Partimos al alba del día siguiente, 2 de noviembre, festividad de los Fieles Difuntos. Tras la noche de estudio, había dormido bien y me había levantado de mejor ánimo; incluso empezaba a sentir cierta expectación. En su día, yo había sido alumno de los monjes, convirtiéndome luego en enemigo de todo lo que representaban. Ahora estaba en situación de penetrar en el corazón mismo de sus misterios y su corrupción.
A fuerza de ruegos y apremios, conseguí que el somnoliento Mark desayunara y saliera de casa. El tiempo había cambiado durante la noche, y ahora soplaba un viento seco y cortante del este que había helado el barro de las rodadas y me hizo lagrimear en cuanto nos pusimos en marcha, arrebujados en nuestras cálidas pieles, con las manos enfundadas en gruesos guantes y las capuchas de las capas de viaje bien caladas. De mi cinturón colgaba una daga que habitualmente sólo me servía de adorno, pero que esa mañana había afilado en la piedra de la cocina. Mark llevaba su espada, un arma de acero londinense de tres palmos de largo y afilada como una navaja, que había comprado con sus ahorros para las clases de esgrima.
Mark entrelazó las manos para ayudarme a montar en Chancery, pues me resulta difícil auparme ala silla; luego subió a lomos de Redshanks, su resistente ruano, y nos pusimos en marcha, con los caballos cargados de alforjas llenas de ropa y documentos. Mark aún estaba medio dormido. Se quitó la capucha, se rascó la cabeza e hizo una mueca ante el viento que le azotaba el rostro.
– ¡Qué frío, por Dios!
– Has pasado demasiado tiempo en estancias caldeadas -le dije-. El frío espesa la sangre.
– ¿Creéis que nevará, señor?
– Espero que no. La nieve retrasaría varios días nuestro viaje.
Atravesamos la ciudad de Londres, que apenas empezaba a despertar, y llegamos al puente. Miré río abajo, más allá de la imponente silueta de la Torre, y vi un enorme galeón fondeado en la Isla de los Perros. La ancha proa y los altos mástiles proyectaban su vaga silueta contra el gris del agua, que se confundía con el del cielo.
– ¿De dónde vendrá? -murmuré señalándoselo a Mark.
– Hoy la gente viaja a tierras con las que nuestros padres ni siquiera soñaban.
– Y vuelven con maravillas -dije acordándome del pájaro parlanchín-. Nuevas maravillas y tal vez nuevos engaños.
Cruzamos el puente. Al otro lado, junto a los muelles, había un cráneo destrozado. Debía de haberse caído de la pica después de que los pájaros lo dejaran mondo; los restos seguirían allí hasta que se los llevaran los cazadores de recuerdos o alguna bruja necesitada de amuletos. Primero los dos cráneos de santa Bárbara del despacho de Cromwell, y ahora aquellos despojos de la justicia humana. Pensé que eran malos agüeros, pero enseguida me reprendí por supersticioso.
El primer trecho del camino, que discurre entre los campos de labranza que alimentan a la capital, ahora marrones y desnudos, estaba en condiciones aceptables. El cielo era de un blanco lechoso y el tiempo se mantuvo estable. A mediodía nos detuvimos para comer cerca de Eltham; luego alcanzamos la cima de las North Downs y contemplamos el viejo bosque del Weald, un mar de árboles desnudos, salpicado de otros de hoja perenne, que se extendía hasta el neblinoso horizonte.
El camino empezó a estrecharse cuando llegamos a unos empinados ribazos cubiertos de hojas y surcados por senderos que conducían a remotas aldeas. Sólo ocasionalmente nos cruzamos con algún carro. A última hora de la tarde llegamos a la pequeña ciudad de Tonbridge, y allí nos desviamos hacia el sur. íbamos prevenidos contra los ladrones, pero sólo encontramos una manada de ciervos que mordisqueaban las hierbas al lado del camino; cuando nos vieron aparecer, los asustadizos animales treparon por el talud y desaparecieron entre los árboles.
Caía la noche cuando oímos el tañido de una campana detrás de la arboleda. Al doblar un recodo del camino, desembocamos en la única calle de una aldea, un lugar misérrimo de casas de adobe con techos de paja, que sin embargo tenía una hermosa iglesia normanda y, junto a ella, una posada. Todas las ventanas de la iglesia estaban iluminadas por velas, que lanzaban una intensa claridad a través de la vidriera. La campana repicaba una y otra vez. -La misa de difuntos -comentó Mark. -Sí, todo el pueblo debe de estar en la iglesia rezando por la redención de las almas del purgatorio.
Mientras cabalgábamos al paso, pequeñas cabezas rubias asomaban por los portales entreabiertos y nos observaban con desconfianza. Apenas vimos adultos. Los cánticos llegaban a nuestros oídos desde las puertas abiertas del templo.
En aquella época, el Día de Difuntos era una de las festividades más solemnes del calendario. En todas las iglesias, los fieles se reunían para oír misa y rezar por la liberación del purgatorio de familiares y amigos. La ceremonia ya no contaba con el respaldo del rey, y pronto estaría prohibida. Había quien consideraba cruel privar al pueblo del consuelo y el recuerdo. Pero sin duda es mejor creer que nuestros seres queridos están en el cielo o en el infierno, según la voluntad de Dios, que en el purgatorio, un lugar de tormento y dolor en el que quizá deberían permanecer siglos.
Desmontamos delante de la taberna con el cuerpo entumecido y atamos los caballos a la baranda. El edificio era una versión a escala aumentada de las casas: paredes de adobe con grandes desconchones en el enlucido de yeso y un alto tejado de paja cuyos aleros descendían hasta las ventanas del primer piso.
En el interior, el hogar estaba situado en el centro de la sala, a la antigua usanza, y el humo que escapaba de la campana circular saturaba el aire. Al oírnos entrar, un puñado de ancianos se volvió hacia nosotros y nos examinó con curiosidad a través de la neblina. Un individuo grueso con delantal se nos acercó mirando apreciativamente nuestras lujosas pieles. Le pedí habitación y comida, y me dijo que eran seis peniques. Luchando por descifrar su cerrado y gutural acento, conseguí que lo dejara en cuatro. Tras confirmar el camino a Scarnsea y pedir cerveza caliente, me senté junto al fuego mientras Mark salía a asegurarse de que nuestros caballos estuvieran bien atendidos.
Me alegré de que volviera, pues las miradas de los viejos estaban empezando a irritarme. Los había saludado con la cabeza, pero ellos se habían dado la vuelta.
– Son un hatajo de pasmarotes -me susurró Mark.
– No deben de ver muchos forasteros. Y seguro que creen que los jorobados traen mala suerte. Sí, es lo que piensa casi todo el mundo. Estoy cansado de ver santiguarse a la gente cuando me acerco a ellos, por bien vestido que vaya.
Para cenar nos sirvieron un grasiento estofado de cordero con cerveza barata. Mark se quejó de que el cordero llevaba tiempo muerto. Mientras comíamos, llegó un grupo de jóvenes lugareños vestidos con sus mejores galas, se sentaron a una mesa y empezaron a hablar en voz baja. Sin duda, acababan de salir de la iglesia. De vez en cuando, nos lanzaban miradas tan descaradas y hostiles como las de sus mayores.
Advertí que en un rincón apartado había tres individuos a quienes los aldeanos observaban con la misma desconfianza que a nosotros. Los harapos y las enmarañadas barbas les daban un aspecto poco tranquilizador. Me di cuenta de que nos observaban, no abiertamente, como los lugareños, sino a hurtadillas.
– ¿Veis a ese individuo alto? -me susurró Mark-. Juraría que esos andrajos son de un hábito.
El individuo en cuestión, un gigante malencarado con la nariz rota, llevaba un harapiento sayo de lana negra de cuya parte posterior colgaba, efectivamente, una capucha de benedictino. El posadero, el único de los presentes que nos había tratado con educación, se acercó a llenarnos las jarras.
– Decidme -le pregunté en voz baja-, ¿quiénes son esos tres hombres?
El hombre soltó un gruñido.
– Zánganos del monasterio que clausuraron el año pasado. Ya sabéis, señor. El rey dice que los pequeños conventos deben desaparecer, y a los monjes les buscan alojamiento, pero los criados se quedan en la calle. Éstos llevan todo el año mendigando por los alrededores, porque aquí no hay trabajo para ellos. ¿Veis a ese tan flaco? Pues ya lo han desorejado. Tened cuidado con ellos.
Los miré disimuladamente y vi que uno de ellos, rubio, alto y escuálido, tenía dos agujeros rodeados de costurones en lugar de orejas, como los reos de falsificación. Seguramente lo habían condenado por recortar monedas y usar el oro para hacer copias falsas. -¿Y les permitís entrar?
– Ésos no están en la calle por gusto -gruñó el posadero-. Ni ellos ni cientos como ellos… -añadió y, tal vez temiendo haber hablado demasiado, se marchó a toda prisa.
– Creo que es un buen momento para retirarnos -le dije a Mark cogiendo una de las velas de la mesa.
El muchacho asintió y, tras apurar las cervezas, nos dirigimos hacia la escalera. Al pasar junto a los criados de la abadía, mi capa rozó accidentalmente el hábito del hombretón.
– Ahora estás gafado, Edwin -dijo uno de sus compinches alzando la voz-. Si quieres recuperar la buena suerte, tendrás que tocar a un enano.
Los tres hombres rieron a carcajadas. Vi que Mark se volvía hacia ellos y lo agarré del brazo.
– No -le susurré-. No quiero jaleos. ¡Vamos!
Tuve que obligarlo a subir la empinada escalera y empujarlo al interior de la habitación, donde encontramos nuestras cosas colocadas al pie de los dos camastros. Nuestra entrada asustó a la población de ratas del techo de paja, que oíamos corretear sobre nuestras cabezas.
Nos sentamos y nos quitamos las botas.
– ¿Por qué debemos aguantar los insultos de esos patanes? -exclamó Mark, furioso.
– Estamos en territorio hostil. La gente del Weald sigue siendo papista. Seguro que el cura de esa iglesia les dice todos los domingos que recen por la muerte del rey y el regreso del Papa.
– Creía que era la primera vez que veníais por aquí.
Mark estiró los pies hacia el grueso tubo de la chimenea, que subía hasta al techo por el centro del cuarto y constituía la única fuente de calor.
– Cuidado con los sabañones… Es la primera vez, pero, desde la revuelta del año pasado, los espías de lord Cromwell le envían información desde todos los condados. Llevo copias en mi bolsa.
Mark se volvió hacia mí.
– A veces, ¿no os resulta pesado tener que pensar siempre en lo que decís cuando habláis con extraños, por miedo a que se os escape algo que un enemigo pueda utilizar para acusaros de traición? Antes no era así.
– Éste es el peor momento, pero las cosas mejorarán.
– ¿Cuando se cierren todos los monasterios?
– Sí. Porque entonces la Reforma estará segura. Y lord Cromwell tendrá suficiente dinero para proteger el reino contra una invasión y hacer muchas cosas por el pueblo. Tiene grandes planes.
– Cuando los de Desamortización hayan acabado de sacar tajada, ¿quedará algo para comprar siquiera capas nuevas a patanes como los de ahí abajo?
– Quedará, Mark, quedará -respondí con convicción-. Los grandes monasterios poseen riquezas inimaginables. ¿Y qué dan ellos a los pobres, a pesar de que su deber es hacer caridad? Aún me acuerdo de los indigentes que se arremolinaban ante las puertas de Lichfield los días de limosna, de los niños harapientos que se empujaban y se daban patadas para conseguir los cuartos de penique que les arrojaban a través de los barrotes. Me daba vergüenza ir a la escuela. A una escuela como aquélla. Bueno, pues ahora habrá escuelas decentes en todas las parroquias, pagadas por el erario del rey. -Mark arqueó las cejas con incredulidad-. | Por amor de Dios, Mark! -exclamé, exasperado por su escepticismo-. Aparta los pies del tubo. ¡Huelen peor que el estofado de cordero!
El muchacho se metió en la cama y clavó los ojos en el techo de paja.
– Espero que tengáis razón, señor. Pero mi experiencia en el Tribunal de Desamortización me ha hecho dudar de la caridad de los hombres.
– Hasta en el pecador más contumaz hay una chispa divina, que va obrando lentamente. Y lord Cromwell la tiene, a pesar de su dureza. Ten fe -añadí con suavidad.
Sin embargo, mientras le hablaba, recordé el siniestro placer con que el vicario general había hablado de quemar monjes con la madera de sus propias imágenes y volví a verlo agitando el relicario con el cráneo de la joven virgen.
– ¿La fe… moverá montañas? -me preguntó Mark al cabo de unos instantes.
– ¡Por los clavos de Cristo! -exploté-. En mis tiempos, los idealistas eran los jóvenes, y los cínicos, los viejos. Estoy demasiado cansado para seguir discutiendo. Buenas noches.
Empecé a desnudarme, apurado, porque no me gusta mostrar mi deformidad, pero Mark tuvo la delicadeza de volverse mientras nos quitábamos la ropa y nos poníamos los camisones.
Muerto de cansancio, me metí en la combada cama, apagué la llama de la vela y recé mis oraciones. Pero todavía permanecí despierto largo rato, escuchando la acompasada respiración de Mark y el renovado corretear de las ratas, atraídas hacia el centro del techo por el calor de la chimenea.
Aunque, como de costumbre, había procurado hacer caso omiso, las miradas que los aldeanos habían lanzado a mi joroba y el comentario del criado del monasterio me habían hecho sentir una familiar punzada de dolor que se me había asentado en el estómago y había acabado con mi buen humor. Durante toda mi vida he procurado hacer oídos sordos a los insultos, aunque cuando era joven me costaba no enfurecerme y gritar. He conocido a muchos lisiados cuyas mentes se han deformado, tanto como sus cuerpos, bajo el peso de los insultos y las burlas; miran al mundo con odio, con expresión irritada, y se vuelven para cubrir de improperios a los muchachos que los acosan por la calle. Es mejor no hacer caso y seguir con la vida que Dios ha querido darnos.
No obstante, recordé cierta ocasión en que eso no me fue posible. Fue un hecho que cambió mi vida. Yo tenía quince años y estudiaba en la escuela catedralicia de Lichfield. Como alumno veterano, los domingos tenía que asistir, y a veces ayudar, a misa, lo cual me parecía maravilloso, después de pasarme la semana peleándome con los libros para intentar descifrar el griego y el latín que tan mal nos enseñaba el. hermano Andrew, un canónigo rechoncho que sentía debilidad por la botella.
La catedral estaba inundada por la luz de las innumerables velas que titilaban frente al altar, junto a las imágenes y el ornamentado cancel que separaba el coro de la nave. Yo prefería los días en que no ayudaba a misa y me sentaba con los demás. Al otro lado del cancel, el sacerdote decía la misa en un latín que yo empezaba a entender, y el eco de sus palabras resonaba en la nave, mezclado con las respuestas de la congregación.
Hace tanto tiempo que ha desaparecido la antigua misa que es difícil explicar la sensación de misterio que transmitía: el incienso, la solemne musicalidad del latín, el tintineo de la campanilla mientras el sacerdote alzaba el pan y el vino, convirtiéndolos, como creíamos todos, en la carne y la sangre de Jesucristo…
A lo largo de todo aquel año mi cabeza se había ido llenando de fervor religioso. Al contemplar los rostros de la congregación, serenos y respetuosos, había acabado por considerar a la Iglesia como una gran comunidad que incluía a vivos y muertos y, aunque sólo fuera por unas horas, transformaba a los fieles en el obediente rebaño del Gran Pastor. Yo me sentía llamado a servir a ese rebaño y me decía que, como sacerdote, podría ser un guía de mis semejantes y ganarme su respeto.
Sin embargo, el hermano Andrew no tardó en desengañarme el día en que, temblando por la trascendencia de lo que tenía que decir, fui a hablar con él a su pequeño despacho del fondo del aula. Era el final de la jornada; sentado a su escritorio, el hermano examinaba un pergamino con los ojos enrojecidos y el hábito manchado de tinta y comida. Tartamudeando, le dije que creía tener vocación y que deseaba estudiar para ordenarme.
Esperaba que me preguntara por mi fe, pero se limitó a hacer un gesto de desdén con una de sus regordetas manos.
– Tú nunca podrás ser sacerdote, muchacho -me dijo-. ¿No lo comprendes? No me hagas perder el tiempo con tonterías.
Sus blancas cejas se fruncieron con irritación. No se había afeitado; en sus rollizas y enrojecidas mejillas los cañones de la barba parecían escarcha.
– No lo entiendo, hermano. ¿Por qué no?
El canónigo suspiró, lanzándome una vaharada de alcohol a la cara.
– Señor Shardlake, sabéis por el Génesis que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, ¿verdad?
– Desde luego, hermano Andrew.
– Para servir a su Iglesia tenéis que conformaros a esa imagen. Nadie con un defecto visible, aunque no sea más que un miembro atrofiado, y por supuesto nadie con una joroba tan grande como la vuestra, podrá ser sacerdote jamás. ¿Cómo vais a ofreceros de intercesor entre el común de la humanidad pecadora y la majestad de Dios, cuando vuestra forma es tan inferior a la de ambos?
Me sentí como si de pronto me hubieran cubierto de hielo.
– Eso no puede ser cierto. Es cruel.
– ¿Pones en duda las enseñanzas de la Santa Iglesia, muchacho? -gritó el hermano Andrew con el rostro lívido-. ¿Y tú quieres ser sacerdote? ¿Qué clase de sacerdote, un hereje lollardo?
Miré a aquel hombre repantigado en su sillón, con el hábito manchado de comida y la cara congestionada y sin afeitar.
– Debería parecerme a vos, ¿no es eso? -le espeté sin pensar.
El canónigo se levantó con un rugido y me abofeteó la oreja con todas sus fuerzas.
– ¡Maldito patán giboso! ¡Fuera de aquí!
Salí corriendo del despacho con los oídos zumbándome. El hermano Andrew estaba demasiado gordo para perseguirme (murió de un ataque fulminante un año después), y yo huí de la catedral y volví a casa renqueando por los caminos en penumbra, con el corazón destrozado. Cerca de la granja, me senté en una cerca y contemplé el ocaso de aquel día de primavera, una primavera que parecía burlarse de mí con su verde fecundidad.
Sentía que, si la Iglesia no me aceptaba, no tenía adonde ir, estaba solo.
Y, de pronto, mientras me hallaba sentado en la penumbra, Cristo me habló. Es lo que ocurrió, así que no hay otro modo de decirlo. Oí una voz dentro de mi cabeza, una voz que salía de mi interior pero que no era la mía. «No estás solo», dijo, y de improviso un inmenso calor, una sensación de amor y paz, inundó mi ser. No sé cuánto rato permanecí allí, respirando profundamente, pero ese momento cambió mi vida. El propio Cristo me había consolado de las palabras de una Iglesia que se suponía era la suya. Nunca había oído aquella voz y, aunque esa noche, mientras rezaba arrodillado, deseé que volviera a hablarme, y seguí deseándolo durante semanas, meses y años, nunca volví a oírla. Pero quizá una vez en la vida sea suficiente. Otros ni siquiera han tenido eso.
Partimos al rayar el alba, antes de que la aldea despertara. Yo continuaba de un humor sombrío, de modo que apenas hablamos. Había caído una fuerte helada, y la tierra y los árboles estaban blancos, pero afortunadamente, cuando abandonamos el pueblo y empezamos a avanzar entre los empinados ribazos del camino, seguía sin nevar.
Cabalgamos durante toda la mañana y las primeras horas de la tarde. Al fin, el bosque empezó a clarear y llegamos a una zona de campos de cultivo que se extendían hasta el pie de las South Downs. Tomamos un sendero que ascendía por la ladera, en la que pastaban ovejas de aspecto greñudo. Al llegar a la cima, el mar apareció a nuestros pies, salpicado de mansas olas grises. A nuestra derecha, un río serpenteaba entre promontorios hasta su desembocadura, en la que formaba una extensa marisma. En el borde del terreno pantanoso, se veía una pequeña ciudad y, a un cuarto de legua, rodeado por una alta muralla, se alzaba un conjunto de edificios de gastada piedra amarilla entre los que descollaba una espléndida iglesia normanda casi tan grande como una catedral.
– El monasterio de Scarnsea -murmuré.
_«E1 Señor nos ha traído sanos y salvos a través de nuestras tribulaciones» -citó Mark.
– Mucho me temo que no serán las últimas-repuse.
Cuando empezábamos a descender por la colma, el viento trajo del mar los primeros copos de nieve.