seguro para todos -preguntó Mark inclinándose hacia mí-, detener a los obedienciarios y al hermano Jerome y encerrarlos como sospechosos?

– ¿Con qué pruebas? ¿Y cómo los interrogaríamos? ¿Torturándolos? Creía que desaprobabas esos métodos.

– Y los desapruebo. ¿No bastaría con un interrogatorio duro?

– ¿Y si estoy equivocado y no fue ninguno de ellos? ¿Y cómo mantendríamos en secreto semejante detención en masa?

– Pero el tiempo y el peligro apremian…

– ¿Crees que no lo sé? -repliqué fuera de mí-. Pero abusando de nuestro poder no obtendremos la verdad. Singleton lo intentó, y mira dónde está ahora. Los nudos se desenredan con paciencia, no a tirones; y, créeme, el nudo que tenemos entre manos es el más complicado que he visto en mi vida. Pero lo desharé. Vaya si lo desharé.

– Lo siento, señor. No pretendía cuestionar…

– Cuestiona lo que quieras, Mark -repliqué irritado-. Pero cuestiónalo con inteligencia. -Animado por la cólera, me levanté y arrojé unas monedas a la mesa-. Venga, vamonos. Estamos perdiendo la tarde, y hay un viejo cartujo loco esperándome.

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