Conseguí calmarme a fuerza de respirar hondo y me apresuré a volver a la enfermería. Mark, sentado a la mesa del cuarto donde habíamos desayunado, conversaba con Alice, que había vuelto del corral y se había puesto a lavar platos. Al verla alegre y relajada, sin rastro de la reserva que había mostrado conmigo, no pude evitar sentir celos.
– ¿Tienes algún día de descanso? -le estaba preguntando Mark.
– Medio a la semana. Cuando la cosa está tranquila, el hermano Guy deja que me coja uno entero.
Al verme entrar como una exhalación, se volvieron hacia mí.
– Tengo que hablar contigo, Mark.
Mi ayudante me siguió a nuestra habitación, donde le conté mi extraño encuentro con el hermano Athelstan.
– Ven conmigo. Y coge la espada. Parece más taimado que peligroso, pero toda precaución es poca.
Volvimos al patio, donde Bugge y su ayudante seguían quitando la nieve. Al pasar frente al establo, que tenía la puerta abierta, miré al interior. Un mozo apilaba heno ante la atenta mirada de los caballos, que lanzaban espesas bocanadas de vaho al gélido aire de la mañana. No era un trabajo para un muchacho tan enfermizo como Whelplay.
Empujé la puerta de la destilería. Allí dentro hacía calor. A través de una puerta lateral, vi que ardía un pequeño fuego. Una escalera conducía al secadero del primer piso. La sala principal, llena de barriles y tinas, estaba desierta. Noté que algo se movía sobre mi cabeza y di un respingo; al mirar al techo, vi que había gallinas posadas en las vigas.
– ¡Hermano Athelstan! -susurré.
Oímos un ruido a nuestras espaldas, y Mark se llevó la mano a la espada al tiempo que el escuálido monje surgía de detrás de un barril.
– Comisionado… -murmuró inclinando la cabeza-. Gracias por venir.
– Espero que hayáis tenido una buena razón para comportaros de esa manera en el excusado. ¿Estamos solos?
– Sí, señor. El cervecero está ausente mientras se seca el lúpulo.
– ¿No estropean las gallinas la cerveza? Esos animales lo ponen todo perdido…
El monje se acarició la rala barba con un gesto nervioso.
– El cervecero dice que le da más sabor.
– No sé si la gente de la ciudad estaría de acuerdo -comentó Mark.
El hermano Athelstan se acercó y me miró fijamente.
– Señor, ¿conocéis el apartado de las ordenanzas de lord Cromwell donde se dice que cualquier monje que tenga alguna queja puede acudir directamente a un representante suyo en lugar de al abad?
– La conozco. ¿Tenéis alguna queja?
– Información, más bien -respondió el hermano Athelstan, y respiró hondo-. Sé que lord Cromwell busca información sobre los delitos que puedan cometerse en las comunidades religiosas. He oído, señor, que sus informantes reciben una recompensa.
– Siempre que su información sea valiosa -repuse, observándolo con atención.
En mi trabajo he tenido que tratar a menudo con informadores, y puedo decir que nunca ha habido tantos individuos de esa odiosa ralea como en aquellos años. ¿Sería Athelstan el monje con el que iba a encontrarse Singleton la noche en que lo asesinaron? Sin embargo, no me parecía que aquel joven hubiera interpretado ese papel con anterioridad. Buscaba una recompensa, pero estaba asustado.
– Creía… creía que cualquier información sobre delitos que se hubieran cometido aquí os ayudaría a descubrir al asesino del comisionado Singleton…
– ¿Qué tenéis que contarme?
– Se trata de los obedienciarios, señor. No les gustan las nuevas disposiciones de lord Cromwell: los sermones en inglés, las reglas de vida más estrictas… Los he oído murmurar entre ellos, señor, en la sala capitular, antes de las reuniones de la comunidad.
– ¿Y qué habéis oído?
– Les he oído decir que las nuevas ordenanzas son una imposición de gente que no conoce ni aprecia la regla. El abad, el hermano Guy, el hermano Gabriel y mi jefe, el hermano Edwig. Todos piensan lo mismo.
– ¿Y el prior Mortimus?
Athelstan se encogió de hombros.
– Él nada a favor de la corriente.
– No es el único… Hermano Athelstan, ¿habéis oído decir a alguno de ellos que se debería restaurar la obediencia al Papa, o emitir juicios contra lord Cromwell o hacer comentarios sobre el divorcio del rey?
– No -respondió el monje tras unos instantes de vacilación-. Pero… podría decir que lo han hecho, señor, si fuera necesario.
Me eché a reír.
– Y la gente, por supuesto, os creería, sólo porque arrastráis los pies y vais con la cabeza gacha, ¿verdad? Pues yo no opino lo mismo.
Athelstan volvió a acariciarse la barba.
– Si puedo seros útil de algún otro modo -murmuró-, a vos o a lord Cromwell… Me sentiría muy honrado trabajando para él.
– ¿Por qué, hermano Athelstan? ¿No estáis a gusto aquí?
El rostro del monje se ensombreció. Era el rostro de un hombre débil y desgraciado.
– Trabajo en la contaduría, a las órdenes del hermano Edwig. Es un jefe duro.
– ¿Por qué? ¿Qué hace?
– Nos hace trabajar como esclavos. Si falta un mísero penique, se pone hecho una furia y nos obliga a repasar todas las cuentas. Hace algún tiempo cometí una pequeña falta, y ahora me tiene en la contaduría día y noche. Ha salido un momento; si no, no me habría atrevido a ausentarme tanto rato.
– Así que, como vuestro jefe os castiga por vuestros errores, pondríais al hermano Gabriel y a los demás en dificultades ante lord Cromwell, con la esperanza de que Su Señoría os facilitara una vida más cómoda…
Athelstan parecía perplejo.
– Pero ¿no quiere que los monjes le informemos, señor? Mi única intención es ayudarlo.
Solté un suspiro.
– Estoy aquí para investigar la muerte del comisionado Singleton, hermano. Si tenéis alguna información relevante al respecto, os escucho. En caso contrario, no me hagáis perder el tiempo.
– Lo siento.
– Podéis marcharos.
El joven monje parecía a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor y abandonó la destilería a toda prisa.
– ¡Dios, qué criatura! -exclamé dándole una patada a un barril y riendo con exasperación-. Bueno, esto no nos lleva a ninguna parte.
– ¡Informadores! No traen más que problemas -opinó Mark.
De pronto, soltó una maldición y se apartó de un salto, pues una de las gallinas del techo acababa de ponerle perdida la capa.
– Sí, son como esas gallinas. Les da igual dónde caiga su mierda -dije dando vueltas por la destilería-. Jesús, ese majadero casi me mata del susto en las letrinas. Creía que era el asesino, decidido a acabar conmigo.
Mark me miró muy serio.
– Confieso que no me gusta estar solo aquí. No me fío ni de mi sombra. Tal vez deberíamos permanecer juntos, señor.
Meneé la cabeza.
– No, hay mucho que hacer. Vuelve a la enfermería. Parece que te las apañas bien con Alice.
– Me está contando su vida de cabo a rabo -respondió Mark con una sonrisa satisfecha.
– Muy bien. Yo voy a visitar al hermano Gabriel. Tal vez quiera contarme algo de la suya. Supongo que no habrás tenido tiempo de explorar el lugar…
– No, señor.
– Pues no olvides hacerlo. Pídele unas fundas para los zapatos al hermano Guy. Y ten cuidado -añadí mirándolo muy serio.
Me detuve ante la puerta de la iglesia. Al ver a uno de los pinches de la cocina avanzando torpemente por la nieve con las calzas empapadas, me alegré de llevar las fundas de cuero del hermano Guy. Al parecer no había bastantes para los criados. Habría sido demasiado gasto; al hermano Edwig le habría dado un síncope.
Contemplé la portada de la iglesia. Alrededor de las grandes puertas de madera, de unas seis varas de altura, la piedra estaba profusamente labrada en forma de gárgolas y monstruos, destinados a ahuyentar a los demonios. Tenían los rostros erosionados por los siglos, pero sus rasgos todavía eran nítidos. Como las grandes catedrales, la iglesia del monasterio era un magnífico simulacro del cielo, construido para impresionar a los laicos. Una oración para sacar del purgatorio a un ser querido o una cura milagrosa ante una reliquia tendría cien veces más peso en aquel escenario. Empujé la puerta y penetré en el cavernoso interior.
A mi alrededor, los grandes arcos de la bóveda se alzaban casi treinta varas sobre relucientes columnas pintadas de negro y rojo. El suelo era de baldosas azules y amarillas. Un alto cancel de piedra ricamente decorado con pinturas de santos separaba el coro del resto de la nave. En su parte superior, se alzaban las estatuas de san Juan Bautista, la Virgen y Nuestro Señor, iluminadas con velas. Al fondo de la nave había un gran ventanal orientado al este, con una vidriera de dibujos geométricos amarillos y naranja, que inundaba la iglesia de una luz tenue, sedante y sobrenatural que suavizaba el caleidoscopio de colores. Los constructores sabían cómo crear ambiente, de eso no cabía duda.
Avancé lentamente por la nave. En los muros, las estatuas de santos alternaban con pequeños relicarios en cuyo interior se veían extraños objetos sobre pequeños cojines de satén. Un criado iba de uno a otro sustituyendo cansinamente las velas consumidas. Me detuve y eché un vistazo a las capillas laterales, que tenían sus propias imágenes y un pequeño altar iluminado con velas. Me dije que aquellas capillas, con sus altares protegidos por barandillas, sus estatuas y sus reclinatorios, eran buenos sitios para esconder cosas.
En algunas había monjes cantando misas privadas. Aterrorizado por las penas del purgatorio, más de un rico de la comarca debía de haber privado a su mujer y a sus hijos de buena parte de sus bienes para dejárselos a los monjes a cambio de que dijeran misas por su alma hasta el Día del Juicio. Me pregunté cuántos días de remisión del purgatorio se conseguirían allí con una misa; a veces se prometían cien y otras, mil. En cambio, quienes carecían de medios debían expiar sus pecados durante todo el tiempo que Dios hubiera dispuesto. Un purgatorio de chalanes, lo llamábamos los reformistas. El canto en latín empezaba a irritarme.
Al llegar al cancel, me detuve y alcé la vista. Convertido en vaho, pues en la iglesia hacía tanto frío como fuera, mi aliento se disipaba en el aire teñido de amarillo. Dos escalerillas laterales daban acceso a la parte superior del cancel. A esa altura, había una estrecha galería protegida por una barandilla que se extendía a lo largo de la iglesia. Sobre ella, los muros se curvaban gradualmente hacia la enorme bóveda del techo. A la izquierda, vi una enorme grieta en medio de una mancha de humedad que bajaba desde el techo hasta cerca del suelo. Recordé que, en realidad, las iglesias y catedrales normandas no eran tan sólidas como parecían; los muros podían tener seis varas de espesor, pero entre los caros sillares de piedra que constituían la pared interior y exterior solía haber un relleno de ripio.
A lo largo de la fisura, los sillares y el yeso que los unía estaban descoloridos. En el suelo había un montón de cascotes. Sobre la galería advertí una sucesión de hornacinas con estatuas dispuestas a intervalos regulares; todas ellas representaban a san Donato inclinado sobre un cadáver, la misma imagen que aparecía en el sello del monasterio.
La grieta afectaba a una de las hornacinas, cuya descolorida estatua yacía sobre el suelo de la galería. Frente al arranque de la grieta había una extraordinaria maraña de poleas y cuerdas que, atadas al muro por detrás de la galería, pendían sobre el vacío hasta desaparecer en la oscuridad del campanario, donde debían de estar atadas por el otro extremo.
De las cuerdas colgaba un cesto de madera lo bastante amplio para dar cabida a dos hombres. Presumiblemente, el entramado de cuerdas y poleas permitía desplazarlo y había servido también para retirar la estatua. Era un sistema ingenioso pero poco seguro; para hacer una reparación en toda regla, habría que colocar andamios. El tesorero tenía razón al decir que una reparación completa resultaría enormemente cara. No obstante, si no la realizaban, el agua y la escarcha seguirían haciendo su trabajo, y la grieta se abriría hasta amenazar toda la estructura. La cabeza me daba vueltas sólo de imaginar que el grandioso edificio se me venía encima.
Aparte de los susurros de las capillas laterales, la iglesia estaba en silencio, pero al cabo de unos instantes oí un débil murmullo de voces y seguí su rastro hasta una pequeña puerta entreabierta.
– Tengo derecho a interesarme por él -afirmó una voz profunda, que reconocí como la del hermano Gabriel.
– Si os pasáis el día merodeando por la enfermería, la gente volverá a murmurar -replicó el prior con aspereza.
Un instante después, el hermano Mortimus salió con una expresión colérica en el rubicundo rostro y me miró sorprendido.
– Estaba buscando al sacristán para que me enseñara la iglesia.
– Encontraréis al hermano Gabriel ahí dentro, señor -dijo el prior indicando la puerta con un movimiento de la cabeza-. Con este frío, estará encantado de levantarse del escritorio. Buenos días.
El prior inclinó la cabeza rápidamente y se alejó haciendo resonar la nave con sus pisadas.
El sacristán estaba sentado a un escritorio cubierto de partituras musicales, en un pequeño despacho sin ventanas y atestado de libros. Una estatua de la Virgen con la nariz rota, apoyada contra una pared, daba a la gélida habitación un aspecto deprimente. El hermano Gabriel estaba inclinado sobre la mesa y se había echado una gruesa capa sobre el hábito; una expresión preocupada cubría de arrugas su rostro, un rostro en cierto modo fuerte, alargado y huesudo, aunque los labios esbozaban una mueca amarga y bajo los ojos había grandes bolsas. Al verme, se levantó y me dedicó una sonrisa forzada.
– Doctor Shardlake… ¿En qué puedo ayudaros, comisionado?
– Confiaba en que pudierais enseñarme la iglesia, hermano sacristán, y el escenario de la profanación.
– Si así lo deseáis, señor… -murmuró el sacristán sin entusiasmo, pero se puso en pie y me acompañó fuera.
– Sois el encargado de la música, así como del cuidado de la iglesia, ¿verdad, hermano?
– Sí, y de la biblioteca. También puedo enseñárosla si lo deseáis.
– Gracias. Tengo entendido que el novicio Whelplay solía ayudaros con la música…
– Antes de que lo mandaran a helarse en el establo -respondió el hermano Gabriel con amargura-. Tiene mucho talento, aunque le pierde el exceso de entusiasmo -aseguró al cabo de unos instantes con voz más calmada. Luego, mirándome con angustia, murmuró:-. Perdonadme, pero vos os alojáis en la enfermería… ¿Sabéis cómo está?
– El hermano Guy cree que se recuperará.
– ¡Alabado sea Dios! Pobre muchacho… -musitó el sacristán santiguándose.
A medida que me enseñaba la iglesia, el hermano Gabriel iba animándose y contándome la historia de esta o aquella estatua, describiéndome la arquitectura del edificio o ponderándome la belleza de los vitrales. Parecía hallar alivio a su angustia en las palabras, sin caer en la cuenta de que, como reformista, yo no podía aprobar las cosas que me estaba mostrando. Mi impresión de encontrarme ante un hombre ingenuo e idealista se reforzaba por momentos. Pero las personas como él también podían ser fanáticos, y el sacristán era un hombre alto y fuerte, de largos y delicados dedos, pero también de gruesas y fuertes muñecas que habrían podido manejar una espada perfectamente.
– ¿Siempre habéis sido monje? -le pregunté.
– Profesé a los diecinueve años. No he conocido otra vida. Ni la he deseado -aseguró deteniéndose ante una gran hornacina que carecía de estatua.
Alrededor del pedestal, cubierto con una tela negra, había un enorme montón de bastones, muletas y otros utensilios empleados por los tullidos, entre los que vi un pesado collarín como los que suelen llevar los niños contrahechos para que se les enderece la espalda; yo mismo había usado uno, que no me había servido de nada.
– Ahí es donde estaba la mano del Buen Ladrón -suspiró el hermano Gabriel-. Es una pérdida terrible; ha curado a muchas personas desgraciadas. -Mientras hablaba, lanzó la inevitable mirada a mi espalda; luego apartó la vista e hizo un gesto hacia el montón de muletas-. Todas estas cosas pertenecían a gente a la que curó el Buen Ladrón a lo largo de los años. Ya no las necesitaban y las dejaron ahí como muestra de gratitud.
– ¿Cuánto tiempo llevaba la reliquia aquí?
– La trajeron de Francia los monjes que fundaron San Donato en mil ochenta y siete. Llevaba siglos en Francia y antes, en Roma.
– Creo que el relicario era valioso. De oro con esmeraldas incrustadas.
– Los enfermos pagaban gustosos por tocarlo, ¿sabéis? Se sintieron muy decepcionados cuando las ordenanzas prohibieron exhibir reliquias a cambio de donativos.
– Supongo que es muy grande…
El hermano Gabriel asintió.
– En la biblioteca hay un grabado. Si queréis verlo…
– Me gustaría, sí. Gracias. Decidme, ¿quién descubrió que la reliquia había desaparecido?
– Fui yo. Y también la profanación del altar.
– Contadme cómo ocurrió, por favor.
Me senté en el saliente de un contrafuerte. Tenía la espalda mucho mejor, pero prefería no permanecer de pie demasiado tiempo.
– Me levanté hacia las cinco, como de costumbre, y vine a preparar la iglesia para los maitines. Por la noche, sólo dejo unas cuantas velas encendidas ante las imágenes, así que cuando entré con mi ayudante, el hermano Andrew, no vi nada extraño. Fuimos al coro; Andrew prendió las velas de los candeleros y yo abrí los libros de oración por la página que tocaba leer esa mañana. Al aumentar la luz, Andrew descubrió un rastro de sangre y me llamó. Llevaba al presbiterio. -El sacristán se estremeció-. Allí, sobre el altar mayor, había un gallo negro degollado. Dios se apiade de nosotros… Plumas negras manchadas de sangre en el mismo altar y una vela encendida en cada extremo, emulando un ritual satánico -murmuró el sacristán y se santiguó.
– ¿Podéis mostrarme el sitio, hermano?
– La iglesia ha sido reconsagrada -dijo el sacristán tras una vacilación-, pero no sé si conviene revivir lo ocurrido ante el mismo altar.
– Aun así, debo pediros…
A regañadientes, el hermano Gabriel me precedió por una puerta practicada en el cancel que conducía al coro. En ese momento recordé que, según Goodhaps, los monjes parecían más afectados por la profanación que por la muerte de Singleton.
En el coro había dos filas de bancos ricamente tallados y ennegrecidos por los años, colocadas una frente a otra sobre el suelo de baldosas.
– Aquí empezaba el rastro de sangre -dijo el sacristán señalando el suelo-. Llegaba hasta allí.
Lo seguí hasta el presbiterio, donde se alzaba el altar, cubierto con un mantel blanco. Detrás había un retablo primorosamente tallado y decorado con pan de oro. El aire estaba saturado de incienso. El hermano Gabriel señaló dos ornamentados candeleros de plata situados, a cierta distancia uno de otro, en el centro del altar, donde se colocan la patena y el cáliz durante la misa.
– Estaba ahí.
En mi opinión, la misa debería ser una sencilla ceremonia en inglés, para que los hombres pudieran meditar sobre su relación con Dios, sin la distracción de un decorado aparatoso ni de las fiorituras del latín. Tal vez por eso, o quizá por los hechos que habían ocurrido allí, al contemplar el adornado altar a la tenue luz de las velas, tuve una súbita percepción del mal, tan intensa que me estremecí. La percepción, no de un crimen ordinario, ni de unos cuantos pecados furtivos, sino del mal mismo en acción.
– Hace veinte años que profesé -dijo el hermano Gabriel con el rostro ensombrecido por la tristeza-. En los días más oscuros y fríos del invierno, durante los maitines, contemplaba el altar, y fuera cual fuese el peso que agobiara mi alma, se desvanecía con el primer rayo de sol que se filtraba por la vidriera del lado este. Me sentía lleno de la promesa de luz, de la promesa de Dios. Pero ahora nunca podré mirar el altar sin que aquella escena acuda a mi mente. Fue obra del Diablo.
– No obstante, hermano -murmuré-, el autor del crimen fue un hombre, y mi misión es encontrarlo. -Volví al coro, me senté en uno de los bancos e indiqué al sacristán que se sentara a mi lado-. Cuando descubristeis aquella atrocidad, hermano Gabriel, ¿qué hicisteis?
– Le dije al hermano Andrew que debíamos comunicárselo al prior. Pero en ese momento se abrió la puerta que comunica con los dormitorios y un hermano se acercó corriendo y nos dijo que habían asesinado al comisionado. Entonces abandonamos la iglesia con él.
– ¿Y advertisteis que la reliquia había desaparecido?
– No. Eso fue más tarde. Sobre las once, pasé junto a la hornacina y vi que estaba vacía. Sin duda debieron de hacerlo al mismo tiempo.
– Tal vez. Vos también entraríais por la puerta que comunica los dormitorios con la iglesia… ¿Permanece cerrada con llave durante la noche?
– Por supuesto. La abrí yo.
– Así que quien profanó la iglesia tuvo que entrar por la puerta principal, que no se cierra con llave, ¿me equivoco?
– No. Nuestro deseo es que tanto los monjes como los criados y los visitantes puedan entrar en la iglesia siempre que lo deseen.
– Y vos llegasteis poco después de las cinco. ¿Estáis seguro?
– He seguido la misma rutina durante los últimos ocho años.
– Así pues, el intruso que sacrificó el gallo y probablemente también robó la reliquia actuó en la semioscuridad. Tanto la profanación como el asesinato de Singleton se cometieron entre las cuatro y cuarto, cuando Bugge se encontró con el comisionado, y las cinco, cuando vos entrasteis en la iglesia. Fuera quien fuese, trabajó deprisa. Eso implica que conocía muy bien la distribución de la iglesia.
– Sí, no cabe duda -murmuró el sacristán mirándome con atención.
– Pero la gente de la ciudad no suele venir a oír misa al monasterio… Cuando acuden a celebrar fiestas especiales o a rezar a las reliquias, ¿se les permite pasar más allá del cancel?
– No. Al coro y al presbiterio sólo pueden acceder los monjes.
– Entonces, los únicos que conocen todas esas normas y la distribución de la iglesia son los monjes… y algún criado que trabaje aquí, como ese hombre al que he visto encendiendo las velas en la nave.
– Geoffrey Walters tiene setenta años y está sordo -repuso el hermano Gabriel mirándome muy serio-. Los criados de la iglesia llevan años aquí. Los conozco bien y es inconcebible que alguno de ellos haya hecho algo así. Debo discrepar. Creo que podría tratarse de alguien de fuera… -murmuró tras unos instantes de vacilación.
– Os escucho.
– Este otoño, he visto luces en la marisma algunas mañanas, al levantarme; la ventana de mi celda da a ese lado. Creo que los contrabandistas han vuelto a las andadas.
– El abad me habló de ellos. Pero creía que la marisma era peligrosa…
– Lo es. Pero los contrabandistas conocen senderos que pasan junto al montículo en el que se alzan las ruinas de la iglesia primitiva, cerca del río. Se les permite que carguen allí las barcas con lana de contrabando para Francia. El abad se queja a las autoridades de vez en cuando, pero no sirve de nada. Sin duda, algunos funcionarios sacan tajada.
– De modo que alguien que conozca esos senderos podría haber entrado en el monasterio esa noche y vuelto a salir…
– Es posible. En esa zona, el muro está en muy malas condiciones.
– ¿Le habéis comentado alguna vez al abad lo de las luces?
– No. Como ya os he dicho, está cansado de quejarse a las autoridades. He tenido demasiadas preocupaciones para pensar con claridad, pero ahora… -El rostro del sacristán se animó súbitamente-. Tal vez sea ésa la respuesta. Esos hombres son delincuentes, y un pecado puede conducir a otro, incluso al sacrilegio…
– Por supuesto, para la comunidad sería de lo más conveniente que la culpa recayera en alguien de fuera.
– Doctor Shardlake -dijo el sacristán volviéndose hacia mí con viveza-, puede que para vos nuestras oraciones y nuestra devoción a las reliquias de los santos no sean más que ridículas ceremonias realizadas por hombres que llevan una vida fácil mientras fuera el mundo sufre y gime. -Yo me limité a inclinar la cabeza, y el hermano siguió hablando con repentino apasionamiento-: Nuestra vida de oración y culto es un esfuerzo por aproximarnos a Cristo, por estar más cerca de su luz y más lejos del mundo del pecado. Cada oración, cada misa es un intento de acercarnos a él; cada estatua, cada ceremonia y cada fragmento de vitral es un recordatorio de su gloria, un medio que nos ayuda a alejarnos de la maldad del mundo.
– Veo que lo creéis sinceramente, hermano.
– Sé que vivimos más cómodamente de lo que deberíamos y que nuestra ropa y nuestra comida no son las que prescribió san Benito. Pero nuestro propósito es el mismo.
– ¿Buscar la comunión con Dios?
– Sí, y eso no es fácil… -respondió el sacristán mirándome fijamente-. Quien piense lo contrario se equivoca. La humanidad pecadora está llena de impulsos malvados, sembrados por el Demonio. Y no creáis que los monjes somos inmunes, señor. A veces pienso que cuanto más aspiramos a acercarnos a Dios, más empeño pone el Demonio en tentarnos y con más fuerza tenemos que luchar contra él.
– ¿Y se os ocurre alguien que pudiera haber sucumbido a la tentación de asesinar? -le pregunté con calma-. Recordad que hablo con la autoridad del vicario general y, a través de él, con la del rey, cabeza suprema de la Iglesia.
El hermano Gabriel me miró directamente a los ojos.
– No puedo creer que ningún miembro de nuestra comunidad sea capaz de hacer algo así. De otro modo, habría informado al abad. Ya os he dicho que en mi opinión el asesino es alguien de fuera.
Asentí.
– Sin embargo, sabemos que aquí se han cometido graves pecados, ¿no es así? Recordad el escándalo que acabó con el anterior prior… Y un pecado puede llevar a otro mayor.
– Entre… aquellas cosas… y lo que ocurrió la semana pasada hay mucha distancia -murmuró el sacristán ruborizándose-. Además, todo aquello pertenece al pasado -añadió levantándose y alejándose unos pasos.
Yo lo imité y me acerqué a él. Tenía el rostro tenso y la frente cubierta por una película de sudor, a pesar del frío.
– No del todo, hermano. El abad me ha explicado que el castigo de Simón Whelplay se debía en parte a que abrigaba ciertos sentimientos hacia otro monje. Hacia vos.
– ¡Es un niño! -exclamó el sacristán volviéndose con viveza-. Yo no soy responsable de los pecados con que fantaseaba su pobre cabeza. Ni siquiera sabía nada hasta que se confesó con el prior Mortimus; de lo contrario, le habría puesto fin. Sí, es cierto, he yacido con otros hombres, pero me he confesado y arrepentido, y no he vuelto a pecar. Bien, comisionado, ya lo sabéis. Sé que a la gente del vicario general le encantan estas historias.
– Sólo busco la verdad. No hurgaría en vuestra alma por simple diversión.
El hermano Gabriel iba a replicar, pero se contuvo y respiró hondo.
– ¿Deseáis visitar la biblioteca?
– Sí, por favor. Por cierto, he visto la grieta del muro de la iglesia -dije tras recorrer parte de la nave en silencio-. Será una obra enorme. ¿El prior no aprobará el gasto?
– No. El hermano Edwig dice que no podemos sobrepasar el presupuesto anual. Y eso apenas basta para frenar el deterioro.
– Comprendo. -«En tal caso -me dije-, ¿por qué hablaban el abad y el hermano Edwig de vender tierras para conseguir dinero?»-. Los contables siempre piensan que lo más barato es lo mejor -añadí filosóficamente- y escatiman y ahorran hasta que todo se hunde a su alrededor.
– El hermano Edwig cree que ahorrar es un deber sagrado -murmuró el sacristán con amargura.
– Ni él ni el prior parecen demasiado dados a la caridad.
El hermano Gabriel me miró, pero me precedió fuera de la iglesia sin decir nada.
Al contacto con la blanca y fría luz de la mañana, empezaron a llorarme los ojos. El sol ya estaba alto y, si no calor, daba claridad. Había más caminos abiertos en la nieve y algunos hábitos negros empezaban a surcar la inmaculada extensión del patio.
El edificio de la biblioteca se alzaba junto a la iglesia y era sorprendentemente grande. La luz entraba a raudales por las altas ventanas y bañaba las estanterías, llenas de libros. Los escritorios estaban vacíos, salvo por un novicio que se rascaba la cabeza, inclinado sobre un grueso volumen, y un monje anciano que copiaba laboriosamente un manuscrito en una esquina de la sala.
– No hay mucha gente estudiando -observé.
– La biblioteca suele estar vacía -dijo el hermano Gabriel con pesar-. Si alguien quiere consultar un libro, acostumbra a llevárselo a la celda -añadió acercándose al anciano-. ¿Cómo va el trabajo, Stephen?
El monje alzó la cabeza y nos miró con los ojos entrecerrados.
– Despacio, hermano Gabriel.
Eché un vistazo a su trabajo. Estaba copiando una Biblia antigua, cuyo texto enmarcaba las ilustraciones con intrincado primor, y los colores, apenas ajados por el paso de los siglos, destacaban con nitidez en el grueso pergamino. Sin embargo, la copia del monje era un torpe remedo de letras inseguras y desiguales e ilustraciones de colores chillones.
– Nec áspera terrent, hermano, que no os arredren las dificultades -dijo el sacristán dándole una palmada en el hombro-. Os mostraré el grabado de la mano de san Dimas -añadió volviéndose hacia mí.
El hermano Gabriel me condujo por una escalera de caracol hasta el piso superior, donde había aún más libros, innumerables anaqueles atestados de volúmenes antiguos. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo.
– Nuestra colección. Algunos de nuestros libros son copias de obras griegas y romanas realizadas en la época en que copiar era un arte. Hace tan sólo cincuenta años, los escritorios de ahí abajo estaban llenos de hermanos que copiaban libros. Pero desde que inventaron la imprenta nadie quiere manuscritos iluminados; prefieren libros baratos, con sus horribles letras cuadradas, apretujadas unas contra otras.
– Puede que los libros impresos no sean tan bonitos, pero han puesto la palabra de Dios al alcance de todo el mundo.
– ¿Y está al alcance de todo el mundo comprenderla? -replicó el sacristán con viveza-. ¿Sin ilustraciones ni arte para estimular nuestro respeto y nuestra reverencia? -Cogió un viejo manuscrito de un anaquel, lo abrió y empezó a toser en medio del polvo que había levantado. Diminutas criaturas pintadas danzaban traviesamente entre las líneas del texto griego-. Se cree que es una copia de Sobre la comedia, una obra perdida de Aristóteles -dijo el hermano Gabriel-. Por supuesto, es una falsificación, realizada en Italia en el siglo trece, pero no por ello menos hermosa. -El sacristán cerró el manuscrito y señaló un enorme volumen que había en un estante, debajo de una colección de planos enrollados. Empezó a bajarlos y yo cogí uno con intención de ayudarlo. Para mi sorpresa, me lo arrebató de las manos con brusquedad-. ¡No! ¡No los toquéis! -Arqueé las cejas, y el sacristán se sonrojó-. Lo siento. No… no quería que os llenarais de polvo.
– ¿Qué son?
– Planos antiguos del monasterio. El cantero los consulta de vez en cuando -explicó, sacando el manuscrito de debajo. Era tan grande que a duras penas pudo bajarlo y llevarlo hasta un escritorio-. Es una historia ilustrada de los tesoros del monasterio. Tiene doscientos años de antigüedad -dijo pasando las páginas con cuidado»
Se veían reproducciones en color de las estatuas de la iglesia y otros objetos, como el facistol del refectorio, en cuyo pie figuraban las medidas y una descripción en latín. Las dos páginas centrales contenían una ilustración en color de un gran relicario cuadrado, adornado con piedras preciosas. Tras un panel de cristal, sobre un cojín púrpura, se veía una mano humana momificada, en la que se distinguían todos los tendones y las articulaciones, unida a un trozo de madera oscura por un grueso clavo que atravesaba la palma. Según rezaba el pie, el relicario tenía dos pies de lado por uno de fondo.
– Así que éstas son las famosas esmeraldas… -murmuré-. Son enormes. Tal vez robaran el relicario por el valor de las piedras y el oro.
– Quizá. Aunque cualquier cristiano que lo hiciera perdería su alma inmortal.
– Creía que los ladrones que fueron crucificados con Cristo no tenían las manos clavadas a la cruz, sino atadas, para prolongar su sufrimiento, tal como aparecen en las pinturas religiosas.
El hermano Gabriel suspiró.
– Nadie lo sabe con certeza. Los Evangelios dicen que Nuestro Señor fue el primero en morir, pero tal vez se debiera a que antes lo habían torturado.
– El engañoso poder de las pinturas y las estatuas… -murmuré-. Es paradójico, ¿no os parece?
– ¿Qué queréis decir, señor?
– Esa era la mano de un ladrón. Y ahora, convertida en reliquia que la gente pagaba por ver hasta que fueron prohibidas, se ha transformado en objeto robado.
– Puede que para vos sea una paradoja -repuso el sacristán en voz baja-, pero para nosotros es una tragedia.
– ¿Podría cargar con el relicario un solo hombre?
– En la procesión de Pascua lo llevan dos. Probablemente, un hombre fuerte podría cargar con él, aunque no mucho rato.
– ¿El suficiente para llegar a la marisma, quizá?
El sacristán asintió.
– Quizá.
– Entonces, creo que ha llegado el momento de echar un vistazo ahí fuera, si sois tan amable de indicarme el camino.
– Por supuesto. Hay una puerta en esa parte del muro.
– Gracias, hermano Gabriel. Vuestra biblioteca es fascinante.
El sacristán me acompañó hasta el patio y señaló hacia el cementerio.
– Seguid el camino hasta allí. Una vez que dejéis atrás la huerta y el estanque, veréis la puerta. Pero habrá mucha nieve…
– Llevo fundas en los zapatos. Bien, sin duda volveremos a vernos a la hora de la cena. Me acompañará mi joven ayudante -añadí sonriendo con intención.
– Ah, sí… Por supuesto -murmuró el sacristán sonrojándose y bajando la cabeza.
– Hermano, os agradezco vuestra ayuda y vuestra franqueza.
Buenos días.
Le hice una inclinación y me puse en camino. A los pocos pasos me volví y lo vi caminando despacio hacia la iglesia con la cabeza gacha.