9

Mark volvió a tumbarse en el catre en cuanto llegamos a la habitación. Yo estaba tan cansado como él, pero necesitaba organizar mis impresiones de todo lo ocurrido durante la cena, de modo que me mojé la cara en la jofaina y fui a sentarme ante el fuego. Aunque muy débilmente, los cánticos de los monjes llegaban hasta mis oídos a través de la ventana.

– Escucha -le dije a Mark-. El oficio de completas. Los monjes están rogando a Dios que vele por sus almas al final del día. Bueno, ¿qué piensas de esta santa comunidad de Scarnsea?

– Estoy demasiado cansado para pensar -gruñó Mark.

– Vamos, es tu primer día en un monasterio. ¿Qué te ha parecido?

Mi joven ayudante se incorporó a regañadientes, apoyó la barbilla en un codo y adoptó una expresión pensativa. Las sombras que arrojaban las velas subrayaban los tenues pliegues de su fino rostro. «Un día -me dije-, se convertirán en auténticas arrugas, con surcos tan profundos como los míos.»

– Es un mundo de contradicciones. Por un lado, su vida parece un mundo aparte. Sus hábitos negros, esas oraciones… El hermano Gabriel dice que están aislados del mundo y del pecado. Pero ¿habéis visto cómo me mira, el muy bellaco? ¡Y cómo viven! Buenos fuegos, tapices, la mejor comida que he probado en mi vida… Y juegan a las cartas como los parroquianos de cualquier taberna.

– Sí. San Benito estaría tan indignado como lord Cromwell si conociera su regalada vida. El abad Fabián se comporta como un lord, y en realidad lo es; no en vano se sienta en la Cámara, como la mayoría de los abades.

– Creo que el prior no lo aprecia demasiado.

– El prior Mortimus se presenta a sí mismo como un simpatizante de los reformistas, un enemigo de la vida relajada. Desde luego, sabe cómo hacer pasar las de Caín a los que tiene debajo. Y yo diría que disfruta haciéndolo.

– Me recuerda a un par de profesores míos.

– Los profesores no maltratan a sus alumnos hasta hacerlos perder el conocimiento. La mayoría de los padres tendrían mucho que decir sobre el trato que le ha dispensado al chico. Al parecer, no hay maestro de novicios propiamente dicho. No hay bastantes vocaciones. Los novicios están totalmente a merced del prior.

– El enfermero ha salido en defensa del chico. Parece un buen hombre, aunque sea negro como un tizón.

– Y el hermano Gabriel también lo ha defendido -dije asintiendo-. Ha amenazado al prior con acudir al abad. No me imagino al abad Fabián preocupado por el bienestar de los novicios; pero, si el prior se deja llevar por su afición a la brutalidad, tendrá que llamarlo al orden de vez en cuando para evitar un escándalo. Bueno, ahora ya los conocemos a todos, a los cinco que sabían el auténtico motivo de la visita de Singleton: el abad Fabián, el prior Mortimus, el hermano Gabriel, el hermano Guy y, por supuesto, el tesorero.

– El hermano E-Edwig -tartamudeó Mark.

– Por mucho que se le trabe la lengua -repuse sonriendo-:, es un hombre con enorme poder en el monasterio.

– A mí me parece un sapo pegajoso.

– Sí, reconozco que a mí tampoco me cae simpático. Pero no hay que dejarse engañar por las apariencias. El granuja más grande que he conocido en mi vida se comportaba como el más caballeroso de los hombres. Y la noche en que asesinaron a Singleton el tesorero estaba ausente.

– Pero ¿qué motivo podía tener ninguno de ellos para matar a Singleton? No haría más que aumentar las razones de lord Cromwell para cerrar el monasterio.

– ¿Y si el motivo fuera más personal? ¿Y si Singleton hubiera descubierto algo? Llevaba aquí varios días. ¿Y si estuviera a punto de acusar a alguien de un delito grave?

– El doctor Goodhaps ha dicho que el día que lo mataron estaba examinando los libros de cuentas.

Asentí.

– Sí, por eso quiero echarles un vistazo. Pero no dejo de darle vueltas al modo en que lo mataron. Si alguien quería silenciarlo, le habría bastado con clavarle un cuchillo entre las costillas. ¿Y por qué profanar la iglesia?

Mark movió la cabeza.

– Me pregunto dónde habrá escondido la espada el asesino, si es que utilizó una espada. Y la reliquia. Y su ropa, que estaría empapada en sangre.

– En esta inmensa madriguera, debe de haber miles de escondrijos. Además -dije tras reflexionar unos instantes-, en la mayoría de los edificios hay una actividad constante.

– ¿Los edificios auxiliares: la destilería, el taller de cantería y los demás?

– Sobre todo ésos. Tenemos que mantener los ojos bien abiertos hasta que conozcamos bien este lugar y tratar de localizar posibles escondites.

Mark soltó un suspiro.

– Puede que el asesino haya enterrado la ropa y la espada. Pero, si sigue nevando, no podremos comprobar si hay algún sitio donde hayan removido la tierra recientemente.

– No. Bueno, mañana empezaré por interrogar al sacristán y al tesorero, esos dos enemigos fraternales. Y me gustaría que tú hablaras con esa joven, Alice.

– Ya me he ganado una reprimenda del hermano Guy.

– He dicho hablar, nada más; no quiero problemas con el hermano Guy. Tú sabes tratar con las mujeres. Esa muchacha parece inteligente y seguro que conoce tantos secretos sobre el monasterio como el que más.

Mark se removió en el catre, incómodo.

– No quisiera que pensara que… que me gusta, cuando sólo se trata de conseguir información.

– Nuestro trabajo aquí consiste en conseguir información. No tienes por qué engañarla. Si te revela algo que nos sea útil, yo me encargaré de que la recompensen. Le buscarán otro sitio. Una mujer como ella no debería estar pudriéndose entre estos monjes.

– Me parece que a vos también os gusta, señor -dijo Mark sonriéndome-. ¿Os habéis fijado en sus ojazos?

– No es una mujer del montón… -respondí evasivamente.

– Sigue pareciéndome mal engatusarla para sacarle información.

– Mira, Mark, si quieres trabajar al servicio de la ley o el Estado, tendrás que ir acostumbrándote a engatusar a la gente.

– Sí, señor -respondió él sin convicción-. Es que… no me gustaría ponerla en peligro.

– Tampoco a mí. Pero en peligro podríamos estar todos.

Mark se quedó callado durante unos instantes.

– ¿Podría tener razón el abad en lo de la brujería? Eso explicaría la profanación de la iglesia.

Negué con la cabeza.

– Cuanto más lo pienso, más evidente me parece que este asesinato estaba planeado. Incluso puede que la profanación no tuviera otro objetivo que lanzar a los investigadores sobre una pista falsa. Por supuesto, para el abad sería mucho más conveniente que lo hubiera hecho alguien de fuera.

– Ningún cristiano profanaría una iglesia de ese modo, fuera reformista o papista.

– No. Es una auténtica abominación -murmuré cerrando los ojos.

Estaba muerto de cansancio. No podía pensar más por ese día. Cuando volví a abrir los ojos, Mark me miraba fijamente.

– Habéis dicho que el cuerpo del comisionado Singleton os había recordado la ejecución de Ana Bolena.

– Es un recuerdo que aún me pone enfermo -dije asintiendo.

– La rapidez de su caída sorprendió a todo el mundo. A pesar de que nadie la quería.

– No. La llamaban El Cuervo de Medianoche.

– Dicen que la cabeza intentó hablar después de que se la cortaran.

– No puedo hablar de eso, Mark -lo atajé levantando una mano-. Yo me encontraba allí en calidad de funcionario del Estado. Venga, tienes razón. Deberíamos dormir.

El muchacho parecía decepcionado, pero se levantó sin replicar y echó más troncos al fuego. Nos acostamos. Desde mi cama podía ver la ventana y los copos de nieve, que se recortaban contra otra ventana iluminada a cierta distancia. Los monjes trasnochaban. Los días en que la comunidad se retiraba antes de que anocheciera para levantarse a orar a medianoche eran cosa del pasado.

A pesar del cansancio, mi mente seguía activa, y empecé a dar vueltas en la cama. Pensaba, sobre todo, en la muchacha, en Alice. En un lugar como aquél todo el mundo estaba en peligro potencialmente, pero una mujer sola siempre es más vulnerable. Me gustaba la chispa de carácter que había visto en ella. Me recordaba a Kate,


Pese a mis deseos de dormir, no pude evitar que mi cansada mente se remontara tres años atrás. Kate Wyndham era hija de un comerciante de paños londinense que había sido acusado de fraude contable por su socio ante el tribunal eclesiástico, con el argumento de que un contrato era equivalente a un juramento ante Dios. En realidad, el socio estaba emparentado con un archidiácono que tenía influencia sobre el juez; pero yo conseguí que el caso se trasladara al tribunal del Rey, que lo desestimó. El agradecido comerciante, que estaba viudo, me invitó a comer y me presentó a su única hija.

Kate tenía suerte. Su padre opinaba que las mujeres debían aprender algo más que contabilidad doméstica, y su hija tenía la cabeza en su sitio, además de un dulce rostro en forma de corazón y una hermosa melena castaña que le caía sobre los hombros. Era la primera mujer que conocía con la que podía hablar de igual a igual. Nada le gustaba tanto como discutir sobre los asuntos de la justicia, los tribunales y hasta de la Iglesia, pues la experiencia su padre los había convertido a ambos en fervientes reformistas. Aquellas largas veladas de conversación con Kate y su padre en la casa familiar y, más adelante, los largos paseos por el campo con ella fueron los momentos más felices de mi vida.

Yo sabía que ella sólo veía en mí a un amigo -solíamos decir, en broma, que hablaba con ella tan libremente como con cualquier hombre-, pero no podía evitar preguntarme si aquella amistad podría convertirse en algo más. Aunque no era la primera vez que me enamoraba, nunca me había atrevido a manifestar mis sentimientos, seguro como estaba de que mi deformidad sólo me granjearía el rechazo y de que lo mejor era esperar hasta haber amasado una fortuna que pudiera ofrecer como compensación. Pero a Kate podía darle otras cosas que ella valoraría: buena conversación, camaradería y un círculo de amigos con las mismas inquietudes.

Aún sigo preguntándome qué habría ocurrido si le hubiera mostrado mis verdaderos sentimientos antes, pero lo cierto es que esperé demasiado. Una noche, me presenté en su casa sin anunciarme y la encontré en compañía de Piers Stackville, hijo de un socio de su padre. Al principio no me preocupé, pues, aunque atractivo como un demonio, Stackville era un joven sin más prendas que una caballerosidad laboriosamente afectada. Pero la vi sonrojarse y reírle sus insulsas gracias: mi Kate transformada en una bobalicona… Desde aquel día, no la oí hablar de otra cosa que no fuera lo que Piers había dicho o hecho, con suspiros y sonrisas que se me clavaban en el corazón.

Al final, le confesé mis sentimientos. Lo hice tarde y torpemente, entre vacilaciones y tartamudeos. Pero lo peor fue su cara de sorpresa.

– Matthew, creía que sólo deseabas mi amistad. Nunca he oído una palabra de amor de tus labios. Parece que me has ocultado muchas cosas.

Le pregunté si era demasiado tarde.

– Si me lo hubieras dicho seis meses antes…, quizá -respondió con tristeza.

– Sé que mi aspecto no es el más apropiado para inspirar pasión.

– ¡Eres injusto contigo mismo! -exclamó Kate con inesperada vehemencia-. Tienes un rostro atractivo y varonil, y modales exquisitos; le das demasiada importancia a tu deformidad, como si fueras el único que la tiene. Te compadeces demasiado de ti mismo, Matthew; eres demasiado orgulloso.

– Entonces…

Kate sacudió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

– Es demasiado tarde. Quiero a Piers. Va a pedirle mi mano a papá.

Le espeté que Stackville no era lo bastante bueno para ella, que a su lado se moriría de aburrimiento; pero Kate replicó con firmeza que no tardaría en tener hijos y una buena casa de los que ocuparse y me preguntó si no era ése el papel propio de una mujer, el que Dios le había destinado. Estaba destrozado y me marché sin decir nada más.

No volví a verla. Una semana después, la peste se abatió sobre la ciudad como un huracán. La gente empezaba a temblar y sudar, caía en cama por centenares y moría en dos días. La enfermedad acabó con grandes y pequeños, y se llevó tanto a Kate como a su padre. Recuerdo el funeral, que hube de organizar como albacea del difunto, y las cajas de madera descendiendo lentamente al fondo de la fosa. Al mirar a Piers Stackville por encima del ataúd, su demudado rostro me dijo que amaba a Kate tanto o más que yo. Movió la cabeza en un gesto de silenciosa condolencia y yo hice lo propio con una tenue y triste sonrisa. Di gracias a Dios porque al menos había conseguido liberarme de la creencia en el purgatorio, cuyas penas habría debido soportar Kate. Sabía que un alma tan pura como la suya estaría en el cielo, descansando entre los bienaventurados.

Las lágrimas acuden a mis ojos mientras escribo estas palabras, como acudieron aquella primera noche en Scarnsea. Las dejé rodar por mis mejillas en silencio, por miedo a despertar a Mark con mis sollozos y obligarlo a presenciar tan embarazosa escena. Purificado por el llanto, me dormí.


Sin embargo, la pesadilla volvió a asaltarme esa noche. Hacía meses que no soñaba con la muerte de la reina Ana, pero ver el cadáver de Singleton me había turbado profundamente. Una vez más, estaba en la explanada de la Torre una hermosa mañana de primavera, entre la inmensa multitud que rodeaba el patíbulo cubierto de paja. Estaba en primera fila; lord Cromwell había ordenado que todos sus servidores asistiéramos a la caída de la reina y nos identificáramos con ella. El propio vicario general estaba a unos pasos de mí. Había hecho fortuna como partidario de Ana Bolena, para acabar urdiendo la acusación de adulterio que había consumado la desgracia de la reina. Permanecía con el entrecejo severamente fruncido, como la encarnación de la justicia punitiva.

De pie, junto al tajo, a cuyo alrededor había esparcida abundante paja, el verdugo llegado de Francia aguardaba con los brazos cruzados y la cabeza oculta bajo la siniestra capucha negra. Busqué con la mirada la espada que, a petición de la propia reina, había traído consigo para asegurarle una muerte rápida, pero no conseguí verla. Tenía la cabeza respetuosamente inclinada, pues me acompañaban algunos de los hombres más importantes del país: el lord canciller Audley, sir Richard Rich, el conde de Suffolk…

Estábamos inmóviles como estatuas y en absoluto silencio, mientras detrás de nosotros la muchedumbre parloteaba animadamente. El manzano que hay en la explanada estaba en flor, y un mirlo posado en una rama alta cantaba ajeno a la multitud. Alcé los ojos hacia él y no pude por menos que envidiar su libertad.

La reina apareció en medio de un murmullo de expectación. Iba escoltada por sus damas de honor, un capellán vestido con sobrepelliz y varios guardias con uniforme rojo. Pálida y consumida, caminaba con los huesudos hombros encorvados bajo la blanca capa y el pelo recogido bajo una cofia. Avanzaba hacia el tajo volviendo la cabeza constantemente, como si esperara la llegada de un mensajero con el indulto del rey. Había pasado nueve años en el corazón de la corte, pero seguía sin comprender nada; aquel gran espectáculo no se detendría. Cuando llegó al centro del cadalso, sus grandes y ojerosos ojos castaños miraron a su alrededor desesperadamente, buscando, como los míos, la espada.

En mi sueño no hay largos preliminares; ni interminables rezos ni discurso de la reina rogándonos que oremos por la vida del rey. En mi sueño, Ana Bolena se arrodilla de inmediato frente a la muchedumbre y empieza a rezar. Vuelvo a oír sus débiles y ásperas súplicas, repetidas una y otra vez: «¡Jesús, recibe mi alma! ¡Dios Misericordioso, ten piedad de mí!» Luego, el verdugo se agacha y coge la espada, que permanecía oculta bajo la paja. «Así que ahí estaba…», me digo y, un instante después, tenso el cuerpo y ahogo un grito mientras el arma corta el aire tan deprisa que el ojo apenas puede seguirla y la cabeza de la reina salta sobre el tajo y cae en medio de un gran chorro de sangre. Una vez más, reprimo una arcada y cierro los ojos mientras la muchedumbre exhala un gran murmullo, puntuado por algún «¡Hurra!» aislado. Vuelvo a abrirlos al oír la frase preceptiva, apenas inteligible en boca del verdugo francés: «Así mueren todos los enemigos del rey.» Tanto la paja como las ropas del esbirro, que sostiene en alto la goteante cabeza de la reina, están empapadas en la misma sangre que sigue manando a borbotones del cadáver.

Los papistas dicen que en ese momento las velas de la iglesia de Dover se encendieron solas, una más de las muchas y absurdas leyendas que circularon por el país; pero yo puedo atestiguar que, en la cabeza decapitada de la reina, los ojos se movieron y recorrieron la multitud, y los labios temblaron como si quisieran hablar. Alguien chilló a mis espaldas, y un murmullo de sobrecogimiento se elevó de la muchedumbre mientras las abullonadas mangas de los vestidos de fiesta se alzaban hasta las frentes para hacer la señal de la cruz. En realidad, cuando los movimientos cesaron habían transcurrido menos de treinta segundos, y no la media hora de la que se hablaría luego. Pero en mi pesadilla reviví cada uno de esos segundos rezando para que aquellos espantosos ojos se estuvieran quietos de una vez. De pronto, cuando el verdugo arrojó la cabeza al cajón que haría las veces de ataúd y el cráneo golpeó la madera con un ruido seco, me desperté ahogando un grito y comprendí que estaban llamando a la puerta.

Volvieron a golpear con los nudillos, y un instante después oí la angustiada voz de Alice:

– ¡Doctor Shardlake! ¡Comisionado!

Era plena noche, el fuego apenas ardía y la habitación estaba helada. Mark gruñó y se dio la vuelta en el catre.

– ¿Qué ocurre? -pregunté con voz temblorosa y el corazón aún palpitante por la pesadilla.

– El hermano Guy os necesita, señor.

– ¡Un momento!

Me levanté de la cama con dificultad y encendí una vela en las ascuas de la chimenea. Mark también se levantó, parpadeando y con el pelo revuelto.

– ¿Qué pasa?

– No lo sé. Espérame aquí.

Me puse las calzas y abrí la puerta. La chica, que llevaba un delantal blanco sobre el vestido, me miró apurada desde el pasillo.

– Os ruego que me perdonéis, señor, pero Simón Whelplay se ha puesto peor y quiere hablar con vos. El hermano Guy me ha dicho que os despertara.

– Muy bien -respondí siguiéndola por el gélido corredor.

A escasa distancia de nuestra habitación había una puerta abierta. Oí voces: el hermano Guy y alguien que gemía angustiosamente. Al asomarme, vi al novicio acostado en una cama baja con ruedas. Tenía el rostro reluciente de sudor y deliraba entre ansiosos jadeos. Sentado junto al camastro, el hermano Guy le enjugaba la frente con un paño que de vez en cuando empapaba en el líquido de un cuenco.

– ¿Qué tiene? -pregunté tratando de disimular mi aprensión, pues el chico se retorcía y resollaba igual que los contagiados de peste.

El enfermero me miró con preocupación.

– Una congestión en los pulmones. No es de extrañar, con las horas que ha pasado de pie, sin comer y con este frío. Tiene mucha fiebre. No para de decir que necesita hablar con vos. No se quedará tranquilo hasta que lo haya hecho.

Me acerqué a la cama con miedo, pues temía respirar los miasmas de su enfermedad. El joven clavó sus enrojecidos ojos en mí.

– Comisionado…, señor… -dijo con voz ronca-. ¿Habéis venido a hacer justicia?

– Sí, estoy aquí para investigar la muerte del comisionado Singleton.

– Él no ha sido la primera víctima -resolló el chico-. No ha sido la primera. Yo lo sé.

– ¿Qué quieres decir? ¿A quién más han matado?

Un violento ataque de tos agitó su frágil pecho, en el que se oía gorgotear las flemas. Exhausto, Simón se dejó caer en la cama y posó los ojos en Alice.

– Pobre muchacha… Le advertí que aquí corría peligro… -musitó entre violentos sollozos que acabaron transformándose en otro acceso de tos y amenazando con partir en dos su frágil cuerpo.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté volviéndome con viveza hacia Alice-. ¿De qué peligro te advirtió?

La chica me miró con perplejidad.

– No lo entiendo, señor. Nunca me ha advertido de nada. Hasta hoy apenas había hablado con él.

Miré al hermano Guy. Parecía tan sorprendido como su ayudante.

– Está muy enfermo, comisionado -dijo observando al enfermo con preocupación-. Deberíamos dejarlo descansar.

– No, hermano, necesito hacerle más preguntas. ¿Tenéis idea de a qué se refiere?

– No, señor Shardlake. Sé tan poco como Alice.

Me acerqué a la cama y me incliné sobre el muchacho.

– Explícame qué quieres decir, Simón. Alice dice que no le has advertido de nada…

– Alice es buena -dijo el novicio entre dos jadeos-. Es cariñosa y amable. Hay que advertirle…

El chico volvió a toser y el hermano Guy se interpuso entre nosotros con decisión.

– Debo pediros que os marchéis, comisionado. Creía que hablar con vos lo tranquilizaría, pero está delirando. Tengo que darle una poción para hacerlo dormir.

– Por favor, señor -intervino Alice-. Por caridad. Ya veis lo enfermo que está.

Me aparté del novicio, que parecía haber caído en un sopor producto del agotamiento.

– ¿Está muy grave? -le pregunté al hermano Guy.

El enfermero frunció el semblante.

– Si la fiebre no remite pronto, acabará con él. Castigarlo de ese modo ha sido una atrocidad -añadió con la voz teñida de cólera-. Ya me he quejado al abad; vendrá a ver al chico por la mañana. Esta vez, el prior Mortimus ha ido demasiado lejos.

– Necesito saber qué quería decir. Volveré mañana y, si su estado empeora, quiero que se me informe de inmediato.

– Por supuesto. Y ahora, señor, os ruego me disculpéis, tengo que preparar unas hierbas…

Asentí, y se marchó. Miré a Alice y le sonreí lo más tranquilizadoramente que pude.

– Un asunto extraño -murmuré-. ¿No tienes idea de a qué se refería? Primero ha dicho que te había advertido y luego que había que advertirte.

– No me ha advertido de nada, señor. Cuando lo trajeron, durmió un rato; luego, al subirle la fiebre, empezó a preguntar por vos.

– ¿A qué podía referirse al decir que Singleton no ha sido el primero?

– Os juro que no lo sé, señor.

Su voz tenía un deje de inquietud. Me volví hacia ella y le hablé con suavidad:

– ¿Crees que podrías estar en peligro, Alice?

– No, señor. -De pronto, su rostro enrojeció y adoptó una expresión mezcla de cólera y desprecio que me dejó sorprendido-. De vez en cuando, algún monje me hace proposiciones, pero yo sé defenderme, y cuento con la protección del hermano Guy. Es una molestia, pero no un peligro.

Asentí, impresionado una vez más por su fuerza de carácter.

– ¿Estás a disgusto aquí? -le pregunté bajando la voz.

La chica se encogió de hombros.

– Es un trabajo -respondió-. Y el hermano Guy me trata bien.

– Alice, si puedo ayudarte o hay algo que quieras contarme, acude a mí, por favor. No me gustaría que corrieras ningún riesgo.

– Gracias, señor. Sois muy amable.

El tono de su voz era cauto; no tenía ningún motivo para confiar en mí más que en los monjes. Pero tal vez se sincerara con Mark. Se volvió hacia el enfermo, que había empezado a agitarse en sueños e intentaba destaparse.

– Entonces, buenas noches, Alice.

La joven estaba tratando de tranquilizar al novicio y no se volvió.

– Buenas noches, señor.

Salí de la habitación y avancé por el gélido pasillo. Me detuve ante una ventana y comprobé que había dejado de nevar. La luna iluminaba un espeso y uniforme manto blanco que lo cubría todo. Al contemplar aquel yermo inmaculado, que sólo interrumpían las negras siluetas de los viejos edificios, me sentí tan aislado y atrapado en Scarnsea como si estuviera en las mismísimas cuevas de la luna.

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