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Bajamos por la ladera con precaución hasta el camino que conducía a la ciudad. Los caballos estaban nerviosos y cabeceaban asustados ante los copos que les caían en la cara. Afortunadamente, dejó de nevar en cuanto llegamos a Scarnsea.

– ¿Visitamos primero al juez? -me preguntó Mark.

– No, debemos llegar hoy al monasterio; si vuelve a nevar, tendremos que pasar la noche aquí.

Avanzamos por el empedrado de la calle principal, arrimados a la pared de los edificios para evitar que nos cayera encima el contenido de algún orinal. Los pisos superiores de las antiguas casas se inclinaban sobre la calzada. La madera y el yeso de muchas fachadas estaban podridos y las tiendas tenían un aspecto miserable. La poca gente con la que nos cruzábamos nos miraba con indiferencia.

Llegamos a la plaza mayor. En tres de sus lados se alzaban edificios tan deteriorados como los que acabábamos de ver, mientras que el cuarto estaba ocupado por un ancho muelle de piedra. Sin duda, en otros tiempos el mar había llegado hasta allí, pero ahora la plaza daba al barro y a los cañaverales de la marisma, que, inhóspita y sombría bajo el gris del cielo, despedía un olor a sal y podredumbre. Un canal, cuya anchura apenas permitía el paso de un barco pequeño, trazaba una larga cinta hasta el mar, una franja plomiza de un cuarto de legua de largo. En medio de la marisma, un grupo de hombres reforzaba las márgenes del canal con las piedras que descargaban de las alforjas de una reata de asnos.

Era evidente que había habido jolgorio hacía poco, porque en el otro extremo de la plaza se veía un grupo de mujeres parloteando junto al cepo municipal y el suelo estaba cubierto de frutas y verduras podridas. En medio del corro, sentada en un taburete, había una mujer gruesa de mediana edad y aspecto miserable, con los pies atrapados en el cepo, la ropa manchada de huevo y pulpa de frutas y la cabeza cubierta con un gorro triangular con la R de «regañona» pintarrajeada en él. Estaba bebiendo una jarra de cerveza que le había dado una de las mujeres y parecía de muy buen humor, pero tenía la cara amoratada y tumefacta y los ojos tan hinchados que apenas podía abrirlos. Al vernos, levantó la jarra y nos hizo una mueca. En ese momento, un grupo de niños cargados con calabazas podridas irrumpió en la plaza corriendo y riendo, y una de las mujeres se encaró con ellos.

– ¡Fuera de aquí! -les gritó con un acento tan cerrado y gutural como el de los rústicos-. La comadre Thomas ha aprendido la lección y dejará tranquilo a su marido. La soltarán dentro de una hora. ¡Fuera!

Los niños dieron media vuelta y se conformaron con lanzar insultos desde una distancia prudencial.

– Parece que aquí la gente es bastante civilizada -comentó Mark.

Asentí. En los cepos de Londres, lo habitual era hacer puntería a los dientes y los ojos del reo con afiladas piedras.

Abandonamos la ciudad y tomamos el camino del monasterio, que discurría entre las cañas y los charcos de agua estancada de la marisma. Me sorprendió que hubiera caminos en aquel inmundo lodazal, aunque, de no haberlos, los hombres y los animales que habíamos visto desde la plaza no habrían podido llegar hasta allí.

– En otros tiempos, Scarnsea era un puerto muy próspero -le expliqué a Mark-. La arena y el cieno han formado este marjal en unos cien años. No me extraña que la ciudad sea tan pobre; por el canal apenas puede navegar una barca.

– ¿De qué vive la gente?

– De la pesca y la ganadería. Y del contrabando con Francia, me atrevería a decir. Tienen que pagar rentas y alimentar a esos zánganos del monasterio. Scarnsea fue concedido como feudo a un caballero de Guillermo el Conquistador, el cual dio tierras a los benedictinos e hizo construir el monasterio, que fue pagado con impuestos ingleses, por supuesto.

El tañido de una campana resonó ensordecedoramente en el silencio de la marisma.

– Nos han visto llegar -dijo Mark, y se echó a reír.

– Tendrían que tener muy buena vista. A no ser que se trate de uno de sus milagros. ¡Por las llagas de Cristo, qué fuerte suenan!

Las campanadas, que parecían resonar en el interior de mi cráneo, continuaron mientras nos acercábamos a la muralla. Yo estaba agotado y mi dolor de espalda había ido en aumento a medida que avanzaba el día, de modo que iba medio tumbado sobre el ancho lomo de Chancery. Me erguí; tenía que imponer respeto en el monasterio desde el principio. Ahora podía apreciar las auténticas dimensiones del lugar. Los muros, recubiertos con piedras sujetas con yeso, tenían cuatro varas de altura y las fachadas laterales se extendían desde el camino hasta el borde de la marisma. Las puertas estaban protegidas por una gran torre normanda; cuando nos acercábamos a ella, vimos salir un carro tirado por dos grandes percherones, cargado con barriles. Detuvimos los caballos para dejarlo pasar, y el carretero se llevó la mano a la gorra y continuó traqueteando hacia la ciudad.

– Cerveza -comenté.

– ¿Barriles vacíos? -preguntó Mark.

– No, llenos. La destilería del monasterio tiene la prerrogativa de proveer de cerveza a la ciudad. Al precio que fijen ellos. Está en la carta fundacional de la ciudad.

– De modo que, si alguien se emborracha, lo hace con cerveza santa…

– Es algo bastante habitual. Los fundadores normandos les facilitaban la vida a los monjes a cambio de que rezaran por sus almas a perpetuidad. Todo el mundo salía ganando, menos los que lo pagaban todo. ¡Gracias a Dios que han parado las campanas! -exclamé, y respiré hondo-. Bueno, entremos. Mantente callado y haz lo que yo haga.

Nos acercamos a la torre de entrada, un edificio imponente adornado con relieves de animales heráldicos. Las puertas estaban cerradas. Al levantar la cabeza, vi una cara asomada a la ventana del primer piso, donde vivía el portero, que se ocultó rápidamente. Desmonté y aporreé un portillo practicado en el muro. Al cabo de unos instantes, un individuo alto y corpulento, con la cabeza tan pelada como un huevo y un grasiento delantal de cuero atado a la cintura, apareció en el umbral y nos miró con cara de pocos amigos.

– ¿Qué buscáis aquí?

– Soy el comisionado del rey. Haz el favor de llevarnos ante el abad -respondí con sequedad.

El hombre nos miró con suspicacia.

– No esperamos a nadie. Esto es un monasterio de clausura. ¿Tenéis papeles?

Me metí la mano bajo la ropa y le tendí mi documentación. -El monasterio de San Donato Ascendente de Scarnsea es una casa benedictina, no un monasterio de clausura. La gente puede entrar y salir a conveniencia del abad. A no ser que nos hayamos equivocado de monasterio… -añadí con sorna. El botarate miró los papeles, luego a mí y me los devolvió. Era evidente que no sabía leer-. Me los has adornado con un par de buenos manchones, amigo. ¿Cómo te llamas?

– Bugge -murmuró el portero-. Veré si el abad puede recibiros… -dijo apartándose y dejando que entráramos con los caballos a un amplio espacio bajo los pilares que sostenían la torre-. Tened la bondad de esperar.

Asentí, y el hombre dio media vuelta y se alejó corriendo. Pasé entre los pilares y eché un vistazo al patio. Frente a mí se alzaba la espléndida iglesia del monasterio, sólidamente construida con piedra blanca que el tiempo había amarilleado. Como el resto de los edificios, era de caliza francesa y estilo normando, con anchos ventanales, en contraposición al gusto contemporáneo por las ventanas altas y estrechas y los arcos que se elevan hacia el cielo. A pesar de sus proporciones -noventa varas de largo con torres gemelas de treinta varas de altura- producía una impresión de maciza solidez, de enraizamiento en la tierra.

A la izquierda, pegados a la muralla, se alineaban los edificios auxiliares: el taller de cantería, los establos, la destilería… El patio bullía con una actividad que me resultaba familiar de la época de Lichfield; proveedores y criados iban de aquí para allá parándose a conversar con monjes tonsurados y vestidos con negros hábitos de benedictinos; hábitos de buena lana, advertí, bajo los que asomaban cómodos zapatos de cuero. El suelo era de tierra apisonada y cubierta con paja. Por todas partes se veían enormes perros de caza ladrando y orinando contra las paredes. Como de costumbre, el ambiente era más propio de un mercado que de un recoleto refugio del mundo.

A la derecha de la iglesia se encontraban los edificios claustrales en los que vivían y oraban los monjes. La esquina de la muralla estaba ocupada por un edificio independiente de una sola altura, con un hermoso herbario de plantas cuidadosamente apuntaladas y etiquetadas en la parte delantera. Supuse que era la enfermería.

– Bueno, ¿qué opinas ahora de los monasterios? -pregunté volviéndome hacia Mark.

El muchacho le propinó una patada a un perro que se le había acercado enseñándole los dientes. El animal retrocedió y ladró con furia.

– No me lo imaginaba tan grande. Podría cobijar a doscientos hombres durante un asedio.

– Buena observación. Lo construyeron para cien monjes y cien criados. Ahora, según la Comperta , todo esto, los edificios, las tierras, los privilegios, lo disfrutan treinta monjes, con sesenta criados, que viven de las rentas.

– Han advertido nuestra presencia, señor -murmuró Mark.

En efecto, los persistentes ladridos del animal habían atraído hacia nosotros las miradas de todo el patio, miradas hostiles que iban de un lado a otro entre murmullos. Sin embargo, un monje alto y delgado, que estaba apoyado en un bastón junto al muro de la iglesia, nos miraba con insistencia. Su blanco hábito y el largo escapulario que le colgaba del cuello contrastaban con el negro riguroso de los benedictinos.

– Parece que es un cartujo -murmuré.

– Creía que habían cerrado todas las casas de esa orden y ejecutado a la mitad de los monjes por traición.

– Y creías bien. ¿Qué hará aquí?

Oí toser a mis espaldas. El portero había vuelto acompañado por un monje bajo y rechoncho de unos cuarenta años. La franja de pelo que rodeaba su tonsura era castaña con hebras grises y la dureza de su rubicundo rostro quedaba atenuada por las redondeces y adiposidades de la buena vida. La insignia cosida a la pechera del hábito representaba una llave. Tras él, había un muchacho pelirrojo de aspecto nervioso vestido con el hábito gris de los novicios.

– Muy bien, Bugge -dijo el recién llegado con el áspero y claro acento de los escoceses-, ya puedes volver a tus obligaciones. -El portero dio media vuelta a regañadientes-. Soy el prior, hermano Mortimus de Kelso. -¿Dónde está el abad?

– En estos momentos, se encuentra ausente. Yo soy el segundo director del monasterio y responsable de la administración diaria de San Donato -dijo el hermano Mortimus, observándonos con atención-. ¿Venís en respuesta a la carta del doctor Goodhaps? No ha aparecido ningún mensajero anunciando vuestra llegada; me temo que no hay alojamiento preparado.

Di un paso atrás, porque me había llegado un olor nada agradable. Por mis años con los monjes, sabía de su apego a la vieja creencia de que lavarse no es sano, lo que los llevaba a no hacerlo más que media docena de veces al año.

– Lord Cromwell nos ordenó partir de inmediato. Soy el doctor Matthew Shardlake, comisionado designado para investigar los hechos que mencionaba el doctor Goodhaps en su carta. -Bienvenido al monasterio de San Donato -respondió el prior inclinando la cabeza-. Os pido disculpas por el comportamiento de nuestro portero, pero las circunstancias aconsejan que nos mantengamos tan aislados del mundo como sea posible.

– Nuestro asunto es urgente, hermano Mortimus -repliqué con viveza-. Decidme, por favor, ¿es cierto que Robin Singleton ha muerto?

El rostro del prior se ensombreció.

– Lo es -respondió persignándose-. Brutalmente asesinado por un desconocido. Ha sido una terrible desgracia.

– Entonces, tenemos que ver al abad de inmediato.

– Os llevaré a su casa. No tardará en volver. Rezo para que podáis arrojar luz sobre lo ocurrido aquí. Sangre derramada en un lugar sagrado… Peor aún. -El prior sacudió la cabeza y, cambiando súbitamente de actitud, se volvió hacia el muchacho, que nos miraba con ojos como platos, y le gritó-: ¡Los caballos, Whelplay! ¡Al establo!

El novicio era apenas un niño, delgado y de aspecto frágil, que parecía más cerca de los dieciséis años que de los dieciocho que eran necesarios para hacer el noviciado. Bajé la alforja que contenía mis documentos y se la di a Mark, mientras el novicio cogía las riendas de los animales. Tras dar unos pasos, se volvió para mirarnos y, al hacerlo, resbaló en un montón de excrementos de perro, cayó de espaldas y aterrizó en el suelo con un ruido seco. Los caballos relincharon asustados y todos los que estaban en el patio rompieron a reír. El rostro del prior Mortimus enrojeció de ira. Se acercó al chico, que se estaba levantando, le dio un empujón y volvió a lanzarlo sobre la inmundicia. Las carcajadas redoblaron.

– ¡Por las llagas de Cristo que eres un asno, Whelplay! -gritó el prior-. ¿Quieres espantar a los caballos del comisionado del rey?

– No, señor prior -murmuró el chico con voz temblorosa-. Os ruego que me perdonéis.

Me acerqué, cogí las riendas de Chancery y ofrecí la otra mano al novicio, procurando no rozar su hábito cubierto de excrementos.

– Los caballos se espantarán con todo este escándalo -dije con voz suave-. No te apures, muchacho, puede pasarle a cualquiera. -Le tendí las riendas y, tras lanzar una rápida mirada al congestionado rostro del prior, el novicio se alejó con los animales-. Ahora, señor, si nos mostráis el camino… -murmuré volviéndome hacia el hermano Mortimus.

El escocés me miró de hito en hito. Ahora tenía el rostro morado.

– Con todos mis respetos, señor, yo soy el responsable de la disciplina en esta casa. El rey ha ordenado muchos cambios en nuestras vidas, y nuestros hermanos más jóvenes necesitan aprender obediencia más que nunca.

– ¿Tenéis problemas para que vuestros jóvenes hermanos obedezcan las nuevas disposiciones de lord Cromwell?

– No, señor, no los tengo. Siempre que se permita usar la disciplina.

– ¿Por resbalar en una mierda de perro? -repliqué sin alterarme-. ¿No sería mejor aplicar la disciplina a los perros y mantenerlos fuera del patio?

El prior parecía a punto de replicarme, pero, para mi sorpresa, soltó una áspera carcajada.

– Tenéis razón, señor, pero el abad no quiere encerrarlos. Le gusta que estén en forma cuando sale a cazar.

Mientras el prior hablaba, yo observaba su rostro, que pasó del púrpura al rojo del principio. Pensé que debía de ser un hombre con unos ataques de cólera terribles.

– ¿A cazar? Me pregunto qué habría dicho de eso san Benito. -El abad tiene sus propias reglas -respondió el prior mirándome significativamente.

Lo seguimos en dirección a un hermoso edificio de dos plantas, rodeado por un jardín de rosas. Era una residencia digna de un caballero que no habría desentonado en Chancery Lañe. Al pasar delante del establo, vi al novicio, que metía mi caballo en un pesebre. El muchacho se volvió y me miró con una extraña intensidad. Dejamos atrás la destilería y la forja, cuyo resplandor resultaba especialmente agradable con aquel frío, y pasamos por delante de otro taller en cuyo interior se veían varios bloques de piedra tallada y ornamentada. En la puerta, un hombre de barba gris con delantal de cantero examinaba los planos que había tendidos sobre un tablero. A su lado, dos monjes discutían acaloradamente.

– No p-puede ser -dijo el hermano de más edad con firmeza. Era un cuarentón rechoncho, con una franja de pelo rizado en torno a la tonsura, cara redonda y ojillos negros y duros. Sus regordetes dedos revolotearon sobre los planos-. Si utilizamos piedra de Caen, agotaremos el presupuesto de los próximos tres años.

– No puede hacerse más barato -aseguró el cantero-, si queremos hacerlo bien.

– Hay que hacerlo bien -afirmó enfáticamente el otro monje con voz profunda y sonora-. De lo contrario, destruiremos la simetría de la iglesia y saltará a la vista la diferencia de revestimientos. Si no estáis de acuerdo, hermano tesorero, tendré que hablar con el abad.

– Hacedlo. No os servirá de nada -replicó el otro, que, al advertir nuestra presencia, nos clavó sus ojillos negros y se inclinó sobre los planos.

El monje joven nos observó con detenimiento. Aparentaba unos treinta años. Era alto y fuerte y tenía un rostro agradable de marcadas facciones y una corona de abundante pelo rubio, tieso como la paja. Sus ojos eran grandes, de un azul pálido y límpido. Dirigió una larga mirada a Mark, que se la devolvió con frialdad, al tiempo que se inclinaba ante el prior. Éste se limitó a responder con un rápido movimiento de cabeza.

– Interesante -le susurré a Mark-. Se comportan como si sobre el monasterio no pesara ninguna amenaza. Hablan de restaurar la iglesia como si las cosas fueran a seguir igual eternamente. -¿Habéis advertido cómo me ha mirado el alto? -Sí. Eso también ha sido muy interesante. Pasábamos junto al crucero de la iglesia, cerca ya de la casa, cuando una figura blanca salió de detrás de un contrafuerte y nos cortó el paso. Era el cartujo que habíamos visto mientras esperábamos en la entrada.

– ¡No quiero problemas, hermano Jerome! -le espetó el prior, apresurándose a interponerse entre él y nosotros-. ¡Volved a vuestras oraciones!

El cartujo pasó junto a él sin prestarle más atención que una breve mirada de desprecio. Vi que arrastraba la pierna derecha y que se ayudaba de una muleta que sujetaba con firmeza bajo la axila derecha. El otro brazo le colgaba junto al costado y la mano formaba con él un ángulo extraño. Era un hombre nervudo, de unos sesenta años, de pelo enmarañado alrededor de la tonsura y más blanco que su mugriento y deshilachado hábito. En su pálido y alargado rostro, los ojos brillaban con una intensidad feroz que indicaba su empeño en penetrar en las almas. Eludió el brazo extendido del prior con sorprendente agilidad y se encaró conmigo.

– ¿Sois el hombre de lord Cromwell? -me preguntó con voz cascada y temblorosa.

– Lo soy, señor.

– Entonces, debéis saber que quien empuña la espada, a espada morirá.

– Mateo veintiséis, versículo cincuenta y dos -respondí-. ¿Qué queréis decir? -le pregunté pensando en lo que había ocurrido allí hacía unos días-. ¿Es una confesión?

El cartujo rió despectivamente. -No, jorobado, es la palabra de Dios, y es verdad.

El prior Mortimus lo agarró del brazo sano sin miramientos, pero el anciano se soltó de un tirón y se alejó renqueando.

– No le hagáis caso, por favor. -El prior se había puesto tan pálido que las venillas rotas destacaban bajo la piel de sus mejillas-. Está mal de la cabeza -añadió apretando los labios. -¿Quién es? ¿Qué hace aquí un cartujo? -Es un pensionista. Lo aceptamos como favor a su primo, que tiene propiedades en los alrededores. Por caridad hacia su condición.

– ¿En qué casa estaba?

El prior vaciló.

– En la de Londres. Es conocido como Jerome de Londres.

– ¿Donde el prior Houghton y la mitad de los monjes fueron ejecutados por negarse a jurar lealtad al rey? -le pregunté, perplejo.

– El hermano Jerome pronunció el juramento…, aunque al final, después de que lord Cromwell lo sometiera a ciertas presiones. -El prior me miró con dureza-. ¿Comprendéis?

– ¿Lo sometieron al potro?

– Hasta que no pudo soportar el dolor. Aquello lo trastornó. Pero lo merecía, por su deslealtad, ¿no es cierto? Y ya veis cómo paga nuestra caridad. Pero esto no quedará así.

– ¿Qué ha querido decir exactamente?

– Sabe Dios. Ya os lo he dicho, está loco.

Mortimus reanudó la marcha. Cruzamos la valla de madera y entramos en el jardín del abad, donde un puñado de pálidas rosas de invierno destacaban en las desnudas y espinosas ramas. Volví la cabeza, pero el monje tullido había desaparecido. Al recordar la intensidad de su mirada, sentí un estremecimiento.

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