Esa noche, en el refectorio, reinaba un ambiente lúgubre. El abad nos exhortó a guardar silencio durante la cena y a rezar por el alma de la «desconocida» -así la llamó- cuyo cuerpo había aparecido en el estanque. Los monjes estaban tensos y preocupados, y fui objeto de numerosas miradas de angustia y miedo por su parte. Era como si el sentimiento de disolución al que había aludido el abad hubiera empezado a extenderse por el monasterio.
Mark y yo volvimos a la enfermería en silencio; ambos estábamos exhaustos, y él persistía en la frialdad que me había mostrado desde que le había prohibido cortejar a Alice. Cuando llegamos a la habitación, me dejé caer en mi mullido sillón y lo observé mientras echaba troncos al fuego. Le había hablado de mi encuentro con el hermano Edwig, asunto al que no paraba de darle vueltas en la cabeza.
– Si le pido a Copynger que comience a investigar mañana a primera hora, deberíamos tener alguna respuesta en un par de días. Bastaría con que nos confirmara una sola de esas ventas para tener una prueba contra Edwig.
Mark se sentó frente a mí sobre unos cojines y me miró con expectación. A pesar de nuestras diferencias, era evidente que tenía tantas ganas como yo de atrapar al asesino. En cuanto a mí, necesitaba contrastar mis ideas con las suyas, además de que resultaba reconfortante volverlo a oír hablar con entusiasmo.
– Siempre nos topamos con el hecho incuestionable de que el tesorero estaba ausente, señor. No estaba cuando Singleton encontró el libro y tampoco la noche que lo mataron.
– Lo sé. Athelstan era el único que lo sabía, y dijo que no se lo había contado a nadie.
– ¿Podría ser Athelstan el asesino?
– ¿Athelstan decapitando a un hombre, a un comisionado del rey? No. Recuerda lo asustado que estaba cuando me abordó para ofrecerse como informador. Ése no es capaz de matar ni a una mosca.
– ¿No es eso una reacción emocional a su personalidad? -me preguntó Mark con un deje sarcástico en la voz.
– Es posible. Cuando acusé a Gabriel, tal vez me dejé llevar por el edificio lógico que había construido en su contra. No obstante, todo parecía encajar. Pero sí, por supuesto que debemos tener en cuenta el carácter de las personas, e indudablemente Athelstan es débil.
– ¿Y por qué iba a importarle que el hermano Edwig acabe en la cárcel, o que cierren el monasterio? No parece muy devoto.
– Pero ¿cómo conseguiría la espada? Me gustaría conocer la historia de esa espada; en Londres, probablemente podría encontrar al armero a través de la marca que hay grabada en la hoja. En su gremio deben de conocerlo. Pero la dichosa nieve nos tiene atrapados en este agujero.
– ¿Y si Singleton le contó a alguien más lo que había encontrado en la contaduría y decidieron matarlo? Tal vez el abad. Las escrituras llevarían su sello.
– Sí. Un sello que deja encima del escritorio, bien a la vista, y que cualquiera podría utilizar cuando él no está.
– ¿El prior Mortimus, quizá? Es lo bastante violento como para matar, ¿no os parece? Además, ¿no es él quien controla realmente el monasterio, junto con el hermano Edwig?
– No lo sé, Mark. Necesito respuestas de Copynger -murmuré, y solté un suspiro-. ¿Cuánto hace que salimos de Londres? ¿Una semana? Parece que haya pasado una eternidad.
– Sólo seis días.
– Ojalá pudiera ir a Londres. Pero, con este tiempo, incluso un mensaje tardaría días en llegar. ¡Maldita nieve! ¿Es que no va a parar nunca?
– No parece.
Instantes después, Mark se acostó en su pequeño catre con ruedas y se metió con él debajo de mi cama. Yo me quedé sentado en el sillón, con los ojos clavados en el fuego. A través de la ventana, que empezaba a cubrirse de hielo una noche más, oí las campanadas que llamaban a completas. Ocurriera lo que ocurriese, por terribles que fueran los acontecimientos, los oficios se sucedían inexorablemente.
Pensé en lord Cromwell, que esperaba respuestas en Londres. Procuraría mandarle un mensaje cuanto antes, aunque no fuera más que para decirle que, en lugar de respuestas, tenía otros dos asesinatos que resolver. Me imaginé su expresión colérica, sus juramentos, sus renovadas dudas sobre mi lealtad. No obstante, si Copynger confirmaba las ventas de tierras, podría detener al hermano Edwig por fraude. Me vi interrogando al tesorero, cargado de cadenas en alguna oscura mazmorra de Scarnsea, y descubrí que la idea me agradaba. Turbado, me dije que la antipatía hacia un hombre y la perspectiva de ejercer el poder sobre él lleva a la mente por caminos torcidos. Embargado por el sentimiento de culpa, volví a pensar en Mark y Alice. ¿Hasta qué punto eran puros mis motivos en lo tocante a su relación? Todo lo que le había dicho a Mark sobre las diferencias de posición que lo separaban de la muchacha y sobre el deber de prosperar que tenía hacia su familia era cierto. No obstante, sabía que el gusano de los celos me roía por dentro. Volví a verlos abrazándose en la cocina y cerré los ojos con fuerza; poco a poco, en el fondo de mi mente, la imagen fue transformándose en otra muy distinta: la de Alice abrazándome a mí. En medio de mis cavilaciones, oía la pausada respiración de Mark, que dormía profundamente.
Recé para que Dios guiara mis acciones por un camino recto y justo; el camino que habría seguido Cristo. Luego debí de quedarme dormido, porque lo siguiente que recuerdo es que di un respingo en el sillón y vi que los troncos se habían consumido. Debían de haber pasado horas; me dolía la espalda y estaba aterido. Me levanté del sillón, me desnudé y me dejé caer en la cama.
Me dormí enseguida, y cuando me desperté, a la mañana siguiente, estaba más descansado que ningún otro día de aquella semana. La infusión del hermano Guy hacía su efecto. Después de desayunar, escribí una carta al juez Copynger y se la entregué a Mark.
– Llévasela de inmediato y pregúntale si podría enviarme la respuesta mañana.
– Creía que queríais verlo personalmente.
– Quiero ir a la marisma antes de que el tiempo empeore -respondí mirando al cielo, que un día más estaba cubierto de negros nubarrones-. Dile al abad que no limpien la tumba de Singleton hasta que hayas regresado. ¿Está todo dispuesto para drenar el estanque?
– Hay un pozo al que pueden desviar las aguas sucias. Al parecer, quitan el limo cada diez años, más o menos.
– ¿Cuándo lo hicieron por última vez?
– Hace tres.
– Así que el cuerpo habría seguido hundido en el cieno unos cuantos años más…, aunque no eternamente.
– Puede que el asesino necesitara deshacerse de él de inmediato.
– Sí. Y resultaría difícil que el cadáver volviera a salir.
– Ya no hace falta que registremos la iglesia.
– No, de momento drenaremos el estanque. Vas a tener un día muy ajetreado -añadí tratando de ser amable; pero tuve la sensación de que mi esfuerzo conseguía justo el efecto contrario al que pretendía.
– Sí, señor -murmuró Mark con frialdad antes de abandonar la habitación.
Leí otro fajo de correspondencia rutinaria que me había entregado el mayordomo del abad y fui en busca de Alice. La idea de volver a verla me producía una mezcla de nerviosismo y excitación más propia de un jovenzuelo que de alguien como yo. El hermano Guy me dijo que la muchacha se encontraba colgando hierbas en el secadero, pero que enseguida estaría libre, de modo que salí al patio para echarle un vistazo al cielo. Las nubes estaban altas, y aunque el frío me hizo tiritar, no presagiaban una nevada inminente.
De pronto oí voces destempladas. Desvié la mirada hacia el portón y vi a dos figuras que forcejeaban, una vestida de negro y otra de blanco. Eché a correr hacia ellas. El prior Mortimus zarandeaba a Jerome, que tenía un brazo levantado para impedir que le quitara un papel. A pesar de sus achaques, el cartujo se defendía con vigor. Junto a ellos, Bugge sujetaba a un rapaz por el cuello de la camisa.
– ¡Dame eso, hijo de mala madre! -farfulló el prior. Jerome intentó meterse el papel en la boca, pero el prior le puso una zancadilla, haciéndolo caer de espaldas sobre la nieve. Sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia él, le arrancó el papel de la mano y volvió a erguirse respirando pesadamente.
– ¿Qué es este escándalo? -le pregunté.
Antes de que el prior pudiera responder, Jerome se incorporó sobre un codo y le lanzó un escupitajo, que aterrizó en su hábito. Mortimus profirió una exclamación de asco y le propinó una patada en las costillas. El anciano soltó un grito y volvió a derrumbarse sobre la sucia nieve.
– ¿Os dais cuenta, comisionado? ¡Lo he sorprendido intentando pasar subrepticiamente esta carta!
Cogí el pliego de papel y leí el nombre del destinatario.
– ¡Va dirigida a sir Thomas Seymour!
– ¿No es uno de los consejeros del rey?
– En efecto, y hermano de la difunta reina. Me volví hacia el cartujo, que nos miraba desde el suelo con la ferocidad de un animal salvaje, y abrí el pliego. En cuanto empecé a leer, un escalofrío me recorrió la espina dorsal. El cartujo llamaba a Seymour «primo», le hablaba de su encierro en un monasterio corrupto en el que habían asesinado a un comisionado del rey y anunciaba que quería contarle una historia sobre las felonías de lord Cromwell. A continuación, relataba su encuentro en prisión con Mark Smeaton y persistía en afirmar que Cromwell había torturado al músico.
Ahora estoy confinado aquí por otro comisionado de Cromwell, un jorobado de cara agria. Os cuento esta historia con la esperanza de que podáis utilizarla contra Cromwell, ese instrumento del Anticristo. El pueblo lo odia y aún lo odiará más cuando se sepa esto.
– ¿Cómo ha conseguido salir? -le pregunté al prior haciendo un rebujo con la carta.
– Ha desaparecido después de prima, e inmediatamente me he puesto a buscarlo. Entretanto, este muchacho del hospicio se ha presentado ante nuestro buen Bugge diciendo que venía a recoger un mensaje de un monje. A Bugge le ha parecido sospechoso y no lo ha dejado entrar.
El portero asintió satisfecho y aferró con más fuerza al huérfano, que había dejado de forcejear y miraba al cartujo con los ojos desorbitados por el terror.
– ¿Quién te ha enviado? -le pregunté.
– Un criado trajo una nota, señor -contestó el chico con voz temblorosa-. En ella me pedían que viniera a recoger una carta para el correo de Londres.
– Llevaba esto encima-dijo Bugge abriendo la mano libre y enseñándonos un anillo de oro.
– ¿Es vuestro? -le pregunté a Jerome, pero el cartujo miró a otro lado-. ¿Qué criado te lo dio, muchacho? Contesta, estás metido en un buen lío.
– El señor Grindstaff, señor, de la cocina. El anillo era para pagarme a mí y al cochero del correo.
– ¡Grindstaff! -rezongó el prior-. Es quien lleva la comida a Jerome. Siempre se ha opuesto a los cambios. Lo pondré de patitas en la calle esta misma noche, a no ser que queráis tomar medidas más severas, comisionado…
Negué con la cabeza.
– Aseguraos de que Jerome permanece cerrado con llave en su celda las veinticuatro horas del día. No debisteis dejarlo salir para asistir a los oficios. Ya veis el resultado -dije, y me volví hacia Bugge-. Deja que el chico se vaya.
El portero arrastró al huérfano hasta la entrada y lo arrojó al camino con un coscorrón.
– ¡Y vos, levantaos! -le gritó el prior a Jerome.
El anciano intentó incorporarse, pero le fallaron las fuerzas.
– No puedo, bruto inhumano.
– Ayúdalo -le ordené a Bugge-. Y enciérralo en su celda.
El portero levantó al cartujo por las axilas y se lo llevó sin contemplaciones.
– ¡Cromwell tiene muchos enemigos! -me gritó Jerome sobre el hombro de Bugge-. ¡Su justo final está cerca!
– ¿Hay algún despacho en el que podamos hablar en privado? -le pregunté al prior.
Cruzamos el patio del claustro y entramos en una habitación en cuya chimenea ardía un buen fuego. Sobre un escritorio atestado de papeles había una jarra de vino; el prior se acercó y llenó dos copas.
– ¿Es la primera vez que Jerome desaparece después de un oficio?
– Sí. Siempre está vigilado.
– ¿Hay alguna posibilidad de que haya enviado otra carta antes de hoy?
– No, al menos desde que lo confinamos, el día de vuestra llegada. Pero antes… sí.
Asentí mordiéndome una uña.
– En adelante, debe permanecer vigilado constantemente. Esa carta es algo muy serio. Debería informar a lord Cromwell de inmediato.
El prior me lanzó una mirada calculadora.
– ¿Mencionaréis que un monje leal al rey impidió que la carta saliera del monasterio?
– Ya veremos -respondí mirándolo con frialdad-. Hay otro asunto del que quería hablar con vos. Orphan Stonegarden.
El prior asintió lentamente.
– Sí, he oído que estabais haciendo preguntas.
– ¿Y bien? Vuestro nombre ha sido mencionado.
– Los viejos célibes también sentimos deseos -respondió el prior encogiéndose de hombros-. Era una joven atractiva. No negaré que intenté acostarme con ella.
– ¿Vos, que sois el responsable de mantener la disciplina en esta casa y que ayer mismo dijisteis que la disciplina es lo único que preserva al mundo del caos?…
El prior se removió incómodo en el sillón.
– Un revolcón con una buena hembra no puede compararse con las pasiones contra natura -respondió Mortimus con viveza-. No soy perfecto; nadie lo es, excepto los santos, y no todos.
– Muchos, señor prior, calificarían esas palabras de hipócritas»
– ¡Vamos, comisionado! ¿Hay alguien que no sea hipócrita? Yo no le deseaba ningún mal a esa joven. Me rechazó de inmediato, y ese viejo sodomita de Alexander me denunció al abad. Luego me dio lástima verla rondando por el monasterio como un fantasma -añadió el prior en un tono más mesurado-. No obstante, jamás volví a hablar con ella.
– Que vos sepáis, ¿la tomó alguien por la fuerza? La señora Stumpe cree que fue así.
– No. -El rostro del prior se ensombreció-. Yo no lo habría permitido -aseguró, y soltó un largo suspiro-. Verla ayer fue terrible. La reconocí al instante.
– La señora Stumpe también -dije cruzándome de brazos-. Vuestros buenos sentimientos me asombran, hermano prior. No puedo creer que esté ante el mismo hombre que hace un momento le ha propinado una patada a un tullido.
– El hombre ocupa una posición difícil en el mundo, sobre todo si es un monje. Tiene obligaciones establecidas por Dios y fuertes tentaciones a las que resistirse. Las mujeres… son diferentes. Si se comportan, merecen vivir en paz. Orphan era una buena chica, no como la desvergonzada que trabaja ahora con el hermano Guy.
– He oído que a ella también le hicisteis proposiciones. El prior guardó silencio durante unos instantes.
– Yo no acosé a Orphan, os lo aseguro. Cuando me rechazó, no insistí.
– Pero otros sí lo hicieron. El hermano Luke. -Hice una pausa-. Y el hermano Edwig.
– Sí. El hermano Alexander también los denunció, aunque sus propios pecados, mucho más graves, acabarían desenmascarándolo -añadió con malicia-. El abad se encargó del hermano Luke y le dijo al hermano Edwig que la dejara en paz. Igual que a mí. No suele darme órdenes, pero esa vez lo hizo.
– Se comenta que el hermano Edwig y vos sois quienes lleváis las riendas del monasterio…
– Alguien debe hacerlo. Al abad Fabián siempre le ha interesado más cazar con la aristocracia local. Nos ocupamos de las pesadas rutinas que mantienen el monasterio en pie. -Me pregunté si convenía mencionar los asuntos económicos, o la venta de tierras en general, para ver cómo reaccionaba. Pero no, no debía poner sobre aviso a ninguno de ellos hasta tener las pruebas en la mano.-. Yo nunca creí que hubiera robado los cálices y huido del monasterio -murmuró el prior.
– Sin embargo, es lo que le dijisteis a la señora Stumpe…
– Era lo que parecía, y lo que el abad Fabián nos indicó que dijéramos. Espero que encontréis pronto a quien la mató -añadió el prior muy serio-. Cuando lo hagáis, no me importaría que me dejarais solo con él cinco minutos.
Observé el rostro del prior, lleno de santa indignación.
– Estoy seguro de que os encantaría -respondí con frialdad-. Y ahora, debéis disculparme; llego tarde a una cita.
Alice me esperaba en la cocina de la enfermería, con una vieja capa de lana al brazo y unos zapatos cubiertos con gruesas fundas de cuero.
– Necesitas algo de más abrigo -le dije-. Ahí fuera hace un frío terrible.
– Con esto tengo bastante -respondió la joven echándose la capa sobre los hombros-. Era de mi madre, la abrigó durante treinta inviernos.
Nos dirigirnos hacia la puerta del muro posterior por el mismo sendero que habíamos tomado Mark y yo el día anterior. Me desconcertó comprobar que la muchacha me sacaba tres dedos de altura. Debido a la joroba, muchos hombres me sacan eso y más, pero no suelo encontrar mujeres más altas que yo. Me puse a pensar en lo que podía habernos atraído de Alice tanto a Mark como a mí, pues la joven, pálida y seria, no era una belleza, en el sentido convencional. Sin embargo, a mí nunca me han gustado las rubias coquetas; siempre me ha interesado más la chispa que salta del enfrentamiento entre dos caracteres fuertes. Al pensar en ello, el corazón volvió a palpitarme con fuerza.
Pasamos junto a la tumba de Singleton, cuyo oscuro lomo seguía contrastando con la blancura circundante. Alice se mostraba tan distante y poco comunicativa como Mark. Tener que enfrentarme de nuevo a aquella muda insolencia me irritó, y me pregunté si se trataría de una táctica concertada, o de una actitud que cada uno había adoptado por su cuenta. Después de todo, no hay tantas formas de demostrar descontento a quienes están por encima de nosotros.
Mientras cruzábamos la huerta, donde una bandada de cuervos graznaba en las ramas de los árboles, traté de entablar conversación preguntándole cómo es que conocía tan bien la marisma.
– Cuando era pequeña, en la casita de al lado vivían dos hermanos de mi edad, Noel y James. Solíamos jugar juntos. Su familia se había dedicado a la pesca durante generaciones y ellos conocían todos los senderos de la marisma y las señales que permitían orientarse y pisar terreno firme. Su padre era contrabandista, además de pescador. Ya están muertos; su barco desapareció durante una tempestad hace cinco años.
– Lo siento.
– Son gajes del oficio -murmuró Alice, y se volvió hacia mí con una chispa de animación en los ojos-. Si la gente manda tejidos a Francia a cambio de vino, es porque son pobres.
– No tengo intención de acusarlos, Alice. Simplemente, me pregunto si ciertas sumas de dinero obtenido fraudulentamente, y quizá también la reliquia robada, podrían haber salido del monasterio de ese modo.
Llegamos frente al estanque. A cierta distancia, varios criados se afanaban en torno a una esclusa del riachuelo siguiendo las indicaciones de un monje. El nivel del agua del estanque había bajado perceptiblemente.
– El hermano Guy me ha contado lo de esa pobre chica -dijo Alice arrebujándose en la capa-. Me ha explicado que hacía el mismo trabajo que yo.
– Sí, así es. Pero la pobre no tenía más amigos que Simón Whelplay. Tú tienes quien te proteja. -Vi la angustia en sus ojos y le sonreí tranquilizadoramente-. Ven, ahí está la puerta. Tengo una llave.
Salimos al exterior y volví a contemplar la blanca extensión de la marisma, la lejana franja del río y, a medio camino, el montículo con las ruinas de la iglesia primitiva.
– La primera vez que vine casi me hundí en el lodo -le expliqué-. ¿Estás segura de que hay un camino practicable? No sé cómo vas a orientarte estando todo cubierto de nieve.
– ¿Veis esos cañaverales? -me preguntó Alice señalando hacia la marisma-. Es cuestión de localizar los adecuados y mantenerse a la distancia exacta de ellos. No todo es ciénaga; hay zonas de terreno firme, y los cañaverales hacen las veces de mojones. -La muchacha cruzó el camino y pisó fuera de él con precaución-. Hay zonas que sólo están heladas; debéis tener cuidado de no pisar en ellas.
– Lo sé. Eso es lo que me ocurrió la otra vez -respondí sonriendo con nerviosismo desde el borde del camino-. La vida de un comisionado del rey está en tus manos.
– Tendré cuidado, señor.
La joven inspeccionó el camino en ambas direcciones y, tras decirme que caminara exactamente sobre sus pasos, empezó a avanzar por la marisma.
Alice caminaba despacio y con seguridad, deteniéndose de vez en cuando para orientarse. Confieso que al principio tenía el corazón en un puño y volvía la cabeza constantemente, consciente de que cada vez estábamos más lejos de la muralla del monasterio y de que sería imposible recibir ayuda si nos hundíamos en el lodo. Pero Alice parecía saber lo que hacía. Yo iba pisando sobre sus huellas; unas veces el suelo era firme, pero otras un agua negra y aceitosa llenaba las depresiones que formaban sus pisadas. No parecía que avanzáramos, pero al levantar la cabeza vi con sorpresa que casi habíamos llegado al montículo. Las ruinas de la iglesia estaban a unas cincuenta varas.
– Tenemos que subir al montículo -dijo Alice deteniéndose-. Al otro lado, hay un sendero que baja hasta el río. Esa zona es más peligrosa.
– Bueno, de momento, subamos.
Instantes después pisábamos terreno firme. El islote sólo estaba unos pies por encima del nivel del lodo, pero desde él se divisaban con claridad tanto el monasterio, a nuestras espaldas, como el río, manso y gris frente a nosotros. El mar cerraba el horizonte, y una brisa helada llenaba el aire de olor a sal.
– Así que éste es el camino que utilizan los contrabandistas…
– Sí, señor. Hace unos años, los recaudadores de impuestos de Rye persiguieron a un grupo de ellos hasta la marisma y se perdieron. Dos de los hombres se hundieron en cuestión de segundos y desaparecieron sin dejar rastro.
Seguí su mirada por la blanca extensión de la marisma y me estremecí. Luego eché un vistazo a mi alrededor; el montículo era más pequeño de lo que había supuesto y las ruinas, poco más que unos cuantos montones de piedras. En una zona del edificio que estaba algo más entera, vi los restos de una hoguera: un corro de terreno despejado y cubierto de cenizas en medio de la nieve.
– Alguien ha estado aquí hace muy poco -dije removiendo las cenizas con el bastón y mirando a mi alrededor, con la absurda esperanza de descubrir el escondite de la reliquia o de un cofre lleno de oro; por supuesto, no había nada. Alice me observaba en silencio. Volví a su lado y contemplé el paisaje que se desplegaba ante nosotros-. La vida de los primeros monjes debía de ser muy dura. Me pregunto por qué se instalarían aquí; por seguridad, tal vez.
– Dicen que la marisma ha ido creciendo a medida que el río llenaba de limo la desembocadura. Puede que en aquella época esto no fuera marisma, sino sólo un punto cercano al río -apuntó Alice, que no obstante parecía poco interesada en el tema.
– Este paisaje merece ser pintado. Yo pinto, ¿sabes? Cuando tengo tiempo…
– Las únicas pinturas que he visto son las de los vitrales de la iglesia. Los colores son bonitos, pero las figuras no me parecen muy reales.
Asentí.
– Eso es porque no guardan las proporciones, y porque carecen de perspectiva, sensación de distancia. Pero hoy en día los pintores tratan de representar las cosas tal como son, de mostrar la realidad.
– Comprendo, señor.
Su voz seguía siendo fría, distante. Limpié de nieve un viejo sillar y me senté.
– Alice, me gustaría hablar contigo. Sobre el señor Poer. -La chica me miró con aprensión-. Sé que se siente atraído hacia ti, y estoy convencido de que sus intenciones son honestas.
– Entonces, señor -dijo Alice animándose de inmediato-, ¿por qué le habéis prohibido que me vea?
– El padre de Mark es el administrador de la granja de mi padre. No es que mi padre sea rico, pero yo he tenido la suerte de abrirme camino en el mundo de la justicia y entrar al servicio de lord Cromwell. -Creía que la impresionaría, pero su rostro permaneció inmutable-. Mi padre dio su palabra al de Mark de que yo intentaría situar al muchacho en Londres. Y así lo hice; aunque no todo fue mérito mío. Su buena cabeza y su excelente educación hicieron su parte. -Tosí con delicadeza-. Desgraciadamente, tuvo un tropiezo y perdió el puesto…
– Sé lo de la dama de la reina, señor. Mark me lo ha contado todo.
– ¿De veras? Entonces comprenderás, Alice, que esta misión es su última oportunidad de recuperar el favor de lord Cromwell. Si lo consigue, podría progresar, labrarse un futuro de bienestar y seguridad; pero debería encontrar una esposa de su rango. Alice, eres una joven estupenda. Si fueras la hija de un comerciante de Londres…, sería otra cosa. En ese caso, no sólo te pretendería Mark; yo también lo haría. -No era eso lo que intentaba decir, pero la fuerza de los sentimientos me llevó a expresarme así. Alice frunció el semblante y me miró con perplejidad. ¿Aún no lo había comprendido? Respiré hondo-. En definitiva, si Mark quiere progresar, no puede dedicarse a cortejar a una criada. Es duro, pero así es como funciona la sociedad.
– La sociedad es injusta -replicó Alice con súbita y fría cólera-. Hace mucho tiempo que lo pienso.
– Es el mundo que Dios creó para nosotros -respondí poniéndome en pie-. Y nos guste o no, tenemos que vivir en él. ¿Serías capaz de retener a Mark, de impedir que prosperara? Si le das alas, eso es lo que ocurrirá.
– Nunca haría nada que lo perjudicara -replicó Alice con vehemencia-. Nunca haría nada que fuera contra sus deseos.
– Pero puede ser que sus deseos lo perjudiquen.
– Eso debe decidirlo él.
– ¿Arruinarías su futuro? ¿Lo harías?
La joven me observó atentamente, tanto que me sentí incómodo como jamás me había sentido ante la mirada de una mujer. Al cabo, soltó un profundo suspiro.
– A veces creo que estoy condenada a perder a todos aquellos a quienes amo. Puede que sea el sino de las criadas -añadió con amargura.
– Mark dijo que tenías un novio, un leñador que murió en un accidente.
– Si no hubiera muerto, ahora viviría tranquilamente en Scarnsea, porque hoy en día los terratenientes no hacen otra cosa que talar bosques. Y, en cambio, aquí estoy.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se los secó con rabia. Me habría gustado estrecharla contra mi pecho y consolarla, pero sabía que no eran mis brazos los que quería.
– Lo siento. A veces es inevitable perder a aquellos a los que amamos. Alice, es posible que el monasterio tenga los días contados. ¿Y si intentara encontrarte un trabajo en la ciudad por medio del juez Copynger? Tal vez lo vea mañana. No deberías seguir en un lugar donde están ocurriendo cosas tan terribles.
Alice se enjugó las lágrimas y me miró de un modo extraño, lleno de sentimiento.
– Sí, aquí he visto hasta dónde puede llegar la violencia de los hombres. Es espantoso.
Mientras escribo, vuelvo a ver aquella mirada, y me estremezco al recordar lo que estaba por venir.
– Permíteme que te ayude a dejar todo esto atrás.
– Tal vez lo haga, señor, aunque no me gustaría estar en deuda con ese hombre.
– Lo comprendo. Pero te lo repito: el mundo es así.
– Ahora tengo miedo. Incluso Mark lo tiene.
– Sí. Yo también.
– Señor, el hermano Guy me ha dicho que encontrasteis otras cosas en el estanque, además del cuerpo de la muchacha. ¿Puedo preguntaros qué?
– Sólo un hábito, que parece no ser la pista que creía, y una espada. Voy a ordenar que vacíen el estanque para ver si encontramos algo más.
– ¿Una espada?
– Sí. Creo que se trata del arma que acabó con la vida del comisionado Singleton. La marca del armero podría permitirme seguirle el rastro, pero para eso debería ir a Londres.
– No os vayáis, señor, os lo suplico -me pidió Alice con inesperada vehemencia-. No nos dejéis solos. Señor, os pido perdón si he sido irrespetuosa con vos, pero, por favor, no os vayáis. Vuestra presencia aquí es mi única protección.
– Me temo que exageras mi poder -murmuré apesadumbrado-. No pude salvar a Simón Whelplay. No obstante, no podría llegar a Londres en menos de una semana, y no dispongo de tanto tiempo. -El alivio suavizó el rostro de Alice. Me aventuré a acercarme a ella y darle una palmada en el brazo-. Me conmueve que tengas tanta confianza en mí.
Alice retiró el brazo, pero me sonrió.
– Puede que vos tengáis poca en vos mismo, señor. Tal vez en otras circunstancias, sin Mark…
Su voz se apagó a media frase, y Alice bajó la cabeza recatadamente. Confieso que el corazón me daba brincos en el pecho.
– Creo que deberíamos volver, en lugar de intentar llegar al río -dije tras unos instantes de silencio-. Estoy esperando un mensaje del juez. Haré algo por ti, Alice, te lo prometo. Y… gracias por tus palabras.
– No, gracias a vos por vuestra ayuda.
Alice esbozó una rápida sonrisa, dio media vuelta y emprendió el camino hacia el monasterio.
El viaje de regreso fue más rápido, pues sólo teníamos que volver sobre nuestros pasos. Mientras seguía a Alice, no podía apartar los ojos de su nuca, y hubo un momento en que estuve a punto de estirar la mano y tocarla. Estaba claro que los monjes no eran los únicos capaces de hacer el ridículo y comportarse como unos hipócritas.
De pronto, la vergüenza se apoderó de mí, y apenas dijimos nada durante todo el camino de vuelta. Pero al menos el silencio parecía más cálido que a la ida.
Cuando llegamos a la enfermería, Alice dijo que debía volver al trabajo y me dejó. El hermano Guy estaba vendándole la pierna al monje grueso. Al verme, alzó la cabeza hacia mí.
– ¿Ya de vuelta? -me preguntó-. Parecéis helado.
– Y lo estoy. Alice me ha sido de gran ayuda; os lo agradezco a los dos.
– ¿Qué tal dormís ahora?
– Mucho mejor, gracias a vuestra milagrosa poción. ¿Habéis visto a Mark?
– Ha pasado hace un momento por aquí. Iba a vuestra habitación. ¡Seguid tomando la poción durante unos días! -me recomendó el enfermero mientras yo abandonaba la sala preguntándome si debía hablarle a Mark de mi conversación con Alice.
Llegué a la habitación y abrí la puerta.
– Mark, he estado en… -empecé a decir mirando a mi alrededor.
La habitación estaba vacía. Pero, de pronto, oí una voz, una voz que parecía surgir de la nada. -¡Señor! ¡Ayudadme!