14

Ese día tenía previsto ir a Scarnsea, pero se me había hecho tarde. A la última luz del crepúsculo, volví a atravesar el recinto para ir a casa del abad y hablar con Goodhaps. El viejo profesor seguía encerrado en su habitación, ahogando sus penas en la bebida. No le dije que habían asesinado a Simón Whelplay, sino que el novicio había fallecido a consecuencia de una grave enfermedad. Goodhaps mostró escaso interés. Le pregunté qué sabía del libro de cuentas que estaba examinando Singleton el día que lo asesinaron. Me respondió que Singleton sólo le había dicho que había descubierto otro libro en la contaduría y que confiaba en obtener de él información provechosa. En tono despechado, el anciano murmuró que el anterior comisionado apenas le contaba nada; sólo lo utilizaba para rebuscar en los libros. Lo dejé con su vino.

Se había levantado un viento helado, que me caló hasta los huesos durante el camino de vuelta a la enfermería. Ensordecido por las campanas, que llamaban a vísperas, me dije que todos los que tenían información sobre el caso estaban en peligro: el viejo Goodhaps, Mark y yo mismo. El asesinato de Simón había sido ejecutado por una mano fría y despiadada, y habría pasado inadvertido si yo no hubiera puesto al enfermero sobre la pista de la belladona al mencionar los extraños andares y aspavientos del novicio. Puede que estuviéramos enfrentándonos a un fanático, pero desde luego no era alguien que actuara por impulsos. ¿Y si planeaba envenenar mi cena, o separarme la cabeza del cuerpo como había hecho con Singleton? Sentí un estremecimiento y me tapé el cuello con la capa.


Los libros formaban una pila en el suelo de nuestra habitación. Mark estaba sentado ante la chimenea, con los ojos clavados en el fuego. Aún no había encendido las velas, pero las llamas del hogar arrojaban una claridad vacilante sobre su preocupado rostro. Me senté frente a él, contento de poder dar descanso a mis pobres huesos junto a un buen fuego.

– Mark, tenemos un nuevo misterio -le dije, y le conté lo que me había explicado el hermano Guy-. Me he pasado la vida descifrando secretos, pero aquí parecen multiplicarse y hacerse más terribles por momentos -dije pasándome una mano por la frente-. Me siento responsable de la muerte de ese chico. Si anoche hubiera insistido hasta hacerlo hablar… Y esta mañana, en la enfermería, cuando el pobre encorvó el cuerpo y empezó a agitar los brazos, lo único que se me ha ocurrido pensar es que se estaba burlando de mí -murmuré mirando al vacío, momentáneamente abrumado por la culpa.

– No podíais saber lo que le ocurría, señor -dijo Mark con voz vacilante.

– Estaba cansado y me dejé convencer de que no debía seguir interrogándolo. Lord Cromwell dijo que el tiempo era esencial, y cuatro días después seguimos sin respuestas y tenemos otro asesinato.

Mark se levantó y encendió las velas en el fuego de la chimenea. De pronto, me encolericé conmigo mismo; en lugar de entregarme a la desesperación, debería haberle dado ánimos; pero la muerte del novicio me había dejado anonadado. Esperaba que su alma hubiera encontrado descanso junto a Dios; habría rezado para que así fuera, si hubiera creído que rezar por los muertos servía para algo.

– No os rindáis, señor -dijo Mark tímidamente dejando las velas en la mesa-. Tenemos este nuevo asunto del tesorero. Eso podría hacernos avanzar.

– Cuando asesinaron a Simón, el hermano Edwig estaba ausente. Pero no te preocupes… -dije obligándome a sonreír-, no pienso rendirme. Además, no me atrevo; he venido aquí a realizar un trabajo para lord Cromwell.

– Mientras estabais en la iglesia, he aprovechado para dar una vuelta por los edificios auxiliares. Teníais razón, casi siempre hay alguien. En el establo, en la herrería, en la mantequería… No he visto ningún sitio donde se pueda esconder cosas grandes fácilmente.

– Tal vez merezca la pena investigar las capillas de la iglesia. Por cierto, cuando iba a la marisma he visto algo interesante. -Le hablé del brillo dorado en el fondo del estanque-. Es un sitio muy apropiado para deshacerse de una prueba.

– ¡Entonces deberíamos investigarlo, señor! ¿Lo veis? Tenemos pistas. La verdad prevalecerá.

– ¡Vamos, Mark! -exclamé echándome a reír-. Con el tiempo que has pasado en los tribunales de Su Majestad, no puedes decir eso. Pero gracias por darme ánimos -dije tirando de un hilo suelto del tapizado del sillón-. Cada vez estoy más melancólico. Hace meses que me siento desalentado, pero aquí la cosa no ha hecho más que empeorar. Debo de tener los humores descompensados, demasiada bilis negra en los órganos. Quizá debería consultar al hermano Guy.

– Este lugar desanima a cualquiera.

– Sí. Y confieso que también tengo miedo. Lo he pensado hace un momento, en el patio. Unos pasos a mi espalda, el ruido de una espada cortando el aire…

Alcé la vista hacia Mark, que estaba de pie frente a mí. Sus facciones de adolescente dejaban traslucir una preocupación que me hizo comprender el peso que aquella misión arrojaba sobre él.

– Sí, os entiendo. El lugar, el silencio…, roto súbitamente por esas campanas que te dan unos sustos de muerte…

– Bueno, eso nos hace estar alerta, lo cual no es malo. Me alegro de que estés dispuesto a admitir que tienes miedo. Eso demuestra tu hombría, más que las fanfarronadas de la juventud. Y yo no debería estar tan melancólico. Esta noche tengo que rezar para que Dios me dé fuerzas -dije, y lo miré con súbita curiosidad-. ¿Qué pides tú en tus oraciones?

Mark se encogió de hombros.

– No tengo costumbre de rezar al acostarme.

– No debería ser una simple costumbre, Mark. Pero no pongas esa cara, no voy a sermonearte sobre la necesidad de la oración -dije levantándome del sillón con dificultad. Volvía a tener la espalda cansada y dolorida-. Venga, debemos espabilar y echar un vistazo a esos libros de contabilidad. Después de cenar, nos veremos las caras con el hermano Edwig.

Encendí más velas, y colocamos los libros en la mesa. Cuando abrí el primero y aparecieron las páginas con renglones, llenas de números y letras apretadas, Mark me miró muy serio desde el otro lado de la mesa.

– Señor, ¿podría estar Alice en peligro por lo que nos ha contado? Si han asesinado a Simón Whelplay por miedo a que revelara un secreto, podrían hacer lo mismo con ella.

– Lo sé. Cuanto antes interrogue al tesorero sobre ese misterioso libro, mejor. Le prometí a Alice que no la descubriría.

– Es una mujer admirable.

– Y fascinante, ¿no?

Mark se puso rojo y se apresuró a cambiar de tema.

– ¿De modo que el hermano Guy os ha dicho que el novicio había tenido cuatro visitas?

– Sí, y no olvidemos a los cuatro obedienciarios que conocían el auténtico propósito de Singleton. Como el hermano Guy.

– Pero ha sido él quien os ha dicho que Simón había sido envenenado…

– Aun así, no puedo permitirme confiar totalmente en él -respondí alzando la mano-. Y, ahora, los libros. Supongo que, después de trabajar en Desamortización, estarás familiarizado con las cuentas de los monasterios…

– Por supuesto.

– Bien. Entonces, échales un vistazo y dime si hay algo que te llame la atención. Partidas de gastos que te parezcan excesivas o que no cuadren. Pero antes cierra la puerta con llave. ¡Por Dios santo, me estoy volviendo tan medroso como el pobre Goodhaps! Nos pusimos manos a la obra. La tarea era pesada. Los balances son más difíciles de revisar que las listas simples, a no ser que uno se gane la vida haciendo números; sin embargo, no detectamos en aquellos libros nada inusual. Las rentas que obtenía el monasterio por sus tierras y los ingresos que le reportaba la destilería eran sustanciales; los reducidos desembolsos en limosnas y sueldos contrastaban con el elevado gasto en comida y ropa, sobre todo en casa del abad. Al parecer, existía un superávit de unas quinientas libras, una suma importante pero no insólita, engrosada por la venta reciente de algunas tierras.

Seguimos trabajando hasta que las campanas que anunciaban la cena resonaron en el gélido aire nocturno. Me levanté, me restregué los ojos y empecé a dar vueltas por la habitación, mientras Mark se desperezaba con un gruñido.

– Es tal como nos imaginábamos -dijo Mark desperezándose con un gruñido-. El monasterio es rico; aquí hay mucho más dinero que en los conventos cuyas cuentas yo solía revisar.

– Sí, detrás de esos balances hay mucho oro. ¿Qué escondería ese libro que descubrió Singleton? Tal vez esté todo demasiado en orden; tal vez estos números sean para el auditor y el otro libro contenga los auténticos. Si el tesorero está defraudando al Exchequer, estaríamos ante un grave delito -dije cerrando mi libro de golpe-. Bueno, vamos. Debemos reunimos con la congregación. Y asegúrate de comer lo que comen todos -añadí mirándolo muy serio.

Mientras cruzábamos el patio del claustro en dirección al refectorio nos encontramos con varios monjes, que nos hicieron profundas reverencias. Al inclinarse ante nosotros, uno de ellos resbaló y se cayó, pues durante el día había atravesado el patio mucha gente y la nieve estaba apisonada y muy resbaladiza. Al pasar junto a la pila, vi que el chorro de agua se había congelado y formaba una larga estalagmita de hielo que sobresalía del caño.


La cena transcurrió en un ambiente lúgubre. El hermano Jerome no acudió. Presumiblemente, estaría encerrado en algún sitio por orden del prior. El abad Fabián subió al facistol y anunció con solemnidad que el novicio Simón Whelplay había fallecido a consecuencia de las fiebres palúdicas, lo que provocó las previsibles exclamaciones de consternación y apelaciones a la misericordia divina. Advertí algunas miradas envenenadas dirigidas al prior, especialmente de parte de los tres novicios que estaban sentados en el extremo más alejado de la mesa grande. También oí a uno de los monjes, un individuo grueso de ojos tristes y legañosos, mascullar una maldición contra las almas poco caritativas, al tiempo que fulminaba con la mirada al prior Mortimus, que miraba al frente, orgulloso e imperturbable.

El abad entonó una larga oración en latín por el alma del hermano finado; las respuestas fueron fervorosas. Esa noche su reverencia se quedó a cenar en la mesa de los obedienciarios, en la que se sirvió una gran pierna de ternera con acompañamiento de guisantes. Hubo débiles intentos de conversación; el abad comentó que nunca había visto nevar de aquel modo en el mes de noviembre y el hermano Jude, el despensero, y el hermano Hugh, el rechoncho mayordomo de la verruga en la cara al que había conocido en la sala capitular, que al parecer siempre se sentaban juntos y siempre acababan riñendo, empezaron a discutir sobre si los estatutos obligaban o no a la ciudad a retirar la nieve del camino del monasterio, pero sin demasiado entusiasmo. El único que hablaba con verdaderas ganas era el hermano Edwig, que explicó con preocupación que las cañerías de las letrinas se habían helado y habló de lo que costaría repararlas cuando el tiempo mejorara y las hiciera reventar. «Pronto te daré algo de lo que preocuparte de verdad», pensé. Sorprendido por la intensidad de mi emoción, me reconvine interiormente, pues no es bueno que la antipatía hacia un sospechoso nos oscurezca el juicio.

Otro de los comensales estaba bajo el influjo de emociones aún más fuertes. El hermano Gabriel apenas probó la comida. Parecía anonadado por la muerte de Simón y perdido en su propio mundo. Por eso me sorprendió tanto que de pronto levantara la cabeza y lanzara a Mark una mirada de tan intenso deseo, de tan violenta emoción que no pude reprimir un estremecimiento. Me alegré de que Mark estuviera concentrado en su plato y no se diera cuenta.

Cuando los monjes dieron las gracias por los alimentos y todo el mundo empezó a desfilar, sentí auténtico alivio. El viento había arreciado y nos lanzaba al rostro pequeños copos de nieve. Indiqué a Mark que esperara junto a la puerta, mientras los monjes se calaban las capuchas y desaparecían a toda prisa en la oscuridad.

– Vamos a abordar al tesorero. ¿Llevas la espada al cinto? -Mark asintió-. Bien. Manten la mano en la empuñadura mientras hablo con él. Recuérdale nuestra autoridad… Pero ¿dónde se ha metido?

Esperamos un poco, pero el hermano Edwig no daba señales de vida. Al cabo de unos instantes, oímos sus tartamudeos y, cuando entramos en el refectorio, lo vimos con las manos apoyadas sobre la mesa grande, inclinado sobre el hermano Athelstan, que seguía sentado en su sitio con expresión compungida.

– Este balance no es c-correcto -estaba diciendo el tesorero al tiempo que clavaba un dedo en un papel una y otra vez-. Has alterado la partida del lúpulo.

Fuera de sí, el hermano Edwig agitó una factura en el aire, pero al advertir nuestra presencia inclinó la cabeza y nos dedicó una sonrisa falsa.

– Buenas noches, c-comisionado. Espero que mis libros estén en orden…

– Los que tenemos, sí. Me gustaría hablar con vos, por favor.

– Por supuesto. Un momento, os lo ruego. -El tesorero volvió a encararse con su ayudante-. Está más claro que el agua que has cambiado una cifra en la columna de la izquierda para ocultar que tus números no cuadran.

Advertí que su tartamudeo desaparecía cuando estaba enfadado.

– Sólo son cuatro peniques, hermano tesorero.

– Cuatro peniques son cuatro peniques. Repasa todas las entradas hasta que los encuentres; las doscientas, de la primera a la última. Quiero un balance impecable. Ahora, vete -farfulló el tesorero despidiendo al joven con un gesto desdeñoso.

El hermano Athelstan pasó a nuestro lado a toda prisa y abandonó el refectorio.

– Perdonadme, c-comisionado. Tengo que tratar con zoquetes.

Indiqué a Mark la puerta, y él se colocó ante ella y apoyó la mano en el pomo de la espada. El tesorero me miró con temor.

– Hermano Edwig -empecé a decir en tono severo-, os acuso de ocultar un libro de contabilidad al comisionado del rey, un libro de tapas azules que intentasteis escamotear al comisionado Singleton, recuperasteis después del asesinato y que me habéis ocultado a mí. ¿Qué tenéis que decir? -El tesorero se echó a reír. Pero no sería el primer hombre formalmente acusado de asesinato que se ríe para confundir a su acusador-. ¡Por los clavos de Cristo, hermano! ¿Os burláis de mí?

– No, señor, os pido perdón -se apresuró a responder el tesorero alzando una mano-. Pero… estáis equivocado, es un m-malentendido. ¿Os lo ha dicho la muchacha de la enfermería? Por supuesto. Athelstan me contó que esa descarada lo vio discutiendo con el comisionado Singleton.

– Cómo ha llegado a mi conocimiento no es asunto vuestro -repliqué maldiciendo para mis adentros-. Responded a mi pregunta.

– P-por s-supuesto.

– Y no os atranquéis y escupáis las palabras para ganar tiempo e inventar mentiras.

El tesorero soltó un suspiro y juntó las manos.

– Hubo un malentendido con el comisionado Singleton, que Dios tenga en su gloria. Nos pidió nuestros libros de c-c-c…

– De contabilidad, sí.

– … igual que vos, y yo se los di, igual que os los he dado a vos. P-pero, como ya os he dicho, solía presentarse en la contaduría sin avisar, cuando no había nadie, para ver qué podía encontrar. No niego que tuviera derecho, señor; sólo digo que provocaba confusión. El día anterior al de su asesinato, abordó a Athelstan cuando estaba cerrando la contaduría y empezó a agitar un libro ante sus narices, como sin duda os habrá contado la muchacha. Lo había cogido de mi despacho privado -explicó el tesorero abriendo las manos-. Pero no era un libro de cuentas. Contenía meros apuntes, cálculos sobre futuros ingresos que hice algún tiempo atrás, como comprobaría el propio señor Singleton en cuanto los examinara con más detenimiento. Puedo mostrároslo si lo deseáis.

– Lo cogisteis de casa del abad tras el asesinato, sin decírselo a nadie.

– No, señor. No hice tal cosa. Los criados del abad lo encontraron en su habitación cuando la estaban limpiando, r-reconocieron mi letra y me lo devolvieron.

– Sin embargo, en nuestra anterior conversación dijisteis no estar seguro de qué libro cogió el comisionado Singleton.

– Lo había o-olvidado. Es un libro sin importancia. Puedo enviároslo para que lo c-comprobéis por vos mismo, señor comisionado.

– No. Iremos ahora mismo con vos a por él. -El hermano Edwig titubeó-. ¿Y bien?

– Por supuesto.

Indiqué a Mark que se hiciera a un lado, y seguimos al tesorero por el patio del claustro alumbrándonos con el candil que llevaba mi ayudante. El hermano Edwig abrió la puerta de la contaduría y nos condujo a su despacho privado del primer piso. Se acercó al escritorio, abrió un cajón cerrado con llave y sacó un delgado libro azul.

– Aquí lo tenéis, señor. Comprobadlo por vos mismo.

Abrí el libro. Las páginas no contenían columnas, sino notas escritas a vuela pluma y operaciones aritméticas.

– De momento, me lo llevo.

– Faltaría más. Pero ¿puedo preguntar, dado que esto es un despacho privado, si acudiréis a mí antes de llevaros otro libro? Es para evitar que queden desordenados.

– He visto en los otros libros que el monasterio tiene un amplio superávit, mayor este año que el anterior -dije haciendo oídos sordos a su pregunta-. Las ventas de tierra han aportado nuevo capital. Entonces, ¿por qué os oponéis a las propuestas del hermano Gabriel para arreglar la iglesia?

El tesorero me miró muy serio.

– El hermano Gabriel se gastaría todo lo que tenemos en las reparaciones, dejando que lo demás se viniera abajo. El abad le dará dinero para la iglesia, pero tenemos que regatearle; si no, daría cuenta de todos nuestros ahorros. Es pura negociación.

Era una explicación plausible.

– Muy bien -le dije-. Eso es todo… por ahora. Una cosa más. Habéis mencionado a Alice Fewterer. Esa chica está bajo mi protección especial; si le ocurriera algo, os garantizo que seréis arrestado y enviado inmediatamente a Londres para ser sometido a una investigación.

Di media vuelta y me marché.


– Conque pura negociación… -rezongué mientras volvíamos a la enfermería-. Es más escurridizo que una anguila.

– Sin embargo, no pudo matar a Singleton. Él no estaba. Y un enano gordinflón como él no pudo cortarle la cabeza al comisionado.

– Pero podría haber matado a Simón Whelplay. Tal vez haya más de una persona implicada en este asunto.

Una vez en la habitación, procedimos a examinar el libro azul. Como había asegurado el hermano Edwig, parecía no contener más que cálculos y anotaciones, todos ellos escritos con la pulcra letra redondilla del tesorero. A juzgar por el descolorido aspecto de la tinta de las primeras páginas, se remontaban a varios años atrás.

Después de un rato, lo aparté a un lado y me restregué los ojos.

– Tal vez el comisionado Singleton pensó que había encontrado algo, cuando en realidad no era así -dijo Mark.

– No, no lo creo. Por lo que dice Alice, aquel libro arrojaba nueva luz sobre las cuentas anuales. Pero ¿dónde tengo la cabeza? -exclamé pegándome un puñetazo en la palma de la mano-. ¿Y si hubiera más de un libro con las tapas azules? Tal vez no sea éste el libro que buscamos.

– Podríamos volver y poner patas arriba la contaduría.

– No. Estoy agotado. Mañana. Ahora descansemos, será un día duro. Tenemos que asistir al funeral de Singleton y luego ir a Scarnsea, para ver al juez Copynger. También quiero hablar con el hermano Jerome. Y deberíamos echar un vistazo al estanque.

Mark soltó un gruñido.

– Desde luego, para los emisarios de lord Cromwell no hay un momento de descanso. En fin…, al menos, si estamos ocupados, tal vez nos olvidemos del miedo.

– Esperemos que así sea. Y ahora me voy a la cama. Reza una oración para que mañana hagamos algún progreso.


Al día siguiente nos despertamos al rayar el alba. Me levanté y rasqué la escarcha de la cara interior del cristal de la ventana. El sol acariciaba la nieve del patio con dedos de luz rosada. Era un espectáculo hermoso, pero estéril.

– No parece que vaya a fundirse -dije volviéndome hacia Mark, al que encontré de pie ante la chimenea, con el torso desnudo y un zapato en la mano, mirando a su alrededor con perplejidad.

– ¿Qué ha sido eso? -me preguntó alzando la otra mano-. He oído un ruido.

– Yo no he oído nada.

– Parecían pasos. Estoy seguro de haberlos oído.

Mark se acercó a la puerta con el entrecejo fruncido y la abrió de golpe. El pasillo estaba desierto.

Volví a sentarme en la cama; tenía la espalda rígida y dolorida.

– Lo habrás imaginado. Este lugar está empezando a afectarte. Y no te quedes ahí medio desnudo. Nadie desea contemplar tu tripa, por lisa que la tengas.

– Os digo que he oído algo, señor.

Mark se quedó pensativo unos instantes y a continuación se dirigió al armario donde guardábamos la ropa. Abrió la puerta, pero en el interior no había más que polvo y excrementos de rata. Entretanto, yo observaba con envidia el juego de los lisos y simétricos músculos de su espalda.

– Ratones -le dije-. Vamos.


Mientras desayunábamos en la cocina de la enfermería, recibimos la visita del abad, que apareció arrebujado en un manto de pieles y con el rostro enrojecido por el frío. Lo acompañaba el doctor Goodhaps, quien lanzaba miradas inquietas a su alrededor y tenía una gota de moquita en la punta de la nariz.

– Tengo malas noticias -dijo el abad Fabián con su habitual solemnidad-. Debemos posponer la inhumación del difunto comisionado.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Los criados no han podido cavar una fosa lo bastante profunda. La tierra está dura como el hierro y ahora tienen que cavar también una tumba para el pobre Simón en el cementerio de los monjes. Tardarán todo el día en acabar el trabajo. Mañana podremos celebrar los dos funerales.

– Si no hay más remedio… ¿Se celebrarán al mismo tiempo?

– Dado que Simón era un hombre de iglesia -respondió el abad tras una vacilación-, deberíamos celebrar dos ceremonias por separado. Los estatutos lo autorizan…

– No tengo nada que objetar.

– Me preguntaba cómo va vuestra investigación, señor comisionado. Me temo que el tesorero necesita que le devolváis sus libros cuanto antes…

– Tendrá que esperar; todavía no he acabado. Esta mañana iré a la ciudad para ver al juez.

– Bien… -asintió solemnemente el abad-. Estoy convencido de que el asesino del pobre comisionado Singleton se oculta en la ciudad, entre los contrabandistas y malhechores que la infestan.

– A mi regreso, me gustaría interrogar al hermano Jerome. ¿Dónde está? No he visto su sonriente cara.

– Aislado, en castigo por su comportamiento. Debo advertíroslo, comisionado: si habláis con él sólo conseguiréis que vuelva a insultaros. Está fuera de sí.

– Sabré ser indulgente con su demencia. Lo veré cuando vuelva de Scarnsea.

– Vuestros caballos podrían encontrar dificultades para llevaros hasta allí. Esta noche, el viento ha formado grandes montones de nieve. Uno de nuestros carros ha tenido que volver atrás; los caballos no podían avanzar.

– Entonces, caminaremos.

– Eso tampoco será fácil. He intentado explicarle al doctor Goodhaps…

– Señor… -lo interrumpió el anciano-, venía a preguntaros si no podría volver a casa mañana, después del funeral. Aquí ya no os sirvo de nada. Si pudiera ir a la ciudad, tal vez encontrara una plaza en alguna diligencia; de lo contrario, tampoco me importaría quedarme en una posada hasta que se funda la nieve.

Asentí.

– Muy bien, señor Goodhaps -respondí-. Aunque me temo que deberéis esperar en Scarnsea hasta que mejore el tiempo.

– ¡No me importa, señor, gracias! -exclamó el anciano asintiendo con tanto vigor que una gota de moquita le cayó en la barbilla.

– Volved a Cambridge, pero no digáis una palabra de lo que ha ocurrido aquí.

– Lo único que quiero es olvidarlo todo.

– Y ahora, Mark, debemos irnos. Señor abad, mientras estamos en la ciudad me gustaría que me consiguierais ciertos documentos: las escrituras de compraventa de tierras de los cinco últimos años.

– ¿Todas? Tendré que buscarlas…

– Sí, todas. Quiero que estéis en condiciones de jurar que me habéis entregado los títulos de todas las ventas.

– Lo haré, por supuesto, si así lo deseáis.

– Bien -dije levantándome-. Ahora debemos ponernos en camino.

El abad hizo una reverencia y se marchó, con el viejo Goodhaps pisándole los talones.

– Eso lo ha intranquilizado -le dije a Mark.

– ¿Las ventas de tierras?

– Sí. Si existe algún fraude contable, lo más probable es que se trate de la ocultación de ingresos por la venta de tierras. No tienen otro modo de reunir grandes cantidades de dinero. Ya veremos con qué nos sale.

Abandonamos la cocina. Al pasar ante el gabinete del enfermero, Mark volvió la cabeza hacia la puerta y me agarró bruscamente del brazo.

– ¡Mirad! ¿Qué le ha pasado?

El hermano Guy estaba tumbado boca abajo y con los brazos extendidos al pie del crucifijo. La luz hacía relucir su afeitado y negro cuero cabelludo. Por un momento, me asusté; luego, lo oí murmurar una oración en latín, en voz baja pero con fervor. Mientras nos alejábamos, volví a decirme que no debía depositar demasiada confianza en el árabe español. Él había confiado en mí, y era la persona más agradable que había encontrado en aquel lugar. No obstante, verlo tumbado en el suelo, implorando fervorosamente a un trozo de madera, me recordó que estaba tan apegado a las viejas herejías y supersticiones contra las que yo luchaba como todos sus hermanos de congregación.

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