10

Al despertar, tardé en comprender dónde estaba. El sol de una mañana inusualmente clara inundaba de luz blanca una habitación desconocida. Al cabo, lo recordé todo y me incorporé en la cama. Mark, que había vuelto a dormirse cuando regresé de hablar con el novicio, estaba levantado; había alimentado el fuego y, desnudo de cintura para arriba, se estaba afeitando ante una palangana de agua humeante. Tras la ventana, los rayos del sol se reflejaban en la espesa capa de nieve que lo cubría todo y sobre la que no se más veían más huellas que las pisadas de los pájaros.

– Buenos días, señor -dijo Mark sin apartar la vista del viejo espejo de latón.

– ¿Qué hora es?

– Las nueve pasadas. El hermano Guy dice que el desayuno nos espera en la cocina. Suponía que estaríamos cansados y nos ha dejado dormir.

– No podemos perder el tiempo durmiendo -gruñí apartando la ropa de la cama-. Venga, acaba con eso y ponte la camisa -lo apremié, empezando a vestirme.

– ¿No os vais a afeitar?

– No creo que mi barba asuste a nadie. -La magnitud del trabajo pendiente absorbía todos mis pensamientos-. Vamos, acaba de una vez. Quiero recorrer el monasterio y hablar con los obedienciarios. Y tú tienes que encontrar una ocasión para verte a solas con Alice. Luego, das un paseo y buscas posibles escondites para esa espada. Tenemos que avanzar tan rápido como podamos; ha surgido un nuevo problema -añadí, y le conté mi visita nocturna a Whelplay mientras me ataba las calzas.

– ¿Más muertos? ¡Jesús! Esta madeja está cada vez más enredada.

– Lo sé. Y tenemos poco tiempo para desenredarla. ¡Vamos!

Salimos al pasillo y nos dirigimos al despacho del hermano Guy. Lo encontramos sentado al escritorio, leyendo el manuscrito árabe.

– ¡Ah, ya estáis levantados! -exclamó con su habitual afabilidad.

El enfermero cerró el libro y nos acompañó a un pequeño cuarto, en el que había más manojos de hierbas colgados de ganchos. Nos invitó a sentarnos a la mesa y nos sirvió pan, queso y una jarra de cerveza suave.

– ¿Cómo está vuestro paciente? -le pregunté mientras comíamos.

– Algo más tranquilo, gracias a Dios. Le ha bajado la fiebre y ahora duerme profundamente. El abad vendrá a verlo durante la mañana.

– Decidme, ¿cuál es la historia del novicio Whelplay?

– Es hijo de un pequeño granjero de las cercanías de Tonbridge. Simón es de esas personas demasiado frágiles para la dureza del mundo -murmuró el hermano Guy con una sonrisa triste-, un muchacho muy vulnerable. Quienes son como él suelen cobijarse en sitios como éste, que en mi opinión es donde Dios quiere que estén.

– Un refugio seguro frente al mundo, ¿no?

– Las personas como el hermano Simón sirven a Dios y al mundo con sus oraciones. ¿No es eso mejor que la vida de burlas y malos tratos que suelen padecer en el exterior? Aunque, dadas las circunstancias, no puede decirse que aquí haya encontrado un auténtico refugio.

– No -dije mirándolo muy serio-. Aquí también recibe burlas y malos tratos. Cuando acabemos de desayunar, hermano, me gustaría que me acompañarais a la cocina, donde encontrasteis el cadáver. Me temo que debemos actuar con rapidez.

– Por supuesto. Pero no puedo dejar solos a mis pacientes demasiado tiempo…

– Media hora será suficiente. -Le di el último sorbo a la cerveza, me levanté y me puse la capa-. El señor Poer se quedará en la enfermería; le he dado la mañana libre. Cuando gustéis, hermano.

Cruzamos la sala, en la que Alice atendía al mismo anciano de la víspera, uno de los hombres más viejos que había visto en mi vida; se encontraba acostado y respiraba despacio y con esfuerzo. El contraste con su rollizo vecino, que estaba incorporado en la cama jugando a las cartas solo, no podía ser mayor. El monje ciego dormitaba en un sillón.

El enfermero abrió la puerta, pero tuvo que retroceder para evitar que la nieve acumulada le cayera encima.

– Tendremos que ponernos fundas en los zapatos, o se nos empaparán los pies -dijo y, pidiéndome que lo excusara, volvió a la enfermería y me dejó contemplando el patio tras el vaho de mi aliento.

Bajo un cielo uniformemente azul, el aire estaba tan inmóvil y helado como pocas veces lo había visto. La capa de nieve tenía unos dos palmos de espesor y una esponjosidad que sólo es habitual en lo más crudo del invierno y que dificulta especialmente los movimientos. Yo había cogido el bastón, porque, dado mi escaso sentido del equilibrio, temía caerme.

El hermano Guy regresó al cabo de unos instantes trayendo varias gruesas fundas de cuero.

– Tendré que repartirlas entre los monjes que deben trabajar fuera -comentó.

Nos atamos las fundas y empezamos a abrirnos paso por la nieve, que nos llegaba hasta cerca de las rodillas y hacía parecer aún más negro el rostro del hermano enfermero. La puerta de la cocina estaba a un tiro de piedra y la enfermería compartía una pared con el edificio principal, de modo que pregunté al hermano si se podía acceder a ella por el interior.

– Existía un pasadizo -respondió-, pero lo tapiaron cuando se declaró la Peste Negra, para evitar la extensión de la epidemia, y no ha vuelto a abrirse. Una medida acertada.

– Anoche, cuando vi a Simón, temí que tuviera la peste. La he visto de cerca, y es algo terrible. Pero supongo que la producen los miasmas del aire de las ciudades.

– Por suerte, yo apenas he tratado casos de peste. Los males con los que suelo enfrentarme son consecuencia de pasar demasiado tiempo de pie rezando en el frío de la iglesia. Y de la vejez, claro.

– Tenéis otro paciente que tampoco parece encontrarse muy bien. El anciano.

– Sí, el hermano Francis. Tiene noventa y cuatro años. Es tan viejo que ha vuelto a la primera infancia. Tiene fiebres. Me temo que podría estar cerca del final de su peregrinaje en esta tierra.

– ¿Qué tiene el monje grueso?

– Llagas varicosas, como el hermano Septimus, pero mucho peores. Se las he drenado, y ahora está haciendo reposo -respondió el enfermero sonriendo con suavidad-. Creo que me costará echarlo. La gente se resiste a abandonar la enfermería. El hermano Andrew se ha convertido en un inquilino permanente. Se quedó ciego siendo mayor y no se atreve a salir. Ha perdido la confianza en sí mismo.

– ¿Tenéis muchos monjes ancianos a vuestro cuidado?

– Una docena. Los hermanos suelen vivir hasta edades muy avanzadas. Tengo cuatro que pasan de los ochenta.

– Están a salvo de las preocupaciones y las penalidades de la mayoría de la gente.

– O puede que la fe fortalezca el cuerpo tanto como el alma. Ya hemos llegado -dijo el hermano Guy empujando la pesada puerta de roble.

Tal como me había explicado la noche anterior, un corto pasillo conducía a la puerta interior de la cocina, que permanecía abierta. Al acercarnos, nos llegó ruido de voces y traqueteo de cacharros y nos envolvió un delicioso aroma a pan recién cocido. En el interior, que era amplio y estaba limpio y ordenado, media docena de criados se afanaba en preparar el almuerzo.

– Entonces, hermano, cuando entrasteis la otra noche, ¿dónde estaba el cuerpo?

El enfermero avanzó unos pasos bajo las miradas de curiosidad de los criados.

– Justo aquí, junto a la mesa grande. Estaba boca arriba, con las piernas apuntando hacia la puerta. La cabeza había ido a parar allí -añadió, señalando una cuba de hierro en la que podía leerse: «Manteca.»

Seguí su mirada, igual que los criados. Uno de ellos se santiguó.

– Es decir, que acababa de cruzar la puerta cuando lo atacaron -murmuré.

Cerca de la mesa había un enorme aparador, tras el que el asesino podía haberse ocultado antes de saltar sobre Singleton y asestarle el golpe. Me acerqué al mueble y azoté el aire con el bastón. El criado que estaba más cerca retrocedió asustado-. Sí, hay sitio de sobra para blandir una espada. Yo diría que ocurrió de ese modo.

– Con un arma bien afilada y un brazo fuerte, sí, es posible -dijo el hermano Guy, pensativo.

– Habría que ser hábil y estar acostumbrado a manejar una espada de buen tamaño -dije, y me volví hacia los criados-. ¿Quién es el cocinero jefe?

Un individuo barbudo con el delantal cubierto de manchas dio un paso al frente e inclinó la cabeza.

– Ralph Spenlay, señor.

– Tú eres el jefe de cocina y como tal tienes una llave de la puerta exterior, ¿no es así, Spenlay?

– Sí, comisionado.

– ¿Y esa puerta es la única vía de entrada?

– En efecto.

– ¿Se cierra con llave la puerta interior?

– No es necesario, porque el único modo de llegar a ella es a través de la puerta del patio.

– ¿Quién más tiene llave?

– El enfermero, el abad y el prior, comisionado. Y, por supuesto, el señor Bugge, el portero, para sus rondas nocturnas. Nadie más. Yo vivo en el monasterio; abro por la mañana y cierro por la noche. Si alguien quiere la llave, me la pide a mí. De otro modo, la gente robaría comida, ¿comprendéis? Les da igual que sea para la mesa de los monjes. Alguna mañana, incluso he visto al hermano Gabriel remoloneando en el pasillo, esperando que nos diéramos la vuelta para coger algo. Y eso que es el sacristán…

– ¿Qué ocurre cuando estás enfermo, o ausente, y alguien necesita entrar?

– Tiene que pedirle la llave al señor Bugge o al prior. -El hombre sonrió-. Y a ninguno de los dos les gusta que los molesten, si no es para algo importante.

– Gracias, Spenlay, me has sido de gran ayuda -dije extendiendo la mano y cogiendo un dulce de una bandeja.

El cocinero me lanzó una mirada de reproche.

– Excelente. No os entretengo más, hermano Guy. Ahora querría ver al tesorero, si sois tan amable de indicarme el camino.


Siguiendo las indicaciones del enfermero, volví al patio y avancé con precaución por la nieve, que crujía bajo las fundas de cuero de mis zapatos. Esa mañana el monasterio estaba mucho más tranquilo que el día anterior, pues ni hombres ni perros parecían dispuestos a abandonar los edificios. Cuanto más lo pensaba, más evidente me parecía que sólo un experto espadachín habría podido deslizarse tras Singleton y cortarle la cabeza de un tajo. No podía imaginarme a ninguna de las personas que había conocido desde mi llegada haciendo algo parecido. El abad era fuerte, y el hermano Gabriel también, pero la habilidad con la espada es algo propio de caballeros, no de monjes. Al pensar en Gabriel, recordé las palabras del cocinero. Me habían dejado perplejo; el sacristán no parecía alguien a quien cupiera imaginar merodeando por la cocina para robar comida.

Recorrí el patio nevado con la mirada. El camino de Londres estaría impracticable; no era agradable saber que Mark y yo estábamos atrapados allí con un asesino. De pronto, caí en la cuenta de que, inconscientemente, avanzaba por el centro del patio, procurando no acercarme a las puertas y los lugares resguardados. Me estremecí. Caminar solo por aquel silencio blanco entre los altos muros del monasterio resultaba inquietante, de modo que fue un alivio ver a Bugge, que despejaba de nieve la entrada con la ayuda de otro criado.

Al ver que me acercaba, el portero alzó el rostro, enrojecido por el esfuerzo. Su compañero, un joven fornido con la cara cubierta de verrugas, me sonrió nerviosamente e inclinó la cabeza. Llevaban rato trabajando y apestaban a sudor.

– Buenos días, señor comisionado -dijo Bugge con inesperada amabilidad. Sin duda, le habían ordenado que me tratara con respeto.

– ¡Vaya tiempo!

– Y que lo digáis, señor. Ha vuelto a adelantarse el invierno.

– Puesto que ya nos conocemos, me gustaría hacerte algunas preguntas sobre las rondas nocturnas.

El portero asintió, clavó la pala en la nieve y apoyó las manos en ella.

– Todas las noches recorremos el monasterio dos veces, a las nueve y a las tres y media. David, aquí presente, o yo, hacemos una ronda completa y comprobamos todas las puertas.

– ¿Y las exteriores? ¿Permanecen cerradas durante la noche?

– De las nueve de la noche a las nueve de la mañana, cuando acaba el rezo de prima. Cuando están cerradas, aquí no se cuela ni un perro.

– Ni un perro ni un gato -se apresuró a confirmar el chico. Tal vez fuera feo, pero no parecía tonto.

– Los gatos pueden trepar -repuse-. Y las personas, también.

El portero me miró con expresión malhumorada.

– Pero no un muro de cuatro varas. Vos lo habéis visto, señor. No hay donde agarrarse. Nadie podría escalarlo.

– ¿No hay ninguna brecha en todo el perímetro?

– En la parte posterior, sí. Hay algún trozo en ruinas. Pero ese lado da a la marisma. Nadie se atrevería a acercarse por ese cenagal, especialmente de noche. No sería el primero que diera un paso en falso y desapareciera en el lodo. -El portero levantó una mano y la dejó caer-. ¡Glup!

– Si es imposible entrar, ¿por qué hacéis rondas?

Bugge se inclinó hacia mí, y tuve que retroceder para evitar el tufo a sudor; pero el portero no se dio por aludido.

– La gente es pecadora, señor, incluso aquí -murmuró en tono confidencial-. En la época del anterior prior las cosas se relajaron mucho. Nada más llegar, el prior Mortimus ordenó que hiciéramos rondas nocturnas y le informáramos inmediatamente cuando encontráramos a alguien fuera de la cama. Y eso es lo que hago. Sin miedo ni favoritismos -añadió con una sonrisa de satisfacción.

– ¿Qué me dices de la noche en que mataron al comisionado Singleton? ¿Viste algo que sugiriera la presencia de intrusos?

El portero negó con la cabeza.

– No, señor. Juraría que entre las tres y media y las cuatro y media estaba todo en orden, porque me tocó hacer esa ronda. Como de costumbre, comprobé la puerta exterior de la cocina, y estaba cerrada. Con el único que me crucé fue con el comisionado -añadió dándose importancia.

– Sí, eso he oído. ¿Dónde?

– Mientras hacía la ronda, pasé por el claustro, vi algo que se movía y le grité. Era el comisionado, completamente vestido.

– ¿Qué hacía levantado a esas horas?

– Dijo que tenía una cita, señor -respondió el portero sonriendo satisfecho-. Y que, si veía a uno de los hermanos y me decía que iba a encontrarse con él, lo dejara pasar.

– Así que iba a encontrarse con alguien…

– Eso parece. Y, además, estaba muy cerca de la cocina.

– ¿Qué hora sería?

– Sobre las cuatro y cuarto, diría yo. Estaba acabando mi ronda.

Hice un gesto hacia la imponente mole que se alzaba a sus espaldas.

– ¿Está cerrada la iglesia durante la noche?

– No, señor, nunca. Pero, antes de recorrer el claustro, entré a echar un vistazo, como siempre, y todo estaba normal. Luego, a las cuatro y media, terminé la ronda. El prior Mortimus me ha dado un pequeño reloj -dijo Bugge con orgullo-, y siempre compruebo la hora. Dejé a David de guardia y dormí un rato, hasta que me despertó el alboroto, a las cinco.

– De modo que el comisionado Singleton iba al encuentro de uno de los monjes… Entonces, parece que el terrible crimen que se cometió aquí hace una semana fue obra de un monje.

El portero titubeó.

– Yo lo único que digo es que no pudo entrar nadie de fuera. Eso es todo lo que sé. Es imposible.

– Imposible no, pero sí improbable -repuse asintiendo-. Gracias, Bugge, me has sido de gran ayuda.

Hundí el bastón en la nieve, di media vuelta y dejé que continuaran con su trabajo.


Volví sobre mis pasos hasta la puerta verde de la contaduría. Entré sin llamar y me encontré en una sala que me recordó mi propio mundo: paredes encaladas cubiertas de estanterías llenas de libros de contabilidad y listas y facturas clavadas en los pocos espacios libres. Dos monjes trabajaban sentados ante sendos escritorios. Uno, viejo y legañoso, contaba monedas. El otro, inclinado sobre un libro mayor, era el monje joven y barbudo que había perdido a las cartas la noche anterior. Tras ellos, había un cofre con la cerradura más grande que había visto en mi vida; los fondos de la abadía, sin duda.

Al verme entrar, los dos monjes se levantaron de un salto.

– Buenos días -dije, y mi aliento se convirtió en vaho al contacto con el gélido aire de la sala-. Busco al hermano Edwig.

El monje joven miró hacia una puerta interior.

– El hermano Edwig está con el abad…

– ¿Ahí dentro? Entonces me reuniré con ellos -dije avanzando hacia la puerta sin hacer caso de la mano que se alzaba para contenerme.

Empujé la hoja y me encontré al pie de una escalera que ascendía hasta un pequeño rellano cuya ventana ofrecía una vista de la marisma nevada. Enfrente había una puerta tras la que se oían voces. Me detuve ante ella, pero no pude entender lo que decían. Abrí y entré.

El abad Fabián se dirigía al hermano Edwig en tono malhumorado:

– Deberíamos pedir más. Nuestra posición no nos permite venderlas por menos de trescientas…

– Necesito el d-dinero en mis arcas ahora, hermano abad. ¡Si las paga al c-contado, deberíamos vendérselas! -replicó el tesorero con firmeza a pesar del tartamudeo.

En ese momento, el abad se volvió hacia la puerta y me miró, sorprendido.

– ¡Ah, doctor Shardlake…!

– Señor comisionado, ésta es una conversación privada -me espetó el hermano Edwig con una súbita expresión de cólera.

– Me temo que, en lo que a mí respecta, no existe tal cosa. Quién sabe lo que podría perderme si llamara a cada puerta y me quedara esperando.

El tesorero consiguió dominarse y, convertido de nuevo en oficioso burócrata, agitó las manos en el aire.

– N-no, por supuesto, perdonadme. Estábamos hablando de las cuentas del monasterio; tenemos que vender algunas tierras para costear las obras de la iglesia, un asun-asun… -tartamudeó el hermano Edwig con el rostro congestionado.

– Un asunto sin interés para vuestra investigación -terció el abad con una sonrisa.

– Hermano tesorero, hay un asunto que sí es de interés para mi investigación y deseo discutirlo con vos -respondí sentándome junto a un escritorio de roble con numerosos cajones, el único mueble del pequeño cuarto, aparte de más estanterías llenas de libros de contabilidad.

– Por supuesto, estoy a vuestra disposición, señor comisionado.

– Según el doctor Goodhaps, el día en que asesinaron al comisionado Singleton, éste estaba revisando uno de vuestros libros de cuentas, que luego desapareció.

– No de-desapareció, señor. Fue devuelto a la contaduría.

– Tal vez podáis decirme qué contenía.

– No consigo recordarlo -respondió el tesorero tras pensarlo unos instantes-. Las cuentas de la enfermería, creo. Llevamos las cuentas de cada dependencia por separado: la sacristía, de la enfermería y así sucesivamente. Las del monasterio las tenemos en un libro mayor.

– Si el comisionado Singleton tomaba prestados vuestros libros de cuentas, supongo que lo apuntaríais…

– No os qu-quepa duda -respondió el monje frunciendo el entrecejo con suficiencia-. Pero más de una vez se llevó libros sin decírnoslo ni a mí ni a mi ayudante, y nos pasamos el día buscándolos como locos.

– Entonces, ¿no queda constancia de todo lo que revisó?

– ¿C-cómo va a quedar, si se llevaba lo que quería? -exclamó el tesorero extendiendo los brazos-. Lo s-siento…

Asentí.

– ¿Ya está todo en orden en la contaduría?

– Gracias a Dios.

– Muy bien -dije poniéndome en pie-. Por favor, encargaos de que lleven todos los libros de los últimos doce meses a mi habitación de la enfermería. ¡Ah, y los de las dependencias también!

– ¿Todos los libros? -El hermano Edwig no se habría asustado tanto si le hubiera ordenado que se quitara el hábito y se paseara desnudo por la nieve-. Eso sería un trastorno terrible, paralizaría todo el trabajo de la contaduría…

– Sólo será una noche. Tal vez dos.

El tesorero parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero el abad Fabián lo atajó:

– Debemos cooperar, hermano Edwig. Os llevarán los libros tan pronto como los reúnan, comisionado.

– Os lo agradezco. Y ahora, señor abad…, anoche visité a ese pobre novicio, el joven Whelplay.

El abad asintió con expresión grave.

– El hermano Edwig y yo iremos a verlo más tarde.

– Tengo que revisar las cuentas mensuales de los donativos -murmuró el tesorero.

– Aun así, como monje con mayor responsabilidad después del prior Mortimus, debéis acompañarme. -El abad Fabián soltó un suspiro-. Puesto que el hermano Guy ha expresado una queja…

– Una queja seria -puntualicé-. Parece que el muchacho podría haber muerto…

El abad alzó una mano.

– No os preocupéis, investigaré el asunto a fondo.

– ¿Puedo preguntar, señor abad, qué ha hecho exactamente ese joven para merecer semejante castigo?

Los hombros del abad se tensaron.

– Para seros franco, doctor Shardlake…

– Sí, por favor, franqueza.

– Al chico no le gustan las reformas, la predicación en inglés… Siente un gran apego por la misa latina y por el canto. Teme que se imponga el canto en inglés…

– Extraña preocupación para alguien tan joven…

– Le gusta mucho la música. Ayuda al hermano Gabriel con los libros de los oficios. Tiene dotes, pero también opiniones improcedentes. Habló en el capítulo, cosa que un novicio no debe hacer…

– Espero que no dijera nada comprometedor, como el hermano Jerome…

– Ninguno de mis monjes diría nada comprometedor, señor comisionado. Ninguno -respondió el abad con firmeza-. El hermano Jerome no forma parte de la comunidad.

– Muy bien. Así que el prior mandó a Simón Whelplay a trabajar en los establos y lo puso a pan y agua. Parece excesivo…

– No era su única falta -alegó el abad sonrojándose.

– Habéis dicho que ayuda al hermano Gabriel -murmuré tras reflexionar durante unos instantes-. Tengo entendido que el hermano sacristán cometió ciertos pecados…

El abad, nervioso, empezó a juguetear con las mangas del hábito.

– Simón Whelplay reconoció ciertos… deseos impuros… hacia el hermano Gabriel. Pero era un pecado de pensamiento, señor, sólo de pensamiento. El hermano Gabriel ni siquiera lo sabía. Se ha mantenido puro desde… desde los problemas de hace dos años. El prior Mortimus vigila esas cosas atentamente, muy atentamente.

– No tenéis maestro de novicios, ¿verdad? Insuficientes vocaciones, supongo…

– Desde la Gran Peste, el número de monjes ha disminuido en todos los conventos generación tras generación -admitió el abad en un tono razonable-. Pero, con una vida religiosa renovada bajo la tutela del rey, puede que los monasterios se revitalicen y sean más los que elijan la vida…

No pude por menos de preguntarme si realmente lo creía, si estaba tan ciego a las señales. El tono suplicante de su voz me hizo comprender que, efectivamente, pensaba que los monasterios podrían sobrevivir. Miré al tesorero; había cogido un papel del escritorio y lo estaba examinando, ajeno a la conversación.

– ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? -dije avanzando hacia la puerta-. Os agradezco vuestra ayuda, hermanos. Ahora debo enfrentarme de nuevo a los elementos para ir a visitar la iglesia. Y al hermano Gabriel… -añadí, y dejé al abad mirándome con inquietud, mientras el tesorero seguía repasando sus balances.


Estaba cruzando el patio del claustro, cuando una molesta sensación me dio a entender que debía hacer una visita al excusado. La noche anterior, el hermano Gabriel me había indicado dónde estaba; lo más rápido era salir por la parte posterior de la enfermería y atravesar un pequeño corral, en cuyo extremo se encontraban las letrinas.

Volví a la sala de la enfermería y salí al corral, que estaba tapiado por tres lados y atravesado por una cañería que pasaba por debajo de las letrinas y que, por tanto, hacía las veces de cloaca. No pude por menos de admirar el ingenio de los constructores del monasterio. Pocas casas estaban tan bien acondicionadas, ni siquiera en Londres. A menudo me preguntaba con aprensión qué ocurriría cuando se llenara el pozo ciego de mi jardín, que tenía seis varas de profundidad.

Las gallinas cloqueaban y daban vueltas por el corral, del que los criados ya habían retirado la mayor parte de la nieve. Un par de cerdos se asomaban por encima de la empalizada de una improvisada pocilga. Alice estaba vertiendo las sobras de la comida en el comedero de los animales. Me dije que mis necesidades podían esperar y me acerqué a ella.

– Veo que tienes muchas obligaciones. Además de enfermos, cerdos.

La joven sonrió.

– Sí, señor. El trabajo de una sirvienta no acaba nunca.

Me asomé a la pocilga para ver si era posible esconder algo entre la paja y el barro, pero comprendí que los marrones y peludos animales acabarían desenterrando cualquier cosa. Podían zamparse una prenda de ropa ensangrentada, pero no una espada ni una reliquia.

– No veo más que gallinas -dije recorriendo el patio con la mirada-. ¿No hay gallo?

Alice negó con la cabeza.

– No, señor. Al pobre Jonás lo mataron. Fue el gallo que sacrificaron en el altar de la iglesia. Era precioso; se paseaba contoneándose de un modo que me hacía reír.

– Sí, son unos animales muy cómicos. Como pequeños reyes exhibiéndose y pavoneándose entre sus súbditos.

– Así era Jonás -respondió la chica sonriendo-. Cuando me acercaba a él, me miraba desafiante con sus brillantes ojillos, agitaba las alas y soltaba un quiquiriquí…, pero no era más que fanfarronería. Si me acercaba mucho, se daba media vuelta y salía huyendo.

Para mi sorpresa, sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas, y bajó la cabeza. Al parecer, además de carácter tenía corazón.

– La profanación de la iglesia fue algo terrible -murmuré.

– Pobre Jonás -dijo la chica moviendo la cabeza y respirando hondo.

– Dime, Alice, ¿cuándo advertiste que había desaparecido?

– La noche del asesinato.

– Aquí sólo se puede entrar pasando por la enfermería o por las letrinas, ¿verdad? -le pregunté recorriendo el patio con la mirada.

– Sí, señor.

Asentí. Otra prueba de que el asesino conocía bien el monasterio. Un retortijón de tripas me advirtió que no debía seguir aguantándome. De mala gana, me disculpé y corrí hacia las letrinas.

Nunca había estado en los retretes de un monasterio. En la escuela de Lichfield bromeaban sobre lo que debían hacer los monjes allí dentro, pero las letrinas de Scarnsea no tenían nada de particular. Las paredes de piedra estaban desnudas y el alargado rectángulo del suelo permanecía en penumbra, pues las ventanas eran altas. A lo largo de una de las paredes había un banco con agujeros circulares, y en el extremo más alejado, tres cubículos cuyo uso estaba reservado a los obedienciarios. Para llegar a ellos, tuve que pasar junto a los dos monjes que estaban sentados en el banco común. Uno era el joven al que había visto en la contaduría. El otro se puso en pie precipitadamente, inclinó la cabeza ante mí al tiempo que se bajaba el hábito y luego se volvió hacia su vecino.

– ¿Piensas pasar ahí toda la mañana, Athelstan?

– Déjame tranquilo. Tengo cólico.

Entré en uno de los cubículos, corrí el pestillo y me senté, profiriendo un suspiro. Después de aliviarme, me quedé escuchando el riachuelo que corría bajo mis pies y pensé en Alice. Si el monasterio se cerraba, ella se quedaría sin trabajo. Me pregunté qué podía hacer por la muchacha; tal vez ayudarla a encontrar algo en la ciudad. Me entristecía que una joven como ella hubiera acabado en un sitio como aquél, pero seguramente era de familia humilde. ¡Cómo se había conmovido al recordar al pobre gallo!… Había estado a punto de cogerla del brazo y consolarla. Sacudí la cabeza y me reproché mi debilidad. Sobre todo, después de las advertencias que le había hecho a Mark.

Un ruido me arrancó de mis reflexiones y me hizo levantar la cabeza y contener la respiración. Al otro lado de la puerta, alguien se movía con sigilo, pero yo había oído el tenue roce de unas fundas de cuero contra la piedra. En ese momento, me alegré de haber tenido la precaución de desplazarme por el patio manteniéndome a distancia de las puertas. Con el corazón palpitante, me até las calzas y me levanté sin hacer ruido, echando mano a la daga. Pegué la oreja a la puerta y oí la respiración de alguien que estaba al otro lado.

Me mordí el labio. El joven monje de la contaduría ya debía de haberse marchado, y seguramente ahora me encontraba solo con el desconocido que acechaba al otro lado de la puerta del cubículo. Confieso que la idea de que el asesino de Singleton estuviera esperándome como lo había esperado a él me ponía los pelos de punta.

Las puertas de los cubículos se abrían hacia fuera. Con infinito cuidado, descorrí el pestillo, retrocedí y le di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. Oí un grito de sobresalto, al tiempo que la hoja golpeaba contra la del cubículo de al lado y dejaba ver al hermano Athelstan, que había salido despedido hacia atrás y agitaba los brazos en el aire tratando de recuperar el equilibrio. Vi con alivio que tenía las manos vacías. Cuando avancé hacia él empuñando la daga, me miró con los ojos como platos.

– ¿Qué estabais haciendo? -le grité-. ¡Os he oído en la puerta!

El monje tragó saliva, y su prominente nuez de Adán subió y bajó rápidamente. Estaba blanco como la pared.

– ¡No pretendía asustaros, señor! ¡Estaba a punto de llamar, os lo juro!

– ¿Por qué? -le pregunté bajando la daga-. ¿Qué queréis?

El hermano Athelstan lanzó una mirada inquieta hacia la puerta que comunicaba con los dormitorios.

– Necesitaba hablar con vos en privado, señor. Cuando os he visto entrar, he decidido esperar hasta que estuviéramos solos.

– ¿De qué se trata?

– Aquí no, por favor -murmuró, asustado-. Podría venir alguien. Por favor, señor, ¿podríais encontraros conmigo en la destilería? Está junto al establo. Esta mañana no habrá nadie allí.

Lo miré con atención. Parecía al borde del desmayo.

– Muy bien. Pero iré con mi ayudante.

– Sí, señor, como queráis… -se interrumpió el hermano Athelstan al ver la desgarbada figura del hermano Jude, que apareció por la puerta de los dormitorios; a continuación, se marchó a toda prisa.

El despensero, que sin duda había optado por descansar tras haber decidido con qué manjares iba a regalar a los monjes, me miró extrañado, inclinó la cabeza y entró en uno de los cubículos. Oí que cerraba el pestillo con un golpe seco. Una vez solo, me di cuenta de que estaba temblando. Me estremecía de pies a cabeza, como una hoja de álamo.

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