Había hecho llamar a la iglesia a los cuatro obedienciarios que seguían con vida. El abad Fabián, el prior Mortimus, el hermano Edwig y el hermano Guy esperaban junto a nosotros a que los criados retiraran los restos de la estatua de encima del cadáver de Gabriel. Para mi sorpresa, descubrí que la impresión me había insensibilizado y podía contemplar la terrible escena con calma y observar las reacciones de los obedienciarios con frialdad. El hermano Guy y el prior Mortimus permanecían impasibles; el hermano Edwig tenía el rostro contraído en una mueca de repugnancia, y el abad Fabián tuvo que apartarse unos pasos para vomitar en el pasillo central.
Les ordené que me acompañaran al pequeño despacho de Gabriel, en cuyo interior la deteriorada estatua de la Virgen seguía melancólicamente apoyada contra la pared, rodeada de pilas de libros por copiar. Les pregunté dónde estaban los monjes una hora antes, en el momento en que había caído la estatua.
– Por todo el monasterio -respondió el prior-. Es la hora de descanso. Con este tiempo, la mayoría estarían en sus celdas.
– ¿Y Jerome? ¿Sigue en la suya?
– Cerrado con llave desde ayer.
– ¿Y vosotros cuatro? ¿Dónde os encontrabais?
El hermano Guy respondió que leyendo en su gabinete, solo; el prior Mortimus, en su despacho, también solo. El hermano Edwig dijo que sus dos ayudantes me confirmarían que se encontraba en la contaduría, y el abad, que estaba dando instrucciones a su mayordomo. Me senté y los observé con atención; no podía confiar ni siquiera en los que tenían coartada, pues podían convencer o amenazar a quienes estaban a sus órdenes para que mintieran. Lo mismo valía para las coartadas que los monjes se proporcionaran mutuamente. Podía interrogar a todos los monjes y criados del monasterio; pero ¿cuánto tardaría y de qué serviría? De pronto, sentí una enorme impotencia.
La voz del prior rompió el silencio.
– Entonces, ¿os salvó el hermano Gabriel?
– Así es.
– ¿Por qué? -preguntó-. Con todo respeto, señor, ¿por qué iba a dar la vida por vos?
– Tal vez no sea tan sorprendente. Creo que se había convencido a sí mismo de que su vida tenía poco valor -respondí mirándolo con dureza.
– Entonces, espero que su acto le ayude ante Dios. Tenía muchos pecados que expiar.
– Tal vez no fueran tan graves a los ojos de Dios.
Oímos unos débiles golpes en la puerta, y al cabo de un momento un monje asomó la cabeza con temor.
– Os ruego me perdonéis. Ha llegado una carta del juez Copynger para el comisionado. El mensajero dice que es urgente.
– Muy bien. Señores, permanezcan aquí por el momento. Vamos, Mark.
Mientras nos dirigíamos hacia la puerta de la iglesia, vimos que los criados habían retirado el cuerpo de Gabriel. Dos de ellos estaban limpiando la sangre, envueltos en el vapor del agua caliente que ascendía de las losas. Cuando abrimos la puerta, un mar de rostros claváronla vista en nosotros; monjes y sirvientes murmuraban inquietos por cincuenta bocas de las que ascendían otras tantas nubes de vaho gris. Vi al hermano Athelstan, con los ojos brillantes de curiosidad, y al hermano Septimus, mirando a todas partes con cara de susto y retorciéndose las manos. Al vernos aparecer, el hermano Jude ordenó que nos abrieran paso. Avanzamos por el pasillo humano, siguiendo al monje que había venido a buscarnos.
Bugge nos esperaba ante el portón, con una carta en la mano.
– El mensajero ha dicho que era muy urgente, comisionado. Espero que me perdonéis la interrupción. ¿Es verdad que el hermano Gabriel ha muerto en la iglesia a consecuencia de un accidente?
– No, Bugge, no ha sido un accidente. Ha muerto para evitar que me asesinaran.
Cogí la carta y me alejé hasta el centro del patio. Después de lo ocurrido, me sentía más seguro lejos de las paredes altas.
– Dentro de una hora habrá corrido la voz por todo el monasterio -dijo Mark.
– Estupendo. Se acabaron los secretos. -Rompí el sello y leí la única hoja que contenía la carta mordiéndome el labio con impaciencia-. Copynger ha empezado a indagar. Ha citado a sir Edward y a otro terrateniente que aparecía mencionado en el libro azul. Le han enviado mensajes alegando que están aislados por la nieve en sus propiedades; pero, si los mensajeros han podido pasar, ellos también pueden hacerlo, así que les ha mandado otro requerimiento. Esto huele a táctica dilatoria. Esos dos tienen algo que esconder.
– Ya podéis enfrentaros al hermano Edwig.
– No quiero que esa escurridiza anguila vuelva a salirme con que sólo eran cálculos y presupuestos. Quiero ponerle delante pruebas sólidas. Pero no dispondré de ellas mañana, ni pasado, a este paso -dije doblando la carta-. ¿Quién podía saber que esta mañana íbamos a ir a la iglesia, Mark? Te lo he dicho cuando estábamos en el estanque, ¿lo recuerdas?
– El prior Mortimus estaba allí, pero no lo bastante cerca para oírlo.
– A lo mejor tiene el oído tan fino como tú… Es extraño, pues nadie sabía que íbamos a la iglesia. Eso suponiendo que quien intentó matarme nos estaba esperando, claro.
– Pero ¿cómo iba a saber ese alguien que os pararíais justo debajo de la estatua? -preguntó Mark tras pensar unos instantes.
– Es verdad. ¡Oh, Dios, no consigo pensar con claridad! -dije golpeándome la frente con los nudillos-. De acuerdo. ¿Y si nuestro asesino hubiera subido a la galería por otro motivo? ¿Y si simplemente decidió aprovechar la oportunidad que se le había presentado de librar al mundo de mí cuando me detuve debajo?
– ¿Y con qué motivo iba a subir allí? Ni siquiera están trabajando en las reparaciones.
– ¿Quién estará al corriente de las obras ahora que Gabriel ha muerto?
– El prior Mortimus es el responsable del día a día del monasterio.
– Creo que hablaré con él. -Hice una pausa mientras me guardaba la carta-. Pero antes, Mark, hay algo que debo decirte.
– ¿Sí, señor?
Lo miré muy serio.
– En la carta sobre las ventas de tierras que llevaste a Copynger le pedía que averiguara si había algún barco que fuera a zarpar a Londres, pues con estas nieves me llevaría una semana cruzar el Weald. Ahora que conozco el contenido de la carta de Jerome, necesito ver a Cromwell. Pensé que podía haber algún barco, y así es. Zarpará con la marea vespertina con un cargamento de lúpulo. Debería llegar a Londres dentro de dos días y regresar al siguiente. Si el tiempo nos acompaña, sólo estaría fuera cuatro días. No puedo desaprovechar la ocasión. Pero quiero que tú te quedes aquí.
– ¿Y es necesario que os vayáis ahora?
– Tengo que aprovechar esta oportunidad -dije caminando de un lado para otro. Recuerda que el rey no sabe lo que está ocurriendo aquí. Si Jerome consiguió enviar alguna otra carta y ha llegado a manos del rey, Cromwell podría estar en aprietos. No deseo marcharme, pero debo hacerlo. Y hay algo más. ¿Recuerdas la espada?
– ¿La que saqué del estanque?
– Tenía la marca del armero. Las espadas como ésa sólo se hacen por encargo. Si consigo encontrar al armero, tal vez descubra para quién la hizo. Es la única pista que tenemos.
– También podemos interrogar al hermano Edwig cuando tengamos pruebas sobre las ventas de tierras.
– Sí. Pero no me imagino al tesorero trabajando con un cómplice. Es demasiado independiente.
– El hermano Guy pudo matar a Singleton -dijo Mark tras una vacilación-. Está delgado, pero es alto y fuerte.
– Pudo hacerlo, pero ¿por qué él?
– El pasadizo secreto, señor. Esa noche, pudo utilizarlo con toda facilidad para ir a la cocina. No necesitaba llave.
Volví a golpearme la frente con los nudillos.
– Cualquiera de ellos pudo hacerlo. Esa pista apunta en demasiadas direcciones. Necesito algo más, y espero encontrarlo en Londres. Pero quiero que tú te quedes aquí. Quiero que te mudes a casa del abad. Revisa las cartas y no pierdas detalle de nada de lo que ocurre.
Mark me lanzó una mirada de reproche.
– Me queréis lejos de Alice.
– Te quiero en lugar seguro, como el viejo Goodhaps. Puedes ocupar su habitación; es un sitio muy adecuado para alguien de tu edad y tu situación. -Solté un suspiro-. Y, sí, preferiría que te mantuvieras alejado de Alice. He hablado con ella; le he dicho que vuestra relación podría perjudicar tu futuro.
– No teníais ningún derecho, señor -replicó Mark con súbita vehemencia-. El derecho a elegir mi camino es mío.
– No, Mark, no lo es. Tienes obligaciones, con tu familia y con tu propio futuro. Te ordeno que te mudes a casa del abad.
Vi hielo en los grandes ojos azules que habían cautivado al hermano Gabriel.
– Os he visto mirarla con lujuria -murmuró Mark despectivamente.
– Yo sé controlarme.
Mark me miró de arriba abajo.
– No tenéis más remedio.
Apreté los dientes.
– Debería lanzarte al camino de una patada en el culo. Ojalá no te necesitara aquí mientras estoy fuera, pero te necesito. Bueno, ¿vas a hacer lo que te he dicho?
– Haré todo lo que pueda para ayudaros a coger al hombre que ha matado a esas personas. Se merece la horca. Pero no os prometo nada sobre lo que haré después, aunque me repudiéis totalmente -dijo, y respiró hondo-. Tengo intención de pedirle a Alice Fewterer que se case conmigo.
– Entonces, sí, tal vez deba repudiarte -respondí con calma-. ¡Vive Dios que no lo haría por gusto, pero no puedo pedirle a lord Cromwell que readmita a un hombre casado con una criada! Eso es imposible.
Mark no respondió. En el fondo de mi corazón, sabía que, si ocurría lo peor, acabaría aceptándolo como pasante, a pesar de lo que acababa de decirme, y les encontraría una habitación en Londres para ellos dos. Pero no se lo pondría fácil. Le lancé una mirada tan acerada como la suya.
– Prepárame la bolsa -le ordené con sequedad-. Y ensilla a Chancery. Creo que el camino está lo bastante transitable para cabalgar hasta Scarnsea. Iré a hablar con el prior antes de partir -dije dando media vuelta y alejándome por el patio.
Me habría gustado que me acompañara a interrogar a Mortimus, pero, después de lo que acababa de ocurrir, estaríamos mejor separados.
En el despacho de Gabriel, los obedienciarios formaban un grupo patético, como pocas veces había visto. Me llamó la atención lo distantes que se mostraban entre ellos; el abad, con su altivez, cada vez más frágil; Guy, austero y solitario; el prior y el tesorero, los dos hombres que hacían funcionar el monasterio, y que, a pesar de ello, seguían sin parecerme amigos. Ésa era su fraternidad espiritual.
– Debo comunicaros, hermanos, que voy a ir a Londres. Tengo que informar a lord Cromwell. Estaré fuera unos cinco días, durante los cuales delego mis atribuciones en el señor Poer.
– ¿Cómo vais a ir y volver en cinco días? -se asombró el prior-. Dicen que hay nieve de aquí a Bristol.
– Iré en barco.
– ¿De qué tenéis que informar a lord Cromwell? -me preguntó el abad con inquietud.
– De asuntos privados. Bien. He divulgado cómo murió el hermano Gabriel. Y he decidido que el cuerpo de Orphan Stonegarden se entregue a la señora Stumpe para que lo entierre. Por favor, ocupaos de ello.
– Pero entonces toda la ciudad sabrá que murió aquí… -protestó el abad con el entrecejo fruncido, como si no acabara de entender lo que ocurría.
– Sí. Las cosas han ido demasiado lejos para seguir manteniéndolo en secreto.
El abad alzó la cabeza y me miró con un asomo de su antigua soberbia.
– Debo protestar, doctor Shardlake. Algo así, que afecta a todos los que vivimos aquí, debería habérseme consultado antes, como abad del monasterio.
– Esos días han acabado, reverencia -respondí con sequedad-. Ahora podéis marcharos, todos excepto el prior.
El hermano Guy y el hermano Edwig abandonaron el despacho, seguidos por el abad, el cual, antes de desaparecer de mi vista, me lanzó una mirada en la que se mezclaban el desaliento y el estupor.
Me crucé de brazos y, echando mano de mis mermadas reservas de energía mental, me encaré con el prior.
– He estado preguntándome, hermano, quién podía saber que iba a venir a la iglesia. Vos estabais en el estanque cuando se lo he dicho a mi ayudante.
El prior rió con incredulidad.
– Yo ya os había dejado.
Observé su rostro con atención, pero sólo descubrí irritación y perplejidad.
– Sí, es cierto. Entonces, la persona que empujó la estatua no estaba esperándome; tenía otro propósito distinto. ¿Quién podía tener alguna razón para subir allí arriba?
– Nadie, mientras no se llegue a algún acuerdo sobre las obras.
– Me gustaría que me acompañarais a la galería para echar un vistazo.
Acababa de acordarme de la reliquia desaparecida y del oro, que tenía que estar escondido en algún sitio si mi teoría sobre las ventas de tierras era acertada. ¿Estarían allí arriba? ¿Era ése el motivo de que el asesino hubiera subido a la galería?
– Como queráis, comisionado.
Precedí al prior hasta las escaleras y volví a subir a la galería. Cuando llegamos arriba, el corazón me palpitaba como si quisiera salírseme del pecho. En la nave, los criados seguían restregando las losas y escurriendo trapos empapados de sangre en cubos de agua. Era todo lo que quedaba del hermano Gabriel. De pronto, sentí náuseas y tuve que agarrarme al pasamanos.
– ¿Os encontráis bien?
El prior Mortimus estaba a dos pasos de mí. En ese momento, comprendí que, si decidía atacarme, era más fuerte que yo. Tenía que haber ido con Mark.
– Sí -respondí conteniéndolo con un gesto de la mano-. Sigamos.
Miré el montón de herramientas, que seguía junto al lugar que había ocupado la estatua, y el cajón de los canteros, suspendido de la maraña de cuerdas.
– ¿Cuánto hace que se han parado las obras?
– Las cuerdas y el cajón llevan dos meses. Los colocaron para bajar la estatua, que amenazaba con desplomarse, y examinarla. Ese cajón suspendido entre el muro y el campanario es una solución muy ingeniosa; se le ocurrió al maestro cantero. Los trabajos no habían hecho más que empezar cuando el hermano Edwig ordenó que los interrumpieran, y con razón; Gabriel no debió iniciarlos hasta que el presupuesto hubiera sido aprobado. Luego el tesorero siguió dándole largas para demostrarle quién tenía la sartén por el mango.
– Es un trabajo peligroso -dije mirando la maraña de cuerdas.
El prior se encogió de hombros.
– Sería más seguro poner andamios; pero ¿imagináis al tesorero aprobando el gasto?
– No simpatizáis con el hermano Edwig… -dije como quien no quiere la cosa.
– Es como un pequeño hurón, siempre a la caza del penique.
– ¿Suele consultaros sobre los asuntos económicos del monasterio?
Lo observé atentamente, pero el prior se encogió de hombros con indiferencia.
– No consulta a nadie, excepto a su reverencia el abad, aunque malgasta mi tiempo y el de todo el mundo haciendo justificar hasta el último penique.
– Comprendo. -Me volví y alcé la vista hacia el interior del campanario-. ¿Desde dónde se tocan las campanas?
– Hay una escalera que sube hasta el campanario. Puedo mostrárosla, si lo deseáis. Ahora es poco probable que las obras continúen. Gabriel perdió la partida definitivamente al dejarse matar.
Enarqué las cejas.
– Prior Mortimus, ¿cómo es posible que os conmueva la muerte de una criada y en cambio no mostréis el menor pesar por la de un hermano con el que habéis convivido durante años?
– Como ya os dije, las obligaciones de un monje en esta vida son muy diferentes de las de una simple mujer. -El prior me miró con dureza-. Una de esas obligaciones es no ser un pervertido.
– Me alegro de que no seáis juez en los tribunales del rey, hermano prior.
Seguí al prior escaleras abajo hasta llegar a una puerta donde arrancaba una larga escalera de caracol que subía hasta el campanario. Era una larga ascensión, de modo que, cuando llegamos arriba, me había quedado sin aliento. Al final de un angosto pasadizo con suelo de madera, se veía otra puerta. A medio camino había una ventana sin cristales, a través de la cual se contemplaba una magnífica panorámica del monasterio y sus alrededores, con el bosque y el campo nevado en una dirección y la llanura gris del mar en la otra. El campanario debía de ser el punto más elevado en muchas leguas a la redonda. El viento helado ululaba lúgubremente y nos alborotaba el pelo.
– Por aquí.
El prior abrió la puerta y me hizo pasar al cuarto desde el que se manejaban las gruesas cuerdas de las campanas, que descendían hasta el suelo de madera. Al alzar los ojos, vi las vagas siluetas de las enormes campanas, inmóviles sobre nuestras cabezas. En el centro del cuarto, había un agujero circular protegido por una barandilla. Me asomé a él y vi el suelo de la nave; estábamos a tanta altura que los criados parecían hormigas. El cajón de los canteros pendía en el vacío unas diez varas más abajo, y en su interior distinguí bultos de herramientas y cubos cubiertos con una lona. Las cuerdas que lo sostenían entraban por el agujero y estaban sujetas al muro con enormes roblones.
– Si no fuera por este agujero, las campanas dejarían sordos a los que las tocan -comentó el prior-. Aun así, tienen que ponerse tapones en las orejas.
– No me extraña; incluso escuchándolas desde abajo casi te dejan sordo. -Al volverme, vi otro tramo de peldaños-. Supongo que esa escalera conduce a lo alto del campanario…
– Sí. Sólo la utilizan los criados que suben a limpiar las campanas.
– Subamos. Vos primero.
La escalera conducía a una galería circular protegida por una barandilla que rodeaba las campanas. Eran realmente grandes, más altas que un hombre, y estaban sujetas al techo mediante enormes anillas. Allí arriba no había nada escondido. Me acerqué a las campanas procurando mantenerme alejado del agujero, pues la barandilla era baja. La que tenía más cerca estaba adornada con grabados y exhibía una gran placa con una inscripción en un lengua que me era desconocida.
– «Arrancado de la barriga del infiel, año mil cincuenta y nueve» -leí textualmente, en voz alta.
De pronto, el prior tradujo la frase junto a mí, y di un respingo; no había advertido que estaba tan cerca.
– Quisiera pediros algo, comisionado. ¿Os habéis fijado en el abad hace un momento, en la sacristía?
– Sí.
– Es un hombre acabado. No está en condiciones de ejercer su cargo. Cuando sea necesario reemplazarlo, lord Cromwell querrá a un hombre enérgico que le sea leal. Sé que está promocionando a sus partidarios dentro de los monasterios -dijo el prior mirándome significativamente.
Moví la cabeza con asombro.
– ¿Realmente creéis que este monasterio seguirá abierto, prior Mortimus? ¿Después de todo lo que ha ocurrido en él?
El prior me miró con incredulidad.
– No puede ser que nuestra vida aquí… no puede acabar así como así. Ninguna ley puede obligarnos a cederlo. Sé que hay gente que dice que los monasterios desaparecerán, pero eso no se puede permitir. -El prior sacudió la cabeza-. No se puede permitir.
El prior dio un paso hacia mí y me acorraló contra la barandilla; su fuerte olor corporal inundó mis fosas nasales.
– Prior Mortimus -le dije con el corazón en un puño-. Apartaos, por favor.
El prior me miró fijamente y dio un paso atrás.
– Yo podría salvar este monasterio, comisionado -aseguró.
– El futuro del monasterio es un asunto que sólo puedo discutir con lord Cromwell -respondí con la boca seca; por un instante, había creído que iba a empujarme al vacío-. Ya he visto todo lo que quería ver. Aquí no hay nada escondido. Volvamos abajo.
Descendimos en silencio. En mi vida me había alegrado tanto de volver a pisar tierra firme.
– ¿Os pondréis en camino de inmediato? -me preguntó el prior.
– Sí, pero Mark Poer asumirá mis atribuciones mientras esté fuera.
– Cuando habléis con lord Cromwell, ¿mencionaréis lo que os he dicho, señor? Por favor. Yo podría ser su hombre.
– Tengo muchas cosas que decirle -le respondí con sequedad-. Y, ahora, debo marcharme.
Di media vuelta y me dirigí a la enfermería a toda prisa. De pronto, la impresión por la muerte de Gabriel me afectó como no lo había hecho en su momento; mientras cruzaba la sala camino de mi habitación, la cabeza me daba vueltas y las piernas amenazaban con dejar de sostenerme. No encontré a Mark, que no obstante había preparado una alforja con mis documentos, una muda de ropa y algo de comida. Me senté en la cama temblando de pies a cabeza. De pronto, rompí a llorar como un niño, y dejé que las lágrimas fluyeran libremente. Lloraba por Gabriel, por Orphan y por Simón, y también por Singleton. Y por mi propio terror.
Cuando empezaba a calmarme y estaba lavándome la cara en la jofaina, oí llamar a la puerta. Pensé que tal vez era Mark, que había venido a decirme adiós, pero al abrir me encontré con Alice.
– Señor, un criado ha traído vuestro caballo -dijo la muchacha, sorprendida de mi alteración-. Si no queréis perder el barco, deberíais poneros en camino.
– Gracias, Alice.
Cogí la alforja y me dirigí a la puerta, pero Alice no se apartó.
– Señor, me gustaría que os quedarais.
– Debo partir a Londres, Alice. Allí tal vez obtenga algunas respuestas que podrían poner fin a este horror.
– ¿Sobre la espada?
– Sí, sobre la espada. -Respiré hondo-. Mientras esté ausente, no salgas si puedes evitarlo.
Alice no respondió. Salí a toda prisa por miedo a decir algo que podría lamentar si permanecía a su lado un momento más. La mirada que me lanzó cuando pasé a su lado era indescifrable. El mozo de cuadra me esperaba ante la puerta de la enfermería sujetando las riendas de Chancery, el cual, al verme, azotó el aire con su blanca cola y soltó un relincho. Le acaricié el flanco, contento de que al menos hubiera un ser vivo que me demostraba afecto. Monté con las dificultades de costumbre y me dirigí hacia el portón, que Bugge mantenía abierto. Antes de abandonar el monasterio, me volví y contemplé el patio cubierto de nieve, aunque no sabría decir por qué lo hice. Luego, me despedí del portero con un leve movimiento de cabeza y conduje a Chancery hacia el camino de Scarnsea.