De pronto vi a Mark, que me sacudía por los hombros; debía de haberme quedado dormido sin darme cuenta.
– Señor, el hermano Guy está aquí.
Al ver al enfermero de pie junto a la cama, me levanté a toda prisa.
– El abad me envía a deciros que tiene las escrituras de compraventa que le pedisteis y unas cartas que desea mandar. Llegará de un momento a otro, comisionado.
– Gracias, hermano.
El enfermero me miró indeciso pasando sus largos y oscuros dedos por el cordón que le ceñía el hábito a la cintura.
– Dentro de un momento, iré al oficio nocturno por Simón Whelplay. Comisionado, creo que debería explicarle al abad lo del envenenamiento.
– Todavía no -respondí negando con la cabeza-. Su asesino ignora que sabemos que el muchacho murió envenenado, y eso podría darme una ventaja.
– ¿Y cómo explico su muerte? El abad me preguntará.
– Respondedle que no estáis seguro.
El hermano Guy se pasó una mano por la tonsura. Cuando volvió a hablar, lo hizo con la voz alterada:
– Pero, señor, saber cómo murió guiaría las oraciones de la comunidad. Deberíamos pedir a Dios que reciba el alma de un hombre asesinado, no la de un enfermo. Murió sin confesar y comulgar; eso basta para que su alma esté en peligro.
– Dios lo ve todo. El muchacho irá al cielo sólo si es Su voluntad.
El enfermero parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero en ese momento entró el abad. Su viejo criado lo seguía, cargado con un gran cartapacio de cuero. El abad Fabián nos miró con ojos cansados. Parecía más viejo y abatido. El hermano Guy se inclinó ante su superior y abandonó la habitación.
– Comisionado, os traigo las escrituras de las cuatro ventas de tierras del último año y un fajo de correspondencia comercial, junto con algunas cartas personales de los monjes. Queríais examinar la correspondencia antes de que saliera…
– Gracias. Dejad el cartapacio sobre la mesa.
El abad dudó un instante y se frotó las manos con nerviosismo.
– ¿Puedo preguntaros cómo os ha ido en la ciudad? ¿Habéis hecho progresos? Los contrabandistas…
– He hecho alguno, sí. Las líneas de investigación parecen multiplicarse, señor abad. Esta tarde, también he hablado con Jerome.
– Espero que no os haya…
– Sí, ha vuelto a insultarme, naturalmente. Creo que, por el momento, debería permanecer en su celda.
El abad carraspeó.
– He recibido una carta -dijo tras una vacilación-. La he puesto con las otras; es de un viejo conocido mío, un monje de Bisham que tiene amigos en el priorato de Lewes. Le han dicho que están negociando los términos de la cesión con el vicario general.
– Los monjes de Inglaterra tienen sus propias redes de comunicación -respondí sonriendo con ironía-. Siempre ha sido así. En fin, señor abad, al parecer Scarnsea no es la única casa problemática que a lord Cromwell le gustaría ver cerrada.
– Ésta no es una casa problemática, señor comisionado -repuso el abad con un temblor en su profunda voz-. ¡Las cosas iban bien hasta que llegó el comisionado Singleton! -Le lancé una mirada severa. El abad se mordió el labio y tragó saliva, y comprendí que tenía ante mí a un hombre asustado, al borde de un ataque de nervios. Su humillación y su desconcierto al ver que su mundo se agitaba y temblaba a su alrededor eran evidentes-. Lo siento, doctor Shardlake, perdonadme -murmuró alzando una mano-. Es un momento difícil.
– Aun así, deberíais medir vuestras palabras, señor abad.
– Vuelvo a pediros disculpas.
– Está bien.
– El doctor Goodhaps lo tiene todo dispuesto para partir mañana, señor, después del funeral del comisionado Singleton -dijo el abad, más calmado-. El oficio nocturno empezará dentro de una hora, y a continuación celebraremos la vigilia. ¿Asistiréis?
– ¿Se celebrará una sola vigilia para los dos difuntos?
– No, habrá dos, puesto que uno era religioso y el otro seglar. Los hermanos se repartirán entre ambas.
– ¿Y velarán los cuerpos durante toda la noche, con cirios bendecidos para mantener alejados a los malos espíritus?
– Ésa es la tradición -respondió el abad tras una vacilación.
– Una tradición condenada por los Diez Artículos de Religión promulgados por el rey. En los responsos, los cirios sólo están permitidos como símbolos de la gracia de Dios. Al comisionado Singleton no le habría hecho ninguna gracia que se atribuyeran poderes sobrenaturales a los cirios utilizados en su funeral.
– Recordaré la disposición a los hermanos.
– En cuanto a los rumores sobre Lewes… Guardáoslos para vos -le sugerí, y di por concluida la conversación con un movimiento de cabeza.
El abad Fabián abandonó la habitación. Mientras salía, lo seguí con la mirada, pensativo.
– Creo que al fin tengo el control de la situación -le dije a Mark-. ¡Por las llagas de Cristo, qué cansado estoy!
– El abad me da un poco de lástima -murmuró Mark.
– ¿Crees que he sido demasiado duro? Acuérdate de los aires que se dala cuando llegamos. Necesito imponer mi autoridad; puede que no sea agradable, pero sí necesario.
– ¿Cuándo le diréis cómo murió el novicio?
– Mañana quiero echarle un vistazo al estanque; luego, decidiré qué conviene hacer a continuación. También deberíamos buscar en las capillas de la iglesia. Bueno, por el momento iremos a examinar las cartas y las escrituras. Luego asistiremos a la vigilia por el pobre Singleton.
– Nunca he asistido a un oficio nocturno.
Abrí el cartapacio y volqué las cartas y los pergaminos sobre la mesa.
– Debemos mostrar respeto, pero no pienso pasarme la noche oyendo memeces sobre el purgatorio. Ya verás, es una ceremonia curiosa.
En las cartas no había nada que censurar. Las comerciales eran triviales; trataban asuntos relacionados con la compra de lúpulo para la destilería y otros parecidos. El puñado de cartas personales de los monjes a sus familiares mencionaban la muerte del novicio, pero la atribuían a unas fiebres palúdicas agravadas por la crudeza del tiempo, la misma causa que señalaba el abad en su ceremoniosa y meliflua misiva a los padres del muchacho. Al pensar en la muerte de Simón, volví a sentir una punzada de culpa.
A continuación, examinamos los títulos de compraventa. Los precios eran los que cabía esperar tratándose de tierras de labranza; no había evidencias de que se hubieran enajenado propiedades por debajo de su valor con el fin de obtener favores políticos. Tendría que consultar con Copynger, pero una vez más tuve la sensación de que se había obrado con exquisita prudencia para garantizar que los asuntos del monasterio estuvieran en orden, al menos aparentemente. Acaricié el sello rojo estampado que había al pie de una de las escrituras, en la que se veía la imagen de san Donato resucitando a un cadáver.
– El abad debe poner personalmente el sello en todos los títulos -murmuré.
– Si lo hiciera cualquier otra persona, sería culpable de falsificación -observó Mark.
– ¿Recuerdas que el día que llegamos vimos el sello sobre su escritorio? Estaría más seguro guardado bajo llave, pero supongo que le gusta exhibirlo como símbolo de su autoridad. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» -cité abriendo los brazos-. Creo que hoy no cenaré en el refectorio; estoy demasiado cansado. ¿Por qué no le pides algo de comer al enfermero? ¿Podrías traerme un poco de pan y queso?
– Iré a ver.
Mark abandonó la habitación y yo permanecí sentado, cavilando. Desde nuestra discusión en la casa de postas, la voz de Mark delataba cierto distanciamiento, cierta reserva hacia mí. Tarde o temprano, debería volver a sacar el tema de su futuro. Me sentía obligado a impedir que arrojara su carrera por la borda, obligado no sólo con Mark, sino también con su padre y con el mío.
Pasados unos diez minutos, empecé a impacientarme. Tenía más hambre de lo que pensaba. Me levanté y fui en busca de Mark. Vi luz en la cocina, que tenía la puerta entreabierta, y oí un sonido débil: el llanto de una mujer.
Al empujar la hoja, vi a Alice, sentada a la mesa con la cabeza entre las manos. Tenía el rostro oculto tras la espesa y desordenada melena castaña. Sus débiles sollozos producían un sonido de una tristeza lacerante. Me oyó y alzó los ojos. Tenía la cara roja y húmeda, y la enérgica regularidad de sus facciones se había desvanecido. Se secó los ojos con la manga e hizo ademán de levantarse, pero le indiqué que permaneciera sentada.
– No, Alice, no te levantes. Por favor, dime qué te pasa.
– No es nada, señor -respondió la chica, y carraspeó para disimular el temblor de su voz.
– ¿Ha hecho alguien algo que te ha molestado? ¿Ha sido el hermano Edwig?
– No, señor -contestó Alice mirándome con extrañeza-. ¿Por qué iba a ser él?
Le conté mi conversación con el tesorero y que éste había adivinado quién era mi fuente de información.
– Pero no temas, Alice. Le advertí que estás bajo mi protección.
– No es eso, señor. Es que… -murmuró la muchacha bajando la cabeza-. Me siento sola, señor. No tengo a nadie en este mundo. No podéis imaginaros lo que es eso.
– Creo que puedo entenderlo. Hace años que no veo a mi familia. Viven lejos de Londres. En mi casa, sólo tengo conmigo al señor Poer. Ya sé que gozo de una posición privilegiada en el mundo, pero a veces también me siento solo. Sí, solo -repetí sonriéndole con tristeza-. Pero… ¿no tienes ningún pariente, ni amigos a los que visitar en Scarnsea?
Alice frunció el semblante.
– Mi madre era la única familia que me quedaba -respondió, jugando con un hilo suelto de la manga-. Los Fewterer no éramos muy queridos en la ciudad; las curanderas siempre han vivido un poco aparte -añadió con voz amarga-. La gente acude a mujeres como mi madre y mi abuela para que remedien sus males, pero a nadie le gusta sentirse obligado hacia ellas. Siendo joven, el juez Copynger fue a ver a mi abuela porque tenía unos retortijones de tripas que no se le iban. Ella lo curó, pero después él ni la saludaba cuando se encontraban por la calle. Y tampoco se privó de echarnos de casa cuando murió mi madre. Tuve que vender todos los enseres y los muebles con los que había crecido, porque no tenía donde guardarlos.
– Lo siento. Habría que poner fin a esos robos de tierras.
– Por eso nunca voy a Scarnsea. Los días de descanso me quedo aquí, leyendo los libros del hermano Guy, con su ayuda.
– Entonces sí tienes un amigo.
La muchacha asintió.
– Sí, es un buen hombre.
– Dime, Alice, ¿has oído hablar de la joven que trabajaba aquí antes que tú, una tal Orphan?
– He oído que robó unas copas de oro y huyó. No puedo culparla.
Decidí no mencionar los temores de la señora Stumpe; no quería preocupar más a Alice. Sentía un apremiante deseo de levantarme y estrecharla contra mi pecho para aliviar el dolor que la soledad nos causaba a ambos, pero conseguí dominarlo.
– Tú también podrías marcharte -le sugerí tímidamente-. Ya lo hiciste una vez, cuando fuiste a trabajar con el boticario de… ¿Esher, verdad?
– Me iría si pudiera, sobre todo después de lo que ha ocurrido en los últimos diez días. Aquí no hay más que hombres viejos y grises que celebran ceremonias en las que no hay ni amor ni calidez… Y sigo preguntándome a qué se refería el pobre Simón con lo de avisarme.
– Sí, yo también -dije inclinándome hacia ella-. Tal vez pueda hacer algo para ayudarte. Tengo contactos en la ciudad, y en Londres también. -Alice me miró con curiosidad-. Comprendo tu situación, créeme, y me gustaría ayudarte. No pretendo… -balbuceé notando que me sonrojaba-. No pretendo que te sientas… obligada hacia mí; pero, si estás dispuesta a aceptar la ayuda de un viejo feo y jorobado como yo, te la prestaría encantado.
La mirada de curiosidad de Alice se acentuó.
– ¿Por qué decís que sois viejo y feo, señor? -me preguntó frunciendo el entrecejo.
Me encogí de hombros.
– Ya no me falta mucho para cumplir los cuarenta, Alice, y siempre me han dicho que soy feo.
– Pues os han mentido, señor -aseguró la chica con viveza-. Casualmente, el hermano Guy comentó ayer mismo que en vuestras facciones había una extraña mezcla de distinción y tristeza.
Arqueé las cejas.
– Espero que el hermano Guy no tenga las mismas inclinaciones que Gabriel -bromeé.
– No, no las tiene -contestó Alice con sorprendente seguridad-. Y vos no deberíais menospreciaros de ese modo, señor. Bastante sufrimiento hay ya en el mundo.
– Lo siento -murmuré, y solté una risa nerviosa.
Sus palabras me habían llenado de vergüenza y placer. Alice seguía mirándome con tristeza, y no pude evitar extender una mano para tocar la suya. Pero, de pronto, las campanas rompieron el silencio de la noche y su estruendo nos sobresaltó a ambos.
Dejé caer la mano, y los dos reímos nerviosamente. En ese momento, se abrió la puerta y Mark entró en la cocina. Alice se levantó de inmediato y se acercó al aparador; supuse que no quería que Mark la viera con el rostro manchado de lágrimas.
– Siento haber tardado tanto, señor -dijo mi ayudante dirigiéndose a mí, pero con los ojos clavados en Alice-. He ido al excusado y luego me he entretenido un momento en la enfermería. El hermano Guy está atendiendo al monje anciano, que se encuentra muy enfermo.
– ¿El hermano Francis? -preguntó Alice volviéndose de inmediato-. Entonces, os ruego me disculpéis, señores, debo ir a su lado -dijo saliendo a toda prisa y alejándose por el pasillo.
– ¿Ha llorado, señor? -me preguntó Mark con la preocupación pintada en el rostro-. ¿Qué tiene?
Suspiré.
– Soledad, Mark, sólo soledad. Ahora, vamos. Esas campanas del demonio están tocando a vigilia.
Al pasar por la enfermería, vimos a Alice y al hermano Guy inclinados sobre la cama del anciano. El hermano Andrew, el monje ciego, estaba sentado en su sillón y movía la cabeza a derecha e izquierda para captar los ruidos de los movimientos del enfermero y su ayudanta.
Al ver que nos acercábamos, el hermano Guy alzó la cabeza.
– Está agonizando -dijo en voz baja-. Me temo que voy a perder a otro.
– Le ha llegado la hora. -Al oír la voz del ciego, los cuatro nos volvimos sorprendidos-. Pobre Francis… Durante casi cien años, ha visto el mundo avanzando hacia su fin. Ha asistido a la llegada del Anticristo, tal como estaba anunciado. Lutero, y su agente, Cromwell.
Comprendí que el hermano Andrew no tenía la menor idea de que yo estaba allí. El enfermero dio un paso hacia él, pero lo contuve agarrándolo de la manga.
– No, hermano, oigamos lo que tiene que decir.
– ¿Quién sois, una visita? -preguntó el monje ciego volviendo sus lechosos ojos hacia mí-. ¿Conocíais al hermano Francis,señor?
– No, hermano. Soy… sí, una visita.
– Cuando profesó, aún era la época de las guerras entre los Lancaster y los York. ¿Os lo imagináis? Dice que por aquel entonces había en Scarnsea un hermano muy viejo, tan viejo como él ahora, que había conocido a los monjes que vivían aquí en tiempos de la Gran Peste. -El hermano Andrew esbozó una sonrisa soñadora-. Debió de ser una época gloriosa. Más de cien hermanos en el monasterio, un clamor de jóvenes ansiosos por tomar el hábito… Aquel anciano le dijo al hermano Francis que la epidemia había acabado con la mitad de los monjes en tan sólo una semana. Los supervivientes dividieron el refectorio, porque no soportaban ver las mesas vacías. El mundo entero recibió un golpe terrible y dio un paso más hacia su final. -EL ciego movió la cabeza-. Y ahora que se aproxima, todo es corrupción y vanidad. Cristo no tardará en venir para juzgarnos a todos.
– Silencio, hermano -murmuró el hermano Guy, asustado-. Silencio.
Miré a Alice; la muchacha bajó los ojos. Observé al monje anciano, que yacía inconsciente, con una expresión plácida en su arrugado rostro.
– Venga, Mark -dije bajando la voz-. Vámonos.
Nos abrigamos y salimos. La noche era gélida pero serena, y la luna hacía brillar la nieve mientras caminábamos hacia la iglesia, cuyos vitrales coloreaban el tenue resplandor de las velas.
Por la noche, la iglesia tenía un aspecto totalmente distinto. Parecía una enorme y resonante caverna, cuyo techo permanecía oculto en la oscuridad. Las velas encendidas ante las hornacinas de las paredes titilaban en la penumbra, y había dos grandes oasis de claridad, uno en el coro, tras el cancel, y el otro en una capilla lateral, hacia la que conduje a Mark, dando por sentado que Singleton ocuparía el lugar menos lucido.
El féretro, abierto y colocado sobre una mesa, estaba rodeado por nueve o diez monjes que sostenían grandes cirios. Las negras y encapuchadas siluetas permanecían envueltas en sombras, pero la luz de las velas iluminaba sus rostros desde abajo. Al acercarnos, reconocí al hermano Athelstan, que se apresuró a agachar la cabeza, y a los hermanos Jude y Hugh, que se apartaron para dejarnos sitio.
Los monjes habían colocado la cabeza de Singleton en su sitio, pegada al cuello; debajo le habían puesto un trozo de madera para inmovilizarla y le habían cerrado los ojos y la boca; de no ser por la línea roja que rodeaba el cuello, cualquiera que ignorara la verdad habría pensado que había fallecido de muerte natural. Bajé la cabeza, pero tuve que alzarla rápidamente, pues percibí el hedor que ascendía del cuerpo y se mezclaba con el olor a transpiración de los monjes. Singleton llevaba muerto una semana, y fuera del panteón se descomponía rápidamente. Incliné la cabeza ante los monjes y retrocedí unos pasos.
– Me voy a la cama -le dije a Mark-. Quédate tú si quieres.
Él negó con la cabeza.
– Os acompaño. Esto es demasiado lúgubre.
– Voy a presentar mis respetos a Simón Whelplay, aunque como seglares dudo que seamos bien recibidos.
Mark asintió y me siguió hacia el coro. Por detrás del cancel nos llegó el sonido de un canto en latín. Era el salmo noventa y cuatro.
«¡Dios de las venganzas, Yavé; Dios de las venganzas, muéstrate!»
Aunque estaba exhausto, volví a dormir mal. Me dolía la espalda, y me pasé la noche dando vueltas entre breves cabezadas. Mark también estaba inquieto, y gruñía y murmuraba en sueños. Cuando el cielo empezaba a clarear, me quedé profundamente dormido, pero al cabo de una hora me despertó Mark. Él ya estaba levantado y vestido.
– ¡Dios santo! -gruñí-. ¿Ya es de día?
– Sí, señor -respondió Mark de mala gana.
Al levantarme, una punzada de dolor me atravesó la joroba. No podía seguir así.
– ¿Qué, hoy no has oído nada? -le pregunté. Me había propuesto dejarlo tranquilo, pero ver que mis palabras le traían sin cuidado me sacaba de quicio.
– La verdad es que hace unos minutos me ha parecido oír un ruido -respondió Mark con frialdad.
– He estado pensando en lo que dijo Jerome. Ya sabes que no está bien de la cabeza. Es posible que se crea realmente las historias que nos contó y que eso las haga parecer… verosímiles. Mark me miró a los ojos.
– Yo no estoy tan seguro de que esté loco, señor. Puede que sólo tenga un gran dolor espiritual.
Esperaba que Mark aceptara mi explicación; necesitaba recuperar su confianza.
– Bueno, en cualquier caso, lo que dijo no tiene ninguna relación con el asesinato de Singleton -respondí con viveza-. Incluso podría tratarse de una cortina de humo para ocultar lo que sabe. Vamos, no hay tiempo que perder.
– Sí, señor.
Mark fue a desayunar mientras yo me afeitaba y me vestía. Al acercarme a la cocina, lo oí hablar con Alice.
– No debería hacerte trabajar tanto -estaba diciendo Mark.
– Así fortalezco los músculos -contestó Alice con una ligereza de tono que no le había oído hasta entonces-. Un día tendré unos brazos tan gruesos y fuertes como los tuyos.
– Eso no sería apropiado para una dama. Sentí una punzada de celos, pero tosí y entré. Sentado a la mesa, Mark miraba sonriente a Alice, que estaba colocando en fila unas urnas de piedra. Parecían realmente pesadas.
– Buenos días. Mark, ¿podrías llevar estas cartas a casa del abad? Dile que de momento me quedaré con las escrituras.
– Por supuesto.
Mark me dejó solo con Alice, que me puso pan y queso sobre la mesa. Parecía más animada que la noche anterior y se limitó a preguntarme si había dormido bien, sin hacer ninguna alusión a nuestra última charla. La formalidad de la pregunta me decepcionó un tanto, pues sus palabras de la noche anterior me habían causado un gran gozo, aunque ahora me alegraba de haber retirado la mano. Bastantes complicaciones tenía ya.
Al cabo de unos instantes, el hermano Guy entró en la cocina.
– El hermano August necesita su cuña, Alice.
– Enseguida -respondió la muchacha haciendo una reverencia y dejándonos solos.
Fuera, las campanas empezaron a tocar tan ruidosamente que parecían resonar dentro de mi cabeza.
– El funeral por el comisionado Singleton se celebrará dentro de una hora.
– Hermano Guy -murmuré apurado-, ¿puedo consultaros profesionalmente?
– Por supuesto. Estaré encantado de ayudaros.
– Siento molestias en la espalda. Desde el viaje a caballo hasta aquí, no ha dejado de dolerme en la parte en que… sobresale.
– ¿Queréis que os examine?
Respiré hondo. No me gustaba la idea de mostrar mi deformidad a un extraño, pero había estado padeciendo desde que salimos de Londres y empezaba a preguntarme si no me habría hecho algún daño irreparable.
– De acuerdo -murmuré, y empecé a quitarme el jubón.
El hermano Guy se colocó detrás de mí, y al cabo de un momento sentí que sus fríos dedos empezaban a palparme los agarrotados músculos de la espalda.
El enfermero apartó las manos y soltó un gruñido.
– ¿Y bien? -le pregunté preocupado.
– Los músculos han sufrido un espasmo. Están muy agarrotados. Pero no veo ninguna lesión en la columna. Con tiempo y descanso, el dolor debería remitir -dijo el enfermero colocándose frente a mí y examinándome el rostro con una fría mirada profesional-. ¿Os duele la espalda a menudo?
– De vez en cuando -respondí vistiéndome-. Pero la cosa no tiene remedio.
– Estáis sometido a una fuerte presión. Eso no ayuda.
– Desde que llegamos, no he dormido bien ni una sola noche -gruñí-. Pero no es de extrañar.
El hermano Guy me escrutaba con sus grandes ojos castaños.
– ¿No os pasaba antes de llegar aquí?
– Soy de naturaleza melancólica. Durante los últimos meses, la cosa ha ido a peor. Me temo que el equilibrio de mis humores se está alterando.
El enfermero asintió.
– Creo que tenéis la mente sobreexcitada, lo cual no es extraño, después de lo que habéis presenciado aquí.
Permanecí en silencio durante unos instantes.
– No puedo evitar sentirme responsable de la muerte del novicio.
No era mi intención abrirme a él de aquel modo, pero el hermano Guy tenía la habilidad de hacer hablar a los demás.
– Si hay algún responsable, ése soy yo. Lo envenenaron mientras estaba a mi cuidado.
– Después de todo lo que ha ocurrido aquí, ¿no tenéis miedo?
El enfermero negó con la cabeza.
– ¿Quién iba a querer hacerme daño? No soy más que un moro viejo. Acompañadme a la enfermería -dijo el hermano Guy tras una pausa-. Tengo una infusión que podría ayudaros. Hinojo, lúpulo y algún ingrediente más.
– Gracias.
Lo seguí por el pasillo y me senté a la mesa mientras él seleccionaba hierbas y ponía agua a hervir. Alcé la vista hacia el crucifijo español que había colgado en la pared de enfrente y recordé que el día anterior había visto al enfermero tumbado boca abajo ante él.
– ¿Os trajisteis ese crucifijo de vuestra tierra?
– Sí, me ha acompañado en todos mis viajes -respondió el hermano Guy echando las hierbas a un cazo-. Cuando esté preparada la infusión, tomad un poco, pero no demasiado, si no queréis pasaros el día durmiendo -me advirtió, e hizo una pausa-. Os agradezco que hayáis confiado en mí para que os examinara.
– Debo confiar en vos como médico, hermano Guy. -Tras una pausa, añadí-: Tengo la impresión de que os molestó lo que dije ayer sobre los rezos del funeral.
El enfermero inclinó la cabeza.
– Comprendo vuestro punto de vista. Vos creéis que Dios es indiferente a la oración.
– Creo que sólo la gracia de Dios puede salvarnos. ¿No estáis de acuerdo? Vamos, olvidémonos de mi cargo por unos instantes y hablemos libremente, como simples cristianos.
– ¿Como simples cristianos? ¿Tengo vuestra palabra?
– Sí, la tenéis. ¡Por el amor de Dios, esa infusión apesta!
– Tiene que hervir un poco más -dijo el hermano Guy, cruzándose de brazos-. Comprendo que en Inglaterra soplen aires de reforma. En la Iglesia ha habido mucha corrupción. Pero la Reforma podría tomar ejemplo de lo que se ha hecho en España. Hoy miles de frailes españoles trabajan en medio de terribles privaciones para convertir a los indios de América.
– No me imagino a los frailes ingleses en esas condiciones.
– Ni yo. Pero España ha demostrado que la Reforma es posible.
– Y, como premio, el Papa le ha dado la Inquisición.
– Mi temor no es que la Iglesia inglesa se reforme, sino que se destruya.
– Pero ¿qué se destruiría? ¿Qué? ¿El poder del papado, la falsa doctrina del purgatorio?
– Los Artículos de Religión promulgados por el rey reconocen que el purgatorio podría existir.
– Ésa es una de las lecturas. Yo creo que el purgatorio es una invención. Cuando morimos, nuestra salvación sólo depende de la gracia de Dios. Las oraciones de los que quedan en la tierra no sirven de nada.
El hermano Guy movió la cabeza.
– Pero entonces, doctor Shardlake, ¿cómo podemos ganarnos la salvación?
– Mediante la fe.
– ¿Y la caridad?
– Si uno tiene fe, la caridad viene por sí sola.
– Martín Lutero sostiene que la salvación no depende en absoluto de la fe. Dios predetermina si un alma se salvará o se condenará incluso antes del nacimiento. Me parece una doctrina inhumana.
– Así interpreta Lutero a san Pablo, en efecto. Yo, y muchos como yo, opinamos que se equivoca.
– Pero si se permite que cada cual interprete la Biblia a su manera, ¿no surgirán filosofías tan inhumanas como ésa en todas partes? ¿No tendremos otra torre de Babel?
– Dios nos guiará.
El enfermero se levantó y posó en mí sus ojos ensombrecidos por… ¿por qué? ¿Por la tristeza? ¿Por la amargura? El hermano Guy no era un hombre fácil de entender.
– Entonces, ¿vos lo desmantelaríais todo?
Asentí.
– Sí, lo haría. Decidme, hermano, ¿creéis, como el hermano Paul, que el mundo camina hacia su fin, hacia el Día del Juicio?
– Ésa ha sido la doctrina de la Iglesia desde tiempo inmemorial.
– Pero ¿ha de ser así? -le pregunté inclinándome hacia él-. ¿No es posible transformar el mundo, hacerlo como Dios quiso que fuera?
El hermano Guy juntó las manos ante sí.
– Durante mucho tiempo, la Iglesia católica ha sido la única luz de la civilización en este mundo. Sus doctrinas y ritos nos hermanan con la humanidad sufriente y con todos los muertos cristianos. Y nos exhortan a la caridad. Sin embargo, vuestra doctrina dice que los hombres deben buscar la salvación de sus almas mediante la oración y la Biblia. Eso acabará con la caridad y la fraternidad.
Recordé mi niñez y volví a ver al rechoncho y beodo padre Andrew asegurando que nunca podría ordenarme.
– La Iglesia se mostró poco caritativa conmigo cuando era niño -dije con amargura-. Busco a Dios en mi corazón.
– ¿Y lo habéis encontrado en él?
– Una vez Él lo visitó, sí.
El enfermero sonrió con tristeza.
– Hasta ahora, un hombre de Granada, o de cualquier otro lugar de Europa, podía entrar en cualquier iglesia de Inglaterra, oír las mismas misas en latín y encontrarse de inmediato como en casa. Desaparecida esa hermandad internacional, ¿quién pondrá freno a las disputas entre los príncipes? ¿Qué será de los hombres como yo, que nos encontramos solos en una tierra hostil? A veces, cuando voy a Scarnsea, los niños me arrojan desperdicios por la calle. ¿Qué me arrojarán cuando el monasterio ya no esté aquí para protegerme?
– Tenéis una pobre idea de Inglaterra -respondí.
– Una idea realista de la humanidad caída. Sí, comprendo vuestro punto de vista. Vosotros los reformistas rechazáis el purgatorio, las misas de difuntos, las reliquias, todo lo que representan los monasterios. Es natural que queráis verlos desaparecer.
– ¿Y vos lo impediríais? -le pregunté mirándolo con atención.
– ¿Cómo voy a hacerlo? Ya está decidido. Pero me temo que, sin la Iglesia universal para unirnos, en este país llegará el día en que incluso se deje de creer en Dios. Sólo se adorará el dinero… y la nación, por supuesto.
– ¿No debemos ser leales a nuestra nación y a nuestro rey?
El enfermero retiró la infusión del fuego, musitó una breve oración y vertió el brebaje en una botella de cristal.
– Al adorar a su nación los hombres se adoran a sí mismos y desprecian a los demás, y eso no es bueno.
– Estáis completamente equivocado respecto a lo que pretendemos. Nosotros deseamos construir la república cristiana.
– Os creo, pero me temo que las cosas van por otro camino -dijo el hermano Guy tendiéndome la botella y una cuchara-. Ésa es mi opinión como simple cristiano. Aquí tenéis; deberíais tomar un poco ahora mismo.
Le di un sorbo a la infusión e hice una mueca; sabía tan mal como olía. El lento tañido de las campanas que había acompañado nuestra conversación subió de tono. El reloj de la iglesia dio las ocho.
– Tendríamos que ponernos en marcha -dijo el hermano Guy-. La misa está a punto de empezar.
Me guardé la botella en el interior de la toga y lo seguí por el pasillo. Observando la corona de lanoso pelo negro que rodeaba su tonsura, me dije que el enfermero tenía razón en una cosa: si se disolvían los monasterios, no habría ningún refugio seguro en Inglaterra para él; hasta su balsámico olor era diferente al hedor general. Tendría que mendigar un permiso para marcharse del país y refugiarse en un monasterio español o francés. Y puede que no lo obtuviera, dado que ahora estábamos enemistados con ambas naciones. Si el monasterio cerraba, el hermano Guy era el que más tenía que perder.