El criado nos acompañó escaleras abajo y nos hizo pasar a una amplia sala que tenía las paredes cubiertas de vistosos tapices flamencos, antiguos pero muy hermosos. Las ventanas daban a un gran cementerio salpicado de árboles, en el que un par de sirvientes rastrillaban las últimas hojas.
– El señor abad se está quitando las ropas de montar. Estará con vos enseguida -anunció el criado, y, tras dedicarnos una profunda reverencia, nos dejó calentándonos el trasero en la chimenea.
El mobiliario de la sala consistía en un enorme escritorio atestado de papeles y pergaminos, con un mullido sillón al otro lado y dos taburetes a éste. El enorme sello de la abadía descansaba sobre un bloque de cera en una bandeja de cobre, junto a una licorera y unas copas de plata. La pared de detrás del escritorio estaba cubierta de anaqueles.
– No imaginaba que los abades vivieran tan bien -comentó Mark.
– Pues sí, como ves tienen su propia vivienda. Antaño, el abad convivía con sus hermanos, pero hace siglos, cuando la Corona empezó a gravar sus propiedades, idearon la estratagema de entregar al abad sus propias rentas, legalmente separadas. Ahora los abades viven a lo grande, y dejan la mayor parte de las responsabilidades cotidianas en manos de los priores.
– ¿Por qué el rey no cambia la ley para poder gravar los bienes de los abades?
Me encogí de hombros.
– En el pasado, los monarcas necesitaban el apoyo de los abades en la Cámara de los Lores. Ahora… Bueno, dentro de poco eso ya no importará.
– Entonces, quien realmente dirige el monasterio es ese bruto escocés…
– Un auténtico botarate, en efecto… -dije rodeando el escritorio para echar un vistazo a los anaqueles, en los que descubrí una colección impresa de estatutos ingleses-. Disfruta maltratando a ese novicio.
– Ese muchacho parece enfermo.
– Sí. Me gustaría saber qué hace un novicio realizando las tareas de un criado.
– Creía que los monjes tenían que pasar parte del tiempo trabajando con las manos.
– Sí, eso es lo que dice la regla de san Benito, pero ningún monje benedictino ha movido un dedo desde hace cientos de años. Para eso están los criados. No sólo cocinan y atienden los establos; también encienden fuego, hacen las camas de los monjes y a veces incluso los ayudan a vestirse… y sabe Dios a cuántas cosas más.
Cogí el cuño y lo examiné a la luz de la chimenea. Era de acero templado. Le enseñé a Mark el grabado de san Donato, ataviado a la usanza de los romanos e inclinado sobre un hombre tumbado en una esterilla que extendía el brazo hacia él en actitud suplicante. Era un trabajo primoroso, en el que hasta los pliegues de las ropas estaban reproducidos al detalle.
– San Donato devolviendo la vida a un muerto. Lo busqué en mis Vidas de Santos antes de que nos pusiéramos en camino.
– ¿Podía resucitar a los muertos, como hizo Jesucristo con Lázaro?
– Cuenta la leyenda que Donato se cruzó en una ocasión con un cortejo fúnebre. Un hombre importunaba a la viuda del difunto, diciéndole que su marido le debía dinero. El bueno de Donato exhortó entonces al muerto a que se levantara y saldara sus deudas. El hombre se incorporó, convenció a los presentes de que ya las había pagado y volvió a caerse muerto. ¡Dinero, dinero, con esta gente siempre es cuestión de dinero!
Oímos pasos al otro lado de la puerta, y un instante después entró por ella un hombre alto y fornido de unos cincuenta años. Bajo el hábito negro de los benedictinos, asomaban unas calzas de terciopelo y zapatos con hebillas de plata. En su rubicundo rostro de facciones cuadradas destacaba una nariz de perfil romano. Su pelo, castaño y abundante, apenas dejaba ver la tonsura, un pequeño círculo afeitado, que constituía una mínima concesión ala regla.
– Soy el abad Fabián -dijo avanzando hacia nosotros con una sonrisa. Su porte era patricio, y su voz, sonora y aristocrática, pero bajo ellos creí percibir una nota de inquietud-. Bienvenidos a Scarnsea. Pax vobiscum.
– Doctor Matthew Shardlake, comisionado del vicario general -me presenté, prescindiendo de la respuesta de rigor, «et cum spiritu tuo», pues no estaba dispuesto a dejarme arrastrar a una conversación en latín.
El abad asintió lentamente. Sus hundidos ojos azules resbalaron sobre mi joroba y se dilataron al ver el sello en mi mano.
– Os lo ruego, señor, tened cuidado. Ese cuño debe utilizarse para sellar nuestros documentos legales. Estrictamente, sólo yo puedo utilizarlo.
– Como representante del rey, tengo acceso a todo lo que hay aquí, reverencia.
– Por supuesto, señor comisionado, por supuesto. -Sus ojos siguieron mis manos mientras volvía a dejar el sello en la bandeja-. Después de un viaje tan largo, debéis de estar hambriento. ¿Queréis que os pida algo de comer?
– Más tarde, gracias.
– Lamento haberos hecho esperar, pero tenía asuntos que resolver con el administrador de nuestras propiedades en Ryeover. Aún nos queda mucho trabajo con las cuentas de la cosecha. ¿Un poco de vino, quizá? -Pero muy poco.
El abad me sirvió unos dedos y se volvió hacia Mark. -¿Puedo preguntar quién es el señor?
– Mark Poer, mi secretario y ayudante.
El abad enarcó las cejas.
– Doctor Shardlake, tenemos asuntos muy serios que tratar. ¿Puedo sugeriros que sería mejor hacerlo en privado? El joven podría esperaros en las habitaciones que os he hecho preparar.
– Me temo que no, reverencia. El propio vicario general me ordenó que me hiciera acompañar por el señor Poer. Se quedará mientras yo no le ordene lo contrario. ¿Deseáis examinar mi nombramiento?
Mark dedicó una amplia sonrisa al religioso, que se sonrojó e inclinó la cabeza.
– Como deseéis.
Una mano adornada de anillos cogió el documento que le tendía.
– He hablado con el doctor Goodhaps -dije mientras el abad rompía el sello.
El rostro del religioso se tensó, y tuve la sensación de que arrugaba la nariz como si el olor del propio Cromwell ascendiera del papel. Miré hacia el cementerio, donde los criados habían encendido una hoguera de hojarasca de la que ascendía una fina columna de humo hacia el cielo gris. El día empezaba a declinar.
El abad reflexionó durante unos instantes, dejó el nombramiento en el escritorio y se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas.
– Este asesinato es la cosa más terrible que ha ocurrido en este monasterio, sin olvidar la profanación de la iglesia… Aún estoy conmocionado.
Asentí.
– También lord Cromwell lo está. No desea que la noticia trascienda. ¿Habéis sido discreto?
– Totalmente, señor. Monjes y criados están advertidos de que deberán responder ante el vicario general si una sola palabra sale fuera de estos muros.
– Excelente. Aseguraos de que toda la correspondencia que llegue aquí pase por mis manos. Y de que no salga ninguna carta sin mi aprobación. Bien, tengo entendido que la visita del comisionado Singleton no fue de vuestro agrado.
El abad volvió a suspirar.
– ¿Qué puedo decir? Hace dos semanas recibí una carta de la oficina de lord Cromwell diciendo que enviaba un comisionado para discutir asuntos sin especificar. Apenas llegó, el señor Singleton me espetó que quería que cediera el monasterio al rey. -Su reverencia me miró a los ojos; ahora, además de inquieta, su mirada era desafiante-. Recalcó que quería una cesión voluntaria y alternaba promesas de dinero con veladas amenazas, aduciendo irregularidades en nuestra conducta dentro de estos muros, totalmente infundadas, debo añadir. El documento de cesión que pretendía hacerme firmar era tanto más inaceptable cuanto que implicaba admitir que nuestra vida en el monasterio era una farsa religiosa basada en absurdas ceremonias romanas -dijo el abad con una nota ofendida en la voz-. Nuestros actos de culto siguen fielmente las disposiciones del vicario general y todos los hermanos han pronunciado el juramento de renuncia a la autoridad papal.
– Por supuesto. De lo contrario, habrían tenido que atenerse a las consecuencias. -Advertí que llevaba una insignia de peregrino en un lugar visible del hábito; había visitado el santuario de Nuestra Señora en Walsingham. Claro que el rey había hecho otro tanto en su momento. El abad respiró hondo y prosiguió-: El comisionado Singleton y yo discutimos sobre el hecho de que el vicario general no tiene ninguna base jurídica para ordenar a mis monjes y a mí que le entreguemos el monasterio. Un hecho que el doctor Goodhaps, experto canonista, no pudo negar.
No hice ningún comentario, pues tenía razón.
– Tal vez podríamos centrarnos en las circunstancias del asesinato -dije-. Ése es ahora el asunto más urgente.
El abad asintió con expresión sombría.
– Hace cuatro días, el comisionado Singleton y yo mantuvimos otra larga e infructuosa, me temo, conversación. Eso fue por la tarde, y ya no volví a verlo. Sus habitaciones estaban en este edificio, pero el doctor Goodhaps y él solían cenar aparte. Me acosté a la hora de costumbre. A las cinco de la mañana, el hermano Guy, nuestro enfermero, irrumpió en mi habitación y me despertó. Me dijo que al entrar en la cocina había encontrado el cuerpo sin vida del comisionado Singleton en medio de un charco de sangre. Lo habían decapitado. -El abad hizo una mueca de repugnancia y sacudió la cabeza-. El derramamiento de sangre en terreno consagrado es una abominación, señor comisionado. Luego encontramos lo del altar de la iglesia, cuando los monjes fueron a rezar los maitines.
El abad hizo una pausa; la profunda arruga que surcaba su ceño me convenció de que su emoción era auténtica.
– ¿Y qué encontraron?
– Más sangre. La sangre de un gallo negro que estaba al pie del altar, con la cabeza también cortada. Me temo que se trata de un caso de brujería, doctor Shardlake.
– Creo que también ha desaparecido una reliquia… El abad se mordió el labio.
– La Gran Reliquia de Scarnsea. Es única y sagrada, la mano del Buen Ladrón que murió con Cristo, clavada a un trozo de su cruz. El hermano Gabriel descubrió que había desaparecido poco después.
– Tengo entendido que es un objeto valioso. ¿Un cofre de oro con incrustaciones de esmeraldas?
– Sí. Pero me preocupa más su contenido. La idea de que una reliquia tan santa esté en manos de una bruja…
– No fue brujería lo que decapitó al comisionado del rey.
– Eso tiene intrigados a muchos hermanos. En la cocina no hay ningún instrumento que pueda servir para cortarle la cabeza a un hombre. No es algo fácil de hacer.
Me incliné hacia delante y apoyé una mano en una rodilla. Lo hacía para aliviar la tensión de mi espalda, pero podía interpretarse como un gesto desafiante.
– Vuestras relaciones con el comisionado Singleton no eran buenas. ¿Decís que acostumbraba a cenar en su habitación? El abad Fabián extendió las manos.
– Como enviado del vicario general, se le trató con suma cortesía. Él tomó la decisión de no compartir mi mesa. Pero, por favor -dijo el abad alzando ligeramente la voz-, permitidme repetir que condeno su muerte como un acto abominable. De hecho, estoy impaciente por dar cristiana sepultura a sus pobres restos. Su prolongada presencia entre nosotros produce inquietud entre los monjes; temen a su fantasma. Pero el doctor Goodhaps insistió en que el cuerpo debía ser examinado.
– Una medida muy acertada. Su examen será mi primera tarea.
El abad me miró con atención.
– ¿Vais a investigar este crimen solo, sin recurrir a las autoridades civiles?
– Sí, y tan rápidamente como pueda. Pero espero vuestra total cooperación y ayuda.
El abad extendió las manos.
– Por supuesto. Pero, francamente, no sé por dónde podríais empezar. Parece una tarea imposible para un solo hombre. Especialmente si, como creo, el asesino era alguien de la ciudad.
– ¿Qué os hace pensar tal cosa? Según me han dicho, esa noche el portero se cruzó con el comisionado Singleton, quien le dijo que iba a encontrarse con un monje. Y para abrir la puerta de la cocina se necesita una llave.
El abad se inclinó hacia delante con viveza.
– Señor, ésta es una casa de Dios, dedicada a la adoración de Cristo -dijo inclinando la cabeza al mencionar el nombre de Nuestro Señor-. En sus cuatrocientos años de existencia, no había ocurrido nada parecido. Pero fuera, en el mundo del pecado… Algún lunático o, peor aún, alguien que practica la brujería, podría haber entrado en el monasterio con la intención de profanarlo. En mi opinión, el sacrilegio cometido en el altar lo demuestra sin lugar a dudas. Creo que el comisionado Singleton sorprendió al intruso o los intrusos cuando se disponían a entrar en la iglesia. En cuanto a la llave, el comisionado tenía una. Se la había pedido al prior Mortimus esa misma tarde.
– Comprendo. ¿Tenéis idea de quién podría ser el monje al que iba a ver?
– Ojalá la tuviera. Pero el comisionado Singleton se llevó esa información a la tumba. Señor, no sé qué loco furioso puede haber llegado a la ciudad recientemente, pero desde luego no faltan malhechores; la mitad de la gente se dedica al contrabando con Francia.
– Lo sacaré a colación mañana, cuando me entreviste con el juez Copynger.
– ¿Intervendrá en la investigación? -preguntó el abad frunciendo el entrecejo imperceptiblemente. Era evidente que aquello no le gustaba.
– Él y nadie más que él. Decidme, ¿cuánto hace que sois abad de este monasterio?
– Catorce años. Catorce pacíficos años, hasta ahora.
– Sin embargo, hace dos hubo problemas, ¿no es así? Durante la inspección.
– Sí, hubo algunos… deslices -dijo el abad sonrojándose-. El antiguo prior… Se cometieron algunos pecados. Ocurre hasta en los lugares más santos.
– Pecados y delitos.
– El antiguo prior fue expulsado y despojado del hábito. Por supuesto, el prior es el responsable del bienestar y la disciplina de los monjes, después de mí. Era un pecador astuto y supo mantener sus malas acciones bien ocultas. Pero ahora, con el hermano Mortimus, volvemos a tener disciplina religiosa. El propio comisionado Singleton tuvo que admitirlo.
Asentí.
– Bien. Tenéis sesenta criados, ¿no es así?
– Tenemos un gran complejo de edificios que atender.
– ¿Y cuántos monjes? ¿Treinta?
– Señor, me niego a creer que uno de nuestros criados, y menos aún un monje dedicado al servicio de Dios, haya hecho algo así.
– De momento, todos son sospechosos, señor abad. Después de todo, el comisionado Singleton había venido a negociar la cesión del monasterio. Y, si bien las pensiones que ofrece Su Majestad son generosas, imagino que más de uno vería con disgusto el final de su vida aquí.
– Los monjes no conocían el auténtico motivo de su visita. Sólo saben que el comisionado Singleton era un enviado del vicario general. A petición suya, encargué al prior Mortimus que hiciera correr la voz de que había un problema con los títulos de una de nuestras propiedades. Sólo sabían la verdad los monjes con responsabilidades, los obedienciarios de más edad.
79
– ¿Quiénes son, exactamente?
– Además del prior Mortimus, Gabriel, el sacristán; el hermano Edwig, nuestro tesorero, y el hermano Guy, el enfermero. Son los de más edad y llevan muchos años aquí, excepto el hermano Guy, que llegó el año pasado. Después del asesinato, han circulado numerosos rumores sobre el motivo de la visita del comisionado Singleton, pero yo he mantenido la historia del conflicto sobre los títulos.
– Bien. Por el momento, nos atendremos a esa versión. Aunque es posible que volvamos a tratar el asunto de la cesión.
El abad hizo una pausa para elegir cuidadosamente sus palabras.
– Señor, aun en circunstancias tan terribles, debo insistir en mis derechos. La ley que disolvió las casas menores decía específicamente que los monasterios estaban en orden. No hay base legal para pedir la cesión, a menos que la casa haya sido hallada culpable de alguna grave violación de las disposiciones, y no es el caso. Ignoro el motivo por el que el vicario general podría desear tomar posesión de nuestro monasterio. He oído rumores de que no somos los únicos a los que ha pedido que cedan, pero debo deciros a vos lo mismo que le dije al señor Singleton: me acojo al amparo que me ofrece la ley.
El abad se reclinó en el sillón con el rostro congestionado y los labios apretados, preocupado pero desafiante.
– Veo que tenéis una colección de estatutos -comenté. -Estudié leyes en Cambridge, hace muchos años. Vos sois abogado, señor; sabéis que la observancia de la ley es la base de nuestra sociedad.
– Así es, pero las leyes cambian. Se han promulgado nuevas disposiciones, y no serán las últimas. -El abad me miró sin inmutarse. Sabía tan bien como yo que no habría más leyes de disolución de los monasterios mientras el país estuviera revuelto-. Ahora, señor abad, os estaría muy agradecido si me permitierais examinar el cuerpo del pobre Singleton, que como decís debería haber recibido cristiana sepultura hace tiempo. También necesito a alguien que me enseñe el monasterio; pero tal vez sea mejor dejar eso para mañana. Ya casi es de noche.
– Por supuesto. El cuerpo está en un lugar que espero encontréis tan seguro como adecuado, bajo la custodia del hermano enfermero. Ordenaré que os acompañen allí. Por favor, permitidme dejar claro que haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros, aunque me temo que vuestros esfuerzos serán vanos.
– Os lo agradezco.
– Hay una habitación de invitados preparada para vos en el piso de arriba.
– Gracias, pero creo que prefiero estar más cerca del lugar de los hechos. ¿Hay alguna habitación disponible en la enfermería?
– Pues… sí. Pero ¿no os parece que el representante del rey debería alojarse en casa del abad?
– Prefiero la enfermería -insistí con firmeza-. Y necesitaré un juego completo de llaves de todos los edificios del recinto.
El abad sonrió con incredulidad.
– Pero ¿tenéis idea de cuántas llaves son, de cuántas puertas hay?
– Muchas, no me cabe duda. No obstante, supongo que habrá algún juego completo.
– Yo tengo uno, y el prior y el portero también disponen de un juego cada uno. Pero los usan constantemente.
– Necesito un juego, señor abad. Por favor, encargaos de conseguírmelo.
Al ponerme en pie, tuve que hacer un esfuerzo para no quejarme del espasmo que me recorrió la espalda.
– Haré que os acompañen a la enfermería -dijo el abad levantándose a su vez y alisándose el hábito con el desconcierto pintado en el rostro.
Nos acompañó hasta el vestíbulo, se inclinó ante nosotros y desapareció a toda prisa. Yo solté un resoplido.
– ¿Creéis que os dará las llaves? -me preguntó Mark.
– No te quepa duda. Teme a Cromwell. Pero a fe que conoce las leyes. Si su procedencia es humilde, como afirma Goodhaps, haber llegado a abad de un monasterio tan importante como éste debe de serlo todo para él.
– Su acento era el de un hombre de clase.
– Los acentos se aprenden. Muchos ponen todo su empeño en conseguirlo. En la voz de lord Cromwell apenas queda nada de Putney. Y, sin ir más lejos, en la tuya apenas queda nada de la granja.
– No le ha gustado que no nos quedemos aquí.
– No, y el viejo Goodhaps se llevará un disgusto. Pero no hay más remedio; no quiero quedarme aislado en esta casa bajo la vigilancia del abad. Necesito estar en el corazón del monasterio.
Al cabo de unos minutos vimos aparecer al prior Mortimus, que traía un enorme manojo de llaves que colgaba de una anilla. Habría unas treinta. Algunas, enormes y adornadas, debían de tener siglos de antigüedad.
– Os ruego que no las perdáis, señor -dijo el prior, tendiéndomelas con una sonrisa tensa-. Es el único juego de repuesto del monasterio.
– Guárdalas tú, por favor -le pedí a Mark, tendiéndoselas-. Entonces… ¿había un juego de reserva?
– El abad me ha pedido que os acompañe a la enfermería -dijo Mortimus eludiendo responder-. El hermano Guy os está esperando.
Abandonamos la casa del abad y volvimos a pasar junto a los talleres, que encontramos desiertos y cerrados, pues ahora la oscuridad era total. No había luna y hacía más frío que nunca. Dejamos atrás la iglesia, en la que se oía cantar al coro. Era una hermosa y compleja polifonía con acompañamiento de órgano, en nada parecida a los desafinados gorgoritos que recordaba de Lichfield.
– ¿Quién es el chantre? -le pregunté al prior.
– El hermano Gabriel, nuestro sacristán. También es maestro de música. Es un hombre de muchos talentos -dijo Mortimus con una nota irónica en la voz.
– ¿No es un poco tarde para vísperas?
– Un poco. Ayer fue el Día de Difuntos, y los monjes lo pasaron en la iglesia.
– Cada monasterio tiene su propio horario, más cómodo que el establecido por san Benito -dije moviendo la cabeza.
El prior asintió muy serio.
– Lord Cromwell tiene razón cuando dice que hay que disciplinar a los monjes. Yo procuro hacerlo, en la medida de mis posibilidades.
Seguimos el muro de los dormitorios de los monjes y entramos en el amplio herbario que había visto horas antes. La enfermería adyacente era mayor de lo que había supuesto. El prior hizo girar el anillo de hierro de la pesada puerta y nos acompañó al interior.
Ante nosotros se extendía una sala alargada con una hilera de camas a cada lado, ampliamente espaciadas y vacías en su mayoría, lo que me recordó cuánto había disminuido el número de benedictinos; aquella comunidad sólo habría necesitado una enfermería tan grande en su mejor momento, antes de la Gran Peste. No había más que tres camas ocupadas, en los tres casos por ancianos en camisón. Sentado en la primera, un rollizo y rubicundo monje comía frutos secos y nos observaba con curiosidad. El ocupante de la siguiente no miraba en nuestra dirección; cuando estuvimos más cerca vi que tenía los ojos blancos como la leche y comprendí que las cataratas lo habían dejado ciego. En la tercera, un hombre de edad muy avanzada y con el rostro consumido y arrugado como una pasa murmuraba palabras ininteligibles, semiinconsciente. Una figura con cofia blanca y el hábito azul de los criados le enjugaba la frente con un paño inclinada sobre la cama. Para mi sorpresa, era una mujer.
Al fondo de la sala, sentados alrededor de una mesa junto a un pequeño altar, media docena de monjes, con el brazo vendado tras una sangría, jugaban a las cartas. Al advertir nuestra presencia, se volvieron y nos miraron con desconfianza. La mujer también se volvió, y vi que era joven, tenía poco más de veinte años. Era alta y delgada, de formas rotundas y rostro anguloso, con facciones pronunciadas y prominentes mejillas. Más que guapa, resultaba atractiva. Se acercó estudiándonos con sus inteligentes ojos azul oscuro, que bajó humildemente en el último momento.
– El nuevo comisionado del rey quiere ver al hermano Guy -dijo el prior en tono perentorio-. Se alojarán aquí. Hay que prepararles una habitación.
Por un instante, el monje y la joven cruzaron una mirada hostil. Luego, ella asintió e hizo una reverencia. -Sí, hermano.
La joven se alejó y desapareció por un puerta que había al lado del altar. La firmeza y el garbo de sus movimientos tenían poco que ver con los desgarbados andares de una fregona.
– Una mujer dentro del monasterio… -murmuré-. Eso va contra las ordenanzas.
– Tenemos dispensa, como otras muchas casas, para emplear mujeres en la enfermería. La suave mano de una fémina con conocimientos de medicina… Aunque no creo que pueda esperarse mucha suavidad de las manos de esa descarada. Tiene aires de grandeza. El enfermero es demasiado blando con ella…
– ¿El hermano Guy?
– El hermano Guy de Maltón, aunque no es de Maltón, como enseguida comprobaréis.
La joven volvió al cabo de unos instantes. -Os acompañaré a su despacho, señores. Hablaba con el acento del país y tenía una voz grave y aterciopelada.
– Entonces, os dejo -dijo el prior, tras lo cual inclinó la cabeza y desapareció.
La joven estaba admirando la ropa de Mark, que se había puesto sus mejores galas para el viaje y, bajo la capa forrada de piel, llevaba una chaqueta azul sobre una blusa amarilla entre cuyos faldones asomaba la aparatosa bragueta. Sus ojos se alzaron hacia el rostro del muchacho, que solía atraer las miradas de las mujeres, pero en los ojos de la joven me pareció captar una inesperada tristeza. Mark le lanzó una sonrisa encantadora, y ella se puso roja.
– Por favor, indícanos el camino -dije agitando la mano.
La seguimos hasta un angosto y oscuro pasillo flanqueado de puertas, una de las cuales estaba abierta y dejaba ver a un monje sentado en una cama.
– ¿Eres tú, Alice? -preguntó al vernos pasar con voz quejumbrosa.
– Sí, hermano Paul -respondió la joven con suavidad-. Enseguida estoy con vos.
– Me han vuelto los temblores.
– Os traeré un poco de vino caliente.
Tranquilizado, el anciano sonrió, y la joven siguió avanzando por el pasillo.
– Éste es el despacho del hermano Guy, señores -dijo al llegar ante otra puerta.
Al detenerme, rocé con la pierna una jarra que había junto a la puerta. Para mi sorpresa, estaba caliente, y me incliné para echarle un vistazo. Estaba llena de un líquido oscuro y espeso. Lo olí y me aparté bruscamente.
– ¿Qué es esto? -le pregunté a la muchacha, mirándola asombrado.
– Sangre, señor. Sólo sangre. El enfermero está practicando la sangría de invierno a los monjes. Guardamos la sangre; ayuda a crecer las hierbas.
– Jamás había oído semejante cosa. Creía que los monjes, incluidos los enfermeros, tenían prohibido derramar sangre del modo que fuera. ¿No viene un barbero a sangrar a la gente?
– Como médico titulado, el hermano Guy tiene dispensa, señor. Dice que en el lugar del que procede conservar la sangre es una práctica muy común. Os pide que esperéis unos minutos; acaba de empezar a sangrar al hermano Timothy.
– Muy bien. Gracias. ¿Te llamas Alice?
– Alice Fewterer, señor.
– Entonces, dile al hermano que esperaremos, Alice. No deseamos que su paciente se desangre.
La joven inclinó la cabeza y se alejó haciendo resonar los tacones de madera contra las losas de piedra.
– Una joven agraciada -comentó Mark.
– Desde luego. Qué trabajo tan extraño para una mujer… Creo que le ha hecho gracia tu bragueta, y no me extraña.
– No me gustan las sangrías -dijo Mark cambiando de tema-. La única que me hicieron me dejó tan débil como un recién nacido durante días. Pero dicen que equilibran los humores.
– A mí, Dios me ha dado un humor melancólico y no creo que una sangría pueda cambiarlo. Pero veamos qué tenemos aquí.
Me solté la anilla con las llaves del cinturón y las examiné a la débil luz del candil de la pared hasta que descubrí una en la que se leía «Enf». La introduje en la cerradura y abrí la puerta a la primera.
– ¿No deberíamos esperar, señor? -preguntó Mark.
– No hay tiempo para andar con cumplidos -le respondí descolgando el candil-. Ahora tenemos la oportunidad de saber algo sobre el hombre que encontró el cadáver.
La habitación, encalada y limpia, era pequeña y estaba saturada de un penetrante olor a hierbas. Vimos una camilla cubierta con una sábana inmaculada y manojos de hierbas colgados de clavos junto a los cuchillos de cirujano. En una de las paredes laterales había una compleja carta astral y, en la de enfrente, una gran cruz de madera oscura de estilo español, con un Cristo de alabastro que sangraba por sus cinco llagas. Sobre el escritorio, que estaba situado bajo una alta ventana, había pequeños montones de papeles cuidadosamente ordenados y sujetos con piedras de caprichosas formas. Se veían recetas y diagnósticos escritos en inglés y en latín.
Me acerqué a los anaqueles y eché un vistazo a los botes y tarros, escrupulosamente etiquetados en latín. Al abrir la tapa de uno de ellos, descubrí que contenía negras y lustrosas sanguijuelas, que se removieron al sentir la luz. Todo era como cabía esperar: margaritas secas para la fiebre, vinagre para los cortes profundos y jugo de estramonio para el dolor de oído.
En un extremo del estante más alto había tres libros. Dos de ellos estaban impresos: uno era de Galeno y el otro de Paracelso, ambos en francés. El tercero, encuadernado con tapas de cuero repujado, era un manuscrito con extraños signos llenos de picos y rizos.
– Mira esto, Mark.
– ¿Qué es, algún código médico? -preguntó el chico mirando por encima de mi hombro.
– No lo sé.
Yo había permanecido atento por si oía ruido de pisadas, pero la educada tos que sonó a nuestras espaldas me hizo dar un respingo.
– Por favor, tened cuidado con ese libro, señor -dijo una voz con un acento extraño-. Tiene gran valor para mí, aunque no lo tenga para nadie más. Es un tratado de medicina árabe; no está en la lista de los libros prohibidos por el rey.
Nos dimos la vuelta. Un monje alto de unos cincuenta años, rostro delgado y sereno y ojos hundidos nos miraba con calma desde el umbral. Para mi sorpresa, su tez era tan oscura como una tabla de roble. Había visto algún que otro negro en Londres, en la zona de los muelles, pero nunca había tenido a uno tan cerca.
– Os estaría muy agradecido si me lo devolvierais -añadió con su suave y ceceante voz, respetuosa pero firme-. Fue un regalo del último emir de Granada a mi padre.
Le tendí el libro y él lo cogió, inclinándose en una profunda reverencia.
– ¿Sois el doctor Shardlake y el señor Poer?
– En efecto. ¿El hermano Guy de Maltón? -Sí, soy yo. Al parecer, tenéis una llave de mi gabinete. Normalmente, cuando yo no estoy, sólo entra aquí mi ayudante, Alice, para que nadie toque las hierbas y pociones. Una dosis equivocada de algunos de estos polvos puede causar la muerte -dijo mientras paseaba la mirada por los anaqueles.
– He tenido buen cuidado de no tocar nada, hermano -dije, notando que me sonrojaba.
– Bien -respondió el enfermero, e inclinó la cabeza-. ¿Y en qué puedo ayudar al representante de Su Majestad?
– Deseamos alojarnos aquí. ¿Tenéis alguna habitación disponible?
– Desde luego. Alice os la está preparando en estos momentos, pero debo advertiros que casi todas las habitaciones del pasillo están ocupadas por monjes ancianos y a menudo hay que atenderlos durante la noche, y eso podría perturbaros. La mayoría de las visitas prefieren la casa del abad.
– Nos quedaremos aquí.
– Como gustéis. ¿Puedo ayudaros en alguna otra cosa?
Su tono era sumamente respetuoso, pero por algún motivo sus preguntas hacían que me sintiera como un paciente que no sabe explicar sus síntomas. Por extraño que fuera su aspecto, era un hombre que imponía.
– Creo que tenéis a vuestro cargo el cuerpo del difunto comisionado Singleton…
– En efecto. Se encuentra en un panteón del cementerio laico.
– Deseamos examinarlo.
– Por supuesto. Entretanto, tal vez queráis lavaros y descansar de vuestro largo viaje. ¿Cenaréis con el abad?
– No, creo que cenaremos con los monjes, en el refectorio. Pero me parece que antes nos tomaremos una hora de descanso. Ese libro… ¿Sois de origen árabe? -le pregunté.
– Soy de Málaga, que hoy forma parte de Castilla, pero cuando nací todavía pertenecía al reino de Granada. Tras la conquista de Granada en mil cuatrocientos noventa y dos, mis padres se convirtieron al cristianismo. Pero allí la vida no era fácil. Con el tiempo, nos trasladamos a Francia. En Lovaina, las cosas eran distintas; es una ciudad cosmopolita. Por supuesto, la lengua de mis padres era el árabe -añadió el hermano Guy sonriendo afablemente, aunque su mirada seguía siendo cauta.
– ¿Estudiasteis Medicina en Lovaina? -le pregunté, asombrado, pues Lovaina era la escuela más prestigiosa de Europa-. Deberíais estar sirviendo en la corte de un noble, o de un rey, no en un remoto monasterio.
– Tal vez. Pero como árabe español tengo ciertas desventajas. Durante años he ido de un lado a otro por Francia e Inglaterra, como una de las pelotas de tenis de vuestro rey Enrique -respondió, y volvió a sonreír-. Pasé cinco años en Maltón, Yorkshire. Y, si los rumores se confirman, pronto volveré a quedarme sin trabajo. -En ese momento, recordé que el hermano Guy era uno de los monjes que estaban al corriente del auténtico propósito de Singleton. Ante mi silencio, el enfermero asintió pensativo-. Bien, os acompañaré a vuestra habitación y volveré a buscaros dentro de una hora para que podáis examinar el cuerpo del comisionado Singleton. Sus pobres restos deberían recibir cristiana sepultura cuanto antes -dijo santiguándose y soltó un suspiro-. Para el alma de un hombre asesinado sin haberse confesado ni haber recibido los últimos sacramentos será difícil encontrar descanso. Quiera Dios que ninguno de nosotros corra la misma suerte.