30

En el viaje de vuelta tuvimos suerte con los vientos; una vez en alta mar, la niebla desapareció y el barco se deslizó Canal abajo empujado por una suave brisa de sudeste. La temperatura había subido varios grados; después del intenso frío de la última semana, casi hacía calor. El patrón volvía con un cargamento de tejidos y herramientas, y estaba de mejor humor.

La tarde del segundo día, cuando nos aproximábamos a tierra y distinguí la línea de la costa bajo una tenue franja de niebla, el corazón empezó a palpitarme con fuerza; casi habíamos llegado. Había pasado la mayor parte del viaje meditando; lo que hiciera a partir de ese momento dependía de que el mensajero de Londres hubiera llegado. Y era el momento de mantener otra conversación con Jerome. Una pregunta que había procurado no hacerme en aquellos dos últimos días acudió a la superficie de mi mente: ¿seguirían sanos y salvos Mark y Alice?

Cuando enfilamos el canal de la marisma y empezamos a deslizamos hacia el muelle de Scarnsea, la niebla apenas permitía ver nada. El patrón me preguntó tímidamente si podía coger una pértiga y ayudarlo a mantener el barco alejado de la orilla, cosa que hice. Hubo un par de ocasiones en que casi nos quedamos atascados en el espeso y pegajoso lodo, al que afluían pequeños riachuelos de nieve derretida. El patrón me ayudó a poner pie a tierra y me dio las gracias por mi ayuda; puede que empezara a tener una opinión algo mejor de al menos un hereje reformista.

Fui directamente a casa del juez Copynger. Acababa de sentarse a la mesa para cenar con su mujer y sus hijos, y me invitó a acompañarlos, pero le dije que debía regresar al monasterio sin pérdida de tiempo y me retiré con él a su cómodo despacho.

– ¿Ha habido alguna novedad en San Donato? -le pregunté apenas cerró la puerta.

– No, señor.

– ¿Todo el mundo está bien?

– Que yo sepa, sí. Pero tengo noticias sobre esas ventas de tierras. -Copynger abrió un cajón del escritorio y sacó un título de compraventa extendido en un pergamino. Observé la pulcra caligrafía y comprobé que el sello del monasterio estaba claramente impreso en cera roja al pie del documento. La propiedad de una amplia parcela de tierra de cultivo situada al otro lado de las Downs pasaba a sir Edward Wentworth a cambio de cien libras-. Un precio módico -dijo Copynger-. Es una parcela enorme.

– Esta venta no figura en ninguno de los libros oficiales que he examinado.

– Entonces, ya tenéis a esos sinvergüenzas, señor -aseguró Copynger sonriendo con satisfacción-. Al final, tuve que ir a casa de sir Edward personalmente, acompañado por un alguacil. Eso lo asustó; sabe que, a pesar de sus títulos, puedo ordenar que lo detengan. Soltó la escritura en menos de media hora, gimoteando que él había actuado de buena fe.

– ¿Con quién negoció?

– Creo que su mayordomo trató con el tesorero. Ya sabéis que Edwig controla todos los asuntos del monasterio relacionados con el dinero.

– No obstante, el abad tuvo que sellar el título. A no ser que se hiciera a sus espaldas.

– Así es. Por cierto, señor, una de las condiciones de la venta era que se mantuviera en secreto durante cierto tiempo; los arrendatarios seguirían pagando las rentas al mayordomo del monasterio, que se las entregaría a sir Edward.

– Las ventas secretas no son ilegales en sí mismas. Pero ocultar la transacción a los auditores del rey, sí. -Enrollé el pergamino y lo guardé en mi bolso-. Habéis sido eficaz. Os estoy muy agradecido. Proseguid vuestras investigaciones y no digáis nada por ahora.

– Le ordené a Wentworth que guardara silencio sobre mi visita, so pena de incurrir en la ira de lord Cromwell. No hablará.

– Bien. Actuaré pronto, tan pronto como reciba cierta información de Londres.

– Mientras estabais allí -dijo Copynger tras aclararse la garganta-, la señora Stumpe vino preguntando por vos. Le dije que os esperábamos esta tarde, y la tengo en la cocina desde mediodía. Dice que no se irá hasta que hable con vos.

– Muy bien, le concederé unos minutos. Por cierto, ¿con qué fuerzas del orden contáis aquí?

– El aguacil y su ayudante, y mis tres informadores. Pero en la ciudad hay buenos reformistas a los que puedo recurrir en caso necesario. -El juez me miró con los ojos entrecerrados-. ¿Os encontráis en dificultades?

– Por el momento, no. Pero espero hacer detenciones muy pronto. Tal vez deberíais aseguraros de que vuestros hombres estén disponibles. Y los calabozos de la ciudad, listos.

Copynger asintió sonriendo.

– Será una alegría ver a unos cuantos monjes en ellos. Por cierto, comisionado -dijo el juez lanzándome una mirada cómplice-, cuando acabe este asunto, ¿le hablaréis a lord Cromwell de la ayuda que os he prestado? Tengo un hijo que pronto estará en edad de trasladarse a Londres.

– Me temo que, en estos momentos, una recomendación mía os serviría de poco -respondí sonriendo con ironía.

– Oh… -murmuró Copynger, decepcionado.

– Y, ahora, si pudiera ver a la señora Stumpe…

– ¿Os importaría hablar con ella en la cocina? No quiero que me manche la alfombra de barro.

Copynger me acompañó a la cocina, donde encontré a la gobernanta sentada ante una jarra de cerveza. El juez echó a un par de indiscretas doncellas y me dejó a solas con la anciana.

– Siento molestaros, señor, pero tengo que pediros un favor -dijo la señora Stumpe sin más preámbulos-. Enterramos a Orphan en el camposanto de la iglesia hace dos días.

– Me alegro de que al fin sus pobres restos descansen en paz.

– Pagué el entierro de mi bolsillo, pero no tengo dinero para comprar una lápida. Me di cuenta de que os dolía lo que le había ocurrido, y me preguntaba… Sólo es un chelín, señor. Para una lápida barata.

– ¿Y para una un poco mejor?

– Dos, señor. Me encargaría de que os hicieran un recibo.

– Esta misión acabará convirtiéndome en un limosnero -murmuré con resignación-, pero Orphan se merece una buena lápida. No obstante, no pienso pagar ninguna misa.

La anciana soltó un bufido.

– Orphan no necesita misas. Las misas por los muertos son un engaño. Orphan ya está en el cielo.

– Habláis como una reformista, señora Stumpe.

– Lo soy, señor, y estoy orgullosa de serlo.

– Por cierto, ¿habéis estado en Londres alguna vez? -le pregunté con la mayor naturalidad.

– No, señor -respondió la gobernanta mirándome extrañada-. Lo más lejos que he estado ha sido en Winchelsea.

– ¿No tenéis parientes en Londres?

– Toda mi familia vive por aquí.

Asentí.

– Era lo que pensaba. No tiene importancia, señora Stumpe.

La mandé a casa y me despedí rápidamente del juez Copynger, que se mostró mucho menos efusivo ahora que sabía que no contaba con el favor de Cromwell.

Recogí a Chancery en el establo y emprendí el regreso al monasterio a través de la brumosa marisma.


* * *

El aire seguía entibiándose mientras avanzábamos al paso por la oscuridad, pues Chancery andaba con desconfianza por el camino, que la nieve derretida hacía especialmente resbaladizo. A mi alrededor, el agua del deshielo goteaba y fluía murmurando por la marisma. Al cabo, temiendo que el caballo se saliera del camino, desmonté y lo conduje tirando de las riendas. Poco después, entrevi la muralla del monasterio y las luces de la casa del portero a través de la niebla. Bugge respondió de inmediato a mis golpes y apareció alumbrándose con una antorcha.

– Habéis vuelto, señor. Es peligroso cabalgar por la marisma en una noche así.

– Necesitaba llegar cuanto antes -dije conduciendo a Chancery al interior del monasterio-. ¿Ha llegado un jinete con un mensaje para mí, Bugge?

– No, señor, no ha venido nadie.

– ¡Demonios! Espero un mensajero de Londres. Si llega, me avisas al instante, sea de día o de noche.

– Sí, señor, así lo haré.

– Y, hasta nueva orden, nadie, y quiero decir nadie, puede abandonar el monasterio. ¿Lo has entendido? Si alguien quiere salir, me mandas llamar.

El portero me miró con curiosidad.

– Si así lo ordenáis…

– Lo ordeno, sí -repliqué, y respiré hondo-. ¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia, Bugge? ¿Están todos bien? ¿Y el señor Poer?

– Sí, señor. Está en casa del abad. -El portero me lanzó una mirada de inteligencia, y sus ojos brillaron a la luz de la antorcha-. Pero hay quien no ha parado quieto.

– ¿Qué quieres decir? Déjate de acertijos, Bugge.

– El hermano Jerome. Ayer se escapó de su celda. Ha desaparecido.

– ¿Quieres decir que ha volado?

Bugge rió maliciosamente.

– Ése no está para muchos vuelos, y desde luego no ha salido por mi puerta. No, está escondido en algún lugar del monasterio. Tarde o temprano, el prior lo sacará de su escondrijo.

– ¡Tenían que mantenerlo vigilado, por Dios santo! -Apreté los dientes. Ahora no podré preguntarle por el visitante de Smeaton; todo depende del mensajero.

– Lo sé, señor, pero ya nadie hace nada a derechas. El criado que debía vigilarlo olvidó cerrarlo con llave. Todo el mundo está asustado, señor; el asesinato del hermano Gabriel fue la gota que colmó el vaso. Y se rumorea que el monasterio tiene los días contados.

– ¿De veras?

– Bueno, es lógico, ¿no? ¿Con todos esos asesinatos, y los rumores de que el rey se está quedando con otros monasterios? ¿Qué decís vos, señor?

– Por amor de Dios, Bugge, ¿no esperarás que me ponga a hablar de política contigo?

– Lo siento, señor -murmuró el portero compungido-. No pretendía molestaros. Pero…

– ¿Sí?

– Se dice que, si los monasterios cierran, los monjes recibirán pensiones, pero los criados nos quedaremos en la calle. Pronto cumpliré los sesenta, señor; no tengo familia ni más oficio que éste. Y en Scarnsea no hay trabajo.

– No hagas demasiado caso de las habladurías, Bugge -respondí en tono más suave-. Bueno, ¿está por ahí tu ayudante?

– ¿David? Sí, señor.

– Entonces dile que lleve a Chancery al establo, ¿quieres? Yo tengo que ir a casa del abad.

Mientras observaba al chico, que se alejaba con Chancery caminando de puntillas por el patio encharcado, recordé mi conversación con lord Cromwell. Bugge y todos los criados se quedarían en la calle, al cargo de la parroquia, si no conseguían encontrar otro trabajo. Me acordé de mi visita al hospicio, y de los pobres que quitaban la nieve de las calles. Aunque Bugge no me era simpático, no resultaba agradable imaginármelo haciendo aquel trabajo, despojado de las migajas de autoridad que tanto valoraba. Se apagaría en seis meses.

Oí un ruido a mi espalda y di media vuelta al tiempo que echaba mano a la espada de John Smeaton. Tras la niebla, una figura se recortaba vagamente contra el muro que tenía enfrente,

– ¿Quién anda ahí? -grité en tono amenazador.

El desconocido avanzó hacia mí quitándose la capucha, y el oscuro rostro del hermano Guy apareció ante mis ojos.

– Doctor Shardlake -dijo con su característico ceceo-. De modo que ya habéis vuelto…

– ¿Qué hacéis vagando en la oscuridad, hermano?

– Quería tomar el aire. He pasado todo el día junto al hermano Paul. Ha muerto hace una hora-murmuró el enfermero santiguándose.

– Lo lamento.

– Le había llegado la hora. Al final, parecía haber vuelto a la infancia. Hablaba de las guerras civiles del siglo pasado, de York y Lancaster. Vio al viejo rey Enrique VI babeando por las calles de Londres el día de su restauración.

– Ahora tenemos un rey fuerte.

– Eso nadie puede ponerlo en duda.

– Me he enterado de que Jerome se ha escapado.

– Sí, se les olvidó cerrarlo con llave. Pero, aunque el monasterio es grande, lo encontrarán. No está en condiciones de permanecer escondido. El pobre está más débil de lo que parece; una noche al raso no le hará ningún bien.

– Está loco. Podría ser peligroso.

– Los criados ya no tienen la cabeza en lo que hacen. Y los hermanos también están preocupados por su futuro.

– ¿Está bien Alice?

– Sí, perfectamente. No hemos parado de trabajar. Con el cambio de tiempo, las fiebres están haciendo estragos. Son las malsanas emanaciones de la marisma.

– Decidme, hermano, ¿conocéis Toledo?

El enfermero se encogió de hombros.

– Cuando era niño, mis padres iban de ciudad en ciudad. No encontramos un sitio seguro, en Francia, hasta que tenía doce años. Sí, recuerdo que vivimos una temporada en Toledo. Recuerdo un gran castillo, y el ruido de los martillos contra el hierro en las innumerables forjas de la ciudad.

– ¿Conocisteis a algún inglés mientras vivíais allí?

– ¿A algún inglés? No lo recuerdo. Aunque en esa época no habría tenido nada de extraño; en España había muchos ingleses. Ahora no hay ninguno, claro.

– No, España se ha convertido en nuestra enemiga -respondí dando un paso hacia él y mirándolo a los ojos. Pero su negrura era insondable-. Tengo que dejaros, hermano -dije arrebujándome en la capa.

– ¿Ocuparéis la habitación de la enfermería?

– Ya veremos. Pero, por si acaso, encended el fuego. Buenas noches.

Di media vuelta y me dirigí a casa del abad. Al pasar junto a los edificios auxiliares, escruté con inquietud la oscuridad en busca de la mancha blanca del hábito del cartujo. ¿Qué pensaría hacer Jerome ahora?


El viejo mayordomo acudió a abrirme la puerta y me informó de que el abad Fabián estaba en su casa, reunido con el prior, y el señor Poer, en su cuarto. Luego, me acompañó a la habitación que había ocupado Goodhaps, de la que habían desaparecido las botellas y el fuerte olor corporal del anciano. Mark estaba sentado a la mesa, examinando una pila de cartas. Advertí que le había crecido el pelo; cuando volviéramos a Londres, tendría que hacer una visita al barbero, si quería seguir yendo a la moda.

Me saludó con parquedad, mirándome fría y cautelosamente. No me cabía duda de que había pasado la mayor parte de los últimos días en compañía de Alice.

– ¿Revisando la correspondencia del abad?

– Sí, señor. Todas las cartas parecen rutinarias. ¿Qué tal por Londres? -me preguntó Mark observándome con atención-. ¿Descubristeis algo sobre la espada?

– Algunas pistas. He hecho algunas averiguaciones y espero un mensajero de Londres. Al menos, lord Cromwell no parece preocupado por las cartas de Jerome a los Seymour. Pero me he enterado de que el cartujo ha desaparecido.

– El prior ha estado buscándolo por todas partes con varios monjes jóvenes. Ayer estuve ayudándolos un rato, pero no encontramos ni rastro del viejo. El prior está que bufa.

– Me lo imagino. ¿Y qué me dices de esos rumores sobre el cierre de los monasterios?

– Al parecer, alguien de Lewes estuvo en la posada y contó que el priorato ha firmado la cesión.

– Cromwell me dijo que estaba a punto de ocurrir. Probablemente ha enviado agentes por todo el país para que divulguen la noticia, de modo que los demás monasterios se lo piensen. Pero lo último que necesitamos es que el rumor cunda por San Donato. Tengo que hablar con el abad e intentar tranquilizarlo, hacerle creer que hay alguna posibilidad de que el monasterio permanezca abierto, por el momento. -La frialdad de la mirada de Mark se intensificó; aquella mentira no le gustaba. Recordé a Joan diciéndome que el chico era demasiado idealista para un mundo tan duro como el nuestro-. Había carta de casa -le dije-. Parece que la cosecha ha sido mala. Tu padre dice que espera que cierren los monasterios para que haya trabajo en Desamortización. -Mark no respondió, sino que se limitó a lanzarme una gélida mirada de amargura-. Voy a hablar con el abad. Tú quédate aquí por el momento.


El abad y el prior estaban sentados al escritorio, frente a frente. Tuve la sensación de que llevaban un buen rato allí. El rostro del abad Fabián estaba más demacrado que nunca; el del prior, rojo, era la máscara de la cólera. Al verme entrar, se levantaron como un solo hombre.

– ¡Doctor Shardlake! Me alegra veros de vuelta -dijo el abad-. ¿Habéis tenido éxito en vuestro viaje?

– En la medida en que lord Cromwell no está preocupado por las cartas que haya podido enviar Jerome… pero he oído que ese granuja ha desaparecido…

– He removido cielo y tierra buscando a ese maldito carcamal -dijo el prior Mortimus-. No sé en qué agujero se ha metido, pero no puede haber saltado la muralla ni burlado a Bugge. Está aquí, escondido en algún sitio.

– Me gustaría saber con qué fin.

El abad movió la cabeza.

– De eso estábamos hablando, comisionado. Tal vez esté esperando una ocasión propicia para escapar. El hermano Guy dice que en su estado y sin comida no durará mucho con este frío.

– O tal vez espere la ocasión de gastarle una mala pasada a alguien. A mí, por ejemplo.

– Rezaré para que no sea así -dijo el abad.

– He informado a Bugge de que nadie puede abandonar el monasterio sin mi permiso en uno o dos días. Hacédselo saber a los hermanos.

– ¿Por qué, señor?

– Por precaución. Bien. He oído los rumores sobre Lewes y que todo el mundo dice que San Donato será el próximo monasterio en caer.

– Vos mismo me dijisteis algo muy parecido -respondió el abad, y soltó un suspiro.

Incliné la cabeza.

– Tras hablar con lord Cromwell, he llegado a la conclusión de que todavía no hay nada seguro. Tal vez me precipité.

La mentira me hizo sentir una punzada de culpa, pero era necesaria. Había alguien a quien no quería asustado hasta el punto de actuar precipitadamente.

El rostro del abad Fabián se iluminó, y una chispa de esperanza brilló en los ojos del prior.

– Entonces, ¿el monasterio seguirá abierto? ¿Aún hay esperanzas?

– Digamos que hablar de disolución es prematuro.

El abad se inclinó sobre el escritorio con animación.

– Tal vez debería dirigirme a la comunidad durante la cena. Falta media hora. Podría decir que… que no hay planes para cerrar el monasterio…

– Es una buena idea.

– Es mejor que preparéis algo -le aconsejó el prior.

– Sí, por supuesto -respondió el abad cogiendo papel y pluma.

Mis ojos se posaron sobre el sello del monasterio, que seguía sobre el escritorio.

– Decidme, reverencia, este despacho no suele estar cerrado con llave, ¿verdad?

– No -respondió el abad levantando la cabeza y mirándome sorprendido.

– ¿Y os parece sensato? ¿No podría entrar alguien sin ser visto y poner el sello del monasterio en el documento que elija?

El abad me miró boquiabierto.

– Pero… siempre hay algún criado cerca. Nadie puede entrar así como así.

– ¿Nadie?

– Sólo los obedienciarios.

– Por supuesto. Muy bien, ahora os dejo. Hasta la cena.


Una noche más, observé a los monjes mientras entraban al refectorio. Recordé mi primera cena en el monasterio, y a Simón Whelplay con un capirote en la cabeza, tiritando junto a la ventana mientras fuera la nieve caía sin cesar. Ahora, a través de aquella ventana, veía gotear los témpanos de hielo, y regatos de nieve derretida que serpenteaban por las negras rodadas.

Los monjes fueron ocupando sus sitios en las mesas, encogidos dentro de los hábitos y absortos en sus pensamientos; muchos dirigían miradas angustiadas u hostiles hacia el gran facistol tallado, junto al que esperaba el abad para iniciar su parlamento. Cuando Mark pasó a mi lado para ocupar su asiento en la mesa de los obedienciarios, lo agarré del brazo.

– El abad va a comunicar a la comunidad que el rey no piensa cerrar San Donato -le susurré-. Es importante. Aquí hay un pájaro al que no quiero espantar antes de tiempo.

– Estoy cansado de todo esto -murmuró Mark soltándose de un tirón y ocupando su asiento.

Su manifiesta rudeza me hizo enrojecer.

El abad Fabián ordenó sus papeles y, con un nuevo rubor en las mejillas, anunció a los hermanos que los rumores de que todos los monasterios iban a desaparecer eran falsos. El propio lord Cromwell había dicho que por el momento no había planes para forzar la cesión de San Donato, a pesar de los terribles asesinatos cometidos entre sus muros, que seguían bajo investigación. Añadió que nadie podía abandonar el monasterio.

Las reacciones de los monjes fueron muy diversas. Algunos, sobre todo los mayores, suspiraron y sonrieron aliviados. Otros parecían menos confiados. Paseé la mirada por la mesa de los obedienciarios. Los más jóvenes, el hermano Jude y el hermano Hugh, parecían aliviados, y en el rostro del prior Mortimus vi una expresión esperanzada. En cambio, el hermano Guy movió la cabeza imperceptiblemente y el hermano Edwig se conformó con fruncir el semblante.

Los criados nos sirvieron la cena: una espesa sopa de verduras seguida de un estofado de cordero a las finas hierbas. Tuve buen cuidado de comprobar que me servían de la misma sopera que a los demás y que nadie cambiaba los platos mientras pasaban de mano en mano a lo largo de la mesa. Apenas empezamos a comer, el prior Mortimus, que ya había tomado dos copas de vino, se volvió hacia el abad.

– Ahora que ya estamos tranquilos, reverencia, deberíamos ir pensando en nombrar un nuevo sacristán.

– Por Dios, Mortimus, sólo hace tres días que enterramos al pobre Gabriel.

– Pero es necesario. Alguien tendrá que regatear con el tesorero el presupuesto de las obras de la iglesia, ¿eh, hermano Edwig? -dijo el prior alzando la copa de plata hacia el aludido, que seguía con el semblante fruncido.

– S-siempre que se elija a alguien más r-razonable que el hermano Gabriel, alguien que c-comprenda que no podemos permitirnos grandes d-dispendios.

– Tratándose de dinero -dijo el prior volviéndose hacia mí-, nuestro tesorero es el hombre más inflexible de Inglaterra. Aunque nunca he entendido por qué os oponíais tanto a que se utilizaran andamios, Edwig. Con cuerdas y poleas no se puede hacer una reparación en condiciones.

Al verse blanco de todas las miradas, el tesorero se puso rojo como la grana.

– De a-acuerdo. Acepto que se pongan a-andamios para hacer las obras.

El abad se echó a reír.

– Pero, hermano, os pasasteis meses discutiendo ese punto con Gabriel. No os convenció ni diciendo que podía morir algún trabajador. ¿A qué viene este cambio?

– Era un modo de n-negociar -murmuró el tesorero bajando la cabeza y clavando los ojos en el plato.

El prior apuró otra copa de vino y se volvió hacia mí con la cara roja.

– Seguro que no conocéis la historia de Edwig y las morcillas, comisionado.

Hablaba en voz muy alta, y en la mesa grande se oían risitas ahogadas. El rostro del tesorero se ensombreció.

– Dejadlo ya, Mortimus -terció el abad en tono conciliador-. Caridad entre hermanos.

– ¡Pero si es una historia de caridad! Hace dos años, se acercaba un día de limosna y no teníamos carne para repartir entre los pobres. Habríamos podido matar un cerdo, pero el hermano Edwig no lo habría consentido. El hermano Guy acababa de llegar. Había sangrado a varios monjes y guardaba la sangre para abonar sus plantas. El caso es que Edwig sugirió que la utilizáramos para mezclarla con harina y hacer morcillas, que repartiríamos el día de limosna; los pobres nunca sabrían que no era sangre de cerdo. ¡Todo para ahorrarse lo que cuesta un cerdo! -exclamó el prior, y soltó una sonora carcajada.

– Esa historia es falsa -dijo el hermano Guy-. Se lo he dicho a la gente cientos de veces.

Miré al hermano Edwig. Había dejado de comer y estaba encorvado sobre el plato, apretando la cuchara con todas sus fuerzas. De pronto, la estampó contra el suelo y se levantó de un salto con la cara roja y los ojos desorbitados.

– ¡Idiotas! -gritó-. ¡Idiotas blasfemos! La única sangre que debería importaros es la de Nuestro Salvador Jesucristo, que bebemos en la misa cuando se transforma el vino. Esa sangre es lo único que impide que el mundo se desmorone. -No había tartamudeado ni una sola vez. Con el rostro demudado por la emoción, apretó los regordetes puños y siguió fustigando a sus hermanos-: ¡No habrá más misas, idiotas! ¿Por qué os aferráis a una mentira? ¿Cómo podéis creer que San Donato no corre ningún peligro con lo que está pasando en todo el país? ¡Idiotas, más que idiotas! ¡El rey acabará con todos vosotros!

El tesorero dio un puñetazo en la mesa, echó a andar hacia la puerta y salió dando un portazo, que resonó en el profundo silencio del refectorio.

Respiré hondo.

– Prior Mortimus, acuso al hermano Edwig de traición. Por favor, coged a algunos criados y ponedlo bajo custodia.

– Pero, señor, no ha dicho nada contra la supremacía del rey -balbuceó el prior mirándome asustado.

Mark se apresuró a inclinarse hacia mí por encima de la mesa.

– Señor, ¿estáis seguro de que esas palabras constituyen una traición?

– Haced lo que ordeno -troné volviéndome hacia el abad Fabián.

– Hacedlo, Mortimus, por amor de Dios.

El prior frunció los labios, pero se levantó de la mesa y salió del refectorio. Durante unos instantes, permanecí sentado, con la cabeza baja, pensando, pero consciente de que era el centro de todas las miradas; a continuación me levanté, indiqué a Mark que se quedara en su sitio, y seguí al prior. Abrí la puerta del refectorio a tiempo para verlo salir de la cocina al frente de un grupo de criados provistos de antorchas y dirigirse hacia la contaduría.

De pronto, una mano me agarró del hombro. Me volví rápidamente; era Bugge, que me miraba de hito en hito.

– Ha llegado el mensajero, señor.

– ¿Cómo?

– El jinete de Londres. Está aquí. Nunca había visto a nadie tan cubierto de barro.

Esperé unos instantes observando al prior mientras aporreaba la puerta de la contaduría. No sabía si unirme a él o ir a recoger el mensaje. La cabeza me daba vueltas y veía manchas danzando ante mis ojos. Respiré hondo y me volví hacia Bugge, que me observaba con curiosidad.

– Vamos -le dije, y eché a andar hacia el portón.

Загрузка...