1

Cuando me llamaron, me encontraba en Surrey realizando una comisión para el gabinete de lord Cromwell. Un miembro del Parlamento cuyo apoyo necesitaba Su Señoría había obtenido las tierras de un monasterio disuelto, y los títulos de propiedad de una zona de bosques habían desaparecido. Tras dar con su rastro sin excesivas dificultades, acepté la invitación del parlamentario a pasar unos días en compañía de su familia antes de volver a mi trabajo en Londres. Sir Stephen tenía una hermosa casa de ladrillos, nueva y agradablemente proporcionada, y yo me había ofrecido a dibujarla. Apenas había hecho un par de esbozos preliminares cuando llegó un mensajero a caballo.

Había cabalgado durante toda la noche desde Whitehall. Lo reconocí como uno de los mensajeros particulares de lord Cromwell y rompí el sello con aprensión. La carta era del secretario Grey y decía que lord Cromwell deseaba verme de inmediato en Westminster.

En otros tiempos, la perspectiva de encontrarme con mi protector y entrevistarme con él, viéndolo encumbrado en la posición de poder que ocupaba, me habría entusiasmado; pero, durante el último año, yo había empezado a acusar cierto cansancio; cansancio de la política y de la justicia, de la astucia de los hombres y de la inextricable maraña de su naturaleza. Y me apenaba que el nombre de lord Cromwell, más aún que el del rey, hubiera acabado despertando miedo allí donde era pronunciado. En Londres, se decía, las bandas de mendigos se dispersaban tan pronto tenían noticia de su presencia. Aquél no era el mundo con el que nosotros, jóvenes reformistas, soñábamos durante las interminables sobremesas que celebrábamos en casa de algunos. Creíamos, con Erasmo, que la fe y la caridad bastarían para acabar con las disputas religiosas entre los hombres; sin embargo, a principios de aquel invierno de 1537, la situación había degenerado en rebelión, entre un número creciente de ejecuciones y codiciosas luchas por las tierras de los monjes.

Aquel otoño apenas había llovido y los caminos estaban en buen estado, de modo que, aunque mi deformidad me impide cabalgar deprisa, todavía era media tarde cuando llegué a Southwark. Tras un mes en el campo, mi viejo caballo, Chancery, reaccionó al ruido y a los olores con nerviosismo, al igual que yo. Cuando llegué a la entrada de Londres, evité mirar los ojos del puente y las altas picotas donde se exponían las cabezas de los ajusticiados por traición, que en ese momento eran picoteadas por las gaviotas. Siempre he sido de temperamento impresionable. Ni siquiera me gustan las peleas de perros y de osos.

El enorme puente estaba tan abarrotado como de costumbre; muchos comerciantes vestían luto por la reina Juana, que había muerto de fiebre puerperal hacía dos semanas. Los tenderos anunciaban sus mercancías desde las puertas de sus comercios, situados en las plantas bajas de unos edificios construidos cerca de la orilla, y tan inclinados que parecía que fueran a caerse al agua. En los pisos superiores, las mujeres recogían aprisa la colada, en vista de las amenazadoras nubes que se acercaban desde poniente. Al oírlas parlotear y llamarse a voces, no pude evitar compararlas, dado mi melancólico humor, con una bandada de cuervos que graznara en las ramas de un gran árbol.

Suspiré y me recordé a mí mismo que tenía obligaciones que cumplir. Si a mis treinta y cinco años poseía una hermosa casa nueva y un próspero despacho de abogado, se lo debía en gran medida a la protección de lord Cromwell. Y trabajar para él era trabajar para la Reforma, hacer algo digno a los ojos de Dios. Al menos, eso creía entonces. Además, debía de tratarse de algo importante, puesto que había enviado a Grey. No había visto al primer secretario y vicario general -en esos momentos, lord (Iromwell tenía ambos cargos- desde hacía dos años. Sacudí las riendas y conduje a Chancery, entre la muchedumbre de viajeros y comerciantes, cortabolsas y cortesanos en ciernes, hacia el inmenso hervidero de Londres.


En Ludgate Hill me entró hambre al ver un tenderete rebosante de manzanas y peras y desmonté para comprar unas pocas. Mientras le daba una manzana a Chancery, vi en una calle lateral un grupo de unas treinta personas que murmuraban excitadamente delante de una taberna. No pude por menos de preguntarme si no se trataría de otro charlatán trastornado por una apresurada lectura de la nueva traducción de la Biblia y metido a profeta. Si era así, más le valía andarse con ojo con los alguaciles.

Entre las personas que estaban en la parte exterior del grupo, había varias mejor vestidas que el resto. Una de ellas era William Pepper, abogado del Tribunal de Desamortización, al que acompañaba un joven que iba embutido en un estridente jubón acuchillado de colores vivos. Incitado por la curiosidad, tiré de la rienda de Chancery y me acerqué al grupo, procurando evitar la corriente de orines del arroyo. Antes de que llegara a donde estaban, Pepper se volvió.

– ¡Hombre, Shardlake! Este último trimestre os he echado de menos en los tribunales. ¿Dónde os habíais metido? -Mi colega se volvió hacia su acompañante-. Permitidme que os presente a Jonathan Mintling, recién salido de los Inns of Court, la escuela de leyes, y afortunado nuevo miembro de nuestra familia del Tribunal de Desamortización. Jonathan, os presento al doctor Matthew Shardlake, el jorobado más astuto de los tribunales ingleses.

Me incliné ante el joven, haciendo oídos sordos al grosero comentario de Pepper. Recientemente lo había derrotado en los tribunales, y las lenguas de los picapleitos siempre están bien afiladas para la venganza.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Pepper se echó a reír.

– Ahí dentro hay una mujer que tiene un pájaro de las Indias. Dice que puede hablar tan bien como cualquier cristiano. Estamos esperando que salga con él.

La calle descendía en pendiente hacia la taberna, de modo que, a pesar de mi escasa estatura, podía ver la puerta sin dificultad. En ese momento, una gruesa anciana vestida con mugrientos andrajos apareció en el umbral sosteniendo una percha de hierro con tres pies. Encaramado en ella, había un pájaro en verdad extraño. Era más grande que un cuervo, tenía el pico corto y acabado en un temible gancho, y sus plumas, rojas y doradas, eran tan brillantes que casi deslumbraban en contraste con el sucio gris de la calle. La muchedumbre se arremolinó a su alrededor.

– ¡Apartaos! -chilló la vieja desabridamente-. Ya os he sacado a Tabitha, pero si la atosigáis no dirá nada. -¡Que hable! -se oyó gritar.

– ¡Quiero cobrar por mi trabajo! -replicó la vieja con descaro-. ¡Si echáis un cuarto de penique a sus pies, Tabitha hablará!

– Seguro que hay truco -rezongó Pepper, que no obstante se unió a los que arrojaban dinero al pie de la percha.

La vieja recogió las monedas del barro y se volvió hacia el pájaro.

¡Tabitha! -exclamó-. Di: «¡Dios salve al rey Enrique!

¡Una misa por la pobre reina Juana!»

El animal se balanceó sobre sus escamosas patas y miró al gentío con ojos vidriosos. De pronto, con una voz muy parecida a la de su dueña, graznó:

– ¡Dios salve al rey Enrique! ¡Misa para la reina Juana!

Los de la primera fila retrocedieron instintivamente y casi todos alzaron los brazos y se persignaron.

Pepper soltó un silbido.

– ¿Qué decís a eso, Shardlake?

– No sé… Sin duda, se trata de algún truco.

– Otra vez -pidió alguien-. ¡Una vez más!

¡Tabitha! Di: «¡Muerte al Papa! ¡Muerte al obispo de

Roma!»

– ¡Muerte al Papa! ¡Obispo de Roma! ¡Dios salve al rey Enrique!

El animal abrió las alas, para gran susto del público, que ahogó un grito. Advertí que le habían cortado casi la mitad de cada ala; el pobre animal no volvería a volar. El pájaro hundió el pico entre las plumas del pecho para acicalarse.

– ¡Venid mañana a las escaleras de San Pablo y oiréis más! -gritó la vieja-. Decidle a vuestros conocidos que Tabitha, el pájaro parlanchín de las Indias, estará allí a las doce… ¡recién llegado del Perú, donde cientos de animales como él conversan entre ellos en su gran ciudad de nidos construidos sobre las ramas de los árboles!

Tras el anuncio, deteniéndose únicamente para recoger del suelo un par de monedas que había pasado por alto, la vieja cogió la percha y desapareció en el interior de la taberna, mientras el ave agitaba violentamente sus mutiladas extremidades para mantener el equilibrio.

La muchedumbre se dispersó entre murmullos de asombro. Yo tiré de las riendas de Chancery y eché a andar hacia la calle principal, acompañado por Pepper y su amigo.

Mi colega había abandonado su habitual arrogancia. -He oído contar muchas maravillas de ese Perú conquistado por los españoles. Siempre he pensado que la mitad de las fábulas que nos llegan de las Indias no son creíbles, pero esto… ¡Pardiez!

– Es un truco -dije yo-. ¿No os habéis fijado en los ojos del pájaro? No se ve en ellos la menor inteligencia. Y el modo en que ha parado de hablar para arreglarse las plumas…

– Pero ha hablado, señor -repuso Mintling-. Todos lo hemos oído.

– Se puede hablar sin saber. ¿Y si el pájaro se limita a repetir las palabras de la vieja, del mismo modo que un perro acude a la llamada de su amo? He oído decir que los arrendajos también pueden hacerlo.

Llegamos a la esquina y nos detuvimos. Pepper sonrió de oreja a oreja.

– La verdad es que en la iglesia la gente responde a los latinajos del cura sin saber lo que significan.

Me encogí de hombros. Aquellas opiniones sobre la misa latina no eran ortodoxas, y no pensaba dejarme arrastrar a una polémica religiosa.

– Bueno, me temo que debo dejaros -les dije esbozando una reverencia-. Lord Cromwell me espera en Westminster.

El joven pareció impresionado, y Pepper se esforzó en no parecerlo; mientras tanto, yo había montado a lomos de Chancery me abría paso entre el gentío, sonriendo con ironía. Los abogados son los animales más chismosos creados por Dios, y no me perjudicaría en absoluto si Pepper hacía correr la voz por los tribunales de que yo tenía una audiencia personal con el primer secretario. Pero mi regocijo duró poco, pues cuando llegué a Fleet Street comenzaron a estallar gruesas gotas contra el polvoriento empedrado y, a la altura de Temple Bar, la lluvia caía con fuerza y me azotaba el rostro. Me calé la capucha de la capa y la sujeté mientras seguía mi camino bajo el temporal.


Cuando llegué al palacio de Westminster, el aguacero se había convertido en diluvio y el agua caía a cántaros sobre mí. Los pocos jinetes con los que me crucé iban, como yo, encorvados bajo las capas e intercambiaron conmigo exclamaciones sobre la que nos estaba cayendo encima.

Ya hacía algunos años que el rey se había trasladado a su nuevo y magnífico palacio de Whitehall, y ahora Westminster servía principalmente como sede de los tribunales. El de Desamortización había sido creado recientemente para adjudicar las propiedades de los conventos que habían sido clausurados en el último año. Lord Cromwell y su creciente séquito de funcionarios también tenían sus oficinas en el palacio, por lo que siempre estaba muy concurrido.

Generalmente, el patio se encontraba abarrotado de abogados vestidos de negro que examinaban pergaminos y de funcionarios que discutían o conspiraban en rincones apartados. Pero ese día la lluvia había ahuyentado a todo el mundo, y estaba casi desierto. Sólo se veía a un puñado de hombres desaliñados y pobremente vestidos, apiñados bajo la lluvia en la puerta de Desamortización. Eran antiguos monjes de las órdenes disueltas que habían ido a reclamar las parroquias que la ley les prometía. El funcionario debía de estar ausente; tal vez fuera el señor Mintling.

Uno de los monjes, un anciano de porte orgulloso, vestía aún el hábito cisterciense. Llevar semejante atuendo cerca de lord Cromwell era una auténtica temeridad.

Por lo general, los antiguos monjes parecían perros apaleados, pero aquéllos miraban con expresión horrorizada hacia un extremo del patio, donde unos carreteros descargaban dos enormes carromatos y amontonaban su contenido contra un muro, maldiciendo el agua que se les metía en los ojos y en la boca. Al principio, pensé que se trataba de leña para las chimeneas de los funcionarios; pero, cuando detuve a Chancery, vi que acarreaban urnas, estatuas de madera y escayola, y grandes cruces primorosamente talladas y decoradas. Sin duda eran reliquias e imágenes de los monasterios clausurados, cuyo culto deseábamos erradicar los que creíamos en la Reforma. Retiradas de sus lugares de honor y amontonadas bajo la lluvia, habían perdido todo su poder. Reprimí un sentimiento de lástima, saludé al pequeño grupo de monjes con un triste movimiento de cabeza y dirigí a Chancery hacia el arco de entrada.


En la cuadra, me sequé lo mejor que pude con la toalla que me ofreció el mozo. Luego, entré en el palacio y mostré la carta de lord Cromwell al guardia, que me acompañó fuera de la zona pública y me condujo por el laberinto de pasillos interiores sosteniendo en alto su reluciente pica.

Cruzamos una gran puerta custodiada por dos hombres armados, y accedimos a una sala alargada e iluminada con innumerables velas. En otros tiempos había sido un salón de banquetes, pero ahora estaba ocupada por hileras de pupitres, ante los que había escribientes vestidos de negro ordenando montañas de correspondencia. Uno de ellos, un anciano rechoncho con los dedos negros de tinta tras toda una vida de trabajo, se precipitó a mi encuentro.

– ¿Doctor Shardlake? Habéis sido puntual.

Me sorprendió que me conociera, pero comprendí que debía de estar esperando a un jorobado.

– El tiempo ha sido benigno… hasta hace un momento -respondí bajando la vista hacia mis empapadas calzas.

– El vicario general me ha ordenado que os llevara a su presencia en cuanto llegarais.

Avanzamos entre dos hileras de atareados escribientes, haciendo vacilar la luz de sus velas a nuestro paso. Ahora podía hacerme una idea de la extensa red de control que había creado mi señor. Los comisionados de la Iglesia y los magistrados locales, que contaban con sus propias redes de confidentes, tenían órdenes de informar sobre cualquier rumor de descontento o traición; todos ellos eran investigados con el máximo rigor de la ley, que aumentaba la dureza de las penas año tras año. Ya había estallado una rebelión contra los cambios religiosos; la segunda podía acabar con el reino.

Mi guía se detuvo ante la gran puerta que había al otro extremo de la sala. Me indicó que esperara, llamó con los nudillos y entró haciendo una profunda reverencia.

– El doctor Shardlake, milord.


A diferencia de la antecámara, el despacho de lord Cromwell sólo estaba iluminado por un pequeño candelabro que había junto al escritorio y que apenas paliaba la oscuridad de la tarde. Cualquier otro hombre de posición tan eminente habría hecho adornar las paredes con ricos tapices; aquéllas, por el contrario, estaban cubiertas de estanterías divididas en cientos de compartimentos provistos de cajones. Por todas partes se veían mesas y arcones cubiertos de informes y listas. Un gran fuego crepitaba en la amplia chimenea.

Al principio no lo vi. Cuando mis ojos se habituaron a la penumbra, distinguí su corpulenta silueta junto a una mesa que había en el rincón más alejado del despacho. Lord Cromwell examinaba con expresión desdeñosa el contenido de un cofre. La boca, grande y de labios finos, la tenía entreabierta sobre el prominente mentón. En aquella actitud, sus mandíbulas se me antojaron una trampa que podía abrirse en cualquier momento y engullirme de un bocado. Lord Cromwell levantó la vista hacia mí y, con uno de sus súbitos cambios de expresión, tan habituales en él, me sonrió afablemente y alzó una mano a modo de saludo. Me incliné ante él tanto como pude, sin poder evitar una mueca de dolor; pues tenía el cuerpo agarrotado tras el largo viaje.

– ¡Acércate, Matthew! -Aunque grave y áspera, la voz era cordial-. Estuviste muy atinado en Croydon. Me alegro de que el embrollo de Black Grange se haya resuelto.

– Gracias, milord.

Al acercarme, observé que llevaba una camisa negra bajo la toga. Lord Cromwell se dio cuenta de mi mirada.

– ¿Te has enterado de la muerte de la reina?

– Sí, milord. Lo siento.

Sabía que, tras la ejecución de Ana Bolena, el vicario general había unido su destino al de la familia de Juana Seymour.

– El rey está destrozado -gruñó lord Cromwell.

Posé la mirada sobre la mesa. Para mi sorpresa, vi que estaba atestada de cofres de diversos tamaños, amontonados sin orden ni concierto. Todos eran de oro o plata, y muchos tenían incrustaciones de pedrería. A través de los cristales, deslustrados por los años, se veían huesos y trozos de tela sobre cojines de terciopelo. Observé con atención el cofre que Su Señoría sujetaba entre las manos; contenía el cráneo de un niño. Lo agitó en el aire con ambas manos y varios dientes que había sueltos en el interior repiquetearon contra las paredes. Lord Cromwell sonrió tétricamente.

– Esto te interesará. Son reliquias traídas a mi consideración -dijo, depositando el cofre en la mesa y señalando la inscripción latina que había en la parte anterior.

Barbara sanctissima -leí.

Miré la calavera, cuya parte superior conservaba unos cuantos pelos pegados al hueso.

– Es el cráneo de santa Bárbara -dijo lord Cromwell, dando una palmadita al cofre-, una joven virgen que fue sacrificada, en época de los romanos, por su propio padre, un pagano. Procede del monasterio cluniacense de Leeds. Se trata de una reliquia muy venerada -explicó inclinándose sobre la mesa y cogiendo un cofre de plata con incrustaciones que parecían de ópalo-. ¿Y qué tenemos aquí? Otro cráneo de santa Bárbara, éste del convento de Boxgrove, en Lancashire. -Su Señoría rió con sorna-. Dicen que en las Indias hay dragones bicéfalos. Pues bien, nosotros tenemos santos bicéfalos.

– Por Dios… -murmuré observando alternativamente los dos cráneos-. ¿A quiénes pertenecerían?

Lord Cromwell soltó otra carcajada y me palmeó el hombro con fuerza.

– ¡Sí, señor, éste es mi Matthew, siempre buscando respuestas para todo! Ese talento para investigar es lo que yo necesito ahora. El responsable del Tribunal de Desamortización en York dice que el cofre de oro es de estilo romano, pero de cualquier modo será fundido en el horno de la Torre con los demás, y los cráneos acabarán en un estercolero. Los hombres no deben adorar huesos. -Hay un montón…

Miré hacia la ventana. Seguía lloviendo a cántaros y el agua inundaba el patio. A pesar de ello, los carreteros continuaban descargando. Lord Cromwell cruzó la habitación y se acercó a la ventana. Observé que, aunque ahora era un par, y como tal tenía derecho a vestir de escarlata, seguía llevando la misma ropa que yo: la toga y el birrete negros de los funcionarios de la justicia y de la Iglesia, aunque su birrete era de terciopelo y la toga estaba forrada de castor. Advertí que en su larga melena castaña asomaban las primeras hebras grises.

– He ordenado que pongan todas esas imágenes a cubierto -dijo-. No quiero que se mojen. La próxima vez que queme a un traidor papista, quiero utilizar esa madera. -Se volvió y me sonrió siniestramente-. Así verán todos que las llamas que producen sus imágenes no les causan menos dolor a esos herejes ni, por supuesto, mueven a Dios a apagar el fuego. -Su expresión volvió a cambiar y se tornó sombría-. Ven, siéntate. Tenemos trabajo -anunció ocupando su sillón ante el escritorio e indicándome con un gesto de impaciencia la silla que había enfrente-. Pareces cansado, Matthew -comentó escrutándome con sus grandes ojos castaños, que, como su rostro, cambiaban constantemente de expresión. Ahora ésta era fría.

– Un poco. Ha sido un largo viaje.

Recorrí el escritorio con la mirada. Estaba atestado de documentos, en algunos de los cuales se veía el sello real, reluciente a la luz de las velas. Un par de cofrecillos de oro hacían las veces de pisapapeles.

– Me alegro de que encontraras los títulos de esos bosques -dijo lord Cromwell-. Sin ellos, el asunto habría seguido rodando por los tribunales durante años.

– Los tenía el antiguo tesorero. Se los llevó cuando clausuraron el monasterio. Al parecer, los lugareños reclamaban los bosques como tierras comunales. Sir Richard sospechaba de un rival local, pero yo empecé por el tesorero, que era el último que había visto los documentos.

– Bien hecho. Era lo más lógico.

– Le seguí el rastro hasta la iglesia del pueblo, de la que había sido nombrado rector. No tardó en confesar y entregármelos.

– Seguro que lo habían comprado los aldeanos. ¿Lo pusiste en manos de la justicia?

– No lo hizo por dinero. Creo que sólo quería ayudar a la gente del pueblo. La zona es muy pobre. Me pareció mejor dejar las cosas como estaban.

Lord Cromwell se recostó en el asiento. Su rostro se había endurecido.

– Había cometido un delito, Matthew. Deberías haberlo entregado a las autoridades, como ejemplo para otros. Espero que no te estés ablandando. En estos tiempos, necesito hombres duros a mi servicio, Matthew, hombres duros. -De golpe, su rostro manifestó la misma cólera que había visto en él diez años atrás, el mismo día en que lo conocí-. Esto no es la Utopía de Tomás Moro, una nación de inocentes salvajes que sólo esperan la palabra de Dios para ver colmada su felicidad. Es un reino violento, corrompido por una Iglesia decadente.

– Lo sé.

– Los papistas se servirán de todos los medios a su alcance para impedirnos construir la república cristiana, y por los clavos de Cristo que yo haré otro tanto para vencerlos.

– Lamento haberme equivocado.

– Hay quien dice que eres blando, Matthew -murmuró Su Señoría-. Falto de ardor y celo religioso, puede que incluso de lealtad.

En circunstancias similares, lord Cromwell acostumbraba a mirar a su interlocutor fijamente, sin parpadear, hasta obligarlo a bajar la vista. Cuando éste volvía a alzarla, descubría que los duros ojos castaños del vicario general seguían clavados en él… El corazón me palpitaba en el pecho. Había intentado guardar mis dudas y mi desencanto para mí; desde luego, no le había hablado de ello a nadie.

– Milord, estoy tan en contra del papado como siempre.

Mientras pronunciaba estas palabras, pensé en todos los que, interrogados sobre su lealtad, le habrían dado la misma respuesta. Sentí una punzada de miedo y procuré respirar despacio para tranquilizarme, esperando que no lo advirtiera.

Lord Cromwell asintió lentamente.

– Tengo un trabajo para ti -dijo al cabo de unos instantes-, un trabajo adecuado a tu talento. El futuro de la Reforma podría depender de él -afirmó inclinándose hacia el escritorio para coger un cofrecillo y mostrármelo. En su interior, en el centro de una pequeña bandeja de plata primorosamente labrada, había un frasquito de cristal con un polvo rojo-. Esto -murmuró el vicario general- es la sangre de san Pantaleón, que fue decapitado por los paganos. Procede de Devon. Se supone que el día del santo se licuaba. Todos los años acudían a presenciar el milagro centenares de devotos, arrastrándose sobre pies y manos y pagando por el privilegio de verlo con sus propios ojos. Fíjate bien. -Lord Cromwell dio la vuelta al cofre-. ¿Ves este agujerito en la parte de atrás? Pues la pared a la que estaba arrimado tenía otro igual, por el que un monje introducía gotitas de agua coloreada con una pajita. Y, ¡oh, sorpresa!, la sangre del santo, o mejor el polvo de almagre, se licuaba.

Me incliné hacia el cofrecillo y tenté el orificio con el dedo.

– Había oído hablar de fraudes parecidos.

– Ésta es la verdad que pregonan en los monasterios. Fraude, idolatría, codicia y secreta lealtad al obispo de Roma. -Lord Cromwell giró la reliquia en su mano, y las minúsculas escamas rojas resbalaron por la pared del frasco-. Los monasterios son un cáncer en el corazón del reino, y no descansaré hasta extirparlo.

– Algo hemos adelantado. Los pequeños conventos ya han desaparecido.

– Eso apenas ha arañado la superficie, aunque nos ha proporcionado algún dinero, el suficiente para animar al rey a hacer lo mismo con los grandes, en los que hay auténticos tesoros. Doscientos monasterios, que poseen la sexta parte de la riqueza del país.

– ¿De verdad es tanto?

Lord Cromwell asintió.

– ¡Ya lo creo! Sin embargo, después de la rebelión del pasado invierno, con veinte mil rebeldes acampados en el Don pidiendo que les fueran devueltos sus monasterios, tengo que actuar con cautela. El rey no quiere más cesiones a la fuerza, y tiene razón. Lo que necesito, Matthew, son cesiones voluntarias.

– Pero ellos nunca se avendrán a…

El vicario general esbozó una sonrisa astuta.

– Hay muchas formas de matar a un cerdo. Ahora, escúchame con atención. Esta información es secreta. -Lord Cromwell se inclinó hacia mí y siguió hablado en voz baja-: Hace dos años, cuando ordené inspeccionar los monasterios, me aseguré de anotar cuidadosamente todo lo que pudiera perjudicarlos -dijo, indicando los cajones de los anaqueles con un movimiento de cabeza-. Todo está ahí. Sodomía, fornicación, predicación desleal, bienes vendidos en secreto… Además, cuento con informadores dentro de los monasterios. -El vicario general sonrió tétricamente-. Podría haber hecho ejecutar a diez abades en Tyburn, pero he preferido esperar, mantener la presión, promulgar leyes cada vez más estrictas que no tienen más remedio que cumplir. Los tengo aterrorizados. -Volvió a sonreír y, de pronto, lanzó la reliquia al aire y la cogió mientras caía. Luego la dejó sobre los documentos-. He convencido al rey para que me permita ejercer una presión especial sobre una docena de monasterios. En las dos últimas semanas, he enviado hombres cuidadosamente escogidos para que dieran a elegir a los abades entre la cesión voluntaria, con pensiones para todos y especialmente generosas para ellos, o el enjuiciamiento. Lewes, con sus sermones desleales; Titchfield, cuyo prior nos ha enviado información muy jugosa sobre sus hermanos; Peterborough… Cuando haya arrancado la cesión voluntaria a unos cuantos, los demás comprenderán que han perdido la partida y se irán pacíficamente. He seguido las negociaciones de cerca, y todo iba bien… hasta ayer -puntualizó cogiendo una carta del escritorio-. ¿Has oído hablar del monasterio de Scarnsea?

– No, milord.

– No es extraño. Se trata de un monasterio benedictino situado en un viejo y cenagoso puerto del Canal, en el límite entre Kent y Sussex. En él hay monjes sospechosos de sodomía y, según el juez de paz, que es de los nuestros, el abad está vendiendo tierras por debajo de su valor. La semana pasada envié allí a Robin Singleton para ver qué podía sacar en limpio.

– Conozco a Singleton -le dije-. Me he enfrentado a él en los tribunales. Todo un carácter, aunque tal vez no sea el mejor abogado del mundo -añadí tras una vacilación.

– Lo sé, pero lo que me interesaba era su carácter. Había pocas pruebas concretas, y quería ver qué conseguía arrancarles. Hice que lo acompañara un canonista, un viejo reformista de Cambridge llamado Lawrence Goodhaps, para que lo asesorara. -Lord Cromwell rebuscó entre los documentos y me tendió una carta por encima del escritorio-. Esta carta de Goodhaps llegó ayer por la mañana.

La misiva estaba escrita con letra apretada en una hoja de papel arrancada de un libro de contabilidad.


Milord:

Os escribo apresuradamente y envío esta carta con un muchacho de la ciudad, pues no confío en nadie de aquí. Mi señor Singleton ha sido brutalmente asesinado en el interior mismo del monasterio, de un modo terrible por demás. Lo han encontrado esta mañana en la cocina, en medio de un charco de sangre, con la cabeza cortada limpiamente. Yo creo que ha tenido que ser obra de algún enemigo de Su Señoría, pero aquí todos lo niegan. La iglesia ha sido profanada y la Gran Reliquia del Buen Ladrón, con sus uñas ensangrentadas, ha desaparecido. Se lo he comunicado al juez Copynger y hemos conminado al abad a guardar silencio. Tememos las consecuencias si esto trascendiera.

Por favor, milord, enviadme ayuda y decidme qué debo hacer.

Lawrence Goodhaps


– ¿Un comisionado, asesinado?

– Eso parece.

– Pero, si hubiera sido un monje, eso sólo acarrearía la ruina al monasterio.

Cromwell asintió.

– Lo sé. Ha debido de ser obra de algún demente, algún loco enclaustrado que nos odia más de lo que nos teme. Pero ¿comprendes las consecuencias? Estoy intentando obtener la cesión voluntaria de esos monasterios como precedente para el resto. Las leyes y las costumbres inglesas se basan en el precedente.

– Y esto es un precedente de otro tipo.

– Exacto. La autoridad del rey por los suelos, literalmente. El viejo Goodhaps acertó al ordenar que este asunto se mantuviera en secreto. Si lo ocurrido trascendiera, imagínate qué ejemplo daría a los fanáticos y los lunáticos de todos los conventos del país.

– ¿Lo sabe el rey?

El vicario general volvió a mirarme con dureza.

– Si se lo digo, la situación explotará. Lo más probable es que envíe soldados y haga ahorcar al abad de lo alto del campanario. Y eso daría al traste con mi estrategia. Necesito resolver esto rápida y silenciosamente. -Comprendí adonde quería ir a parar y cambié de posición en el asiento, porque empezaba a dolerme la espalda-. Te quiero allí, Matthew, enseguida. En mi calidad de vicario general, te otorgaré plenos poderes como comisionado para dar cualquier orden y acceder a cualquier lugar.

– ¿No es una tarea más adecuada para un comisionado con experiencia, milord? Nunca he tratado oficialmente con monjes.

– Pero te educaste con ellos y los conoces bien. Mis comisionados son hombres decididos, pero no se distinguen por su tacto, y este asunto exige delicadeza. Puedes confiar en el juez Copynger. No lo conozco, pero nos hemos escrito, y es un reformista convencido. Nadie más en la ciudad debe saberlo. Afortunadamente, Singleton no tenía familia, así que no tendremos que lidiar con parientes.

Respiré hondo.

– ¿Qué sabemos de ese monasterio?

Lord Cromwell abrió un libro enorme. Era un ejemplar de la Comperta , el informe sobre las inspecciones de los monasterios que se habían llevado a cabo hacía dos años y cuyas partes más jugosas habían sido leídas en el Parlamento.

– Es una gran fundación normanda de hermosos edificios y bien dotada de tierras. Viven sólo treinta monjes, con un mínimo de sesenta criados. Como buenos benedictinos, saben vivir. Según el visitador, la iglesia está escandalosamente recargada y llena de santos de escayola, y tiene, o más bien tenía, lo que se considera una reliquia del Buen Ladrón que fue crucificado con Nuestro Señor: una mano clavada en un trozo de madera perteneciente a su cruz. Al parecer, la gente acudía desde muy lejos para verla. Se suponía que curaba a los tullidos.

– Presumiblemente, la reliquia que menciona Goodhaps.

– Sí. Mis visitadores descubrieron un nido de sodomitas en el monasterio, cosa nada infrecuente en esas inmundas covachas. El antiguo prior, que era el principal culpable, fue expulsado. La nueva ley castiga la sodomía con la muerte, lo que supone un buen argumento como medida de presión. Quería que Singleton recavara información a ese respecto y que investigara las ventas de tierras de las que Copynger me hablaba en sus cartas.

– Ruedas dentro de ruedas -murmuré tras unos instantes de reflexión-. Complicado.

Lord Cromwell asintió.

– Lo es. Por eso necesito a alguien astuto. He ordenado que envíen a tu casa tu nombramiento, con las partes más relevantes de la Comperta. Quiero que te pongas en camino a primera hora de la mañana. Esta carta es de hace tres días, y puede que emplees otros tantos en llegar allí. En esta época del año, el Weald suele ser un cenagal.

– Hasta ahora el otoño ha sido seco. Puede que me basten dos días.

– Bien. No lleves criados. No se lo digas a nadie, excepto a Mark Poer. ¿Sigue viviendo contigo?

– Sí. Se ha ocupado de mis asuntos durante mi ausencia.

– Quiero que te acompañe. He oído que tiene una mente despierta, y podrías necesitar un par de brazos fuertes.

– Pero, milord, puede ser peligroso. Y, para seros franco, Mark no tiene mucho celo religioso. No entenderá lo que está en juego.

– No es necesario. Basta con que sea leal y haga lo que le ordenes. Esto podría ayudar al joven señor Poer a ganarse su vuelta a los tribunales, después de aquel escándalo.

– Cometió una estupidez. Debería haber comprendido que alguien de su posición no puede relacionarse con la hija de un caballero -suspiré-. Pero es joven.

Lord Cromwell gruñó a modo de asentimiento.

– Si el rey se hubiera enterado de lo que hizo, lo habría hecho azotar. Por otra parte, fue una muestra de ingratitud hacia ti, que le habías conseguido el trabajo.

– Era un compromiso familiar, milord; un compromiso importante.

– Si cumple bien esta misión, tal vez le pida a Rich que le permita volver a su puesto de escribiente, el mismo que le conseguí a petición tuya… -añadió significativamente.

– Gracias, milord.

– Ahora tengo que ir a Hampton Court. Debo intentar convencer al rey de que se ocupe de los asuntos de estado. Matthew, asegúrate de que no corra la voz y censura las cartas del monasterio. -Se levantó, dio la vuelta al escritorio y me rodeó el hombro con los brazos mientras me ponía en pie. Era una indudable muestra de favor-. Encuentra al culpable lo antes posible, pero sobre todo actúa con discreción. -Sonrió, se inclinó sobre el escritorio y me tendió una cajita dorada. En su interior había otro diminuto frasquito de forma esférica por cuyas paredes resbalaba un líquido blanquecino-. Cambiando de tema, ¿qué opinas de esto? Tal vez seas capaz de descubrir cómo está hecho. Yo no puedo.

– ¿Qué es?

– Llevaba cuatrocientos años en el convento de Bilston. Dicen que es leche de la Virgen María. -No pude reprimir una exclamación de asco, y Cromwell se echó a reír-. Me pregunto cómo harían para explicar que alguien pudiera conseguir leche de la Virgen María… Pero, para que se conserve líquida, deben de haberla reemplazado recientemente; esperaba encontrar un agujerito parecido al otro, pero parece perfectamente sellado. ¿Qué opinas tú? Mira, usa esto.

Lord Cromwell me tendió una lupa de joyero, con la que examiné la cajita en busca de algún diminuto agujero, pero no conseguí encontrarlo. Luego, presioné y hurgué esperando descubrir un resorte oculto. En vano.

– No lo entiendo. Parece completamente sellado.

– Lástima. Quería enseñárselo al rey, le habría hecho gracia.

Me acompañó hasta la puerta y la abrió sin dejar de estrecharme los hombros, para que los escribientes vieran que gozaba de su favor. Al salir del despacho, mis ojos volvieron a posarse en las dos calaveras, en cuyas órbitas vacías jugaba la luz de las velas. Con el brazo de mi señor aún sobre los hombros, no pude reprimir un escalofrío.

Загрузка...