El prior llamó a la puerta y, al cabo de unos instantes, un hombre grueso con el hábito azul de los sirvientes apareció en el umbral y nos miró con desconfianza.
– Visita urgente para su reverencia, del vicario general. ¿Está en casa?
El criado nos hizo una profunda reverencia.
– Qué asesinato tan horrible -murmuró santiguándose con fervor-. No teníamos noticia de vuestra visita, señores. El abad Fabián aún no ha vuelto, aunque lo esperamos de un momento a otro. Pero pasad, por favor.
Entramos en un amplio vestíbulo cuyas paredes estaban revestidas de paneles de madera pintados con escenas de caza.
– Quizá deberíais esperar en la antesala.
– ¿Dónde está el doctor Goodhaps?
– Arriba, en su habitación.
– Entonces, lo veremos a él en primer lugar. El prior le hizo un gesto al criado, que nos precedió al piso superior por la amplia escalera. El prior se detuvo ante una puerta y la golpeó con los nudillos. Oímos una voz medrosa al otro lado e, instantes después, el ruido de una llave que giraba en la cerradura. La puerta se abrió unos dedos, y un rostro alargado, coronado por una mata de encrespado pelo blanco, se asomó y nos miró con temor.
– ¡Hermano Mortimus! -exclamó el anciano con aspereza-. ¿Por qué golpeáis la puerta de esa manera? Me habéis asustado.
Una sonrisa irónica distendió brevemente el rostro del prior.
– ¿De veras? Perdonadme. Ahora ya estáis seguro, mi buen doctor. Lord Cromwell ha enviado un emisario, un nuevo comisionado.
– ¿Doctor Goodhaps? -le pregunté al anciano-. Soy el comisionado Matthew Shardlake. Me han enviado en respuesta a vuestra carta. Vengo de parte de lord Cromwell.
El anciano me observó dubitativo durante unos instantes, abrió la puerta y nos permitió entrar en su dormitorio. Era una habitación acogedora, con una cama con dosel y cortinas, mullidos cojines repartidos por el suelo y una ventana que daba al bullicioso patio. En un rincón había una pila de libros y sobre ella una bandeja con una jarra de vino y varias copas de peltre. En la chimenea ardían unos troncos, y Mark y yo nos acercamos de inmediato, pues estábamos helados hasta los huesos.
– Gracias, hermano -dije volviéndome hacia el prior, que se había quedado en el umbral y nos observaba con desconfianza-. Os agradecería que me informarais cuando llegue el abad.
El hermano Mortimus inclinó la cabeza y salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
– Echad la llave, en nombre de nuestro Salvador -gruñó el anciano, retorciéndose las manos. El pelo desgreñado y la negra toga de abogado, arrugada y mugrienta, le daban un aspecto lamentable. Por su aliento, deduje que ya había probado el vino-. Así que la carta llegó… ¡Alabado sea Dios! Temía que la interceptaran. ¿Cuántos sois?
– Nosotros dos. ¿Puedo sentarme? -pregunté agachándome con precaución hacia los cojines.
Apenas me senté, sentí un enorme alivio en la espalda. En ese momento, el doctor Goodhaps advirtió mi deformidad, y miró a Mark, que estaba desciñéndose la pesada espada.
– El muchacho…, ¿es un espadachín? ¿Puede protegernos?
– Sí, si es necesario. ¿Podríamos necesitar protección?
– En este lugar, señor, después de lo que ha ocurrido… Estamos rodeados de enemigos, doctor Shardlake.
Era evidente que estaba aterrorizado, de modo que esbocé una sonrisa tranquilizadora. Un testigo nervioso, al igual que un caballo nervioso, necesita que lo calmen»
– Tranquilizaos, doctor Goodhaps. Estamos cansados y agradeceríamos un poco de ese vino mientras nos contáis qué ocurrió exactamente.
– ¡Oh, doctor Shardlake, por Dios Misericordioso, la sangre!…
– Empezad desde el principio -lo atajé alzando una mano-. Desde el momento de vuestra llegada.
El anciano nos sirvió vino, se sentó en la cama y soltó un suspiro.
– Yo no quería venir -dijo pasándose los dedos por la blanca pelambrera-. He pasado años cultivando las viñas de Cambridge y luchando por la Reforma desde el principio. Ya soy demasiado viejo para este tipo de trabajos. Pero Robin Singleton fue alumno mío y me pidió que lo ayudara a obtener la cesión de esta endemoniada casa. Necesitaba un canonista, ¿comprendéis? Además, no podía oponerme a los deseos del vicario general -añadió con resquemor.
– Eso es difícil -reconocí-. De modo que llegasteis aquí… ¿cuándo? ¿Hace una semana?
– Sí. Fue un viaje duro.
– ¿Cómo se desarrollaron las negociaciones?
– Mal, señor, como había imaginado. Singleton llegó aquí despotricando, diciendo que ésta era una casa corrompida y pecadora, y que más les valdría aceptar las pensiones que les ofrecía y ceder. Pero el abad Fabián ni se inmutó; le gusta demasiado la vida que lleva aquí, jugar a ser terrateniente y mandar sobre administradores y alguaciles. ¿Sabíais que no era más que el hijo del tabernero de Scarnsea? -Goodhaps apuró la copa y se sirvió otra. Solo como estaba aquel pobre viejo, no podía culparlo por buscar refugio en la bebida-. El abad Fabián no es tonto. Sabía que, después de la rebelión del norte, no habría más cesiones forzadas. Singleton me dijo que buscara en mis libros algo con lo que pudiéramos amenazarlo. Le respondí que estaba perdiendo el tiempo, pero Robin nunca se distinguió por su inteligencia; su método consistía en avasallar. ¡Que Dios se apiade de su alma! -añadió, pero, como buen reformista, no se santiguó.
– Lo que decís es cierto -admití-, a no ser que existan otras violaciones de la ley. Si no recuerdo mal, se ha hablado de sodomía y de robo. Ambos, delitos capitales.
Goodhaps soltó un suspiro. '
– Por una vez, lord Cromwell estaba equivocado. El juez de paz es un buen reformista, pero sus informes sobre ventas de tierras por debajo de su valor no tienen fundamento. En los libros de cuentas no hay pruebas de ninguna irregularidad.
– ¿Y los rumores sobre sodomía?
– Nada. El abad asegura que todos se han reformado desde la inspección. El anterior prior consentía esas prácticas nefandas, pero fue expulsado con dos de los más corruptos y sustituido por ese bruto escocés.
Vacié mi copa, pero me abstuve de pedir más. Estaba muerto de cansancio y, con el vino y el calor del fuego, me estaban entrando ganas de tumbarme y dormir; sin embargo, necesitaba tener la cabeza despejada durante unas horas más.
– ¿Qué opináis de los hermanos?
El doctor Goodhaps se encogió de hombros.
– Son como todos. Perezosos y despreocupados. Juegan a las cartas, cazan (ya habréis advertido que esto está plagado de perros) y se saltan los oficios, pero cumplen las ordenanzas, dicen la misa en inglés y no tienen mujerzuelas rondando por el monasterio. Este prior impone una disciplina férrea. Presume de respaldar las disposiciones de lord Cromwell, pero me inspira tan poca confianza como los demás. Los obedienciarios son listos, todo suavidad, pero bajo la superficie siguen apegados a las viejas herejías, aunque no lo exteriorizan. Salvo ese cartujo tullido, claro, pero él no forma parte de la comunidad.
– ¡Ah, sí, el hermano Jerome! Nos hemos cruzado con él.
– ¿No sabéis quién es?
– No.
– Un pariente de la reina Juana, que en paz descanse. Se negó a jurar lealtad, pero habría sido muy embarazoso ejecutarlo como a los demás cartujos. Lo torturaron hasta arrancarle el juramento y luego lo mandaron aquí con una pensión. Otro pariente suyo es un gran terrateniente de la zona. Suponía que lord Cromwell sabía que estaba aquí.
Incliné la cabeza.
– Imagino que hasta en el gabinete de Su Señoría se pierden papeles.
– A los monjes no les gusta, porque los insulta y los llama perezosos y flojos. Tiene prohibido salir del monasterio.
– Supongo que el comisionado Singleton hablaría con muchos de los monjes para intentar descubrir algo. ¿Sigue aquí alguno de los implicados en el escándalo de la sodomía?
– ¿El alto de la pelambrera pajiza, quizá? -terció Mark. Goodhaps se encogió de hombros.
– ¡Ah, ése! El hermano Gabriel, el sacristán. Sí, era uno de ellos. Parece totalmente normal, ¿verdad? Alto y fuerte. Aunque a veces te mira de una forma extraña. Singleton los presionó, pero ahora todos aseguran que son puros como ángeles. Me encargó que interrogara a unos cuantos, y les pregunté sobre detalles de sus vidas; pero yo soy un estudioso, no estoy preparado para esas cosas. -Deduzco que el comisionado Singleton no se hizo muy popular aquí… Yo lo conocía. Era muy temperamental.
– Sí, su brusquedad nunca le ayudó a hacer amigos, pero no le importaba.
– Contadme cómo murió.
El anciano encogió el cuerpo como si quisiera esconderse dentro de sí mismo.
– Singleton había renunciado a seguir presionando a los monjes. Como último recurso, me dijo que hiciera una lista de todas las violaciones de la ley canónica en que puede incurrir un monasterio. Se pasaba la mayor parte del tiempo revisando las cuentas y los archivos. Necesitaba algo para lord Cromwell, y empezaba a ponerse nervioso. Los dos últimos días, apenas lo vi; estaba muy atareado examinando los libros del tesorero.
– ¿Qué buscaba?
– Cualquier irregularidad que pudiera encontrar. Como ya he dicho, se estaba quedando sin recursos. Pero tenía ciertos conocimientos sobre ese nuevo sistema contable italiano en el que todo se apunta dos veces.
– Los balances. Al parecer, sabía más de cuentas que de leyes…
– Sí -dijo Goodhaps con un suspiro-. La última noche cenamos los dos solos, como de costumbre. Singleton parecía de mejor humor. Dijo que iba a encerrarse en su cuarto para examinar otro libro que había conseguido arrancarle al tesorero. Por cierto, que esa noche, la noche en que ocurrió todo, el tesorero estaba ausente…
– ¿Un hombrecillo gordo de ojillos negros? Sí, lo hemos visto en el patio, discutiendo con otro de dinero.
– El mismo. El hermano Edwig, discutiendo con el sacristán sobre sus planes para restaurar la iglesia, seguro. El hermano Edwig me gusta, es un hombre práctico. Le duele tirar el dinero. En mi facultad necesitaríamos a alguien así. En lo relativo al día a día del monasterio, el prior Mortimus y el hermano Edwig se reparten el mando y son igual de eficientes. El anciano volvió a llenarse la copa. -¿Qué ocurrió después?
– Trabajé durante una hora, recé mis oraciones y me acosté. -¿Y dormisteis?
– Sí. Me desperté sobresaltado hacia las cinco. Oí voces y luego fuertes golpes en la puerta, como los que ha dado el prior hace un momento -dijo Goodhaps con un estremecimiento-. Al abrir, me encontré frente a una docena de monjes, entre los que estaba el abad. Parecía conmocionado, totalmente fuera de sí. Me dijo que habían encontrado el cadáver del comisionado, que lo habían asesinado, que tenía que bajar enseguida.
»Me vestí y los acompañé. La confusión era total; todo el mundo farfullaba incoherencias sobre puertas cerradas y sangre, y alguien dijo que era la venganza de Dios. Trajeron antorchas y nos dirigimos hacia la cocina atravesando los dormitorios de los monjes. En esos interminables y oscuros pasillos hacía un frío terrible, y los monjes y los criados estaban apiñados en pequeños grupos, muertos de miedo. Por fin, abrieron la puerta de la cocina. Dios misericordioso… -Para mi sorpresa, el doctor Goodhaps se santiguó rápidamente-. Lo primero que percibí fue un olor a… -el anciano soltó una risa nerviosa-, a carnicería. La cocina estaba llena de velas; las habían repartido por las largas mesas, por los aparadores, por todas partes. Pisé algo, y el prior me cogió del brazo y me apartó. Cuando levanté el pie, lo tenía pegajoso. En el suelo había un enorme charco de líquido oscuro. No sabía qué era.
»Entonces vi a Robin Singleton tumbado boca abajo, en mitad del charco, con la ropa totalmente empapada. Había algo que no me cuadraba, pero al principio no supe qué era…, hasta que advertí que no tenía cabeza. Miré a mi alrededor y entonces la vi, vi su cabeza; estaba debajo de la mantequera y tenía los ojos clavados en mí. En ese momento, comprendí que el charco era de sangre. -El anciano cerró los ojos-. Dios Todopoderoso, estaba tan asustado…
Goodhaps volvió a abrir los ojos, apuró la copa y extendió el brazo hacia la jarra, pero yo la tapé con la mano.
– Basta por hoy, doctor Goodhaps -le dije con suavidad-.
Continuad.
Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas.
– Pensé que lo habían matado ellos, pensé que había sido una ejecución y que yo sería el siguiente. Los miré a la cara, los miré para ver quién llevaba un hacha… Tenían todos un aspecto tan siniestro… El cartujo, que también estaba presente, sonreía como un demente y de pronto exclamó: «¡Mía es la venganza, dijo el Señor!»
– ¿Estáis seguro de que dijo eso?
– Sí. El abad le ordenó que se callara y se volvió hacia mí. «Señor Goodhaps -me dijo-, debéis indicarnos qué debemos hacer.» Entonces comprendí que estaban tan asustados como yo.
– ¿Puedo decir algo? -preguntó Mark. Asentí-. Ese cartujo no podría cortarle la cabeza a nadie. No tiene la fuerza y el equilibrio necesarios.
– Sí. Tienes razón -dije, y me volví hacia el anciano-. ¿Qué respondisteis al abad?
– Él opinaba que debíamos consultar a las autoridades civiles, pero yo sabía que lo primero era comunicárselo a lord Cromwell. Sabía que el hecho tendría consecuencias políticas. El abad dijo que el viejo Bugge, el portero, había visto a Singleton durante su ronda, hacía menos de una hora. Al parecer, le había dicho que iba a ver a uno de los monjes.
– ¿A esas horas? ¿No dijo a quién?
– No. Parece que Singleton lo despidió con cajas destempladas.
– Comprendo. ¿Qué ocurrió después? -Ordené a todos los monjes que guardaran estricto silencio. Les dije que de allí no debía salir ninguna carta sin mi consentimiento, y envié la mía por medio de un muchacho de la ciudad.
– Hicisteis bien, señor Goodhaps. Tomasteis la decisión correcta.
– Gracias -murmuró el anciano secándose los ojos con la manga-. Estaba muy asustado. Me encerré aquí y aquí he seguido. Lo siento, doctor Shardlake, pero estaba acobardado. Debía haber investigado, pero… sólo soy un erudito.
– Bueno, ahora estamos nosotros. Decidme, ¿quién encontró el cadáver?
– El hermano Guy, el enfermero. El monje negro. -El doctor Goodhaps se estremeció-. Dijo que tenía a un hermano anciano en la enfermería y que había ido a la cocina a por leche. Tiene una llave. Abrió la puerta exterior, recorrió el pequeño pasillo y llegó a la cocina. Al abrir, pisó el charco de sangre y dio la voz de alarma.
– Entonces, por la noche, la cocina está cerrada con llave normalmente…
Goodhaps asintió.
– Sí, para impedir que los monjes y los criados la saqueen. No piensan en otra cosa que en llenarse la barriga. Ya habéis visto lo gordos que están la mayoría.
– Por consiguiente, el asesino tenía una llave. Al igual que el encuentro del que informó el portero, eso apunta hacia alguien de dentro del monasterio. Pero en vuestra carta decíais que habían profanado la iglesia y robado una reliquia…
– Sí. Cuando aún estábamos en la cocina, llegó uno de los monjes diciendo… -el anciano tragó saliva-, diciendo que habían sacrificado un gallo en el altar de la iglesia. Más tarde, descubrimos que la reliquia del Buen Ladrón había desaparecido. Los monjes dicen que alguien de fuera entró para profanar la iglesia y robar la reliquia, se encontró con el comisionado y lo mató.
– ¿Y cómo iba a entrar alguien de fuera en la cocina?
El anciano se encogió de hombros.
– ¿Sobornando a un criado para que le hiciera una copia de la llave, quizá? Eso es lo que cree el abad, aunque el único criado que tiene llave es el cocinero.
– ¿Qué me decís de la reliquia? ¿Es valiosa?
– ¿Eso? Una mano clavada a un trozo de madera. Se guardaba en un enorme relicario de oro con incrustaciones de pedrería; esmeraldas auténticas, creo. Dicen que cura los huesos rotos o deformes, pero no es más que otro engañabobos. -Por un momento, su voz se alzó con el ardor de un reformista-. Los monjes están más apesadumbrados por la reliquia que por el asesinato de Singleton.
– ¿Qué pensáis vos? -le pregunté-. ¿Quién creéis que pudo hacer algo así?
– No sé qué pensar. Los monjes hablan de adoradores del Diablo que habrían entrado para robar la reliquia, pero nos odian, se respira en el ambiente. Señor, ahora que estáis aquí, ¿puedo volver a casa?
– Todavía no. Pronto, tal vez.
– Al menos ahora os tengo a vos y al muchacho.
Llamaron a la puerta, y el criado la abrió y asomó la cabeza.
– El abad ha regresado, señor.
– Muy bien. Ayúdame a levantarme, Mark. Tengo el cuerpo agarrotado. -Me puse en pie con su ayuda y me sacudí la ropa-. Gracias, doctor Goodhaps. Puede que volvamos a hablar más tarde. Por cierto, ¿qué ha sido de los libros de cuentas que estaba revisando el comisionado?
– Los recuperó el tesorero. -El anciano movió la canosa y desgreñada cabeza-. ¿Cómo ha podido ocurrir algo así? Lo único que yo quería era ver reformada la Iglesia… ¿En qué mundo vivimos, cómo pueden ocurrir estas cosas? Revueltas, traiciones, asesinatos… A veces me pregunto si hay algún modo de resolver todo esto…
– Al menos, hay un modo de resolver los misterios creados por el hombre -dije con convicción-. De eso estoy seguro. Venga, Mark. Vayamos a ver a su reverencia el abad.