Tuve que morderme los nudillos para no gritar. Simón Whelplay había muerto por hablar conmigo; ¿Alice, también? ¡No, Dios mío! Corrí hacia el jardín rezando desesperadamente para que se produjera un milagro -yo, que me reía de los milagros- y para que no fuera cierto lo que parecía evidente.
Alice yacía boca abajo, inmóvil junto al sendero. Sobre su cuerpo y alrededor de él, había tanta sangre que por un angustioso instante pensé que había corrido la misma suerte que Singleton. Me obligué a acercarme y comprobarlo; estaba entera. Con mano temblorosa, le busqué el pulso en el cuello y, al sentir que el corazón latía con fuerza, solté un suspiro de alivio. Al notar el contacto de mi mano, Alice se movió y emitió un quejido. Sus ojos parpadearon y se abrieron, intensamente azules en su ensangrentado rostro.
– ¡Alice! ¡Alabado sea Dios, estás viva! ¡Es un milagro! La cogí entre mis brazos y la atraje hacia mí gimiendo de alegría, pues, a pesar del dulzón olor a sangre que inundaba mis fosas nasales, podía sentir el calor de su cuerpo y los latidos de su corazón.
– Pero ¿qué hacéis, señor? No… -protestó la chica empujando contra mi pecho e incorporándose en el suelo, aturdida.
– Perdóname, Alice -balbucí, avergonzado-. Ha sido la alegría, creía que estabas muerta. Pero no te muevas, estás malherida. ¿Dónde te has herido?
La muchacha bajó los ojos, se miró el vestido salpicado de sangre y se llevó la mano a la cabeza con perplejidad. De pronto, esbozó una sonrisa y, para mi sorpresa, se echó a reír.
– No estoy herida, señor, sólo atontada. He resbalado en la nieve y me he caído.
– Pero…
– Llevaba una jarra de sangre. ¿Recordáis? De las sangrías que les realizamos a los monjes. Esta sangre no es mía.
– ¡Ah! -exclamé apoyándome en el muro.
– Pensábamos verterla en el jardín, pero el hermano Guy dice que esperaremos a que se funda la nieve, de modo que la llevaba al almacén.
– Sí, sí, comprendo -murmuré, y reí apurado-. Me he comportado como un idiota -añadí mirándome el jubón-. Y me he puesto perdido.
– Esas manchas se irán, señor.
– Siento haber… haberte agarrado así. Ha sido el susto.
– Lo sé, señor -respondió Alice apurada-. Siento haberos asustado de ese modo. No suelo resbalar, pero estos caminos entre la nieve están cubiertos de hielo. Os agradezco vuestra preocupación -añadió la joven haciéndome una reverencia.
Advertí que tenía el cuerpo tenso y, con una punzada de decepción, comprendí que mi abrazo no había sido bien recibido.
– Vamos -le dije-. Tienes que entrar y tumbarte un rato. ¿Estás mareada?
– No, estoy perfectamente -aseguró Alice absteniéndose de cogerse al brazo que le ofrecía-. Creo que los dos deberíamos cambiarnos.
Se levantó, se sacudió la nieve manchada de sangre de la ropa y se encaminó hacia la enfermería. Ella se quedó en la cocina y yo fui a mi habitación. Me puse la otra muda de ropa que había traído de Londres, dejé las prendas manchadas de sangre en el suelo y me senté a esperar que volviera Mark. Podría haber pedido a Alice que se encargara de que lavaran mi ropa, pero me daba vergüenza.
La espera se me hizo eterna. En la distancia, volví a oír doblar las campanas; el funeral por Simón Whelplay había terminado y ahora también él iba a recibir sepultura. Me maldije por no haber dejado que Goodhaps fuera solo a la ciudad. Teníamos que echar un vistazo al estanque y luego quería arreglar cuentas con el hermano Edwig.
Oí un murmullo que procedía de la cocina. Fruncí el entrecejo y abrí la puerta. Eran las voces de Mark y Alice. Avancé por el pasillo a grandes zancadas.
El vestido de Alice descansaba sobre una tabla de lavar. La muchacha no llevaba más que la enagua y estaba abrazada a Mark, pero ninguno de los dos reía. Alice tenía el rostro apoyado sobre el hombro de Mark. Se la veía triste. La expresión de él también era seria. Parecía que estuviera consolándola, más que acariciándola. Al advertir mi presencia, se separaron de inmediato, sobresaltados; vi cómo se movían los firmes y turgentes pechos de Alice bajo el fino tejido de la enagua, en la que se transparentaban los erguidos pezones.
– Mark Poer -dije con aspereza-. Te había pedido que no te entretuvieras. Tenemos trabajo.
– Lo siento, señor, yo… -farfulló el chico ruborizándose.
– Y tú, Alice, ¿te parece decente estar así vestida?
– Sólo tengo este vestido, señor -dijo en tono desafiante-, y éste es el único sitio donde lavarlo.
– Entonces deberías haber cerrado la puerta con llave por si venía alguien. Vamos, muchacho -le ordené a Mark, y, tras una rápida inclinación de cabeza, ambos nos dirigimos a nuestra habitación. Apenas entramos, me encaré con él-: Te dije que no tontearas con ella. ¡Está claro que habéis tenido más charlas de las que pensaba!
– Estos últimos días, hemos hablado siempre que hemos tenido ocasión -replicó Mark mirándome desafiante-. Sabía que no lo aprobaríais, pero no puedo controlar mis sentimientos.
– Tampoco pudiste con la dama de la reina. ¿Acabará esto del mismo modo?
– ¡Esto es totalmente diferente! -farfulló Mark sonrojándose-. ¡Mis sentimientos hacia la señorita Fewterer son nobles! Siento por ella lo que no he sentido por ninguna mujer. Podéis rezongar cuanto queráis, pero es cierto. No hemos hecho nada malo; sólo lo que habéis visto: abrazarnos y besarnos. La caída la ha asustado.
– ¿«La señorita Fewterer»? Olvidas que Alice no es una señorita, es una criada.
– Eso no os ha impedido abrazarla cuando estaba en el suelo. He visto cómo la mirabais, señor. ¡También os gusta a vos! -Súbitamente colérico, Mark dio un paso hacia mí-. ¡Estáis celoso!
– ¡Por Cristo crucificado! -grité-. He sido demasiado blando contigo. ¡Ahora debería echarte de mi lado para que te llevaras tu dichoso carajo de vuelta a Lichfield y te convirtieras en un destripaterrones! -Mark no replicó, y yo procuré calmarme-. Así que me consideras un pobre tullido devorado por los celos. Sí, Alice es una chica estupenda, no lo niego. Pero tenemos entre manos un asunto muy serio. ¿Qué crees que diría lord Cromwell si supiera que te pasas el tiempo tonteando con las criadas, eh?
– En la vida hay cosas más importantes que lord Cromwell -murmuró Mark.
– ¿Ah, sí? ¿Quieres que se lo diga con esas palabras? Y además, ¿qué harías, llevarte a Alice a Londres? Dices que no quieres volver a Desamortización. Entonces, ¿qué quieres, vivir como un criado?
– No -respondió Mark bajando los ojos, tras unos instantes de vacilación.
– ¿Bien?
– He pensado que tal vez me permitiríais ser vuestro ayudante, señor, vuestro pasante. Os he ayudado con vuestro trabajo, y decís que lo hago bien…
– ¿Pasante? -le pregunté con incredulidad-. ¿El chico de los recados de un abogado? ¿Ésa es toda tu ambición en la vida?
– Es un mal momento para pedíroslo, lo sé -murmuró Mark, cariacontecido.
– ¡Dios de los Cielos, cualquier momento sería malo para semejante petición! Me avergonzarías delante de tu padre y te avergonzarías a ti mismo por tu falta de ambición. No, Mark, no te quiero de pasante.
– Para ser alguien que siempre está hablando de ayudar a los pobres y construir una república cristiana -replicó Mark con inesperada vehemencia-, tenéis una idea muy pobre de la gente humilde!
– En la sociedad debe haber grados. No todos tenemos el mismo; Dios lo ha querido así.
– El abad estaría de acuerdo con vos en eso. Y el juez Copynger, también.
– ¡Vive Dios que estás yendo demasiado lejos! -le grité. Él me miró en silencio, atrincherado tras su irritante máscara de impasibilidad-. Escúchame -le advertí agitando el índice ante sus narices-. He conseguido ganarme la confianza del hermano Guy. Por eso me ha contado lo que le ocurrió a Simón Whelplay. ¿Crees que seguiría confiando si, en vez de ser yo quien os ha sorprendido en la cocina, hubiera sido él, cuando tiene a esa joven bajo su protección? ¿Bien? -Mark siguió callado-. Se acabó el coquetear con Alice. ¿Lo entiendes? Se acabó. Y te aconsejo que pienses muy seriamente en tu futuro.
– Sí, señor -murmuró el chico con frialdad.
En esos momentos, habría abofeteado aquella cara de fingida imperturbabilidad.
– Coge la capa. Vamos a echar un vistazo al estanque. A la vuelta, miraremos en las capillas de la iglesia.
– Es como buscar una aguja en un pajar -refunfuñó Mark-. Lo que buscamos podría estar enterrado.
– No tardaremos más que una hora. Venga. Y ve preparando el cuerpo para un baño en agua fría -añadí vengativamente-, bastante más fría que los brazos de esa joven.
Nos pusimos en marcha en silencio. Yo estaba irritado por el atolondramiento y la insolencia de Mark, pero también porque lo que había dicho sobre mis celos era cierto. Verlo estrechando a Alice entre sus brazos poco después de que la muchacha rechazara los míos me había desgarrado el corazón. Lo miré de reojo. Primero con Jerome y ahora con Alice. ¿Cómo se las apañaba aquella obstinada criatura para hacer que siempre me sintiera culpable?
Al acercarnos a la iglesia, vimos que los monjes volvían a entrar en procesión. Simón ya estaba enterrado, pero iban a celebrar otra misa por su alma, cosa que no habían hecho con Singleton. Pensé con amargura que Simón se habría contentado con la décima parte de los atributos y oportunidades que Dios había prodigado a Mark. El último hermano desapareció en el interior del templo y la puerta se cerró con un golpe. Nosotros dejamos atrás los edificios auxiliares y nos acercamos al cementerio laico.
– Mirad eso -dijo Mark parándose bruscamente-. Qué extraño…
El muchacho señalaba la tumba de Singleton, cuyo oscuro lomo destacaba en la blancura circundante. La última nevada había vuelto a cubrirlo todo; todo excepto la tumba.
Al acercarnos, no pude evitar una exclamación de asco. La tierra estaba cubierta de un líquido viscoso que relucía a la mortecina luz del sol. Me agaché, lo toqué con repugnancia y me llevé el dedo a la nariz.
– ¡Jabón! -exclamé indignado-. Alguien ha cubierto la tumba de jabón. Para impedir que crezca la hierba. Eso es lo que ha fundido la nieve.
– Pero ¿por qué?
– ¿Nunca has oído decir que en las tumbas de los pecadores no crece la hierba? Cuando era niño, colgaron a una mujer por infanticidio. La familia del marido iba al cementerio a escondidas y cubría la tumba de jabón para que no creciera nada, como han hecho aquí. Es una auténtica bajeza.
– ¿Quién lo habrá hecho?
– ¿Y cómo voy a saberlo? -le espeté-. ¡Vive Dios que haré que el abad los traiga aquí a todos para que limpien esta tierra bajo mi supervisión! ¡No, bajo la tuya! Será más humillante si tienen que hacerlo delante de ti -dije alejándome hecho una furia.
Atravesamos el camposanto y a continuación la huerta, en la que ahora había casi dos palmos de nieve. La débil luz del sol hacía brillar el riachuelo y el círculo de hielo del estanque.
Me abrí paso entre las cañas heladas. La capa de hielo se había espesado y la nieve formaba una fina orla a su alrededor. No obstante, agachándome con precaución y esforzando la vista, pude distinguir algo que brillaba débilmente en el centro del estanque.
– Mark, ¿ves el montón de piedras sueltas que hay al pie de aquella grieta de la muralla? Trae una grande para romper el hielo.
El muchacho soltó un suspiro, pero bastó una mirada severa para que se pusiera en movimiento y trajera el pedrusco más grande con el que pudo cargar. Yo me aparté y Mark lo alzó sobre la cabeza y lo lanzó al centro del estanque con todas sus fuerzas. Se oyó un tremendo crujido, y tuvimos que apartarnos a toda prisa para evitar una lluvia de agua helada y astillas de hielo. Esperé a que el agua se aquietara y luego me acerqué a la orilla, me puse a cuatro patas y volví a mirar con atención. Asustados, los peces zigzagueaban frenéticamente.
– ¡Ahora sí! Allí, ¿lo ves? ¿No ves brillar algo dorado?
– Creo que sí -dijo Mark-. Sí, hay algo. ¿Intento cogerlo? Si me dejáis el bastón y me agarráis del otro brazo, tal vez consiga alcanzarlo.
Negué con la cabeza.
– No, quiero que vayas a cogerlo. Mark me miró con los ojos como platos.
– El agua está helada.
– El asesino de Singleton podría haber arrojado su ropa ensangrentada al estanque. Vamos, no puede haber más de una vara de profundidad. Sobrevivirás.
Por un momento creí que iba a negarse, pero apretó las mandíbulas y se quitó la capa, las fundas de cuero y por último las caras botas, a las que no les habría sentado nada bien el chapuzón. Durante unos instantes, se quedó inmóvil en la orilla, tiritando; tenía las musculosas piernas y los pies casi tan blancos como la nieve. Luego respiró hondo, se metió en el agua y, aullando de frío, avanzó con paso vacilante.
Yo suponía que le cubriría hasta la cintura, pero no había dado media docena de pasos cuando soltó un grito y se hundió hasta el pecho. A su alrededor gorgoteaban enormes burbujas de un gas tan fétido que tuve que dar un paso atrás.
– ¡Puaj! ¡Aquí hay un palmo de cieno! -farfulló Mark.
– Claro, ¿qué esperabas? Es el limo del riachuelo, que se acumula en el fondo. ¿Ves algo? ¿Puedes cogerlo?
El muchacho me lanzó una mirada asesina y soltó un gruñido, pero se inclinó, hundió un brazo en el agua y empezó a buscar a tientas.
– Sí-respondió al cabo de unos instantes-. Hay algo…, un objeto afilado.
El brazo de Mark reapareció sosteniendo una gran espada con empuñadura dorada, que arrojó a mis pies.
– ¡Bien hecho! -le grité con el corazón palpitante-. ¿Hay algo más?
Mark volvió a inclinarse, sumergiendo esta vez el brazo hasta el hombro; sus movimientos rizaban la superficie del agua.
– ¡Jesús, qué fría está! Un momento… Sí… Hay algo. Algo blando. Parece ropa.
– ¡La ropa del asesino! -exclamé con el corazón en un puño.
Mark se irguió, tiró con fuerza y, de pronto, perdió el equilibrio, soltó un grito y se hundió bajo la superficie, al tiempo que otra figura emergía del estanque. Boquiabierto, miré aquella forma humana envuelta en un hábito chorreante. Por unos instantes, tuve la sensación de que la cabeza, oculta bajo la empapada y revuelta pelambrera, y el torso estaban suspendidos en el aire; luego, la figura se derrumbó sobre las cañas de la orilla.
Mark sacó la cabeza a la superficie y avanzó hacia la orilla aullando de frío y dando manotazos al agua. Salió a gatas y se dejó caer sobre la nieve jadeando, con los ojos tan desorbitados como los míos ante el horrible espantajo que había quedado enredado entre las cañas: un cuerpo de mujer, grisáceo, putrefacto y vestido con los jirones de un hábito de sirvienta. Tenía las órbitas vacías y la boca, sin labios, abierta en una mueca que dejaba ver los dientes, grises y apretados. Unos largos y enredados mechones de pelo chorreaban sobre su rostro.
Mark se puso en pie tiritando, se santiguó una y otra vez y empezó a rezar:
– Deus salvamos, deus salvamos, mater Christi salvamos…
– Está bien -le dije con suavidad, arrepentido de haberme enfadado con él-. Está bien. -Le pasé el brazo por el hombro; temblaba como una hoja-. Debía de estar enterrada en el limo. Ahí abajo se acumulan los gases, y tú los has removido. Tranquilo, la pobre no puede hacernos ningún daño -aseguré; pero, a la vista de aquella horrible aparición, no pude evitar que me temblara la voz-. Vamos, o cogerás una pulmonía. Ponte las botas.
Mark hizo lo que le decía, y eso bastó para que se calmara un poco.
En ese momento, advertí que había salido a la superficie otra cosa que ahora flotaba en mitad del estanque; una prenda amplia y negra, hinchada de gas. La atrapé con el bastón temiendo que se tratara de otro cadáver, pero sólo era un hábito de monje. Tiré y lo arrastré hasta la orilla. Distinguí varias manchas oscuras que podían ser de sangre coagulada. De pronto, me acordé de las gruesas carpas que habíamos cenado la noche de nuestra llegada, y me estremecí.
Mark seguía mirando el cadáver con expresión horrorizada.
– ¿Quién es? -murmuró entre dos castañeteos de dientes.
Respiré hondo.
– Sospecho que estamos ante los restos de Orphan Stonegarden. -Observé el terrible rostro de la muerta: una piel grisácea tensa sobre una calavera-. «Una cara delicada y dulce -había dicho la señora Stumpe-. Una de las más bonitas que he visto en mi vida.» A esto se refería Simón Whelplay con lo de advertir a una mujer de que corría peligro. Él lo sabía.
– Así que ahora tenemos tres cadáveres…
– Y ruego a Dios que éste sea el último. -Haciendo de tripas corazón, levanté el hábito negro. Al darle la vuelta para examinarlo, vi una insignia cosida a la tela. No era la primera vez que la veía; representaba una pequeña arpa, el distintivo de los sacristanes. El asombro me dejó atónito-. Es del hermano Gabriel -murmuré.