Le dije a Mark que corriera a buscar al abad, tan deprisa como pudiera para entrar en calor. Lo observé mientras se alejaba dando saltos por la nieve y luego me volví hacia el estanque. Las burbujas seguían ascendiendo del fango y haciendo hervir la superficie del agua. Me pregunté si la reliquia también estaría allí abajo, quizá con los cálices que se suponía había robado la pobre Orphan.
Sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué al cadáver. Vi que llevaba una cadenilla de plata alrededor del cuello y, tras unos instantes de vacilación, la cogí y, tirando con ambas manos, conseguí romperla sin dificultad. De la cadenilla pendía una tosca medalla que representaba a un hombre con un fardo a la espalda. Las guardé en el bolsillo y cogí la espada. Era un arma de excelente calidad, la espada de un caballero. La marca del armero estaba estampada en la hoja, sobre la imagen de un edificio cuadrado con cuatro torres puntiagudas: «JS.1507.»
Me acerqué a la muralla y me senté en el montón de cascotes; aún no me había recuperado de la impresión. No podía apartar la vista de los despojos que yacían entre las cañas. Además, tenía los dedos de las manos y los pies entumecidos de frío, de modo que al cabo de unos instantes volví a levantarme y empecé a agitar los brazos y a patear el suelo para reactivar la circulación de la sangre.
Comencé a pasear a lo largo de la muralla, cavilando sobre el significado de lo que acabábamos de descubrir, mientras oía crujir la nieve bajo mis botas. A medida que los hechos encajaban uno con otro, una visión de conjunto iba cobrando forma en mi cabeza. Al cabo de un rato, oí voces procedentes de la huerta y vi a Mark, que volvía a toda prisa, acompañado por dos figuras con hábito negro, el abad Fabián y el prior Mortimus. Éste llevaba en las manos una manta grande. El abad se detuvo junto al estanque y, con el rostro descompuesto, clavó los ojos en los restos humanos que yacían en la orilla, se santiguó y musitó una plegaria. El prior se acercó al cadáver con una mueca de asco. Sus ojos se posaron en la espada, que yo había vuelto a dejar junto al cadáver.
– ¿La mataron con esto? -murmuró.
– No lo creo. El limo que la cubría ha preservado el cuerpo; creo que llevaba mucho tiempo ahí. Pero diría que esa espada es el arma que mató a Singleton. Este estanque ha sido utilizado para ocultar pruebas más de una vez.
– ¿A quién pertenece el cuerpo? -preguntó el abad con una nota de pánico en la voz.
– Tengo entendido que la anterior ayudante del enfermero desapareció hace un par de años -respondí mirándolo atentamente-. Una tal Orphan Stonegarden.
El prior volvió a observar el cadáver.
– No -lo oí murmurar. Su voz traslucía cólera, pero también pesar e incredulidad-. Pero… esa joven huyó -balbuceó-. Era una ladrona…
Oírnos voces y nos volvimos. Cuatro criados se acercaban trayendo una camilla. El abad hizo un gesto con la cabeza al prior, que cubrió el cadáver con la manta.
– En el monasterio se ha armado un gran revuelo -dijo el abad inclinándose hacia mí-. La gente ha visto al señor Poer llegar corriendo a mi casa; cuando me ha explicado que habíais encontrado un cuerpo, les he dicho a los criados que trajeran una camilla. Pero, por favor…, ¿no podríamos mantenerlo en secreto por el momento, decir simplemente que alguien se ha ahogado en el estanque, y no que es la mujer…?
– Por el momento -acepté escondiendo la espada bajo el hábito que habíamos sacado del agua. Los criados, al ver el cadáver, retrocedieron sobrecogidos y se persignaron-. Ayúdales, Mark. -El muchacho, que se había quitado la ropa mojada y ahora llevaba una blusa azul de sirviente bajo la capa, les ayudó a colocar el cadáver cubierto con la manta en la camilla y a levantarla; parecía ligera como una pluma-. Llevad el cuerpo a la enfermería -les ordené.
Fuimos en procesión detrás de los criados. Yo miré al prior Mortimus un par de veces, pero él apartó los ojos. El agua que goteaba del cuerpo dejaba un reguero sucio sobre la nieve.
En la huerta se había congregado una muchedumbre de monjes y criados que cuchicheaban y bullían como un enjambre de abejas. El prior, irritado, les gritó que regresaran a sus ocupaciones, y ellos se dispersaron y empezaron a alejarse, aunque a cada paso se volvían para lanzar medrosas miradas hacia la camilla.
El hermano Guy se acercó a nosotros.
– ¿Quién es? -preguntó-. He oído decir que se trata de alguien que se ahogó en el estanque.
Me volví hacia los criados.
– Llevad el cuerpo a la enfermería para que el hermano Guy pueda examinarlo. Mark, ve con ellos. Llévate esto y guárdalo en nuestra habitación -dije tendiéndole el hábito-. Cuidado con la espada -le susurré-. Está muy afilada.
– Tendré que decirles algo a los hermanos -observó el prior.
– Sólo que hemos encontrado un cuerpo en el estanque. Ahora, señor abad, me gustaría hablar con vos -dije haciendo un gesto hacia su casa.
El abad se sentó al escritorio, que seguía cubierto de papeles y con el sello del monasterio descansando en el bloque de cera roja. Su rostro parecía haber envejecido una década en apenas unos días, y el saludable color de sus mejillas había dado paso a la palidez del cansancio y el miedo.
Dejé la espada sobre el escritorio. El abad la miró con aprensión. A continuación, puse la cadenilla de plata junto al arma y la señalé.
– ¿La reconocéis, reverencia?
El abad se inclinó hacia ella y la examinó.
– No, es la primera vez que la veo. ¿La llevaba el… el…?
– El cadáver, sí. ¿Qué me decís de la espada?
El abad movió negativamente la cabeza.
– Aquí no tenemos espadas.
– No os preguntaré si reconocéis el cuerpo como el de Orphan Stonegarden, porque está irreconocible. Ya veremos si la señora Stumpe reconoce la medalla. El abad me miró horrorizado.
– ¿La gobernanta del hospicio? ¿Es necesario que intervenga? No nos tiene ningún aprecio. Me encogí de hombros.
– Y aún os tendrá menos si trasciende que su pupila fue asesinada y arrojada al estanque del monasterio. Me contó que la chica no era feliz aquí. ¿Qué podéis decirme al respecto?
Por toda respuesta, el abad se cogió la cabeza con las manos. Creí que iba a echarse a llorar, pero al cabo de unos instantes volvió a alzar el rostro.
– Tener mujeres jóvenes trabajando en los monasterios es un error. En eso estoy totalmente de acuerdo con lord Cromwell. Pero, en esa época, el enfermero era el hermano Alexander, que se estaba haciendo viejo y necesitaba ayuda. Nos mandaron a la muchacha, y él estuvo de acuerdo en aceptarla.
– Puede que la encontrara atractiva. Creo que lo era.
El abad carraspeó.
– El hermano Alexander no era de ésos. De hecho, me pareció más seguro que ponerle de ayudante a un muchacho. Eso fue antes de la visita de inspección y entonces…
– Entiendo. Entonces el culo de un chico habría corrido peligro. Pero, si no me equivoco, cuando desapareció Orphan el enfermero era el hermano Guy…
– Sí. El nombre del hermano Alexander fue mencionado en la visita del obispo. Eso acabó con él; murió de un ataque poco después. El hermano Guy ocupó su puesto.
– Entonces, ¿quién molestó a la chica? Estoy convencido de que alguien lo hizo.
El abad movió la cabeza.
– Comisionado, tener a una chica atractiva rondando por el claustro es una tentación. Las mujeres tientan a los hombres, como Eva tentó a Adán. Los monjes somos humanos…
– Por lo que he oído, Orphan no tentó a nadie; más bien la importunaron y acosaron. Os lo preguntaré una vez más. ¿Qué sabéis al respecto?
– El hermano Alexander me expuso alguna queja -respondió el abad dejando caer los hombros-. Decía que un hermano joven llamado Luke, que trabaja en la lavandería, la había… molestado.
– ¿Queréis decir que la forzó?
– No, no, no. No fue tan lejos. Hablé con él y le prohibí que se acercara a la joven. Cuando volvió a molestarla le advertí que si persistía lo obligaría a marcharse.
– ¿Algún otro? ¿Algún obedienciario, quizá?
El abad me miró con el pánico pintado en el rostro.
– Hubo quejas contra el hermano Edwig y el prior Mortimus. Le habían… le habían hecho proposiciones deshonestas, el hermano Edwig, persistentemente. En más de una ocasión, lo… puse sobre aviso.
– ¿Al hermano Edwig?
– Sí.
– ¿Y vuestra advertencia surtió efecto?
– Soy el abad del monasterio, señor comisionado -replicó con un ápice de su antiguo orgullo en la voz-. ¿No podría ser que la chica se hubiera suicidado? -preguntó el abad tras una vacilación-. Si estaba desesperada…
– Se suponía que robó dos cálices y huyó… -Eso es lo que pensamos cuando desaparecieron de la iglesia al mismo tiempo que ella huyó del monasterio. Pero… tal vez se arrepintió de lo que había hecho, arrojó los cálices al estanque y luego se suicidó lanzándose al agua a su vez.
– Quiero que drenéis el estanque, a pesar de que soy consciente de que, aunque encontremos los cálices, eso no significaría nada. Su asesino pudo cogerlos y tirarlos al agua, después de haberla arrojado a ella, para dejar una pista falsa. Este asunto exige una investigación a fondo, reverencia. Podría requerir la intervención de la autoridad civil. El juez Copynger.
El abad inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante unos instantes.
– Todo ha acabado, ¿verdad, comisionado? -preguntó de pronto con voz ahogada.
– ¿A qué os referís?
– A nuestra vida aquí. A la vida monástica en toda Inglaterra. He estado engañándome a mí mismo, ¿verdad? Las leyes no nos salvarán. Ni en el caso de que el asesino del comisionado Singleton resultara ser alguien de la ciudad… -No respondí. El abad cogió un papel del escritorio con mano ligeramente temblorosa-. Hace un rato, he vuelto a examinar el borrador del Instrumento de Cesión que me entregó el comisionado Singleton. «Consideramos firmemente -citó su reverencia- que el estilo y la forma de vida que nosotros y otros de nuestra pretendida religión hemos practicado y usado durante largos años consiste principalmente en absurdas ceremonias y determinadas normas de la curia romana y otras potencias extranjeras.» Estaba convencido de que lord Cromwell sólo quería nuestras tierras y riquezas, y de que este pasaje sólo era una concesión a los reformistas -murmuró el abad mirándome a los ojos-. Pero, después de lo que me han contado sobre Lewes… Es una cláusula que ha enviado a todas las casas, ¿no es así? Todas las casas correrán la misma suerte. Y después de lo ocurrido, San Donato está condenado.
– Tres personas han muerto de un modo atroz -le dije-. Sin embargo, a vos sólo parece preocuparos vuestra supervivencia.
– ¿Tres? -preguntó el abad perplejo-. No, señor, sólo dos. Una, si la muchacha se quitó la vida…
– El hermano Guy cree que Simón Whelplay murió envenenado.
– Entonces debería habérmelo dicho -repuso el abad frunciendo el entrecejo-, como superior del monasterio que soy.
– Le pedí que guardara silencio hasta nueva orden.
El abad me miró a los ojos. Cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro:
– Deberíais haber visto esta casa hace sólo cinco años, antes de que el rey se divorciara. Todo ordenado y en regla. Oraciones y devoción, el horario de verano y luego el de invierno, inmutables desde hacía siglos. Los benedictinos me han proporcionado una vida como nunca habría llevado en el mundo; el hijo de un tabernero elevado a la dignidad de abad… -Su reverencia esbozó una sonrisa triste y fugaz-. No lloro sólo por mí, comisionado; lloro por la desaparición de una forma de vida. En estos dos últimos años el orden ha empezado a resquebrajarse. Antes, todos creíamos en lo mismo, teníamos las mismas opiniones; pero las reformas han conseguido sembrar la discordia y provocar desacuerdos. Y ahora, asesinatos. Disolución -dijo el abad con un hilo de voz-. Disolución. -Vi formarse dos grandes lágrimas en las comisuras de sus ojos-. Firmaré el Instrumento de Cesión -dijo el abad con un hilo de voz-. No tengo otra alternativa, ¿verdad? -Moví la cabeza lentamente-. ¿Me concederán la pensión que me prometió el comisionado Singleton?
– Sí, reverencia, tendréis vuestra pensión. Hace tiempo que me preguntaba cuándo llegaríamos a esto.
– No obstante, debo obtener el consentimiento formal de la comunidad. Lo mantengo todo en fideicomiso para ellos, ¿comprendéis?
– No hagáis nada todavía. Yo os diré cuándo conviene comunicárselo.
El abad asintió con pesar y bajó la cabeza para ocultar las lágrimas. Lo miré durante unos instantes. La presa que tan encarnizadamente había perseguido Singleton se me había echado a los brazos; los asesinatos habían anonadado al abad. Y ahora yo creía saber quién era el asesino, quién había cometido todos los crímenes.
Encontré al hermano Guy en su gabinete, acompañado por Mark, que estaba sentado en una silla y aún llevaba la blusa de criado. El enfermero limpiaba los cuchillos en una jofaina de agua negruzca y verdosa. El cadáver yacía en la camilla cubierto con la manta, cosa que agradecí. Mark estaba blanco como la pared, e incluso las oscuras facciones del enfermero dejaban traslucir una extraña palidez, como si tuviera cenizas bajo la piel.
– He estado examinando el cuerpo -dijo en voz baja-. No puedo asegurarlo, pero, por la altura y la constitución, creo que se trata de Orphan Stonegarden. Además, era rubia. De lo que sí estoy seguro es de cómo murió. Le partieron el cuello.
El hermano Guy retiró la manta y dejó al descubierto la horrible cabeza del cadáver. Luego, la hizo girar lentamente; la cabeza, floja, describió un semicírculo completo. Las vértebras estaban dislocadas.
– Así pues, la asesinaron -concluí reprimiendo una arcada.
– No pudo hacérselo arrojándose al estanque. El señor Poer dice que hay más de un palmo de lodo.
Asentí.
– Gracias, hermano. Mark, las cosas que encontramos, ¿están en nuestra habitación? Tenemos que hacer una visita. ¿Te trajiste otra muda de ropa?
– Sí, señor.
– Ve a ponértela. No deberías ir por ahí vestido como un criado.
Mark nos dejó solos y yo ocupé su lugar en la silla. El enfermero agachó la cabeza.
– Primero envenenan a Simón Whelplay delante de mis narices y ahora parece que esta pobre chica que trabajó conmigo también murió asesinada. Y yo la creía una ladrona…
– ¿Cuánto tiempo estuvo con vos?
– No mucho, unos meses. Era muy trabajadora, pero demasiado retraída, casi huraña. Creo que el único en quien confiaba era el hermano Alexander. Yo estaba muy ocupado poniendo orden en la enfermería, que se encontraba en un estado lamentable. Presté menos atención a la chica de lo que hubiera debido.
– ¿Mencionó que hubiera recibido atenciones no deseadas de algún monje?
II hermano Guy frunció el entrecejo.
– No. Pero un día la encontré forcejeando con un hermano en el pasillo que conduce a su habitación. Ocupaba la misma que Alice ocupa ahora, al final del pasillo. Él intentaba abrazarla y le hacía comentarios obscenos.
– ¿Quién era?
– El hermano Luke, el ayudante de la lavandería. Lo eché de la enfermería y me quejé al abad. Pero Orphan no quería problemas… El abad Fabián dijo que hablaría con él. Me explicó que no era la primera vez. Después de aquello, Orphan se mostró más afable, aunque seguía hablando poco. Luego, no mucho después, desapareció.
– Que vos sepáis, ¿la molestó alguien más?
– No, yo no volví a ver nada parecido. Pero, como os digo, Orphan no confiaba en mí -dijo el enfermero sonriendo con tristeza-. Creo que nunca llegó a acostumbrarse al color de mi piel. Supongo que no es de extrañar, tratándose de una muchacha de una ciudad pequeña.
– Y a continuación llegó Alice…
– Sí, y decidí ganarme su confianza desde el principio. Eso, al menos, creo haberlo conseguido.
– Estáis tratando al hermano Jerome. Según vos, ¿cuál es su estado mental?
El enfermero me lanzó una mirada cautelosa.
– El que tendría cualquier hombre que, para bien o para mal, se ha consagrado en cuerpo y alma a un ideal difícil y a una vida de dura disciplina, y que además ha sido torturado para que traicionara sus principios. Su mente está profundamente turbada, pero no está loco, si os referís a eso.
– No sé, a mí me parece una locura castigar un cuerpo tan quebrantado como el suyo llevando camisas de crin. Pero, decidme, ¿habla alguna vez de su estancia en la Torre?
– No. Nunca. Pero lo torturaron salvajemente. Eso puedo jurároslo.
– Eso es lo que me contó. Y otras cosas, aunque creo que se trataba de patrañas para confundirme.
El hermano Guy no respondió. Me levanté y, al hacerlo, sentí Una punzada en la espalda y tuve que agarrarme a la mesa con una i mueca de dolor.
– ¿Qué os ocurre?
– Me he hecho daño al levantarme -respondí, e inspiré con fuerza varias veces-. Ahora me dolerá durante días. -Le sonreí con amargura-. Ambos estamos acostumbrados a que la gente nos mire como a bichos raros, ¿verdad, hermano? Pero al menos vuestro aspecto es un fenómeno natural y no os causa dolor. Y hay una tierra donde es normal.
Mark se había puesto otra camisa y otras calzas y estaba sentado en mi cama con expresión sombría.
– ¿Te encuentras bien? -le pregunté con hosquedad.
– Sí, señor -respondió Mark asintiendo con la cabeza-. Esa pobre chica…
– Lo sé. Siento haberte hecho pasar por ese trago. Ha sido una impresión terrible. No imaginaba…
– No. Nadie podía imaginar algo así… -Mark, tenemos que dejar a un lado nuestras… diferencias. Perseguimos el mismo objetivo, creo yo, encontrar al brutal asesino que está actuando en este lugar.
– Por supuesto, señor -respondió Mark al instante-. ¿Cómo podéis dudar de eso?
– No lo dudo, no lo dudo. Escucha, he estado pensando. El único motivo para arrojar al estanque el hábito de Gabriel es que estuviera manchado de sangre. El asesino lo llevaba puesto cuando mató a Singleton y lo arrojó al estanque con la espada.
– Sí, pero… ¿vos podéis creer que el hermano Gabriel es un asesino? -Mark sacudió la cabeza.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no pudo ser él? Creía que lo despreciabas por sodomita…
– Y así es -admitió Mark-. Pero… no me lo imagino asesinando a nadie -repuso tras pensar unos instantes-. Parece un hombre de… fuertes afectos, si podemos llamarlos así, pero no alguien capaz de hacer daño deliberadamente. Ni lo bastante resuelto para matar.
– ¡Te aseguro que cuando quiere puede ser muy resuelto! Y es un hombre de afectos muy fuertes, sí. Violentos, diría yo. Y donde hay afectos violentos también puede haber odios violentos.
Mark volvió a negar con la cabeza.
– No consigo imaginármelo. Creedme, no es empecinamiento, pero no me imagino al hermano Gabriel asesinando a nadie.
– Sí, a mí ha llegado a inspirarme lástima, incluso simpatía, pero no podemos examinar estas cosas basándonos en emociones. Tenemos que emplear una lógica fría. ¿Cómo podemos saber si alguien es capaz o no de asesinar cuando sólo hace unos días que lo conocemos? Especialmente en este sitio, donde el peligro agudiza y distorsiona todos nuestros sentidos.
– Sigo sin imaginármelo, señor. Parece tan… blando.
– Según esa lógica, podríamos acusar al hermano Edwig basándonos en que es un ser despreciable, más parecido a un balance andante que a un hombre. También está lleno de engaños, y de lujuria, según parece. Pero eso no nos permite afirmar que es un asesino.
– Cuando mataron a Singleton, él estaba ausente.
– Pero Gabriel no. Y, en su caso, puedo ver una cadena de motivos. No, debemos dejar a un lado las emociones.
– Como queréis que haga con Alice…
– No es el momento de discutir eso. Bueno, ¿me acompañas a hablar con Gabriel?
– Por supuesto. Tengo tantas ganas de atrapar a ese asesino como vos, señor.
– Bien. Entonces vuelve a ceñirte la espada. Dejaremos la otra aquí, pero nos llevaremos el hábito. Escúrrelo un poco en la jofaina. Iremos a comprobar si nuestras especulaciones tienen fundamento.