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Por suerte, cuando salí de Westminster había dejado de llover. Cabalgué despacio hacia mi casa en la creciente penumbra del atardecer. Las palabras de lord Cromwell habían conseguido asustarme. Comprendí que me había acostumbrado a gozar de su favor, y la idea de perderlo me helaba la sangre; sin embargo, lo que más me intranquilizaba era su insinuación sobre mi falta de lealtad. Debía tener cuidado con lo que decía en los tribunales.

Aquel mismo año había comprado una espaciosa casa en Chancery Lañe, la amplia avenida que lleva el nombre del tribunal del rey y el de mi caballo. Era un hermoso edificio de piedra con las ventanas acristaladas, por el que había pagado una suma considerable. Joan Woode, mi ama de llaves, me abrió la puerta. La bondadosa y enérgica viuda, que llevaba conmigo algunos años, me recibió calurosamente. Le gustaba mimarme, lo que no me molestaba en absoluto, aunque a veces se excediera en sus atribuciones.

Estaba hambriento, de modo que, aunque era temprano, le dije que preparara la cena y entré en la sala. Estaba orgulloso de aquella habitación, cuyos paneles había hecho decorar con una clásica escena campestre que me había costado una fortuna. En la chimenea ardía un buen fuego y, ante ella, sentado en un taburete, estaba Mark, con un aspecto que me sorprendió. Se había quitado la camisa y, con el blanco y musculoso torso al aire, cosía unos botones de ágata adornados con un complicado dibujo. Tenía una docena de agujas con sus respectivos hilos clavadas en la bragueta, tan aparatosa como las que se llevaban entonces. Tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a reír.

Como de costumbre, me sonrió de oreja a oreja enseñando los dientes, que tenía sanos aunque algo grandes para el tamaño de su boca.

– Señor… Sabía que habíais llegado. Un mensajero de lord Cromwell ha traído un paquete para vos y me ha dicho que habíais vuelto. Perdonad que no me levante, pero no me gustaría clavarme una de estas agujas.

A pesar de la sonrisa, su mirada era cautelosa; sin duda, había deducido que si yo venía de ver a Cromwell, era muy probable que su situación hubiera salido a relucir.

Me limité a gruñir. Advertí que llevaba el pelo muy corto. El rey Enrique se lo había cortado al rape para disimular su creciente calvicie y había ordenado que toda la corte hiciera lo mismo, por lo que se había convertido en moda. El nuevo estilo favorecía a Mark, pero yo había decidido seguir llevando melena, porque disimulaba mis facciones angulosas.

– ¿No podía coserte eso Joan?

– Ha estado ocupada preparando vuestra llegada.

Cogí el volumen que descansaba sobre la mesa.

– Veo que has estado leyendo mi Maquiavelo…

– Dijisteis que podía hacerlo.

– ¿Y te gusta? -le pregunté, dejándome caer en mi mullido sillón con un suspiro.

– No demasiado. Aconseja a su príncipe que emplee la crueldad y el engaño.

– Cree que esas cosas son necesarias para gobernar bien, y que las exhortaciones a la virtud de los escritores clásicos olvidan las realidades de la vida. «Si un gobernante que desea actuar con rectitud está rodeado de hombres sin escrúpulos, su caída es inevitable.» Mark cortó un trozo de hilo con los dientes. -Es una sentencia amarga.

– Maquiavelo era un hombre amargo. Escribió el libro tras ser torturado por el príncipe Medici, a quien iba dirigido. Si vuelves a Westminster, más vale que no digas a nadie que lo has leído. Allí no lo aprueban.

Ante la mención de Westminster, Mark alzó la vista de inmediato.

– ¿Puedo volver? ¿Lord Cromwell…?

– Tal vez. Hablaremos de eso durante la cena. Estoy cansado y quiero acostarme un rato.

Me levanté del sillón y abandoné la sala. Al chico no le iría mal pensarlo un poco.


Joan no había perdido el tiempo. En mi habitación ardía un buen fuego y mi cama de plumas estaba preparada. Sobre el escritorio había una vela encendida junto a mi posesión más preciada, un ejemplar de la traducción inglesa de la Biblia, recientemente aprobada. Verla allí, iluminada por la vela, convertida en el centro de la habitación, atrayendo la mirada, me tranquilizaba. La abrí y pasé los dedos por las líneas de letras góticas, cuya lustrosa superficie brillaba a la luz de la vela. Junto a ella había un abultado paquete de documentos. Saqué la daga e hice saltar la dura cera del sello, que se desmigajó sobre el escritorio. Dentro había una carta con mi nombramiento escrita con la enérgica letra del propio Cromwell, un volumen encuadernado de la Comperta y diversos documentos relacionados con la inspección de Scarnsea.

Me acerqué a la ventana de losanges y durante unos instantes contemplé el jardín, una tranquila extensión de césped rodeada por una tapia y sumida en la penumbra. Me habría gustado poder quedarme y disfrutar del calor y la comodidad de mi hogar, ahora que se acercaba el invierno. Suspiré y me tumbé en la cama. Los músculos de la espalda me temblaban a medida que se relajaban. Al día siguiente, me esperaba otra larga cabalgada. Esos viajes se me hacían cada vez más pesados y dolorosos.


Mi mal comenzó cuando tenía tres años. Empecé a encorvarme hacia delante y a la derecha, y no hubo aparato que pudiera corregirlo. Cuando cumplí los cinco, me había convertido en un jorobado, y así he seguido hasta el día de hoy. En la granja, envidiaba a los chicos y las chicas de los alrededores, que corrían y jugaban mientras yo me veía obligado a renquear como un viejo y soportar sus burlas. Más de una vez le reproché a Dios su injusticia a gritos.

Mi padre poseía una amplia extensión de tierra cultivable y pastos cerca de Lichfield. Su mayor pena era que yo, el único hijo que le quedaba, nunca podría trabajar en la granja. A mí me dolía tanto más cuanto que nunca me echó en cara mi defecto; sólo recuerdo que un día comentó que cuando fuera demasiado viejo para llevar la granja contrataría a un administrador que trabajara para mí cuando él no estuviera.

Cuando llegó el administrador, yo tenía dieciséis años. Recuerdo que aquel día de verano en que William Poer apareció en casa tuve que morderme los labios para contener una ola de rencor. Era un hombre moreno y corpulento, de rostro franco y rubicundo y grandes y callosas manos, que envolvieron las mías en un fuerte apretón. Ese día también conocí a su mujer, una criatura pálida y delicada, y a Mark, que no era más que un rollizo y desgreñado mocoso que me miraba agarrado a las faldas de su madre, chupándose el pulgar.

Para entonces, ya estaba decidido que iría a Londres a estudiar en los Inns of Court. Si uno tenía un hijo con un mínimo de cerebro y quería asegurarle la independencia económica, lo habitual era enviarlo a estudiar leyes. Mi padre decía que, además de ganarme bien la vida, en el futuro mis conocimientos legales me ayudarían a supervisar la gestión de la granja por parte del administrador. Él pensaba que volvería a Lichfield, pero nunca lo hice. Llegué a Londres en 1518, un año después de que Martín Lutero clavara su desafío al Papa en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Recuerdo que, al principio, el ruido, la multitud y, sobre todo, el permanente hedor de la capital se me hicieron difícilmente soportables. Sin embargo, no tardé en encontrar buena compañía tanto en mi alojamiento como en las aulas. Aquéllos ya eran días de controversias, en los que los abogados de Derecho consuetudinario protestaban contra el continuo aumento de las competencias de los tribunales eclesiásticos. Yo me alineé con quienes opinaban que los tribunales del rey estaban siendo despojados de sus prerrogativas. Porque, si dos hombres discuten sobre la interpretación de un contrato, o una persona calumnia a otra, ¿qué tiene que decir sobre ello un archidiácono? No era un mero deseo cínico de proteger el negocio; la Iglesia se había convertido en un enorme pulpo que extendía sus tentáculos a todos los ámbitos de la vida nacional, sin la autoridad de las Escrituras, para sacar provecho. Leí a Erasmo y empecé a ver mi ingenua sumisión a la Iglesia de mi juventud con ojos totalmente nuevos. Tenía mis propias razones para estar resentido con los monjes, y ahora las veía confirmadas.

Acabé mis estudios y empecé a establecer contactos y a conseguir clientes. Descubrí que tenía unas insospechadas dotes para litigar, que me fueron muy útiles con los jueces más honestos. Y a finales de los años veinte, cuando los problemas del rey con el Papa respecto a la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón empezaban a dividir al país, me presentaron a Thomas Cromwell, un colega que en esos momentos estaba en pleno ascenso al servicio del cardenal Wolsey.

Lo conocí en un círculo de debate reformista que solía reunirse en una taberna de Londres, secretamente, pues muchos de los libros que leíamos estaban prohibidos. Empezó a pasarme algunos trabajos para diversos organismos del Estado, y de ese modo emprendí el camino que había de seguir en el futuro, a la sombra de aquel hombre, que no tardaría en desplazar a Wolsey y convertirse en secretario del rey, comisionado general y vicario general, ocultando en todo momento a su soberano el auténtico alcance de su radicalismo religioso.

Empecé a colaborar con él en asuntos legales que afectaban a quienes gozaban de su favor -pues estaba tejiendo una gran red de influencias- y acabé convirtiéndome en uno de los «hombres de Cromwell». De modo que, hace cuatro años, cuando mi padre me escribió preguntándome si podía conseguirle al hijo de William Poer un puesto en alguno de los pujantes organismos estatales que controlaba mi señor, estaba en situación de hacerlo.

Mark pospuso su llegada hasta abril de 1533 para hacerla coincidir con la coronación de Ana Bolena. Disfrutó enormemente con las grandes fiestas que se celebraron en homenaje de la nueva reina, a la que más tarde nos presentarían como bruja y fornicadora. Él tenía entonces dieciséis años, la misma edad que yo cuando vine al sur. No era alto, pero tenía una constitución tuerte y unos grandes ojos azules en una cara de una delicadeza angelical que me recordaba la de su madre, aunque la viva inteligencia que brillaba en su límpida mirada era un rasgo exclusivamente suyo.

Confieso que cuando llegó a mi casa deseé que la abandonara lo antes posible. No me atraía actuar in loco parentis con el muchacho, que sin duda empezaría a dar portazos y a tirar mis papeles al suelo apenas se instalara y cuyo rostro y figura reavivaban los sentimientos de pesar que asociaba con el hogar de mi infancia. No me costaba imaginar a mi pobre padre lamentando que Mark no fuera su hijo, en mi lugar.

Pero el deseo de librarme de él fue desapareciendo sin que apenas me diera cuenta. Mark no era el zafio patán que había imaginado; al contrario, tenía un carácter tranquilo y respetuoso y conocía los rudimentos de la buena educación. Cuando cometía algún error de etiqueta en el vestido o en la mesa, cosa frecuente al principio, rectificaba riéndose de sí mismo. En los puestos de escribiente que le conseguí en la Hacienda del reino, primero en el tribunal de Exchequer y más tarde en Desamortización, me ponderaban su formalidad. Le permitía que entrara y saliera a su antojo, y si visitaba las tabernas y casas de mala reputación con sus compañeros de trabajo, nunca volvió a casa borracho o escandalizando.

Sin quererlo, acabé cogiéndole cariño y acostumbrándome a utilizar su ágil mente como caja de resonancia para ciertos aspectos legales o los hechos más enrevesados con los que me tocaba lidiar. Si tenía algún defecto, ése era la pereza, pero solían bastar unas palabras severas para ponerlo en movimiento. Pasé de sospechar que mi padre lo habría preferido a él como hijo a desear que lo fuera mío. Empezaba a hacerme a la idea de que nunca tendría hijos propios, pues mi pobre Kate había fallecido durante la epidemia de peste de 1534. Aún llevaba un anillo de luto con una calavera por ella, indebidamente, porque me constaba que, de haber vivido, Kate se habría casado con otro.


* * *

Joan me llamó para cenar al cabo de una hora. En la mesa había un rollizo capón con zanahorias y nabos. Mark me esperaba sentado en su sitio; se había puesto la camisa y un jubón de lana marrón, en el que advertí los mismos botones de ágata. Bendije la mesa y me serví una pata de pollo.

– Bueno, tal vez lord Cromwell vuelva a aceptarte en Desamortización -empecé diciendo-. Pero antes quiere que me ayudes con una tarea que m«ha encomendado. Luego Dios dirá.

Hacía seis meses, Mark había tenido una aventura con una dama de honor de la reina Juana. La joven sólo tenía dieciséis años y era demasiado inmadura y atolondrada para servir en la corte, a la que había llegado empujada por sus ambiciosos parientes, a los que a la postre sólo les causó vergüenza, porque empezó a zascandilear por todos los rincones de Whitehall y Westminster hasta que se vio en Westminster Hall, entre escribientes y abogados. Allí, aquella cabeza loca encontró a Mark, con el que acabó retozando en un despacho vacío. Luego se arrepintió y se lo contó a otras damas; como no podía ser de otra manera, a su debido tiempo la historia llegó a oídos del chambelán. La muchacha fue devuelta a casa y Mark pasó de sus brazos a las garras de los altos funcionarios de la Casa Real, que lo interrogaron. Estaba desconcertado y asustado. Aunque me enfadé con él, su miedo acabó ablandándome; después de todo, era joven. Pedí a lord Cromwell que interviniera, pues sabía de su indulgencia hacia ese tipo de faltas, ya que no hacia otros.

– Gracias, señor -respondió Mark-. Estoy sinceramente arrepentido de lo que ocurrió.

– Tienes suerte. A la gente de nuestra condición no suelen darle una segunda oportunidad. Y menos después de algo así.

– Lo sé. Pero… Era muy atrevida, señor. -El chico sonrió débilmente-. Y uno no es de piedra.

– Una atolondrada, eso es lo que era. Pudiste dejarla preñada.

– De haber ocurrido, me habría casado con ella, si nuestra posición lo hubiera permitido. Soy un hombre de honor, señor.

Me llevé un trozo de pollo a la boca y agité el cuchillo en su dirección. Aquélla era una vieja discusión.

– Sí, y un cabeza de chorlito. La diferencia de posición lo es todo. Vamos, Mark, llevas cuatro años trabajando al servicio del gobierno. Ya sabes cómo funcionan las cosas. Nosotros somos plebeyos y debemos mantenernos en nuestro sitio. Hay hombres de humilde cuna, como Cromwell y Rich, que han llegado muy alto trabajando al servicio del rey, pero sólo porque Su Majestad ha querido tenerlos a su lado. Podría retirarles su favor en cualquier momento. Si el chambelán se lo hubiera contado al rey en vez de a Cromwell, podrías haber acabado en la Torre, con una tanda de azotes que te habría dejado señalado para toda la vida. Es lo que me temía, ¿sabes? -De hecho, el asunto me había costado varias noches sin dormir, aunque nunca se lo había dicho. Mark parecía apesadumbrado-. Bueno, por esta vez parece que el asunto quedará olvidado -le dije más suavemente lavándome en el aguamanil-. ¿Y el trabajo? ¿Has preparado las escrituras para la compraventa de Fetter Lañe? -Sí, señor.

– Les echaré un vistazo cuando acabemos de cenar. Tengo que examinar unos documentos. -Doblé la servilleta y lo miré seriamente-. Mañana nos pondremos en camino hacia la costa meridional.

Le expliqué nuestra misión, pero no mencioné su trascendencia política. Cuando le hablé del asesinato, Mark me miró con los ojos muy abiertos: el irreflexivo entusiasmo de la juventud volvía a hacer presa en él.

– Puede ser peligroso -le advertí-. No sabemos lo que está ocurriendo allí. Debemos estar preparados para todo. -Parecéis preocupado, señor.

– Es una gran responsabilidad. Y, francamente, ahora mismo preferiría quedarme aquí en vez de hacer ese viaje a Sussex. Las tierras del otro lado del Weald son más bien inhóspitas. -Solté un suspiro-. Pero, como Isaías, debemos ir allí y luchar por Sión.

– Si tenéis éxito, lord Cromwell os recompensará con generosidad.

– Sí. Y conservaré su favor. -Sorprendido por mis palabras, Mark alzó la vista hacia mí. Comprendí que era más prudente cambiar de tema-. Nunca has estado en un monasterio, ¿verdad?

– No.

– No tuviste el dudoso privilegio de asistir a la escuela catedralicia. Los monjes apenas sabían el latín necesario para leer los antiguos volúmenes que utilizaban como libros de texto. Si no hubiera tenido cierto ingenio natural, hoy sería tan analfabeto como Joan.

– ¿Están tan corrompidos los monasterios como dicen? -me preguntó Mark.

– Ya has visto el Libro Negro con los extractos de las inspecciones que circula de mano en mano.

– Como casi todo Londres.

– Sí, a la gente le encantan las historias de monjes disolutos -respondí bajando la voz al ver que entraba Joan con las natillas-. Pero es cierto, están corrompidos -seguí diciendo cuando volvimos a quedarnos solos-. La regla de san Benito, que he tenido la oportunidad de leer, prescribe una vida dedicada a la oración y al trabajo, alejada del mundo y sustentada con lo imprescindible. Sin embargo, la mayoría de los benedictinos viven en magníficos edificios, atendidos por criados, disfrutando de las rentas de sus tierras y practicando todos los vicios imaginables.

– Dicen que los cartujos vivían austeramente y que cantaban himnos de alegría cuando los llevaban a Tyburn para destriparlos.

– Bueno, hay alguna orden que vive según su regla. Pero no olvides que los cartujos murieron por negarse a reconocer al rey como cabeza de la Iglesia. Todos quieren la vuelta del Papa. Y ahora parece que uno de ellos es un asesino -murmuré, y solté un suspiro-. Siento que te veas implicado en esto.

– Los hombres de honor no deben temer al peligro.

– Siempre hay que temer al peligro. ¿Sigues asistiendo a clases de esgrima?

– Sí. El señor Green dice que hago grandes progresos.

– Bien. Los caminos poco transitados están plagados de asaltantes.

Durante un momento, Mark permaneció en silencio, mirándome pensativamente.

– Señor, agradezco la posibilidad de recuperar mi puesto en Desamortización, pero me gustaría que no fuera el lugar inmundo que es. La mitad de las tierras acaban en manos de Richard Rich y sus amigos.

– No exageres. Es una institución nueva; es lógico que quienes la dirigen premien a quienes les han demostrado su lealtad. En eso consiste el buen patronazgo. Mark, tú sueñas con un mundo ideal. Y deberías tener cuidado con lo que dices. ¿Has vuelto a leer la Utopía de Moro? Cromwell la ha mencionado hoy mismo.

La Utopía infunde esperanza en la condición humana. Vuestro Maquiavelo, sin embargo, produce desesperación.

– Pues, si quieres ser como los utópicos -dije señalando su jubón-, deberías cambiar tu elegante ropa por un sencillo sayo de saco. Por cierto, ¿qué representa el dibujo de los botones?

Mark se quitó el jubón y me lo extendió por encima de la mesa. Todos los botones tenían un minúsculo grabado que representaba a un hombre empuñando una espada y a una mujer a la que rodeaba por los hombros; junto a ellos había un jabalí. Era un trabajo primoroso.

– Los compré muy baratos en el mercado de San Martín. Las ágatas son falsas.

– Ya veo. Pero ¿qué significa? ¡Ah, ya sé! Fidelidad, por el jabalí -dije devolviéndole la prenda-. Esta moda de llevar dibujos simbólicos para que la gente se rompa la cabeza me agota, la verdad. Como si en el mundo no hubiera bastantes misterios reales.

– Pero vos pintáis, señor.

– En mis pocos ratos libres, sí. Pero, con mis pobres medios, trato de representar ala gente directa y claramente, como el señor Holbein. El arte debería resolver los misterios de nuestro ser, no complicarlos.

– ¿No llevabais símbolos así en vuestra juventud?

– No, entonces no se llevaban. Alguna vez, quizá. -Me acudió a la mente una frase de la Biblia, que cité con cierta tristeza-: «Cuando era niño, pensaba como un niño; pero, al hacerme hombre, dejé a un lado las niñerías», como dijo san Pablo. Bueno, ahora debo subir a mi habitación, tengo muchas cosas que leer. -Al ver que me costaba levantarme, Mark corrió en mi ayuda-. Puedo yo solo -refunfuñé gesticulando al sentir una punzada de dolor en la espalda-. Despiértame en cuanto amanezca. Y dile a Joan que tenga preparado un buen desayuno.

Cogí una vela y subí las escaleras. Los próximos días me depararían incógnitas más complejas que un dibujo en un botón, y necesitaba cualquier ayuda que el estudio de la palabra impresa en liso y llano inglés pudiera proporcionarme.

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