El viaje a Londres transcurrió sin incidentes. Tuvimos vientos favorables, y el pequeño barco, un carguero de dos palos, se dejó arrastrar Canal arriba por una fuerte corriente. En el mar aún hacía más frío que en tierra, y navegamos sobre olas plomizas bajo un cielo gris. Yo me encerré en el pequeño camarote, del que sólo salía cuando el olor a lúpulo se me hacía insoportable. El patrón era un hombre hosco y de pocas palabras, ayudado por un muchacho enclenque; ambos rechazaron mis intentos de iniciar una conversación sobre la vida en Scarnsea. Sospecho que el patrón era papista, porque una de las veces que subí a cubierta lo sorprendí murmurando y desgranando un rosario, que se guardó en el bolsillo en cuanto me vio.
Pasamos dos noches en el mar, y dormí bien, abrigado con varias mantas y mi capa. En gran parte, tenía que agradecérselo a la poción del hermano Guy; además, ahora que estaba lejos del monasterio, comprendía hasta qué punto me angustiaba aquella vida de constante miedo y sobresaltos. En semejante ambiente, no era extraño que Mark y yo hubiéramos discutido; tal vez pudiéramos arreglar las cosas cuando todo aquello hubiera acabado. Imaginé al muchacho instalándose en casa del abad. Estaba seguro de que haría oídos sordos a mis instrucciones sobre Alice; después de todo, era lo que había dado a entender en nuestra última conversación. Supuse que Alice le contaría lo que yo le había confesado sobre mis sentimientos hacia ella durante nuestra excursión por la marisma, y noté que enrojecía de vergüenza. Tam bien estaba preocupado por su seguridad, pero me dije que, si Mark se quedaba en casa del abad, salvo para hacer las inevitables y frecuentes visitas a la enfermería, y Alice se limitaba a cumplir sus obligaciones, sin duda nadie tendría ningún motivo para hacerles daño.
Llegamos a Billinsgate la tarde del tercer día, tras una breve espera ante la desembocadura del Támesis para que cambiara la marea. Las márgenes del estuario estaban cubiertas de nieve, pero no tan uniformemente como en Scarnsea. Desde la cubierta, distinguí una reluciente placa de hielo en la orilla más alejada. El patrón siguió mi mirada y me dirigió la palabra casi por primera vez en todo el viaje.
– Está visto que el Támesis acabará helándose, como el año pasado.
– Podría ser, sí.
– Recuerdo que el invierno pasado el rey y la corte cruzaron el Támesis a caballo. ¿Lo visteis, señor?
– No. Estaba en un juicio. Soy abogado.
No obstante, recordaba la descripción que me había hecho Mark. El chico estaba trabajando en Desamortización cuando oyó que el rey cabalgaría sobre el hielo del Támesis desde Whitehall hasta el palacio de Greenwich, donde celebraría la Navidad, con toda la corte, y quería que los empleados de Westminster se unieran al cortejo. Por supuesto, era pura política; se acababa de acordar una tregua con los rebeldes del norte, y su cabecilla, Robert Aske, había llegado a Londres provisto de un salvoconducto para parlamentar con el rey. El rey quería exhibirse ante los londinenses para demostrarles que la rebelión no le amargaría las fiestas. Mark no se cansaba de contar que todos los escribientes tuvieron que presentarse en el río cargados con sus papeles y obligar a sus asustados caballos a bajar al hielo.
El suyo casi lo tiró cuando el rey en persona, una figura corpulenta en un enorme caballo de batalla, pasó junto a él, acompañado por la reina Juana en su diminuto palafrén y seguido por todas las damas y los caballeros de la corte y por los sirvientes de palacio. Por último, Mark y el resto de los maestros y escribientes se unieron a la magnífica comitiva, que avanzaba dando vivas y gritando sobre caballos y carruajes que resbalaban y patinaban eij el hielo, mientras medio Londres los contemplaba desde las ventanas. Los empleados sólo estaban allí para contribuir al espectáculo; aquella noche tuvieron que volver cruzando el puente de Londres, cargados con sus papeles y sus libros de contabilidad. Recuerdo haberlo comentado con Mark meses más tarde, cuando detuvieron a Aske por traición.
– Dicen que lo colgarán en York, cargado de cadenas -me contó Mark.
– Se rebeló contra el rey.
– Pero le concedieron un salvoconducto. ¡Si hasta lo agasajaron en la corte cuando vino por Navidad!
– Circa regna tonat-dije citando a Wyatt-. «En torno a los tronos, retumba el trueno.»
El barco cabeceó; la marea estaba cambiando. El patrón maniobró hacia el centro del río, y poco después la gran aguja de San Pablo apareció ante nuestros ojos descollando entre diez mil tejados cubiertos de nieve.
Había dejado a Chanceryen un establo de Scarnsea, de modo que, una vez en tierra, fui a casa dando un paseo mientras el sol empezaba a ponerse. La espada que habíamos encontrado en el estanque me golpeaba la pierna y me hacía sentir incómodo; la había metido en la vaina de Mark, que era demasiado pequeña para ella, y no estaba acostumbrado a llevar armas.
Por una vez, me alegré de mezclarme con la muchedumbre de la capital y sentirme un londinense más, en lugar de objeto de miedo y odio. Ver de nuevo mi casa me levantó los maltrechos ánimos, tanto como el recibimiento que me dispensó Joan. No la había prevenido de mi regreso, y sólo tenía una vieja y correosa gallina para prepararme la cena, pero aun así fue una alegría volver a sentarme a mi mesa, de la que me fui directamente a la cama, porque disponía de un solo día en Londres y tenía demasiadas cosas que hacer.
Salí.de casa temprano a lomos de un jamelgo cansino que apenas utilizaba. Cuando llegué, la oficina de Cromwell en Westminster ya era un hervidero de actividad iluminado por innumerables velas. Le dije a Grey, el jefe de los escribientes, que necesitaba entrevistarme con Su Señoría urgentemente. El anciano frunció los labios y miró hacia el despacho del vicario general.
– Ahora mismo está con el duque de Norfolk.
Arqueé las cejas. El duque era un aristócrata altanero, líder de la facción antirreformista de la corte y archienemigo de Cromwell; me asombraba que se hubiera dignado recibirlo en su despacho.
– Se trata de un asunto urgente. Si pudierais comunicarle que necesito verlo hoy mismo…
Gray me observó con curiosidad.
– ¿Os encontráis bien, doctor Shardlake? Parecéis agotado.
– Estoy bien. Pero necesito ver a lord Cromwell. Decidle que vendré cuando disponga.
Grey sabía que yo no molestaría a su señor sin una buena razón. Llamó tímidamente a la puerta del despacho y entró, para reaparecer al cabo de unos instantes y decirme que el vicario general me recibiría a las once en su casa de Stepney.
Me habría gustado acercarme por el tribunal para enterarme de las novedades que circulaban entre los abogados y relajarme en un ambiente que me resultaba familiar; pero había asuntos más urgentes que requerían mi atención. Me ceñí la espada y cabalgué hacia la Torre de Londres en el rosáceo y frío amanecer.
En un principio, pensé visitar el gremio de los armeros, pero todos los gremios vivían rodeados de montañas de papel que protegían con celosa desconfianza, y cabía la posibilidad de que perdiera todo el día tratando de arrancarles alguna información. Por otra parte, hacía unos meses había conocido en un acto oficial al armero de la Torre, un tal Oldknoll, y recordé que tenía fama de ser el hombre que más sabía de armas en todo el reino. Además, era leal a Cromwell. Mi carta de nombramiento como comisionado me concedía acceso a la Torre, en cuyo recinto penetré tras atravesar la imponente Muralla de Londres. Crucé el puente sobre el foso helado y entré en la gran fortaleza, donde la mole de la Torre Blanca empequeñecía el resto de los edificios. Nunca me ha gustado la Torre; no puedo olvidar a quienes cruzaron aquel puente y no volvieron a salir con vida.
Los leones de la Colección Real pedían el desayuno a rugido limpio, y al cabo de unos instantes vi a un par de guardias en uniforme escarlata y oro que corrían por la explanada cubierta de nieve cargados con grandes cubos de despojos, y no pude evitar estremecerme al recordar mi encuentro con los perros. Dejé el caballo en los establos y subí la escalinata de la Torre Blanca. En el Gran Hall, lleno de soldados y oficiales, vi a un par de guardias que escoltaban a un anciano andrajoso con el rostro desencajado hacia las escaleras de los calabozos. Mostré mi nombramiento a un sargento, que me acompañó al despacho de Oldknoll.
El armero, un militar de rostro pétreo y maneras rudas, alzó la vista del documento que examinaba con expresión sombría y me invitó a sentarme.
– No podéis imaginar el papeleo que tenemos últimamente. Espero que no hayáis venido a traerme más.
– No, señor Oldknoll, vengo a que me ilustréis, si sois tan amable. Cumplo una misión para lord Cromwell.
El armero se apresuró a dejar el documento.
– Entonces, haré todo lo que pueda para ayudaros. Parecéis cansado, doctor Shardlake, si me permitís la observación.
– Sí, no sois el primero que me lo dice. Y tenéis razón. Necesito saber quién forjó esta espada -dije desenvainando la espada y tendiéndosela con cuidado.
El armero examinó la marca, me miró sorprendido y volvió a examinar el arma con atención.
– ¿De dónde la habéis sacado?
– Del estanque de un monasterio. -Oldknoll se acercó a la puerta, la cerró cuidadosamente y dejó el arma sobre el escritorio-. ¿Sabéis quién la hizo?
– Desde luego.
– ¿Aún vive?
El armero movió la cabeza.
– Murió hace dieciocho meses.
– Necesito que me contéis todo lo que sepáis sobre esta arma. Para empezar, ¿qué significan todos esos símbolos y letras?
Oldknoll respiró hondo.
– ¿Veis este pequeño castillo de aquí? Indica que el espadero aprendió el oficio en Toledo, en España.
– Entonces debe de ser español… -dije sorprendido.
Oldknoll negó con la cabeza.
– No necesariamente. A Toledo acuden muchos extranjeros deseosos de aprender sobre armas.
– ¿Ingleses también?
– Hasta que empezaron las reformas. Ahora ya no son bien recibidos. Pero antes, sí. Los que han aprendido el oficio en Toledo suelen adoptar el Alcázar, la fortaleza árabe de la ciudad, como marca en la espada que presentan al solicitar que los admitan en el gremio. Eso es lo que hizo este hombre. Éstas son las iniciales.
– JS.
– Sí. -Oldkoll me miró de un modo extraño-. John Smeaton.
– ¡Dios Misericordioso! ¿Pariente de Mark Smeaton, el amante de la reina Ana?
– Su padre. Lo conocía vagamente. Esta espada debe de ser la que hizo para el gremio. Mil quinientos siete… Sí, la fecha concuerda.
– No sabía que el padre de Smeaton fuera espadero.
– Lo era. Y bueno. Pero hace años tuvo un accidente y perdió parte de dos dedos, lo que le impidió seguir ejerciendo el oficio, y montó una carpintería. Tenía un pequeño taller en Whitechapel.
– ¿Y decís que murió?
– De un ataque, dos días después de que ejecutaran a su hijo. Fue un asunto muy comentado. No tenía nadie a quien dejar el negocio, y creo que lo cerraron.
– Pero tendría parientes… Esta espada es valiosa; debió de dejársela a alguien…
– Sí, es de suponer.
Respiré hondo.
– De modo que el asesinato de Singleton tiene relación con Smeaton… Y Jerome lo sabe. Por eso me contó la historia.
– No os sigo, señor.
– Necesito averiguar quién se quedó con la espada tras la muerte de John Smeaton.
– Podríais ir a su casa. Vivía encima del taller, como tantos artesanos. Los actuales propietarios debieron de comprársela a los albaceas.
– Gracias, señor Oldknoll, me habéis sido de gran ayuda -dije cogiendo la espada y metiéndola en la vaina-. Debo dejaros, lord Cromwell me espera en su casa.
– Me alegra haberos sido útil. Por cierto, doctor Shardlake, si vais a ver a Su Señoría… -Enarqué las cejas. La historia de costumbre; cuando la gente se enteraba de que ibas a ver a lord Cromwell, siempre se le ocurría algún favor que pedir-. Solamente… Si tenéis ocasión, ¿os importaría preguntarle si podría mandarme menos papeleo? Me he pasado todas las noches de esta semana inventariando el armamento, cuando sé que ya tienen todos los datos.
– Veré qué puedo hacer -respondí sonriendo-. Pero es el signo de los tiempos; no se puede ir contra la corriente.
– Esta corriente de papeles acabará arrastrándonos a todos -murmuró Oldknoll con amargura.
Lord Cromwell vivía en una imponente mansión de ladrillos rojos que se había hecho construir en Stepney hacía unos años. La compartía no sólo con su mujer y su hijo, sino también con una docena de hijos de sus protegidos de cuya educación se había hecho cargo. No era la primera vez que visitaba la casa, una corte en miniatura, con sus criados y maestros, escribientes y constantes visitas. Al acercarme, vi un enjambre de mendigos ante la puerta. Uno de ellos, ciego y descalzo sobre la nieve, alzó un brazo y gritó: «¡Limosna! ¡Limosna, por caridad!» Había oído que lord Cromwell hacía que sus criados repartieran limosnas en una puerta lateral, para ganar popularidad entre los pobres de Londres. La escena me trajo a la memoria el desagradable recuerdo del día de limosna en San Donato.
Dejé el caballo en el establo y seguí a Blitheman, el simpático mayordomo de lord Cromwell, al interior de la casa. Su Señoría aún no había llegado, me dijo, y me ofreció una copa de vino.
– La acepto encantado.
– Decidme, señor, ¿queréis ver el leopardo de lord Cromwell? A Su Señoría le gusta enseñárselo a las visitas. Está en una jaula, detrás de la casa.
– Sí, ya tenía noticias de que había adquirido uno de esos animales. Gracias.
Seguí a Blitheman a través de la concurrida mansión hasta el patio de la parte posterior. Nunca había visto un leopardo, aunque había oído hablar de esos portentosos animales de piel manchada, de los que se decía que eran más veloces que el viento. El mayordomo me abrió la puerta con una sonrisa de propietario. Un fuerte hedor asaltó mis fosas nasales apenas salí; al cabo de unos instantes estaba mirando a través de los barrotes de una enorme jaula metálica cuyo suelo de piedra estaba sembrado de trozos de carne. En su interior, un enorme gato se paseaba de un lado a otro. Tenía la piel de color dorado y salpicada de manchas negras, y todo en su esbelto y musculoso cuerpo hacía pensar en una fuerza salvaje. Cuando entramos en el patio, se volvió y nos rugió enseñando unos colmillos enormes y amarillentos.
– Un animal temible -comenté.
– Quince libras le costó a mi señor.
El leopardo se sentó y nos observó enseñando las fauces y gruñendo de vez en cuando.
– ¿Cómo se llama? -le pregunté a Blitheman.
– No tiene nombre. No estaría bien darle un nombre cristiano a semejante fiera.
– El pobre animal debe de pasar frío aquí…
Un muchacho en librea se acercó a Blitheman y le habló al oído.
– Lord Cromwell acaba de llegar -me dijo el mayordomo-. Acompañadme, está en su despacho.
Lancé otra mirada al enfurruñado gatazo y seguí a Blitheman al interior de la casa, diciéndome que también mi señor tenía fama de fiero y preguntándome si la posesión de aquel animal no era un mensaje soterrado a sus enemigos.
El despacho de lord Cromwell era una versión a escala reducida del que ocupaba en Westminster y también se veía lleno de mesas atestadas de papeles. Por lo general, estaba en penumbra, pero ese día el sol se reflejaba en la nieve del jardín y una penetrante luz blanca iluminaba los profundos pliegues y arrugas del rostro de Cromwell, que me esperaba sentado a su escritorio. Cuando Blitheman me hizo pasar, me recibió con una mirada hostil, las mandíbulas apretadas y el mentón agresivamente adelantado. No me invitó a tomar asiento.
– Esperaba recibir noticias tuyas antes -gruñó a modo de saludo-. Nueve días. Y el asunto aún no está solucionado, lo leo en tu cara. -En ese momento, advirtió que llevaba una espada-. ¡Por la sangre de Cristo! ¿Te atreves a presentarte armado ante mí?
– No, Señoría -respondí apresurándome a desceñirme la espada-. Es una prueba, que deseaba presentaros -le expliqué dejando el arma sobre una mesa en la que había una Biblia inglesa abierta por una página en la que se veía una imagen de Sodoma y Gomorra devoradas por las llamas.
Le informé de todo lo ocurrido: de las muertes de Simón y Gabriel y del descubrimiento del cuerpo de Orphan Stonegarden, de la oferta de cesión del abad, de mis sospechas sobre las ventas de tierras y, por último, de la interceptación de la carta de Jerome, que le entregué. Mientras la leía, de tanto en tanto me lanzaba miradas con expresión irritada y sin pestañear. Cuando acabó de leer, soltó un bufido.
– ¡Vive Dios que es un caos peor que el de Bedlam! Espero que ese ayudante tuyo siga vivo cuando vuelvas -añadió brutalmente-. He tenido que engatusar a Rich para que lo readmita; espero no haber malgastado el tiempo.
– Pensé que debía venir a informaros, señor. Sobre todo cuando encontré esa carta.
Lord Cromwell asintió y soltó un gruñido.
– Debieron recordarme que el cartujo estaba allí; Grey me va a oír. Pero ya nos encargaremos del hermano Jerome. Las cartas a Edward Seymour no me preocupan. Desde que murió la reina, toda la familia Seymour se desvive por obtener mi favor -dijo lord Cromwell, y se inclinó hacia mí-. Lo que sí me preocupa son esos asesinatos sin resolver. No deben trascender; no quiero que afecten al resto de mis negociaciones. El priorato de Lewes está a punto de ceder.
– ¿Al fin han dado su brazo a torcer?
– Me lo comunicaron ayer; la cesión se firmará esta misma semana. Por eso ha venido a verme Norfolk; nos repartiremos las tierras del priorato. El rey está de acuerdo, en principio.
– Debe de ser una hacienda enorme…
– Lo es. Yo me quedaré con las propiedades de Sussex, y el duque, con las de Norfolk. Nada como la perspectiva de obtener tierras para sentar a la mesa de negociaciones a dos viejos enemigos. -Lord Cromwell soltó una risotada-. Tengo intenciones de instalar a mi hijo Gregory en la casa del prior y convertirlo en terrateniente. -Su Señoría hizo una pausa y volvió a fulminarme con la mirada-. Creo que intentas distraerme, Matthew…
– No, señor. Sé que las cosas han ido despacio, pero es el rompecabezas más complicado con el que he tenido que…
– ¿Qué tiene que ver la espada en todo esto?
Le expliqué cómo la habíamos encontrado y mi charla con Oldknoll.
– Mark Smeaton… -murmuró lord Cromwell frunciendo el entrecejo-. No parecía que fuese de los que causan problemas después de muertos. -Su Señoría se levantó, se acercó a la mesa y cogió la espada-. Desde luego, es un arma espléndida; ojalá hubiera tenido una así cuando servía en Italia, en mi juventud.
– Tiene que haber alguna relación entre los asesinatos y Smeaton.
– Yo puedo ver una -respondió lord Cromwell-. Una relación con la muerte de Smeaton, en todo caso. La venganza.
– Lord Cromwell se quedó pensativo; al cabo de unos instantes, se volvió hacia mí y me miró muy serio-. Esto no debe salir de este despacho.
– Lo juro por mi honor.
El vicario general dejó el arma sobre la mesa y empezó a dar vueltas por el despacho con las manos a la espalda. La negra toga se agitaba en torno a sus piernas.
– El año pasado, cuando el rey decidió librarse de Ana Bolena, tuve que actuar deprisa. Yo había unido mi destino al de la reina desde el comienzo, y la facción papista intentaba hacerme caer con ella; el rey estaba empezando a prestarles oídos. De modo que tenía que ser yo quien lo librara de ella. ¿Lo comprendes?
– Sí. Sí, lo comprendo.
– Lo convencí de que había cometido adulterio y que por tanto podía ser ejecutada por traición, sin necesidad de sacar a relucir sus inclinaciones en materia de religión. Pero tenía que haber pruebas y un juicio público. -Yo permanecía inmóvil, mirándolo en silencio-. Elegí a varios de mis hombres más fieles y le asigné a cada uno un amigo de la reina: Norris, Weston, Brereton, su hermano Rochford… y Smeaton. Su misión era conseguir una confesión o algo que pudiera pasar por una prueba de que habían yacido con ella. El hombre al que asigné a Smeaton era Robin Singleton.
– ¿Singleton falseó pruebas contra Smeaton?
– Smeaton parecía el más fácil de amedrentar; sólo era un muchacho. Y así fue; confesó haberse acostado con ella tras una sesión en el potro de la Torre. El mismo que utilicé con ese cartujo, que efectivamente debió de coincidir con él en los calabozos, porque todo lo que te dijo que le había contado Smeaton es cierto. -El tono de lord Cromwell era ponderado, carente de emoción-. Y una de las visitas que el cartujo vio llegar esa noche debió de ser Singleton. Lo mandé a asegurarse de que en sus últimas palabras desde el patíbulo, una tradición a la que habría que poner fin, el muchacho no se retractaría de su confesión. Singleton le recordó que, si hablaba más de la cuenta, su padre pagaría las consecuencias.
– Entonces, ¿lo que se rumoreaba era cierto? -le pregunté mirándolo a los ojos-. ¿La reina Ana y los que fueron acusados con ella eran inocentes?
El vicario general se volvió hacia mí. La cruda luz iluminó su ceñudo rostro y despojó a sus ojos de toda expresión.
– Por supuesto que eran inocentes. Nadie se atreverá a decirlo, pero todo el mundo lo sabe, como lo sabía el jurado que los condenó. Hasta el propio rey lo sospechaba, pero no podía reconocerlo ante sí mismo e intranquilizar a su escrupulosa conciencia. ¡Por amor de Dios, Matthew! Para ser abogado eres muy inocente. Tienes la inocencia de un reformista convencido, pero no su fuego. Es mejor tener el fuego y no la inocencia, como yo.
– Creía que las acusaciones eran fundadas. Lo he sostenido ante todo el mundo.
– Deberías haber hecho lo que la mayoría: mantener la boca cerrada.
– Tal vez lo sabía en mi fuero interno -murmuré-. En alguna parte de mi interior a la que Dios no ha llegado. -Cromwell me miró con impaciencia, irritado a ojos vistas-. Así que a Singleton lo mataron por venganza… -dije al cabo de unos instantes-. Alguien lo ejecutó tal y como ejecutaron a Ana Bolena. Pero ¿quién? -De pronto, tuve una inspiración-. ¿Quién era el segundo visitante de Smeaton? Jerome había hablado del sacerdote que acudió a confesarlo y de otras dos personas.
– Haré que examinen los documentos de Singleton sobre el asunto para ver qué dicen respecto a la familia de Smeaton. Los tendrás en tu casa dentro de un par de horas. Entretanto, ve a echar un vistazo a la antigua casa de Smeaton; es una buena pista. ¿Vuelves a Scarnsea mañana?
– Sí, el barco zarpa antes del amanecer.
– Si averiguas algo antes de marcharte, házmelo saber. Y, Matthew…
– Sí, Señoría.
El vicario general se había apartado de la luz, y la soberbia y la cólera volvían a brillar en sus ojos.
– Procura encontrar al asesino. Le he ocultado lo ocurrido al rey durante demasiado tiempo. Cuando se lo cuente, necesito poder darle el nombre del asesino. Y consigue que el abad ponga su sello en esa cesión. Al menos en eso has adelantado algo.
– Sí, Señoría. Cuando se produzca la cesión, ¿qué ocurrirá con el monasterio? -le pregunté tras unos instantes de vacilación.
El vicario general esbozó una sonrisa siniestra.
– Lo mismo que con los demás. El abad y los monjes recibirán sus pensiones. Los criados tendrán que arreglárselas por su cuenta; es lo que se merecen, por zánganos y mezquinos. En cuanto a los edificios, te diré lo que he planeado para Lewes. Voy a mandar a un ingeniero experto en demoliciones para que derribe la iglesia y los edificios claustrales. Y, cuando todas las tierras del monasterio estén en manos del rey y las arrendemos, pondré una cláusula en todos los contratos para obligar a los arrendatarios a derribar todos los edificios que queden en pie. Me da igual que aprovechen el plomo de los tejados y regalen los sillares a la gente del pueblo para que construyan lo que quieran. No quiero que quede ningún rastro de todos esos siglos de supersticiones; basta con unas cuantas ruinas para recordar al pueblo el poder del rey.
– Hay edificios muy hermosos.
– Un caballero no puede vivir en una iglesia -replicó Cromwell con irritación-. ¿No te estarás volviendo papista, Matthew Shardlake? -me preguntó de pronto mirándome con los ojos entrecerrados.
– Nunca -respondí.
– Entonces, vete. Y no vuelvas a fallarme. Recuerda que en mi mano está hacer prosperar el despacho de un abogado, pero también arruinarlo -dijo lanzándome otra de sus miradas de toro.
– No os fallaré, Señoría.
Cogí la espada y salí.