13

El hermano Guy y Mark sacaron el cuerpo de Simón del baño y lo llevaron a la enfermería. El monje lo sujetaba por las axilas, y Mark, blanco como el papel, por los pies. Yo salí después de Alice, que tras el breve ataque de llanto había recobrado su habitual serenidad.

– ¿Qué ha sucedido? -El monje ciego se había levantado del sillón y agitaba las manos en el aire con una expresión de angustia digna de lástima-. ¿Hermano Guy? ¿Alice?

– No es nada, hermano -dijo Alice con voz suave-. Ha ocurrido un accidente, pero ya ha pasado todo.

Una vez más, la entereza de la joven me dejó admirado.

El hermano Guy, con el rostro tenso, depositó el cuerpo del novicio en la camilla de su gabinete, bajo un crucifijo español, y lo cubrió con una sábana.

Respiré hondo. La cabeza me daba vueltas, y no sólo debido a la impresión que me había causado la muerte del novicio. Lo que acababa de ocurrir me había conmocionado profundamente. Los ecos del sufrimiento de la niñez tienen un poder inmenso, incluso cuando acuden a la memoria de un modo menos inexplicable y estremecedor.

– Hermano Guy -le dije al enfermero-, hasta ayer no conocía a este pobre chico; sin embargo, al verme hace un momento, ha empezado a imitarme, a remedar mis andares y… ciertos gestos que hago a veces en los tribunales. Me ha parecido algo d-demoníaco.

Me maldije para mis adentros; estaba empezando a tartamudear como el tesorero.

El hermano Guy me miró fija y prolongadamente.

– Creo que tengo una explicación para eso…, aunque espero estar equivocado.

– No os entiendo. Hablad claro -me oí decir en tono malhumorado.

– Primero quiero asegurarme… -replicó el monje-. Ahora, comisionado, debería informar al abad.

– Muy bien -respondí, apoyándome sobre el borde de la mesa, pues las piernas me temblaban descontroladamente-. Os esperaremos en la cocina.

Mark y yo seguimos a Alice a la pequeña habitación en la que habíamos desayunado.

– ¿Os encontráis bien, señor? -me preguntó Mark con preocupación-. Estáis temblando.

– Sí, sí. No es nada.

– Tengo una infusión de hierbas que ayuda a asentar el cuerpo cuando se ha sufrido una fuerte impresión -dijo Alice-. Valeriana y acónito. Si lo deseáis, puedo calentaros un poco.

– Gracias. -La joven seguía tranquila, pero tenía las mejillas tan encendidas como si la hubieran abofeteado-. Tú también estás impresionada, ¿verdad? -le pregunté con una sonrisa forzada-. Es comprensible… ¡Pobre muchacho! Parecía como si llevara dentro un demonio…

Para mi sorpresa, el rostro de Alice adoptó una expresión furiosa.

– A mí no me asustan los demonios, señor, sino los monstruos humanos que atormentaron al pobre Simón. Su vida estaba ya destrozada, y eso debería hacernos llorar durante toda la eternidad. -Alice comprendió que había ido demasiado lejos y se calló-. Traeré la infusión -murmuró, y salió precipitadamente.

– Es muy franca -dije arqueando las cejas.

– Lleva una vida dura.

– Como muchos en este valle de lágrimas -murmuré, acariciándome el anillo de luto y observando a Mark. «Se ha enamorado», me dije.


– He hablado con ella, como me pedisteis.

– Cuéntame -respondí al instante, pues necesitaba alejar de mi mente el recuerdo de lo que había ocurrido.

– Lleva dieciocho meses aquí. Es de Scarnsea. Su padre murió joven y su madre, que era curandera, tuvo que criarla sola.

– Por eso sabe tanto de hierbas…

– Iba a casarse, pero su novio se cayó de un árbol que estaba talando y se mató. Como en la ciudad hay poco trabajo, se fue a Esher, y allí encontró un puesto como ayudante del boticario, un hombre que conocía a su madre.

– Así que ha viajado… Ya decía yo que no era ninguna pueblerina.

– Conoce bien la zona. Le he preguntado por la marisma. Dice que es posible llegar por ella, pero que no es fácil encontrar caminos. Le he preguntado si nos enseñaría el terreno y ha dicho que tal vez.

– Eso podría sernos útil. -Le conté lo que me había explicado el hermano Gabriel sobre los contrabandistas, mi excursión fuera de la muralla, mi pequeño accidente, y le enseñé la pierna cubierta de barro-. ¡Por los clavos de Cristo, qué día de sobresaltos!

La mano que tenía apoyada en la mesa no paraba de temblar, por más que me esforzaba en dominarla. En cuanto a Mark, aún estaba pálido. Se produjo un silencio, que de pronto necesité llenar a toda costa.

– Parece que habéis mantenido una larga charla. ¿Cómo acabó Alice aquí?

– El boticario murió; era un hombre mayor. Alice volvió a Scarnsea, pero, poco después, su madre falleció también. La casita en la que vivían estaba en una finca cedida en enfiteusis, y el propietario la reclamó. Alice se quedó sola. No sabía qué hacer, hasta que alguien le dijo que el enfermero de San Donato necesitaba un ayudante seglar. En Scarnsea, donde lo llaman el «duende negro», nadie quería trabajar con él. Pero Alice no tenía elección.

– Tengo la impresión de que no aprecia demasiado a nuestros santos hermanos.

– Dice que algunos de ellos son hombres lujuriosos, que siempre están arrimándose a ella e intentando toquetearla. Es la única mujer joven del monasterio. Al parecer, hasta con el prior ha tenido problemas.

– ¡A fe que ha sido franca contigo! -exclamé asombrado.

– Está fuera de sí, señor. El prior empezó a molestarla desde que llegó.

– Sí, ya me he dado cuenta de que no lo aprecia. ¡Qué vergüenza! Ese hombre es un hipócrita. Castiga a los demás por sus pecados mientras él se dedica a perseguir a las criadas… ¿Lo sabe el abad?

– Alice se lo dijo al hermano Guy, que le paró los pies al prior. El abad rara vez interviene; apoya el régimen disciplinario del prior y le deja las manos libres en casi todo lo demás. Al parecer, todos los monjes le tienen miedo, y los que cometieron sodomía en el pasado están demasiado aterrorizados para reincidir.

– Y ya hemos visto los resultados de esa disciplina.

Mark se pasó una mano por la frente.

– Sí, por desgracia -murmuró con expresión sombría.

– Contarle todo eso al ayudante del comisionado no es muy leal de su parte -dije tras unos instantes de reflexión-. ¿Acaso la señorita Alice es partidaria de la Reforma?

– No lo creo. Pero no se considera obligada a guardar los secretos de unos hombres que la han estado importunando. Tiene mucho carácter, señor, pero es justa. No es una desagradecida. Para el hermano Guy no tiene más que palabras de alabanza. Le ha enseñado muchas cosas y la ha protegido de los que la molestaban. Y siente mucho afecto por los pobres viejos a los que cuida.

Lo miré pensativo.

– No te encariñes demasiado con la muchacha -le advertí con suavidad-. Lord Cromwell quiere la cesión de este monasterio, y puede que al final tengamos que dejarla en la calle.

– Eso sería cruel -dijo Mark frunciendo el entrecejo-. Y no es una muchacha; tiene veintidós años, es una mujer. ¿No podríamos hacer nada por ella?

– Podría intentarlo. -Reflexioné durante unos instantes-. El enfermero la protege. Me pregunto si, llegado el caso, ella no lo protegería también a él.

– ¿Creéis que el hermano Guy podría tener algo que ocultar?

– No lo sé -dije levantándome y acercándome a la ventana-. Me da vueltas la cabeza.

– Habéis dicho que el novicio parecía estar imitándoos… -me recordó Mark con voz vacilante.

– ¿No te lo ha parecido a ti?

– No veo cómo podía saber él…

Tragué saliva.

– … ¿cómo muevo los brazos cuando estoy en el tribunal? No, yo tampoco.

Me quedé mirando por la ventana, mordiéndome la uña del pulgar. De pronto vi aparecer al hermano Guy, que avanzaba a grandes zancadas hacia la enfermería con el abad y el prior. Los tres hábitos negros pasaron rápidamente ante la ventana levantando pequeñas nubes de nieve. Al cabo de unos instantes, oímos unas voces que procedían del cuarto en el que se encontraba el cadáver y, poco después, ruidos de pasos que se acercaban. Cuando los tres monjes entraron en la cocina, los observé detenidamente uno a uno. Las oscuras facciones del hermano Guy carecían de expresión. El rostro del prior estaba rojo, lleno de ira, pero también dejaba traslucir miedo. El corpulento abad parecía haber encogido; por algún motivo, se me antojó más pequeño y viejo.

– Comisionado… Siento que hayáis tenido que presenciar una escena tan terrible -murmuró.

Respiré hondo. Me habría gustado poder acurrucarme en cualquier rincón, en lugar de tener que ejercer mi autoridad sobre aquellos desventurados, pero no podía elegir.

– Sí -respondí-. Vengo a la enfermería en busca de paz y tranquilidad para llevar a cabo mi investigación, y me encuentro con un novicio muerto de hambre y de frío que primero coge una fiebre que casi acaba con él y luego se vuelve loco y se desnuca.

– ¡Estaba poseído! -farfulló el prior con una violencia de la que había desaparecido todo el sarcasmo-. Dejó que su mente se corrompiera de tal modo que el Diablo se apoderó de ella en su momento de mayor debilidad. Lo escuché en confesión y le impuse una penitencia para mortificarlo, pero era demasiado tarde. Ved el poder del Diablo. -El hermano Mortimus apretó los labios y me miró fijamente-. ¡Está en todas partes, y las discusiones entre cristianos nos distraen de él!

– El chico dijo que veía demonios revoloteando en el aire, tan numerosos como motas de polvo. ¿Creéis que los veía realmente? -le pregunté.

– Vamos, señor comisionado, ni los más ardientes reformistas discuten que el mundo está lleno de agentes del Diablo. ¿No cuentan que el mismo Lutero arrojó una biblia a un demonio en su propia habitación?

– La mayoría de las veces, esas visiones son producto de la fiebre -repuse lanzando una mirada al hermano Guy, que asintió.

– Pero podrían ser demonios -intervino el abad-. La Iglesia lleva siglos enfrentándose a ese fenómeno. Deberíamos llevar a cabo una investigación.

– ¡No hay nada que investigar! -gritó el prior fuera de sí-. Simón Whelplay le abrió su alma al Diablo, un demonio lo poseyó y lo obligó a arrojarse a la piscina vacía, como ocurrió con los cerdos de Gadara, los cuales, según nos cuenta la Biblia, se arrojaron por un acantilado. Ahora su alma está en el infierno, a pesar de mis esfuerzos por salvarla.

– No creo que muriera a causa de la caída -dijo el hermano Guy.

Todos lo miramos sorprendidos.

– ¿Cómo podéis saberlo? -le preguntó el prior con desdén.

– Porque no se golpeó en la cabeza -respondió el enfermero sin alterarse.

– Entonces, ¿cómo…?

– Todavía no lo sé.

– Sea como fuere -dije con firmeza mirando al prior-, parece que había llegado a un estado de extrema debilidad por exceso de disciplina.

El prior me lanzó una mirada desafiante.

– Señor comisionado, el vicario general desea que en los monasterios vuelva a reinar el orden. Y tiene razón; la laxitud ha puesto en peligro las almas. Si fracasé con Simón Whelplay, fue porque no supe ser lo bastante severo, o tal vez su corazón estaba ya demasiado corrompido… Pero opino, con lord Cromwell, que sólo una estricta disciplina conseguirá la reforma de las órdenes. No me arrepiento de lo que hice.

– ¿Qué decís a eso, señor abad?

– Es posible que en este caso vuestra severidad os haya llevado demasiado lejos, Mortimus. Hermano Guy, vos, el prior y yo nos reuniremos para considerar este asunto más detenidamente. Un comité de investigación. Sí, un comité -repitió el abad, como si esa palabra lo tranquilizara.

El hermano Guy soltó un profundo suspiro.

– Antes debería examinar sus pobres restos.

– Sí, hacedlo -respondió el abad volviéndose hacia mí con la confianza recuperada-. Doctor Shardlake, debo deciros que ha venido a verme el hermano Gabriel. Recuerda haber visto luces en la marisma en los días anteriores al asesinato del comisionado Singleton. En mi opinión, el asesinato podría ser obra de contrabandistas locales. Son hombres impíos: quien viola la ley sólo está a un paso de violar los mandamientos de Dios.

– Sí, he salido a echar un vistazo a la marisma. Lo discutiré mañana con el juez; es una de las líneas de la investigación.

– Yo creo que es la respuesta. -Ante mi silencio, el abad añadió-: Por el momento, puede que lo mejor sea decir a la comunidad que Simón ha muerto a consecuencia de la enfermedad. Si estáis de acuerdo, comisionado.

Lo pensé durante unos instantes. No deseaba que cundiera el pánico.

– Muy bien.

– Tendré que escribir a sus padres. Les diré lo mismo…

– Sí, es mejor que decirles que el prior está seguro de que su hijo está ardiendo en el infierno -respondí, súbitamente irritado con ambos.

El prior abrió la boca para replicar, pero el abad se le adelantó.

– Vamos, Mortimus, tenemos que marcharnos. Hay que ordenar que caven otra tumba.

El abad se inclinó ante mí y salió, seguido por el prior, que me lanzó una última mirada de desafío.

– Hermano Guy-dijo Mark-, ¿cuál creéis que fue la causa de la muerte de Simón?

– Tendré que abrirlo para averiguarlo. -El enfermero movió la cabeza-. No es algo fácil de hacer con alguien a quien conocías. Pero hay que hacerlo ahora, cuando la muerte es reciente. -Inclinó la cabeza, cerró los ojos y rezó durante unos instantes; luego, respiró hondo y murmuró-: Os ruego me excuséis.

Asentí, y el enfermero se alejó lentamente hacia su gabinete. Mark y yo seguimos sentados en silencio durante unos instantes. El color empezaba a volver a las mejillas de mi ayudante, al que nunca había visto tan pálido. Por mi parte, aún estaba conmocionado, aunque al menos había dejado de temblar.

En ese momento, apareció Alice, que traía una taza humeante.

– Os he preparado la infusión, señor.

– Gracias.

– Los dos monjes de la contaduría os esperan en la sala con un montón de libros.

– ¿Qué? ¡Ah, sí! Mark, ¿puedes encargarte de que los lleven a nuestra habitación?

– Sí, señor.

Al abrirse la puerta, oí el ruido de una sierra procedente del gabinete. Cuando Mark volvió a cerrar, cerré los ojos con alivio y le di un sorbo al brebaje que había traído Alice. Tenía un sabor fuerte y un aroma almizclado.

– Es bueno para las emociones fuertes, señor. Asienta los humores.

– Es reconfortante. Gracias.

La joven me miraba, con las manos a la espalda.

– Señor, me gustaría disculparme por lo que he dicho antes. He hablado de más.

– No tiene importancia. Todos estábamos alterados.

– Os habrá extrañado que haya dicho que no temo a los demonios, después de lo que hemos visto -dijo Alice tras una vacilación.

– No. Algunos ven la mano del Diablo en cualquier acción mala que no comprenden. También ha sido ésa mi primera impresión; pero creo que el hermano Guy tiene otra explicación en su mente. Está… examinando el cadáver. -La chica se santiguó-. Sin embargo, no debemos cerrar los ojos a las obras de Satanás en el mundo -añadí.

– En mi opinión… -empezó a decir Alice.

– Adelante. Conmigo puedes hablar con total libertad. Siéntate, por favor.

– Gracias. -La muchacha se sentó y me clavó sus inteligentes ojos azules, que estaban extraordinariamente alerta. Advertí que tenía la piel blanca y tersa-. En mi opinión, el Diablo actúa en el mundo alentando la maldad de los hombres, su codicia, su crueldad y su ambición, más que poseyéndolos y volviéndolos locos.

Asentí.

– Yo opino lo mismo, Alice. En los tribunales, he tenido muchas oportunidades de ver en acción las pasiones que has mencionado. Y no sólo entre los acusados. Y las personas que las poseían estaban tan cuerdas como tú y como yo.

De pronto, el rostro de lord Cromwell apareció en mi mente con estremecedora nitidez. Parpadeé.

– Esas maldades están en todas partes -dijo Alice asintiendo con tristeza-. El deseo de riqueza y poder convierte a veces a los hombres en leones hambrientos que buscan algo para devorar.

– Bien expresado. Pero ¿dónde puede haber visto tanta maldad una muchacha tan joven? -le pregunté con suavidad-. ¿Aquí, quizá?

– Observo el mundo, reflexiono sobre las cosas… -respondió Alice, y se encogió de hombros-. Más de lo adecuado para una mujer, seguramente.

– No, no. Dios dotó de razón tanto al hombre como a la mujer.

– Aquí no encontraréis a muchos que opinen lo mismo -repuso la joven con una sonrisa irónica.

Le di otro sorbo a la infusión, que poco a poco iba calentándome el cuerpo y relajando mis cansados músculos.

– Esto está muy bueno. El señor Poer dice que eres una hábil curandera.

– Gracias. Como le dije a él, mi madre lo era. -Por unos instantes, su rostro se ensombreció-. En la ciudad, hay gente que relaciona ese trabajo con la brujería, pero ella simplemente atesoraba los conocimientos que había recibido de su madre, que a su vez los había recibido de la suya. El boticario le pedía consejo a menudo.

– Y tú trabajaste un tiempo con él.

– Sí. Me enseñó muchas cosas, pero cuando murió tuve que volver a casa.

– Para quedarte sin ella.

– Sí, la cesión expiró con la muerte de mi madre. El propietario derribó la casa y cercó nuestra pequeña parcela para criar ovejas.

– Lo siento. Esos cercados están arruinando el campo. Es una de las cosas que preocupan a lord Cromwell.

La muchacha me miró con curiosidad.

– ¿Lo conocéis? ¿Conocéis a lord Cromwell?

Asentí.

– Sí. Llevo mucho tiempo sirviéndolo, de un modo u otro. -Alice me lanzó una larga y penetrante mirada; luego bajó los ojos y se quedó callada con las manos en el regazo; manos enrojecidas por el trabajo, pero aun así finas-. ¿Viniste aquí tras la muerte de tu madre? -le pregunté.

La joven alzó la cabeza.

– Sí. El hermano Guy es un buen hombre, señor. Espero… espero que no os forméis una mala opinión de él debido a su extraño aspecto. Muchos lo hacen.

Negué con la cabeza.

– Un buen investigador debe fijarse en cosas menos superficiales. Aunque confieso que la primera vez que lo vi me llevé una sorpresa.

Inesperadamente, Alice se echó a reír, y sus blancos y regulares dientes asomaron entre sus labios.

– Lo mismo me pasó a mí, señor. Creí que era un rostro tallado en madera que había cobrado vida. Tardé semanas en conseguir verlo como a un hombre más. Me ha enseñado muchas cosas.

– Tal vez algún día puedas aprovechar esos conocimientos. Sé que en Londres hay boticarias. Pero la mayoría son viudas, y tú sin duda te casarás.

Alice se encogió de hombros. -Más adelante, quizá.

– Mark me dijo que tenías novio, pero que se mató en un accidente. Lo siento.

– Sí -murmuró la joven. La mirada vigilante había vuelto a sus ojos-. Parece que el señor Poer os ha contado muchas cosas sobre mí.

– Nosotros… En fin, necesitamos averiguar todo lo que podamos de las personas que viven aquí, como puedes comprender… -le expliqué con una sonrisa que esperaba fuese tranquilizadora.

Alice se levantó y se acercó a la ventana. Cuando se volvió hacia mí, su cuerpo tenso parecía haber tomado una decisión.

– Señor, si os confiara una información, ¿la mantendríais en secreto? Necesito este trabajo… -Sí, Alice, te doy mi palabra.

– Los monjes de la contaduría han dicho que han traído todos los libros de cuentas que habíais pedido. -Excelente…

– Pero no los han traído todos, señor. No han traído el que tenía el comisionado Singleton el día que lo asesinaron. -¿Cómo lo sabes?

– Porque todos los libros que han traído son marrones, y el que estaba examinando el comisionado tenía las tapas azules. -¿Sí? ¿Cómo sabes eso?

– ¿Mantendréis en secreto que he sido yo quien os lo ha dicho? -insistió Alice tras unos instantes de vacilación.

– Sí, te lo prometo. Me gustaría que confiaras en mí, Alice. La joven respiró hondo.

– La tarde anterior a la muerte del señor Singleton estuve en la ciudad comprando provisiones. A la vuelta, vi al comisionado y al joven ayudante del tesorero en la puerta de la contaduría.

– ¿El hermano Athelstan?

– Sí. El comisionado Singleton tenía un gran libro azul en las manos y estaba gritando. Cuando pasé, no se molestó en bajar la voz. -La chica esbozó una sonrisa irónica-. Después de todo, no soy más que una criada.

– ¿Y qué decía?

– Recuerdo sus palabras perfectamente: «¿Creía que iba a escamoteármelo escondiéndolo en su cajón?» El hermano Athelstan balbuceó algo como que no tenía derecho a registrar la habitación del tesorero en su ausencia, a lo que el comisionado replicó que tenía derecho a entrar en cualquier sitio y que aquel libro arrojaba nueva luz sobre las cuentas anuales.

– ¿Qué respondió a eso el hermano Athelstan?

– Nada, estaba muerto de miedo. El comisionado Singleton dijo que iba a estudiar el libro a fondo y a continuación se alejó a grandes zancadas. Recuerdo su expresión de triunfo. El hermano Athelstan se quedó clavado en la puerta durante unos instantes. Entonces, me vio, me lanzó una mirada fulminante y luego entró, cerrando de un portazo.

– ¿Y no supiste nada más del asunto?

– No, señor. Ya estaba anocheciendo, y lo siguiente que supe fue que el comisionado había muerto.

– Gracias, Alice -le dije-. Esto podría serme de gran ayuda. -Hice una pausa para observarla atentamente-. Por cierto, el señor Poer también me ha dicho que has tenido algunos problemas con el prior…

La cólera volvió a brillar en su mirada.

– Cuando llegué, intentó aprovecharse de mi situación. Ahora ya no es un problema.

Asentí.

– Hablas claro, Alice, y eso me gusta. Por favor, si se te ocurre alguna otra cosa que pudiera ayudarme en mi investigación, acude a mí. Si necesitas protección, yo te la daré. Intentaré averiguar qué ha ocurrido con ese libro, pero me cuidaré de mencionar que me has hablado de él.

– Gracias, señor. Y ahora, con vuestro permiso, debo ayudar al hermano Guy.

– Es un trabajo desagradable para una joven.

La joven se encogió de hombros.

– Forma parte de mis obligaciones, y estoy acostumbrada a ver muertos. Mi madre solía amortajar a la gente que moría en la ciudad.

– Tienes más estómago que yo, Alice.

– Sí, la vida me ha endurecido -respondió la chica con repentina amargura.

– No quería decir eso -protesté alzando una mano. Al hacerlo, rocé la taza con el brazo y estuve a punto de volcarla. Pero Alice, que había vuelto junto a la mesa y estaba frente a mí, alargó la mano rápidamente, la agarró y volvió a dejarla en su sitio sin que se derramara su contenido-. Gracias. ¡Eres rápida de reflejos!

– El hermano Guy siempre está tirando cosas. Y ahora, señor, con vuestro permiso, debo dejaros.

– Por supuesto. Y gracias por contarme lo del libro -le dije sonriendo-. Sé que un comisionado del rey puede resultar intimidante.

– No, señor. Vos sois diferente.

Alice me miró muy seria durante unos instantes; luego dio media vuelta y abandonó la habitación.


Apuré la infusión, que iba calentándome el cuerpo poco a poco. La idea de que Alice parecía confiar en mí también me proporcionaba una dulce calidez en mi interior. De haberla conocido en otra situación, y de no haber sido una criada…

Pensé en sus últimas palabras. ¿Qué había querido decir con que yo era «diferente»? Supuse que lo que había visto en Singleton la había llevado a pensar que todos los comisionados éramos unos energúmenos autoritarios; pero ¿no había algo más en sus palabras? No podía imaginarme que se sintiera atraída hacia mí del mismo modo en que yo me sentía atraído hacia ella. También comprendí que yo le había revelado que Mark me contaba todo lo que ella le decía. Eso podía minar su confianza en él, una idea que, advertí alarmado, me producía placer. Fruncí el semblante, pues la envidia es un pecado mortal, y me concentré en lo que Alice me había dicho sobre el libro de contabilidad. Parecía una línea de investigación prometedora.

Mark volvió al cabo de unos instantes. Cuando abrió la puerta, comprobé con alivio que el chiquichaque de la sierra había cesado.

– He firmado un recibo por los libros de cuentas, señor. Dieciocho grandes tomos. Los monjes de la contaduría no paraban de refunfuñar que esto les causará muchos trastornos.

– Al diablo con sus trastornos. ¿Has cerrado la habitación con llave?

– Sí, señor.

– ¿Has visto si alguno de los libros tiene las tapas azules?

– Son todos marrones.

Asentí.

– Creo que ya sé por qué el hermano Edwig lleva de cabeza al pobre Athelstan. Hay algo que no nos contó cuando hablamos con él en la destilería. Tendremos otra conversación con el tesorero; esto puede ser importante-La entrada del hermano Guy me obligó a interrumpirme. Estaba serio y pálido; bajo el brazo llevaba un delantal manchado de sangre, que arrojó a un cesto que había en una esquina de la habitación.

– ¿Podemos hablar en privado, doctor Shardlake?

– Por supuesto.

Me levanté y lo seguí. Temía que me llevara junto al cadáver del pobre Simón, pero afortunadamente salimos al exterior. El sol empezaba a ponerse y bañaba de luz rosada la nieve que cubría el herbario. El hermano avanzó entre las plantas hasta un gran arbusto que estaba completamente blanco.

– Ya sé qué causó la muerte del pobre Simón, y no fue ningún demonio. También a mí me llamó la atención el modo en que se balanceaba y agitaba los brazos. Pero no tenía nada que ver con vos. Esos espasmos son característicos, lo mismo que la pérdida de la voz y las visiones.

– Característicos ¿de qué?

– Del veneno que contienen las bayas de este arbusto. -El enfermero sacudió las ramas, en las que todavía quedaban unas pocas hojas negras-. Belladona. La mora escarlata, como la llaman por aquí.

– ¿Lo envenenaron?

– La belladona tiene un olor muy suave pero inconfundible. Hace muchos años que la utilizo, de modo que la conozco bien. He encontrado restos en el estómago del pobre Simón. Y en los posos de la copa de aguamiel caliente que había junto a su cama.

– ¿Cómo lo han hecho? ¿Y cuándo?

– Esta mañana, sin duda. El efecto es inmediato. Es culpa mía; si Alice o yo hubiéramos permanecido a su lado todo el tiempo… -murmuró el enfermero pasándose una mano por la frente.

– No podíais saber que iba a ocurrir algo así. ¿Quién más ha estado a solas con él?

– El hermano Gabriel lo visitó anoche, después de que os marcharais, y ha vuelto esta mañana. Está muy angustiado, de modo que le di permiso para que rezara por el muchacho. Y más tarde han venido a verlo el abad y el tesorero.

– Sí. Sabía que iban a venir.

– Y también esta mañana, cuando he entrado a ver cómo estaba, he encontrado al hermano Mortimus con él.

– ¿Al prior?

– Estaba junto a la cama, mirándolo con cara de preocupación. He supuesto que estaba inquieto por las consecuencias de su brutalidad.-El enfermero frunció los labios-. El jugo de belladona es dulce, y el olor, demasiado débil para apreciarlo si está mezclado con aguamiel.

– Supongo que se usa como remedio para ciertas enfermedades, ¿me equivoco?

– En pequeñas dosis, alivia el estreñimiento, aparte de otras dolencias. En la enfermería siempre tengo, porque lo receto a menudo. Muchos de los monjes tienen pequeñas cantidades. Sus propiedades son muy conocidas.

– Anoche Simón empezó a contarme algo -murmuré tras pensar unos instantes-. Dijo que el asesinato del comisionado Singleton no había sido el primero. Quería volver a hablar con él hoy, cuando despertara. -Miré al monje fijamente-. ¿Le habéis contado a alguien lo que dijo?

– No, y estoy seguro de que Alice tampoco. Pero tal vez comenzó a delirar delante de una de las personas que fueron a visitarlo…

– … la cual decidió cerrarle la boca. -El hermano Guy se mordió el labio y asintió con convicción-. Pobre muchacho -murmuré-. Y lo único que se me ha ocurrido pensar es que se estaba burlando de mí…

– Las cosas rara vez son lo que parecen.

– Y aquí menos que en ningún sitio. Decidme, hermano, ¿por qué me habéis contado esto en lugar de ir directamente al abad?

El enfermero me lanzó una mirada sombría.

– Porque el abad es una de las personas que lo han visitado. Vos tenéis autoridad, doctor Shardlake, y, a pesar de nuestras diferencias en materia de religión, estoy convencido de que buscáis la verdad.

Asentí.

– Por el momento, os pido que guardéis silencio sobre lo que acabáis de contarme. Quiero reflexionar sobre cómo he de proceder.

Miré al hermano Guy para ver cómo reaccionaba ante una orden mía, pero él se limitó a asentir con tristeza.

– ¿Habéis sufrido un accidente? -preguntó advirtiendo que tenía la pierna cubierta de barro.

– Me he caído en la ciénaga, pero he conseguido salir.

– Es un terreno muy peligroso.

– Creo que aquí no hay ningún terreno seguro para mis pies. Vayamos dentro, o cogeremos una pulmonía -dije avanzando hacia la puerta-. Es extraño que mi infundada sospecha de que el pobre chico estuviera burlándose de mí nos haya llevado a este descubrimiento.

– Al menos, ahora el prior Mortimus no podrá decir que está seguro de que Simón ha ido al infierno.

– Sí. Me parece que se va a llevar una decepción.

«A menos que sea el asesino -me dije-, en cuyo caso ya lo sabe.» Apreté los dientes. Si la noche anterior no hubiera dejado que Alice y el hermano Guy me disuadieran de hablar con Simón, no sólo podría haber conseguido que me contara la historia completa y tal vez me pusiera sobre la pista del asesino, sino que además el muchacho seguiría vivo. Ahora tenía que investigar dos asesinatos. Y, si era cierto lo que el pobre novicio había murmurado en su delirio sobre que Singleton no había sido la primera victima, serían tres.

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