La cabalgada fue larga, y me llevó más allá de la Muralla de Londres, hasta Whitechapel, un barrio en rápido crecimiento, lleno de casuchas de adobe. Delgadas columnas de humo se elevaban de cientos de fuegos en el aire inmóvil. Allí las bajas temperaturas eran algo más que una inclemencia natural; viendo las caras de hambre y desesperación de la gente no pude evitar pensar que para muchos aquél sería el último invierno. Las pocas fuentes que pudiera haber debían de haberse helado, pues vi a muchas mujeres cargadas con cántaros de agua del río. Me había puesto mi ropa más sencilla, porque los caballeros no siempre estaban seguros en aquella parte de la ciudad.
La calle en la que Smeaton había tenido su forja era una de las mejores y en ella había varios talleres. Los papeles de Single ton decían que el artesano vivía en una casa de dos pisos contigua a una herrería, gracias a lo cual la encontré sin dificultad. El piso inferior ya no albergaba la carpintería; el escaparate estaba condenado con tablones clavados a la pared y cubiertos de pintadas. Até el jamelgo a un poste y golpeé la endeble puerta de madera.
Me abrió un joven pobremente vestido, de revuelta pelambrera negra y rostro pálido y consumido. Me preguntó qué quería sin demasiado interés; pero, cuando le dije que era un comisionado de lord Cronwell, retrocedió negando con la cabeza.
– Nosotros no hemos hecho nada, señor. Aquí no hay nada que pueda interesar a lord Cromwell.
– No se te acusa de nada -le aseguré procurando dar a mi voz un tono tranquilizador-. Sólo estoy haciendo averiguaciones. Sobre el anterior propietario de esta casa, John Smeaton. Quien me ayude recibirá una recompensa.
El joven seguía mirándome con temor, pero me invitó a entrar.
– Perdonad el desorden, señor -murmuró-. Pero estoy sin trabajo.
Ciertamente, la habitación a la que me hizo pasar era un lugar lamentable. Saltaba a la vista que había sido un taller en época reciente, pues consistía en una sola pieza alargada y de techo bajo, con las paredes ennegrecidas de hollín. Hacía un frío glacial; el fuego consistía en un puñado de piedras de carbón que producían más humo que calor. Aparte de un viejo banco de carpintero que hacía las veces de mesa, no había más muebles que unas cuantas sillas desvencijadas y un par de jergones de paja en el suelo. Junto al fuego, había tres niños escuálidos apretujados contra una joven que tenía en brazos a una criatura de aspecto enfermizo. Madre e hijos me miraban con idéntica mezcla de hosquedad e indiferencia. La habitación estaba en penumbra, pues sólo recibía luz a través de un ventanuco de la pared posterior. En el aire flotaba un penetrante olor a humo y orines.
– ¿Hace mucho que vivís aquí? -le pregunté al joven con el corazón encogido.
– Dieciocho meses, señor; desde que murió el anterior propietario. El hombre que compró la casa nos dejó esta habitación. En el piso de arriba vive otra familia. El dueño es el señor Placid, que vive en el Strand.
– ¿Sabes quién era el hijo del antiguo dueño?
– Sí, señor. Mark Smeaton, uno de los que se acostaban con la gran ramera.
– Supongo que los herederos de Smeaton le vendieron la casa al señor Placid. ¿Sabes quiénes eran?
– La heredera era una anciana. Cuando nos mudamos aquí, aún había cosas del señor Smeaton; ropa, una copa de plata y una espada…
– ¿Una espada?
– Sí, señor. Estaba todo amontonado allí -dijo el joven señalando una esquina de la habitación-. El señor Placid nos dijo que la hermana de John Smeaton vendría a recogerlo todo. Y que no tocáramos nada, si no queríamos ir a la calle.
– Y no lo hicimos -terció la mujer. La criatura empezó a toser, y ella la estrechó contra su pecho-. ¡Calla, Temor de Dios!
– ¿Y la anciana? -les pregunté haciendo un esfuerzo para contener mi emoción-. ¿Se presentó?
– Sí, señor, unas semanas después. Vivía en el campo, y la ciudad parecía ponerla nerviosa. La trajo su abogado.
– ¿Recuerdas cómo se llamaba? -le pregunté con impaciencia-. ¿O de qué parte del país venía? ¿Podía ser un sitio llamado Scarnsea?
El joven movió la cabeza.
– Lo siento, señor, sólo recuerdo que vivía en el campo. Era una mujer bajita y regordeta, de unos cincuenta años, con el pelo canoso. Apenas habló. Su abogado y ella cogieron la espada y las demás cosas y se marcharon.
– ¿Recuerdas el nombre del abogado?
– No, señor. Fue él quien cogió la espada. Recuerdo que la mujer comentó que le habría gustado tener un hijo al que poder dársela.
– Muy bien. Quiero que le eches un vistazo a mi espada… No, no te alarmes, sólo voy a desenvainarla para enseñártela. Quiero que me digas si podría ser la que se llevó esa mujer.
Dejé el arma sobre el banco. El joven se quedó mirándola, y su mujer se acercó a él con el niño en brazos.
– Se parece mucho -dijo la joven mirándome con desconfianza-. La sacamos de su funda, señor, pero sólo para ver cómo era; no hicimos nada con ella. Pero reconozco la empuñadura dorada, y esas marcas de la hoja.
– Comentamos que era preciosa -recordó el marido-. ¿Verdad, Elisabeth?
– Gracias a los dos -les dije envainando la espada-. Me habéis sido de gran ayuda. Siento que el niño esté enfermo -añadí alargando la mano para acariciar al bebé; pero la mujer me contuvo con un gesto de la mano.
– No la toquéis señor, está comida de liendres. No para de toser. Es este frío; ya hemos perdido a un hijo. ¡Calla, Temor de Dios!
– Tiene un nombre poco frecuente.
– Nuestro párroco es un reformista convencido, señor; él les ha puesto nombre a todos. Dice que tener hijos con esos nombres ayuda mucho. ¡Vamos, niños, levantaos!
Los otros tres hermanos se pusieron en pie y dejaron ver sus esmirriadas piernecillas y sus hinchadas barrigas.
– Celo, Perseverancia y Deber -recitó su padre señalándolos uno tras otro.
– Les daré seis peniques a cada uno -dije asintiendo con la cabeza-, y aquí tenéis tres chelines por vuestra ayuda.
Saqué las monedas de mi faltriquera. Los pequeños las cogieron de buena gana mientras sus padres los miraban como si no dieran crédito a sus ojos. Embargado por la emoción, di media vuelta, salí a toda prisa y me alejé a lomos del jamelgo.
La terrible escena que acababa de presenciar en la antigua casa de John Smeaton me había impresionado vivamente, de modo que fue un alivio concentrar la mente en lo que acababa de descubrir. No tenía sentido. La persona que había heredado la espada, la única persona con un motivo familiar para vengarse, era una anciana. En el monasterio no había ninguna mujer mayor de cincuenta años, aparte de un par de viejas criadas, dos adefesios huesudos que no respondían a la descripción del joven. La única persona de esas características que había conocido en Scarnsea era la señora Stumpe. Por otra parte, una anciana rechoncha no habría podido asestar el golpe que había decapitado a Singleton. Pero los documentos que me había enviado lord Cromwell afirmaban taxativamente que John y Mark Smeaton no tenían parientes varones. Negué con la cabeza.
En ese momento me di cuenta de que, absorto en mis cavilaciones, había dejado de guiar el caballo, que me llevaba hacia el río. No me apetecía volver a casa aún y lo dejé seguir. Olfateé el aire. ¿Eran imaginaciones mías, o realmente estaba empezando a cambiar el tiempo?
Pasé cerca de un vertedero cubierto de nieve, junto al que había un grupo de hombres acampados, presumiblemente con la esperanza de encontrar trabajo en los muelles; habían construido un chamizo con tablones y sacos y estaban apretujados alrededor de una hoguera. Al oírme, se volvieron y me miraron con cara de pocos amigos; de pronto, un chucho escuálido y mugriento salió disparado del campamento y se acercó ladrando al caballo, que agitó la cabeza y soltó un relincho. Uno de los hombres llamó al perro a su lado, y yo piqué espuelas al jamelgo y me alejé rápidamente dándole palmadas en el pescuezo para calmarlo.
En la orilla del río, las brigadas de estibadores descargaban los barcos que acababan de arribar. Había un par de hombres tan negros como el hermano Guy. Detuve el caballo. Justo frente a mí, los estibadores sacaban cajones y palés de la bodega de una enorme carraca; mientras admiraba su ornamentada proa cuadrada, desde la que una sirena desnuda me sonreía procazmente, me pregunté de qué lejano rincón del mundo acabaría de llegar. Al alzar la vista hacia los grandes mástiles y la maraña de los aparejos, advertí sorprendido que la cofa estaba envuelta en vapor, y al mirar río abajo vi jirones de niebla flotando sobre el agua, y noté que, efectivamente, el aire era más cálido.
El caballo volvió a mostrarse inquieto, de modo que di media vuelta y tomé una calle flanqueada de almacenes en dirección a la City. Apenas había dado unos pasos cuando una extraordinaria algarabía procedente de uno de los edificios me impulsó a detenerme; gritos, chillidos y una confusión de voces en extrañas lenguas. Oír aquellos sonidos sobrenaturales en medio de la niebla me produjo una sensación rara. Vencido por la curiosidad, até el jamelgo a unposte y me acerqué al almacén, del que salía un fuerte hedor.
La puerta estaba abierta y mostraba un espectáculo estremecedor. En el interior del almacén había tres enormes jaulas de hierro de la altura de un hombre. Estaban llenas de pájaros como el de la vieja que me había recordado Pepper. Había centenares, de todos los tamaños y colores: rojos, verdes, dorados, azules, amarillos… Se encontraban en un estado lamentable: todos tenían las alas cortadas, algunos hasta el raquis, y los muñones se veían cubiertos de llagas en carne viva; la mayoría parecían enfermos, pues les faltaban la mitad de las plumas y tenían el cuerpo cubierto de costras y bolsas de pus alrededor de los ojos. Por cada uno que se agarraba con las patas a los barrotes de la jaula, había otro muerto en el suelo entre montones de excrementos secos. Pero lo peor eran sus chillidos; algunos sólo emitían débiles quejas, como si suplicaran el final de su martirio; otros, sin embargo, chillaban sin descanso en una asombrosa variedad de lenguas; oí palabras latinas e inglesas, pero la mayoría pertenecían a idiomas que desconocía. Dos de ellos, colgados boca abajo de los barrotes, se chillaban sin descanso, uno diciendo «Viento en popa» y el otro, «María, mater doloroso», con acento de Devon.
El horrible espectáculo me había dejado paralizado; pero de pronto una mano me agarró del hombro con brusquedad. Al volverme, vi a un marinero vestido con un jubón mugriento que me miraba con suspicacia.
– ¿Qué hacéis aquí? -me preguntó con aspereza-. Si habéis venido a comprar, tenéis que hablar con el señor Fold.
– No, no, ya me iba. He oído el griterío y me he acercado a ver qué era.
– La Torre de Babel, ¿eh, señor? -dijo el marinero sonriendo de oreja a oreja-. ¿Voces animadas por el espíritu hablando en lenguas extrañas? No, sólo es otro cargamento de estos pájaros para entretener a la gente rica.
– Están en un estado lamentable…
– En el sitio del que proceden hay más. Muchos mueren durante el viaje y a otros muchos los matará el frío; son unos bichos muy delicados. Pero bonitos, ¿verdad?
– ¿Dónde los conseguisteis?
– En la isla de Madeira. Allí hay un comerciante portugués que se ha dado cuenta de que en Europa son muy apreciados. Deberíais ver algunas de las cosas que compra y vende, señor; ¡incluso fleta barcos llenos de negros africanos para que trabajen como esclavos en las colonias de Brasil! -dijo el marinero riendo y enseñando las fundas de oro de los dientes.
De pronto, sentí una necesidad desesperada de alejarme del gélido y fétido aire del almacén. Me despedí del marinero y monté a caballo. Los estridentes chillidos de los pájaros y su escalofriante imitación del lenguaje humano me siguieron hasta el final de la fangosa calle.
Volví a atravesar la muralla de la City y me adentré en un Londres repentinamente gris y neblinoso, lleno del ruido del agua que goteaba de los témpanos de hielo de los aleros. Detuve el caballo ante una iglesia. Tenía costumbre de oír misa al menos una vez por semana, pero llevaba diez días sin hacerlo, y necesitaba consuelo espiritual. Desmonté y entré en el templo.
Era una de esas iglesias ricas de la City frecuentadas por comerciantes. Ahora la mayoría de los comerciantes de Londres eran reformistas, lo que explicaba que no hubiera velas y que las imágenes de los santos del cancel hubieran sido cubiertas con pintura y sustituidas por un versículo de la Biblia:
Pues sabe el Señor librar de la tentación a los piadosos y reservar a los malvados para castigarlos en el día del juicio.
La nave estaba vacía. Crucé el cancel. El presbiterio carecía de ornamentos y la patena y el cáliz descansaban sobre un altar desnudo. En el facistol había un ejemplar de la nueva Biblia encadenado al soporte. Me senté en un banco con la reconfortante sensación de encontrarme en un lugar familiar, totalmente diferente de la iglesia de San Donato.
Pero no toda la parafernalia de los viejos tiempos había desaparecido. Desde donde estaba sentado podía ver dos sepulcros de piedra del siglo pasado, colocados uno encima del otro. En el de arriba, la estatua yacente representaba a un rico mercader grueso y barbudo vestido con ostentación; en el de abajo, a un esqueleto cubierto con jirones de las mismas prendas, bajo el que podía leerse la siguiente inscripción: «Así era y así soy; como soy ahora, serás tú un día.»
Mientras observaba el esqueleto de piedra me asaltó el recuerdo del cuerpo putrefacto de Orphan surgiendo del estanque y a continuación el de los escuálidos y enfermizos niños de la casa que había pertenecido a Smeaton. De pronto, tuve el amargo presentimiento de que nuestra revolución se limitaría a dar nombres como Temor de Dios o Perseverancia a los niños hambrientos, en lugar de ponerles el de algún santo. Pensé en la naturalidad con que Cromwell había hablado de falsear pruebas para llevar al cadalso a personas inocentes, y en Mark describiéndome a los codiciosos que se presentaban en Desamortización para intentar obtener las propiedades de los monasterios. Nuestro nuevo mundo no era una comunidad cristiana; nunca lo sería. En el fondo, no era mejor que el viejo, ni estaba menos sometido al poder y la vanidad. Recordé a las multicolores y mutiladas aves del almacén chillándose unas a otras sin ton ni son, y me parecieron una imagen de la misma corte del rey, donde papistas y reformistas gesticulaban y alborotaban disputándose el poder. Y yo, en mi voluntaria ceguera, me había negado a ver lo que tenía ante los ojos. A los hombres les asusta el caos del mundo, me dije, y la insondable eternidad del más allá. Por eso fabricamos teorías para explicarnos sus terribles misterios y convencernos de que estamos seguros en este mundo y lo estaremos en el otro.
De pronto, comprendí que una ceguera de otra especie me había impedido ver lo que realmente había ocurrido en Scarnsea. Me había dejado atrapar en una tela de araña de falsas certezas sobre las realidades del mundo; pero bastaba con eliminar una de ellas para que el espejo deformante se transformara en otro de limpio cristal. En la soledad de la nave, me quedé boquiabierto. Comprendí quién había matado a Singleton y por qué; una vez dado ese paso, todo encajó. También comprendí que disponía de poco tiempo. Durante unos instantes, seguí sentado en el banco, con la boca aún abierta y respirando pesadamente. Luego abandoné la iglesia y, tan rápido como me permitió el caballo, volví al lugar en el que, si estaba en lo cierto, encontraría la última pieza del rompecabezas: la Torre.
Cuando volví a cruzar el puente, ya había oscurecido y la explanada de la Torre estaba iluminada con antorchas. Casi corriendo, crucé el Gran Hall y llegué al despacho del señor Oldknoll. El armero seguía allí, copiando datos de un documento a otro.
– ¡Doctor Shardlake! Espero que os haya cundido el día. Más que a mí, al menos.
– Necesito hablar con el jefe de los carceleros urgentemente. ¿Podríais acompañarme a las mazmorras? No puedo perder el tiempo dando vueltas hasta encontrarlo.
Oldknoll debió de leer la importancia del asunto en mi rostro, porque se puso en pie de inmediato. -Os llevaré ahora mismo.
El armero cogió un enorme manojo de llaves, me acompañó fuera y le quitó la antorcha al primer soldado con el que nos cruzamos. Cuando atravesábamos el Gran Hall, me preguntó si había estado en las mazmorras alguna vez.
– Nunca, gracias a Dios.
– Es un lugar siniestro. Y uno de los más concurridos que conozco.
– Sí. A veces me pregunto hacia dónde vamos.
– Hacía un país plagado de herejes, hacia eso vamos. Papistas y evangelistas locos. Deberíamos colgarlos a todos.
Bajamos por una angosta escalera de caracol. El aire apestaba a humedad, y las paredes, cubiertas de una viscosidad verdosa, parecían sudar gruesas gotas de agua. Estábamos por debajo del nivel del río.
Al final de la escalera había una reja de hierro, al otro lado de la cual un grupo de hombres permanecían de pie alrededor de una mesa atestada de papeles, en medio de una gran sala iluminada con antorchas. Un guardia con la librea de la Torre se acercó a hablar con Oldknoll a través de los barrotes.
– Me acompaña un comisionado del vicario general -le dijo el armero-.Necesita ver al jefe de los carceleros.
– Por aquí, señores -dijo el guardia abriéndonos la reja-. El señor Hodges está muy atareado; hoy nos han traído a un montón de individuos acusados de ser anabaptistas.
El guardia nos condujo hasta la mesa, ante la que un individuo alto y delgado revisaba documentos con otro guardia. A ambos lados de la sala había gruesas puertas de madera con ventanucos enrejados. A través de uno de ellos se oía a un preso recitando versículos en voz alta:
– «¡Heme aquí contra ti, dice Yahvé de los ejércitos. Yo convertiré en humo tus carros, y la espada devorará a tus cachorros…!»
– ¡Cierra el pico, si no quieres ganarte una tanda de azotes! -gritó el carcelero jefe volviendo la cabeza hacia la celda. La voz se apagó y Hodges se volvió hacia mí-. Disculpadme, señor, estoy examinando las denuncias contra los nuevos prisioneros. Algunos tendrán que presentarse ante lord Cromwell para que los interroguen mañana mismo, y no quiero mandarle los que no son.
– Necesito información sobre un preso que estuvo aquí hace dieciocho meses -le expliqué-. ¿Recuerdas a Mark Smeaton?
– Difícilmente podría olvidar esos días, señor comisionado -respondió Hodges arqueando las cejas-. La reina de Inglaterra en la Torre… -El carcelero jefe hizo una pausa para recordar-. Sí, Smeaton pasó aquí la noche anterior a su ejecución. Teníamos instrucciones de mantenerlo separado de los otros presos, porque iba a recibir varias visitas.
Asentí.
– Sí, Robin Singleton vino a asegurarse de que Smeaton no se retractaría de su confesión. Y hubo otras visitas. Supongo que estarán registradas…
Hodges cambió una mirada con Oldknoll y se echó a reír.
– ¡Ya lo creo, señor! Hoy en día se registra todo, ¿verdad, Thomas?
– Como mínimo, por duplicado.
El carcelero jefe envió a por el registro a uno de sus hombres, que volvió al cabo de unos instantes con un libro enorme.
Hodges lo abrió.
– Dieciséis de mayo de mil quinientos treinta y seis -dijo deslizando el dedo por la página-. Sí, Smeaton estuvo en la celda que ocupa ese alborotador-explicó moviendo la cabeza hacia la puerta de la que habían salido las imprecaciones, tras la que ahora el silencio era total.
– ¿Sus visitantes? -le pregunté con impaciencia acercándome a mirar por encima de su hombro.
Hodges se apartó disimuladamente y volvió a inclinarse sobre el registro. Puede que algún jorobado le hubiera traído mala suerte con anterioridad.
– Veamos… Singleton vino a las seis. Otro visitante, que figura como «pariente», a las siete, y un sacerdote, a las ocho. Sería el capellán de la Torre, el hermano Martin, que vendría a confesarlo antes de la ejecución. ¡Condenado Fletcher! Mira que le tengo dicho que ponga siempre los nombres…
Deslicé el dedo por la página y leí los nombres de los demás presos.
– «Jerome Wentworth, llamado Jerome de Londres, monje de la Cartuja de Londres.» Sí, también está. Pero necesito saber quién era ese pariente, Hodges, y con urgencia. ¿Quién es Fletcher? ¿Uno de tus guardias?
– Sí, uno al que no le gusta escribir y, cuando lo hace, no se le entiende.
– ¿Está de servicio?
– No, comisionado, está de permiso para asistir al entierro de su padre, en Essex. No volverá hasta mañana a mediodía.
– ¿Entrará de servicio?
– A la una.
– A esa hora estaré en alta mar -murmuré mordiéndome una uña-. Dame papel y pluma. -Garrapateé dos notas a toda prisa y se las entregué a Hodges-. En ésta le pido a Fletcher que me informe de todo lo que recuerde de ese visitante; absolutamente de todo. Déjale bien claro que se trata de una información vital y, si no sabe escribir, que le dicte a alguien. Cuando acabe, quiero que envíen la respuesta de inmediato a lord Cromwell, con esta otra nota. En ella le pido que me envíe la respuesta de Fletcher a Scarnsea con el mensajero más rápido de que disponga. El deshielo habrá convertido los caminos en un infierno, pero un buen jinete debería estar esperándome cuando mi barco llegue a puerto.
– Se la llevaré a lord Cromwell yo mismo, doctor Shardlake -dijo Oldknoll-. Será un placer salir a tomar el aire.
– Disculpad a Fletcher, comisionado -terció Hedges-. Pero últimamente tenemos tanto papeleo que a veces resulta difícil cumplir con todo.
– Bien, pero asegúrate de hacerme llegar su respuesta, Hodges.
Di media vuelta y seguí a Oldknoll fuera de las mazmorras. Mientras subíamos las escaleras, el preso de la celda de Smeaton volvió a soltar una retahíla de confusas citas bíblicas, a la que pusieron fin un chasquido seco y un alarido de dolor.